sábado, 14 de septiembre de 2013

María en el Arte.

SUMARIO:
I. Introducción
II. La antigüedad tardía:
1.
Las catacumbas;
2. El arte triunfal;
3. Los mosaicos de Santa María la Mayor de Roma
III. La iconoclastia
IV. La iconografía bizantina
V. La edad media occidental
VI. El renacimiento
VII. La contrarreforma
VIII. Epoca moderna y contemporánea


I. Introducción
La iconografía de la madre de Dios forma parte de la historia, de la vida, del pensamiento teológico y litúrgico de la iglesia [t Icono]. Este artículo se propone ofrecer no tanto una lista más o menos aproximada de imágenes marianas, sino más bien su lectura iconológica.
Como es sabido, en el arte la -> belleza escondida supera a la belleza visible.
La iconología considera el objeto de arte como expresión de cultura global, que tiene necesidad para desarrollarse de un ambiente apropiado: teología, liturgia, mística, sociología, política. A medida que se van asimilando los contenidos del lenguaje figurativo, se accede a la "revelación de su realidad interior, que los creyentes de todos los tiempos nos han confiado a todos nosotros, como voz de fe y presencia de Cristo y de su iglesia".
En la iglesia la liturgia expresa una teología: "lex orandi, lex credendi"; no es distinto ni menor el papel que representa la imagen sagrada. Para san Juan Damasceno, "si un pagano viene y te dice: Muéstrame tu fe, llévalo a la iglesia y, presentándole la decoración con que está adornado (el edificio), explícale la serie de cuadros sagrados".
Por su carácter decorativo, la imagen sagrada desempeña principalmente una función catequética, litúrgica, didáctico-moral. Como nace de la comunidad de los creyentes, pertenece al magisterio de la iglesia cualificarla y convertirla en memoria.
Los padres del concilio lI de Nicea (787), sancionando una tradición, declararon que "la composición de las imágenes religiosas no se deja a la iniciativa de los artistas, ya que pone de relieve los principios formulados por la iglesia y la tradición religiosa. Solamente el arte pertenece al pintor; el orden y la disposición son competencia de los padres".
La iconografía y la liturgia son dos transcripciones de una misma fe teológica y tradición eclesial. A veces la una ha repercutido en la otra. En algunos casos resulta difícil decidir si es la imagen la que traduce un texto o si es el texto el que traduce una imagen.
La figura de María, a semejanza de la de Cristo, se sitúa en la historia del arte religioso en el centro de la producción iconográfica. "El mero nombre de la Theotókos, la madre de Dios, contiene todo el misterio de la economía de la salvación"4. Las imágenes marianas contienen los sentimientos de la iglesia para con Cristo, del cual "nosotros vimos su gloria, gloria cual de unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14) [/Simbolismo].

II. La antigüedad tardía
El arte y la literatura religiosa que van del s. iii al vi dedican un amplio espacio a los relatos. Mientras los paganos ilustran los mitos en que basan sus creencias, los cristianos se empeñan en mostrar la verdad de la historia sagrada (Lc 1,1-4). El hombre de la antigüedad tardía se muestra sensible a la concreción de los hechos, al elemento narrativo más que a la investigación filosófica.
La confrontación entre las partes es cerrada, a veces directa. "Nosotros os respondemos -escribe san Justino- con una demostración basada no en la fe de los que cuentan, sino en las profecías vaticinadas. Nos vemos obligados a creer por la evidencia de los hechos, algunos de los cuales se han verificado ya y otros están en vías de realización bajo nuestros propios ojos.
Esta manera de proceder mediante alusiones y recuerdos del AT era común a los cristianos, que la habían aprendido directamente de Jesús y de la primera predicación apostólica. Los evangelios, cuando tienen que describir el plan salvífico, recurren a menudo a frases o a episodios veterotestamentarios. "Todo esto sucedió -explica Mateo a propósito del misterio de la encarnación del Señor- para que se cumpliese lo que el Señor había dicho por medio del profeta: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros" (Mt 1,22-23).
La primera investigación de los escritores cristianos se dirige hacia la historia, al problema del hombre, al Logos; tiende a precisar los vínculos que se entrecruzan entre el AT y el NT, a fin de iluminar la oikonomía, el plan de salvación llevado a cabo por Dios. La verdadera historia de la humanidad, sostienen los creyentes, es la historia de la salvación (Heilsgeschichte), en la que María participó directamente. Habiéndose adherido al plan de Dios, ocupa un lugar excepcional de alcance histórico-teológico. María es la que engendró al Verbo de Dios según la carne. En consecuencia, en los primeros siglos, el arte la representa constantemente con el Dios niño entre sus brazos. La iconografía acoge la fe de la iglesia orante: "Te damos gracias, oh Dios, por tu puerum predilecto, Jesucristo, que nos has mandado en estos últimos tiempos (como) salvador, redentor y mensajero de tu voluntad. Él es tu Verbo inseparable, por medio del cual has creado todas las cosas y a quien, en tu beneplácito, enviaste del cielo al seno de una Virgen y, habiendo sido concebido, se encarnó y se manifestó como Hijo tuyo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen.
1. LAS CATACUMBAS. Parece ser que los antiguos cristianos no conservaron ningún retrato de María, ni que idearon tampoco, como en el caso de los santos Pedro y Pablo, un rostro o un tipo con líneas reconocibles. Es significativo que san Agustín declare: "Ni siquiera conocemos la cara de la virgen María".
Las imágenes marianas más antiguas proceden del arte funerario, de los cementerios y catacumbas, lugares que, por no estar destinados al culto, limitan necesariamente los conocimientos. De todas formas aparece claro que la iconografía de la Virgen está subordinada y guarda relación con el misterio de la encarnación del Verbo, con la doncella preanunciada por el profeta Isaías: "He aquí que una doncella concibe y da a luz un hijo" (ls 7,10-16). Los fieles y la literatura cristiana la aclaman virgen y madre.
Los episodios que se refieren a María proceden de los relatos -evangelios de la infancia de Jesús: el anuncio del ángel a María, la virgen y el profeta Balaán (para algunos, Isaías), el nacimiento de Jesús, la adoración de los magos. Esta última es la escena más representada. Styger, a comienzos de este siglo, contó hasta 85 representaciones de la adoración de los magos. La más antigua, que se remonta probablemente a la segunda mitad del s. II, procede de la "capilla griega" de la catacumba de Priscila. A diferencia de las demás, que ofrecen generalmente a la Virgen madre en el acto de presentar a su Hijo a los magos, en número incierto (dos, tres, cuatro), María cobija al niño en su regazo.
Los magos, que provienen de la ecclesia ex gentibus, son para los padres de la iglesia "las primicias de los paganos", realizando las profecías del AT y vinculando el NT al AT.
La catacumba de Priscila posee además una escena insólita (s. u): María con el niño tiene a su lado al profeta Balaán o, para algunos, a Isaías. La Virgen madre tiene la cabeza cubierta por un velo y aprieta en su pecho al mesías, mientras que Balaán, con su brazo levantado hacia lo alto, señala la aparición de laa estrella que había preanunciado: "Una estrella se destaca de Jacob, surge un cetro de Israel" (Núm 24,17) [1 Liturgia 1, 7, c].
Según algunos padres de la iglesia, los magos descienden de la estirpe de Balaán. Esto explicaría probablemente por qué, en el arco triunfal de Santa María la Mayor de Roma, Balaán y los magos se encuentran juntos en la escena de la epifanía.
En la literatura tipológica y figurativa se presenta a María en figura de orante, sin el niño y con los brazos levantados. Probablemente es tipo de la iglesia: "Maria figuram in se sanctae Ecclesiae demonstrat".. Un vidrio dorado, del s. iii-iv, ofrece la imagen de Maria entre los apóstoles Petrus y Paulus.
2. EL ARTE TRIUNFAL. El concilio de Éfeso (431) es un concilio eminentemente cristológico. Proclamando a la Virgen madre de Dios, sostiene que desde niño Cristo era partícipe de la naturaleza divina (para algunos herejes el momento del bautismo había marcado la unión de las dos naturalezas) y que el único nombre que hay que dar a María es el de Theotókos. De lo contrario, la redención perdería su significado: Dios no se habría encarnado realmente en el seno de la Virgen ni habría salvado a los hombres por medio de su pasión y de su muerte.
La proclamación conciliar desarrolla el culto a María como madre de Dios: se multiplican entonces las fiestas en su honor, primero en oriente y luego en occidente (purificación, anunciación, natividad, dormición o asunción), se le consagran iglesias en todas las partes del mundo. Según un testimonio del s. VII-VIII, no hay ciudad que no tenga un templo dedicado a María. "Salve Maria Deipara... propter quam in civitatibus in pagis et in insulis orthodoxorum fundatae ecclesiae".
El catálogo más antiguo de iglesias de Roma, en una añadidura al itinerario De locis sanctis martyrum (s. VII), recuerda cuatro edificios sagrados dedicados a María: la "Basilica quae appellatur Sancta Maria Antiqua", iglesia erigida en el foro romano; la "Basilica quae appellatur Sancta Maria Major", o sea, Santa María la Mayor, erigida por el papa Liberio (352-366) y renovada por Sixto III (432-440); la "Basilica quae appellatur Sancta Maria Rotonda", o sea, el Panteón, transformado. en iglesia por Bonifacio IV (608-615), y finalmente la "Basilica quae appellatur Sancta Maria Transtiberim", que estaba dedicada a la Virgen al menos desde el s. vi.
El título repetitivo de Sancta Maria se relaciona con el griego de Theotókos, como pone de manifiesto la inscripción sobre el ambón de Santa María Antiqua, que Juan VII (705-707) "noviter fecit": + IOHANNES SERVUS SCAE MARIAE / + IOANNOU-DOULOUTES THEOTOKOU" 14. En la iconología la imagen de la Sanclá Maria latina corresponde teológicamente a la de la Theotókos.
Las epifanías de las catacumbas reciben entonces una importante innovación. Se aísla el grupo de la madre con el niño y, en posición frontal, se le presenta a la veneración de los fieles con el resultado de una densa imagen teológica. La Virgen sentada en el trono es ella misma trono de Dios, templo del Verbo encarnado. La mano acogedora de la Virgen interrumpe la linealidad del grupo, rodeado de ángeles y/o de santos a manera de escolta.
La catacumba de Comodila ofrece, en un fresco votivo del s. vi, la imagen de María con el niño en el trono entre los santos Félix y Adaucto, con la donante, la viuda Túrtura. El fresco prepara el mosaico de la adoración de los magos, en san Apolinar Nuevo de Rávena. La majestad de María se armoniza con la gravedad del Logos.
Si el occidente produce este tipo, que probablemente procede del norte de África, el oriente desarrolla otra iconografía: la Virgen del tipo Odigítria, "la que señala el camino". Es la imagen de la pintura atribuida a san Lucas y enviada en el 451 a Constantinopla por la emperatriz Eudoxia, que la ofrece a la devoción de los fieles. En poco tiempo aquel cuadro se convierte en ejemplar para otras innumerables representaciones marianas [/ Icono], sobre todo de carácter teológico.
La Virgen Odigítria posee todas las características de la sencillez y de la esencialidad dogmática. María es la Theotókos, vestida con el maphórion o velo. Dirige su mirada hacia el fiel, indicándole con la mano derecha al Logos de Dios, a quien sostiene en su brazo. Cristo es sólo aparentemente un niño en su estatura, mientras que es, por el contrario, un adulto en el rostro, en sus gestos (en la mano izquierda lleva un rollo) y hasta en su manera de vestir (el hymátion). La iconografía es francamente cristológica. La madre de Dios (acompañan a su figura las abreviaturas en griego de méter Theoú: MR-THU) está en función del Hijo, aquel que da alegría a toda criatura, tal como señala la oración litúrgica.
En esta época la iglesia está especialmente comprometida en la defensa del dogma, pero el arte no renuncia a pintar la ternura de la madre hacia el Hijo. Un capitel conservado en Rávena recuerda la tradición de la pintura de las catacumbas de Priscila.. El niño, que se agita desnudo en atención a la tradición helenista, es abrazado por María con todo su afecto. Un solo nimbo une los rostros de madre e Hijo.
La Virgen que estrecha en sus brazos al niño es una escena que se encuentra en algunas pinturas de Egipto y en medallas de plomo.
La iconografía mariana aparece también en las paredes de los ábsides, que hasta entonces estaban reservadas a temas eminentemente teofánicos. En la ciudad de Parenzo (Porec) la concha absidal de la basílica eufrasiana posee el mosaico de "la Virgen en el trono con el niño entre ángeles, santos y los donantes" (s. vi). A los lados de las ventanas están las escenas de la anunciación y de la visitación.
3. Los MOSAICOS DE SANTA MARÍA LA MAYOR DE ROMA. La iconografía mariana alcanza su apogeo en los mosaicos del arco triunfal de la basílica de Santa María la Mayor, de Roma. Ejecutados pocos años después del concilio de Efeso (431), por disposición de Sixto III (432-440), forman parte del precioso complejo de mosaicos que decora la basílica. Las paredes de la nave principal contienen episodios del AT; el arco presenta algunas escenas sacadas de los evangelios de la infancia de Jesús. Los mosaicos del ábside (1290), ampliado por el papa Nicolás IV (1288-1292), fueron sustituidos por otros del franciscano Jacopo Torriti.
El arco triunfal, como reseña la inscripción situada en su parte superior, SIXTUS EPISCOPUS PLEBI DEI, está dedicado por el papa Sixto al pueblo de Dios en marcha hacia la Jerusalén celestial. Los dos polos principales son el episcopus y la plebs Dei [/ Dedicación].
Los mosaicos, después de haber sido proclamadas las verdades teológicas sobre el Logos y sobre la Theotókos, recuerdan veladamente la obra del obispo de Roma, llamado por su sucesión en la cátedra de Pedro a restablecer la caridad, después de que el concilio tratara de resolver las discrepancias entre los patriarcas Juan de Antioquía y Cirilo de Alejandría. El papa sale al encuentro de las dos iglesias, obteniendo la mutua pacificación. El arco celebra, junto con la fe proclamada en Éfeso, la paz renovada. La escena de la adoración de los magos, que proceden de Antioquía según las creencias y la literatura de la época, va seguida de la adoración de Afrodisio, según un apócrifo que sitúa el episodio en Egipto. En la parte superior, los apóstoles Pedro y Pablo, a los lados de la Ethimasia, presentan la plebs Dei a Cristo que viene.
Aparte del Logos, María y José, que aparecen ambos cuatro veces, incluso en escenas distintas, son los coprotagonistas del arco. La Virgen va vestida con el traje de una basilissa (reina) bizantina; recuerda, por su porte, a la hija del faraón (mosaicos de la nave central). Representa probablemente a la misma iglesia de Roma, dado que Bizancio no conoce esta iconografía ni la reproduce nunca. José, el casto esposo de María, es tipo del obispo, testigo y guardián virgen de los misterios de la iglesia.
El ciclo de los mosaicos se abre con el panel del anuncio del ángel a María. La Virgen basilissa, en el centro de la escena, rodeada de varios ángeles, una especie de silenciarios previstos por el ceremonial de la corte, devana una madeja de púrpura destinada, según los apócrifos, al velo del templo. Se dirige dinámicamente hacia ella el Espíritu Santo, en forma de paloma blanca, acompañado de un ángel que, se extiende horizontalmente en el cielo. La paloma, que aparece con frecuencia en la escena del bautismo de Jesús, como se observa en los bautisterios de Rávena, es rara en una anunciación.
Tras el anuncio del ángel a José viene la presentación de Jesús niño en el templo. La basilissa, introducida por José, el padre legal de Cristo, presenta al mundo religioso judío el Logos, a quien sostiene entre sus brazos.
En el panel de la adoración de los magos, María está sentada en una sede aparte, al lado del Logos, que ocupa hierático un enorme trono ornado de piedras preciosas. La Virgen basilissa (la iglesia) sirve de contrapunto a una figura de mujer (la sinagoga) que, pensativa, aprieta en su mano izquierda un pergamino desenrollado, que es quizá la historia ya cumplida del AT.
Finalmente, la basilissa está presente con José en la adoración de Afrodisio, el gobernador de la ciudad de Sotine (Egipto). Introducidos pqr el obispo (José), el Logos y la iglesia (María) van acompañados una vez más por la corte celestial.
El simbolismo de la Virgen basilissa no se olvidaría ya en la ciudad de Roma. Unos siglos más tarde son los benedictinos los que difunden por todas partes esta iconografía, desde San Vicenzo, en Vulture, en la Italia meridional, hasta las más remotas iglesias monásticas al otro lado de los Alpes.
En Santa María Antiqua los artistas romanos representan en frescos, en el 550, a "la Virgen basilissa en el trono con el Logos entre Miguel y Gabriel". Los dos arcángeles presentan a la Virgen la corona y el cetro, insignias de la realeza. En la misma iglesia, hacia el 705, un fresco en la concha del ábside presenta una vez más la majestad de la Virgen, rodeada de la corte celestial. Los vestidos y la corona real de María recuerdan a la Teodora de San Vital, en Rávena 20.
La imagen de la Virgen reina se desarrolla según nuevos esquemas y formulaciones iconográficas. En Santa María in Trastévere, en Roma, sirve para ilustrar el Cantar de los cantares en el mosaico de la concha del ábside (1140). La basilissa está sentada junto a Cristo, en el mismo trono. El libro abierto que sostiene Cristo dice: "Ven¡ electa mea et ponam in te thronum meum". El encuentro del esposo con la esposa comentan los escritores medievales- significa el encuentro de Cristo con la iglesia. Una imagen semejante se encuentra en la basílica benedictina de Subiaco [t Santuarios I1, 3, 4].

III. La iconoclastia
En oriente, la lucha iconoclasta del s. vi¡¡-ix afecta a la imagen de María. En la iglesia la hostilidad al culto de las imágenes se había manifestado ya antes, pero a partir del s. viii adquiere tonos dramáticos. La causa de esto son las discrepancias entre la hegemonía imperial y los monjes ricos, que fomentan por su parte el culto a las imágenes; la expansión política y cultural del islam, iconoclasta por principio; y finalmente la influencia judía.
El conflicto estuvo provocado por el emperador León III Isáurico (717-741), que prohibió en un edicto (725) las imágenes, el culto de las mismas y su producción. A pesar de la oposición por parte del pueblo, de los monjes y de los pontífices romanos, vuelve a confirmar esta prohibición en el 730, inaugurando una lucha despiadada y sangrienta que, con excepción de un paréntesis de unos veinticinco años, duró más de un siglo. El conciliábulo de Hieria (754), convocado por Constantino 1 Coprónimo (741-755), insiste en la condenación de "las odiosas y abominables imágenes". Como respuesta, los iconódulos elaboran una propia y verdadera teología de los iconos, que triunfó en el concilio II de Nicea (787). La victoria, promovida por la emperatriz Irene, regente de Constantino VI, no duró mucho tiempo. León V el Armenio (813-820), con un sínodo convocado en Santa Sofía de Constantinopla (815), desautoriza a Nicea y reconoce las actas del conciliábulo del 754. Prosiguen las prohibiciones y persecuciones, con dureza implacable, hasta los tiempos de Teófilo (829-842), un emperador docto en teología. En el 843 la emperatriz Teodora convoca un concilio en Constantinopla y restituye definitivamente la producción y el culto a las imágenes (fiesta de la ortodoxia).
Durante la tempestad, "los iconos de Cristo, de la Virgen y de los santos fueron entregados a las llamas y a la destrucción. El mismo Constantino V ordena que se retire el ciclo evangélico de las Blaquernas, sustituyéndolo por "árboles, flores, diversos pájaros y animales, rodeados de hojas de hiedra, y entre ellas un gran número de grullas, cornejas y pavos reales". Un testigo de aquellos tiempos se muestra irónico: "La iglesia se ha quedado transformada en un vergel y en una pajarera".
La cuestión, en el aspecto doctrinal, se centra en la imagen de Cristo, definido por los opositores de las imágenes "sin voz y sin respiración". Sostienen que representar a Cristo significa representar solamente la naturaleza humana, ya que la naturaleza divina es inexpresable. Al eliminar la naturaleza divina -siguen diciendo-, se rompe la unidad de su persona. Por la parte opuesta, los iconódulos responden que prohibir las imágenes de Cristo significa poner en peligro el misterio mismo de la encarnación. En el evangelio, Cristo se define imagen del Padre: "Felipe, el que me ve, ha visto al Padre" (Jn 14,8-10). Pues bien, negar la imagen es como negar la humanidad y la divinidad del Señor. La fe y la teología exigen el culto a las imágenes.
El arte participa directamente en la causa de la defensa del dogma. La imagen de la Theotókos entra en el repertorio iconográfico porque consolida la cristología, al intervenir en el episodio central de la encarnación del Señor.
La iglesia de la Dormición, en Nicea, conservaba hasta el año 1922 una de las pocas imágenes, probablemente del 787, es decir, el año del Niceno II, que se libraron de la furia iconoclasta. La escena, situada en el ábside, presenta a la Theotókos en pie, con el niño erguido entre los brazos, introducida por la mano bendiciente del Eterno. La imagen fue devuelta a los fieles por disposición de un tal Naukratios, después de que los iconoclastas la hubieron sustituido por una cruz. María, como un cirio enorme encendido a la gloria de Dios, destaca sobre un fondo dorado.
La iconoclastia favoreció la inmigración de muchos griegos a occidente, especialmente a Roma, en donde su presencia está documentada por los frescos de la capilla de los santos Quirico y Julita en Santa María Antiqua. En gran parte se trata de ex votos, ordinariamente imágenes de Cristo y de la Virgen, con santos y figuras de los donantes. El primicerio Teodato, llevando en las manos dos cirios encendidos, se hace representar con el papa Zacarías (741-752), también griego, a los pies de Quirico y de Julita y de los apóstoles Pedro y Pablo. Estos santos forman corona en torno al trono de la Virgen reina con el niño. La iconografía de la Theotókos, en lugar de representarla como la basilissa romana, la cubre con el maphórion según el uso bizantino.
En la misma capilla hay un nicho que posee una gran "crucifixión", según las fórmulas siro-palestinas. María (scA MARIA), en acto litúrgico, en pie al lado de la cruz y con las manos vueltas hacia arriba, asiste a la tragedia del Hijo. La composición representa a los personajes en tipologías ¡cónicas.
De una factura muy distinta es la llamada Virgen de la clemencia, una tabla al temple, de un artista romano del s. vut, que se conserva en Santa María in Trastévere. Todavía se respira el ambiente áulico de la pintura helenizante: María es la basilissa con el niño, rodeada de dos ángeles.
Volviendo a Santa María Antiqua, un fresco en un pequeño ábside llama la atención por su iconografía. Presenta a las tres madres, santa Ana, santa María y santa Isabel, que sostienen en las rodillas, respectivamente, a María, a Jesús y a Juan, criaturas que forman a su vez una tríada. Recuerdan la Déesis: Cristo entre la madre y el pródromo (precursor), intercesores por excelencia. Más que devocional, la escena es teológica; se refiere a los protagonistas terrenos de la encarnación del Señor.
El papa Juan VII (705-707) dedica, en el pórtico de San Pedro, una capilla a María decorada por mosaístas romanos con ciclos que se refieren a la vida de Cristo y de san Pedro. Los fragmentos -una Virgen de pie (San Marcos, en Florencia), la adoración de los magos (Santa María in Cosmedin, en Roma), un busto de María (catedral de Orte), el retrato del papa y los restos de la crucifixión, del lavatorio de los pies y de la natividad (Grutas vaticanas)- hacen recordar a Santa María Antiqua.
Oriente influye en Pascual I (817824), un pontífice de origen romano. Él mismo se hace representar en el mosaico del ábside de Santa María in Domnica en el acto de sostener el pie de la Angelostitos. La Virgen es el trono del Verbo encarnado; se sienta como reina (Kyriotissa) entre las filas de los ángeles. El maphórion está adornado de cruces simbólicas, una en la parte superior del velo, las otras dos en el pecho. El coro de los ángeles que la rodean recuerda al Cristo en el Gólgota (Maestro de Juan VII) de Santa María Antiqua. La iconografía oriental se ha tratado con soluciones romanas.
La iglesia de los santos Nereo y Aquileo, en Roma, abre el mosaico del arco triunfal con la escena de la anunciación, y concluye con la majestad de la Theotókos con el niño.
A comienzos del s. VIII se remontan los frescos que se descubrieron en 1944 de Santa María Foris Portas, en Castelseprio. También aquí los episodios, dentro del arco triunfal, que se desarrollan en dos registros, se refieren a la historia del nacimiento de Jesús. Casi por toda Italia, desde Brescia (la iglesia de San Salvatore, 753-816) hasta Benevento (Santa Sofía, pintor meridional, 760), se encuentran fragmentos que se refieren al misterio de la encarnación que tuvo lugar en el seno de la Virgen.

IV. La iconografía bizantina
La iconoclastia condujo a la formación de un cierto fixismo iconográfico. Si la imagen -se dijo- se refiere a un prototipo (que adorar, si es Dios; que venerar, si es un santo), el principal deber del pintor es reproducir constantemente el mismo tipo. De aquí la preocupación por el retrato, que adopta un extremo realismo, heredado de las tumbas paganas del Fayún, de Egipto; la preocupación por los detalles, la cuidada indicación del nombre para cualificar el tipo. A la imagen de la Virgen se le añade la inscripción MR-THU, es decir, madre de Dios.
Bizancio, a partir del s. xi, difunde su arte y sus cánones, desde las regiones del mundo eslavo (Virgen orante de Santa Sofía, en Kiev, hacia el 1040) hasta los países del este, desde Venecia (Odigitria del ábside de Torcello que sustituyó en 1190 a un Cristo Pantocrátor) hasta Sicilia (la Virgen orante entre dos arcángeles, de la catedral de Cefalú). María es siempre la misma: nariz sutil y rectilínea, orejas atrofiadas, labios cerrados, ojos apagados. Lleva el maphórion, incluso cuando es la Kyriotissa o la Angelostitos; ocupa en el interior del templo, según las exigencias litúrgicas y teológicas, el lugar que le reserva un programa iconológico propio, detallado y preciso. Las preocupaciones dogmáticas prevalecen a veces incluso en las imágenes y en los relatos destinados a la piedad popular. El oriente cristiano no olvida las luchas doctrinales, sostenidas para defender la maternidad divina de María.
La divulgación del rezo del Ave Maria, que comprende tan sólo las palabras del ángel con la añadidura del Jesus, contribuye a difundir la iconografía de la anunciación, inserta varias veces en un contexto histórico y/o teológico.
Santa Sofía de Constantinopla posee el "Anuncio del ángel a María", en clípeos, en el mosaico de la luneta "El basiléus León IV es proskynesis ante el Pantokrátor" (876-912). El emperador se postra a los pies del Rey de reyes, ante aquel que fue anunciado por el ángel a María como Hijo del Altísimo.
El Pantokrátor (959) y la escena de la anunciación vuelven a aparecer, respectivamente, en la concha y en el arco absidal de la iglesia rupestre de las santas Marina y Cristina en Carpignano, en Apulia, formando una sola visión histórico-teológica: la encarnación y la segunda venida del Señor, el comienzo y el cumplimiento de la redención. Cristo Pantocrátor es el Señor, que se sienta entre el ángel y el fíat de la Virgen.
El códice miniado Exultet Bari 2 (s. xii), de la catedral de Bari, contiene en la letra "V" de la palabra Vere, legible bien como alfa o bien como omega, un Cristo en el trono, rodeado en los bordes de tres clípeos que representan al ángel Gabriel, a la Virgen y a la paloma del Espíritu Santo.
Todavía es más explícita la "Majestas Domini con anunciación" (bajorrelieve del s. xin) de la iglesia de Sant'Angelo, en Bitritto, cerca de Bari. El ángel de la anunciación, que viste hábitos litúrgicos, lleva en la mano izquierda un incensario.
Otra iconografía, ligada a la encarnación del Hijo de Dios, es la imagen de la Déesis, plegaria que la iglesia orante dirige a Dios Padre para obtener la vida eterna. Se compone de una tríada formada por el Cristo Pantocrátor entre María y Juan Bautista, los intercesores. María está presente como madre, Juan como el que lo señaló presente entre los hombres.
En la anáfora de san Juan Crisóstomo, la Theotókos es la primera criatura humana a la que se invoca para interceder, seguida inmediatamente después por el pródromo: "Te ofrecemos además este culto inmaterial..., sobre todo por la stma. pura, gloriosísima y bendita virgen María, san Juan Bautista el precursor y los santos apóstoles dignos de toda alabanza"27. Interceden ante el Amigo de los hombres para que conceda la lux aeterna. La Déesis de las iglesias rupestres de Capadocia y de Italia meridional28 tienen el Pantokrátor con el libro abierto, en el cual se lee: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en tinieblas, sino que vivirá la luz de la vida" (Jn 8,12).
En Cosenza, la estauroteca (s. xii) del tesoro de la catedral tiene el crucifijo con los intercesores María y el pródromo. La escena se inserta en un contexto litúrgico. El clípeo inferior lleva el altar con los símbolos de la pasión y del sacrificio eucarístico; arriba, el ángel litúrgico. La iconografía de la Déesis es una imagen común en el área cultural bizantina.

V. La edad media occidental
A partir del s. xii una oleada de devoción mariana inunda a Europa; se asiste a un impulso de amor hacia la Virgen sin precedentes.
En primera línea quienes la fomentan son las órdenes religiosas, los premostratenses y los cistercienses. San Norberto, para honrar a la Virgen, entrega a sus discípulos, los hijos de Prémontré, el hábito blanco; la orden del Císter pone sus monasterios bajo la protección particular de María.
En Francia el clero y los fieles consagran. a Nuestra Señora la mayor parte de las grandes iglesias: Notre-Dame de Laon (1150), NotreDame de París (1163), Notre-Dame de Amiens (1220), Notre-Dame de Chartres (1194), etc. En Sicilia Jorge de Antioquía dedica la Martorana (1143), de Palermo, a la Theotókos; delante de su imagen se hace representar el almirante Ruggero II en proskjnesis. El rey normando Guillermo 11 (1166-1189) ofrece a María la catedral de Monreale. Un capitel lo representa en el acto de presentar la iglesia. Suger, que por circunstancias históricas y locales tiene que dedicar la iglesia a Saint Denis, se postra a los pies de la Virgen ("Anunciación') en una vidriera del magnífico templo.
En la espiritualidad religiosa medieval, María es un punto de referencia. Puerta del cielo, hace de pilastra que divide la puerta central de la catedral de Reims, mientras que Notre-Dame de París le reserva dos portales. Algunas historias relativas a la vida de María decoran la puerta principal de Notre-Dame de Sanlis. La Virgen se destaca en todos los ambientes de la iglesia, desde la fachada externa hasta la concha del ábside; fuente de nuevos esquemas iconográficos, se promueve como lectura simbólica y mística.
La imagen acentúa los tonos de cariño maternal y muestra sensibilidad al expresar sus emociones íntimas. Lo mismo que la homilética, la iconografía apela, además de a las fuentes bíblicas y patrísticas acostumbradas, a los himnos litúrgicos, a las leyendas maravillosas, al enorme repertorio de la t piedad popular.
La Virgen que está dando de mamar al niño, debe parte de su difusión a los himnos litúrgicos. "O gloriosa virginum / sublimis inter sidera / qui te creavit parvulum / lactante nutrís ubere". La iglesia del monasterio de San Andrea in Barletta tiene en la parte posterior del pórtico de entrada una "Virgen de la leche", sacada directamente de un códice miniado.
El ábside de la iglesia de Santa María in Monte d'Evio, en el Gargano, muestra a la Theotókos que enseña al Cristo Pantocrátor los senos con los que lo alimentó. El fresco (s. xiv), todavía inédito, resulta singular. La madre de Dios participa del esquema clásico de la Déesis, pero, prescindiendo de los acentos teológicos, asume los tonos de una intercesión más humilde y humana.
Es semejante, bajo el aspecto del humanismo que afecta cada vez más a la figura de María, la escena llamada de "la tempestad que hay en el corazón", una variante del repertorio que se refiere a la natividad de Cristo. Un ejemplar de esta iconografía procede de los mosaicos (finales del s. xu) de Jacopo Torriti en el ábside de Santa María la Mayor. José es presa de la duda y parece inclinado a escuchar la tentación. En algunas imágenes, el diablo, bajo la forma de pastor giboso y cubierto de pelos, le muestra un bastón seco para argumentar sobre la imposibilidad de la virginidad de María. La Virgen mira a José, como para tranquilizarlo, y le ofrece el niño.
El tema de la natividad de Cristo se presta además para exaltar la participación de la madre de Dios en el misterio de la redención. María está echada en el lecho, mientras que el divino infante se encuentra en el pesebre, parecido a un altar, bajo el aspecto de víctima. "Ponitur in presepio, id est Corpus Christi super altare". En algunos casos la madre, que participa del sufrimiento redentor, vuelve la cabeza para no mirar al Hijo (portal de la catedral de Laon); en otros lo acaricia amorosamente (portal de la destruida colegiata de San Michele in Terlizzi, de Bari, obra firmada de Anseramo da Trani, s. xut).
La edad media no duda en atribuirle algunos significados simbólicos. La Virgen, "sedes Sapientiae", trono de la divina Sabiduría, está sentada en la fachada de la catedral de Chartres entre las artes liberales y los grandes pensadores de la antigüedad: Aristóteles, Cicerón, Euclides, Boecio, Pitágoras, Tolomeo y otros. Los Exultet de Salerno y de Troya (Exultet 3) muestran en la escena de la crucifixión a la iglesia y a la sinagoga; la primera, bajo la figura de María, recoge en un cáliz la sangre que brota del costado de Cristo, mientras que la segunda, una mujer, es apartada por un ángel.
La misma composición (vidriera), en la catedral de Bourges (Francia), ve a María reina con la corona en la cabeza. Jacopo Torriti, en el mencionado ábside de Santa María la Mayor, ejecuta en mosaico la espléndida escena, conocida en el arte francés, de Cristo coronando a su madre.
La corona real, adornada de piedras preciosas, se convierte en la edad media casi en regla para la Virgen con el niño. El Museo de Arte sagrado de L'Aquila conserva un buen número de estas esculturas, de las más variadas iconografías, que provienen de las iglesias de la región de los Abruzzos.
Capítulo aparte merecen las Maestá [Majestades] (Virgen con el niño) toscanas y umbras. La Virgen entre los ángeles y san Francisco (Asís, fresco en la basílica inferior), la Virgen en el trono y los ángeles (Florencia, Galleria degli Uffizi), la Majestad de Duccio di Buoninsegna (Siena, Opera del Duomo), La Virgen Rucellai (Florencia, Santa María Novella), por citar sólo algunas de las más famosas, son imágenes estrechamente ligadas a la vida de la piedad cristiana y expresan alguno de los muchos atributos propios de la Virgen, así como los sentimientos que suscitaba en el corazón de los fieles. El arte se hace también eco de la nueva concepción religiosa, advertida por san Francisco.

VI. El renacimiento
El artesano medieval había vivido en el anonimato, trabajaba para el pueblo de Dios, se consideraba partícipe de la misión evangelizadora de la iglesia. En el renacimiento el artista, que ha ido adquiriendo poco a poco libertad, sale de la artesanía y lleva un nombre propio, adquiere en la sociedad y en la cultura un papel insospechado hasta entonces. Jorge Vasari (1511-1574) escribe una obra con un título significativo, Vidas de los más excelentes arquitectos, escultores y pintores. El artista se ve solicitado por los poderosos y por los ricos y aumenta el prestigio de los mismos. Algunos mecenas se hacen retratar en las pinturas como oferentes en oración.
La cultura figurativa evoluciona debido a la imprevista y apasionada búsqueda de lo bello tras el descubrimiento de la belleza clásica. Se reviste al evangelio con las formas de Grecia. La nueva estética hace creer que no es la caridad, sino la belleza de Platón, la que tiene que decir la última palabra sobre el mundo.
El arte pierde los antiguos modos de expresar lo sobrenatural, los fondos de oro, el hieratismo, los símbolos, el contenido litúrgico, y se pone en manos de lo natural. Le pide a la belleza física y a la naturaleza que abra un nuevo camino que lleve a la trascendencia. Sólo los artistas profundamente espirituales, como el Beato Angélico (1400-1455), consiguen liberarse del riesgo del sensualismo para imprimir a las formas el esplendor de una luz interior. Las vírgenes corren el peligro de convertirse en un ejercicio sobre hermosas mujeres, serenas, que dejan en la sombra los aspectos dolorosos de la vida cristiana y no tienen ya al niño apretado entre sus brazos.
Entre finales del s. xv y comienzos del xvi el grupo de la Virgen [Madonna] con el niño adquiere una mayor desenvoltura, una vivacidad insólita. No está ya sola, sino que la pareja está acompañada ordinariamente por figuras: santa Ana, santa Isabel, el pequeño Juan Bautista jugando con el niño Jesús (Rafael, Virgen del Pajarito [Cardellino], Florencia, Pitti; Leonardo, Virgen de las Rocas, París, Louvre). Las "sagradas Conversaciones", hieráticas en el siglo anterior (Pietro Lorenzetti, Virgen con niño, san Francisco y san Juan, Asís, basílica inferior), obtienen un éxito sin igual. La Virgen, una mujer llena de gracia, se encuentra en primer plano, conversando con los santos y con los fieles, en medio de un espléndido paisaje que se divisa en la lejanía.
Los episodios y los títulos o verdades marianas (anunciación, nacimiento, presentación en el templo, huida a Egipto, crucifixión, asunción, coronación, inmaculada concepción) se narran libremente, dejados a la devota interpretación de los mecenas y de los artistas. Las pinturas del Beato Angélico (Guidolino di Pietro), que infunde a la Virgen un ardor místico excepcional, hacen pensar en su dimensión espiritual. Interpreta en clave de atenta dignidad religiosa la concepción nueva del volumen, de los espacios y de la luz, que había aprendido del Massaccio. Una Anunciación, tema que trató varias veces, o la Coronación de la Virgen (París, Louvre) son la exaltación de un humilde camino religioso artístico que, a través de la experiencia de una meditación puntual del arte de la miniatura, llega a la contemplación del inmenso mundo de los bienaventurados.
La pintura toscana confía a la dulzura del rostro la eficacia de comunicación a través de lo estático y de lo inmaterial, que recuerda en sus efectos las sugerencias interiores producidas por los fondos dorados. Masolino da Panicale (1383-1440/1447; Asunción, Nápoles, Pinacoteca), Lucas Signorelli (14501523; Descendimiento, Orvieto, capilla de San Brizio), Sandro Botticelli (1445-1510; Virgen del Magnificat, Florencia, Uffizi) retratan a la Virgen con un aura de juventud y de gentil elegancia.
Rafael (1483-1520) aspira con su genio a la perfección ideal, estableciendo una nueva relación entre lo humano y lo divino. Sus Madonnas (Desposorios de la Virgen, Milán, Brera; Virgen de la Silla, Florencia, Pitti; Virgen de Foligno, Pinacoteca Vaticana) participan del ideal de la más alta belleza, ofrecida a los fieles por la sugestión de los altares.
Los artistas subjetivizan la interpretación de lo sagrado y abren la posibilidad de nuevos descubrimientos interiores del alma humana. Tal es el caso de Miguel Angel (17451564), que pasa del modelo sumamente controlado sobre la verdad de la Piedad vaticana al modelado más libre, siguiendo sus intuiciones psicológicas, de la Piedad de Santa María del Fiore, concebida para su sepulcro de Palestrina, y de la Piedad Rondanini. Estas esculturas se sitúan como piedras miliarias señalando el camino interior del artista. Al principio el joven Miguel Ángel modela un rostro de la Virgen más joven que el de su Hijo, luego un rostro casi inmerso en lo infinito para atribuir a la redención, con la que une su dolor, una llamada a lo invisible.
El renacimiento italiano cede su lugar a la crisis espiritual de la Europa cristiana, la reforma, con la consiguiente contrarreforma. La iconografía deja de ser apacible y serena, para hacerse sufrida, tensa en la búsqueda de nuevos cánones que, aun sin olvidar las lecciones de la estética del renacimiento, le propongan al hombre el fervor por las cosas de Dios.

VII. La contrarreforma
El concilio de la contrarreforma, convocado por primera vez en Mantua en 1537 y que se abrió en Trento, después de no pocas dificultades internas y externas, el 13 de diciembre de 1545, promulgó en su última sesión de trabajo, la XXV (el 3 de dic. de 1563), un decreto sobre las imágenes sagradas, destinado a orientar durante siglos la historia de la iconografía y de la iconología religiosa. La orientación tridentina lleva desde finales del s. xvi a una civilización figurativa bien compuesta y al mismo tiempo unitaria.
"El santo concilio prohíbe que en las iglesias se ponga una imagen, inspirada en error, que pueda inducir a engaño a la gente sencilla: quiere que se evite toda impureza, que no se ofrezcan imágenes de aspecto provocativo. Para asegurar el respeto a estas decisiones, el santo concilio prohíbe, incluso en las iglesias que no están sujetas a la visita del ordinario, una imagen insólita, a no ser que la haya aprobado el obispo".
Este canon es una toma de posición contra las iglesias protestantes, que eran iconoclastas por su lógica interna, y sobre el uso de las obras de arte en las iglesias. Los protestantes niegan algunas verdades que se refieren a María y acusan a la iglesia católica de haber hecho que sustituyera a Cristo. Los luteranos y los calvinistas se esfuerzan en reducir su papel en la obra de la redención y niegan hasta la autenticidad de las palabras del ángel: "Ave, Maria, gratia plena" 35 [/ Protestantismo].
Lo que los protestantes rechazan de la teología y de la piedad de la iglesia se convierte, por parte de los católicos, en objeto de mayor ardor y devoción. El jesuita Gumppenberg publica en Alemania el Atlas marianus (Ingolstadt 1657), una colección de las Vírgenes más célebres de Europa. El canónigo Astolfi escribe una Historia Universale delle Imagini miracolose delta Gran Madre di Dio (Venecia 1624) para probar a los protestantes que los milagros hechos por las imágenes se cuentan por millares. Samperi pasa revista a todas las imágenes de la Virgen veneradas en Messina (Iconologia della Madre di Dio, Maria, protettrice di Messina, Mesina 1644). En muchas iglesias se pone una corona preciosa sobre la cabeza de María a las imágenes pintadas. En Santa María la Mayor de Roma, la Salus populi romani es colocada en una capilla magnífica (1611), revestida de frescos y de mármoles preciosos, que exaltan las virtudes de María. San Lucas, considerado por la tradición como autor del retrato de María, añade al atributo acostumbrado del buey la imagen de la Virgen (Roma, pechinas de Sant' Andrea della Valle y de San Carlo al Catinari).
Los artistas participan en la defensa de las virtudes de María como si fueran apologistas. Algunos de ellos, a diferencia de los artistas del s. xvi, son cristianos fervorosos: Gianlorenzo Bernini (1598-1680), el Guercino (1591-1666), Barocci (1528?-1612), Carlo Dolci (16161686), el Domenichino (1581-1641), Guido Reni (1575-1642), el piadoso Ludovico Carracci (1555-1619), Domenico Fetti (1589-1624) y otros. En su arte desarrollan temas relativos a María (inmaculada concepción, el rosario, la Virgen que socorre y ayuda a sus devotos...).
La iglesia vuelve a tomar la dirección de las artes. Pastores, teólogos y laicos se ocupan de la iconografía para orientar la imagen sagrada. En el terreno europeo, el flamenco Juan Ver Meulen, llamado latinamente Molanus, publica en Lovaina (1570) el De picturis et imaginibus sacris liber unus: tractans de vitandis circa eas abusibus et de earum significationibus, que alcanza en 1626 cuatro ediciones con el título De historia sanetarum Imaginum, pro vero earum usu contra abusus libri IV (Lovaina 1594; Amberes 1617, 1619 y 1626).
El cardenal Gabriel Paleotti escribe el Discorso intorno alle immagini sacre (Bolonia 1582), para indicar la nueva orientación de la iglesia, especialmente a los artistas de Bolonia. Rafael Borghini publica el Riposo (Florencia 1584) con la intención de señalar los deberes del artistaa que ejecuta las obras destinadas al culto. Juan Andrés Gilio (Dialogo degli error¡ dei pittori, Camerino 1564), Romano Alberti (Trattato della nobiltá delta pittura, Roma 1585), los cardenales Carlos y Federico Borromeo (Instrucciones fabricae el supellectilis ecclesiasticae, 1577; De pietura sacra, Milán 1624) se comprometen -con muchos otros- en favor de una civilización figurativa que corresponda a los criterios de los derechos de la historia y de lo honesto. Las diócesis, a pesar de que dictan "reglas fijas y severas", participan activamente en la creación de un patrimonio iconográfico, inédito todavía en parte. Promueven ambientes artísticos, dan estímulos y sugerencias que corresponden a la historia religiosa y cultural de los mismos territorios.
Las normas que regulan la iconografía mariana, observadas más o menos por todas partes, están recogidas de este modo por el cardenal Federico Borromeo: "Hay que conservar los símbolos y los misterios que se emplean para representar a la Virgen santísima... No hay que representar a la madre de Dios desvanecida al pie de la cruz, ya que esto va contra la historia y la autoridad de los padres... Que la imagen de la santísima Virgen se parezca en vivo a aquel divino Rostro... Y para que los pintores saquen del natural con más exactitud la imagen de la Virgen, propondré el ejemplo que nos ha dejado el mismo Nicéforo: ... para color prefería el trigueño, cabellos rubios, ojos penetrantes con las pupilas claras y casi del color de oliva.
Las cejas curvadas y de buen color negro, la nariz algo larga, los labios redondeados y llenos de la suavidad de las palabras; el rostro ni redondo ni agudo, sino un tanto alargado, lo mismo que las manos y los dedos más bien largos..."
Insistiendo en el parecido de la Virgen madre con el Hijo, característica iconográfica que continúa hasta el s. xviii, el arzobispo de Milán prescribe: "Por tanto, me gustaría que los pintores, cuando hagan las imágenes de Cristo y de María, recordasen esta sola cosa que la antigüedad creyó de forma unánime y que los santos padres nos transmitieron: que el rostro del Salvador fue admirable por la perfecta semejanza que tenía con el de su madre, de manera que todo el que mire a la madre o al Hijo pueda fácilmente reconocer en la madre al Hijo y en el Hijo a la madre".
Denuncia la "indecencia de los que pintan al divino niño mamando de manera que muestran desnudos el pecho y la garganta de la Virgen, siendo así que esos miembros no se deben pintar más que con mucha cautela y modestia".
Los artistas cumplen en general estas normas y se atienen, en la decoración de las iglesias, a los programas iconográficos que les han asignado, especialmente los religiosos. Los jesuitas, los carmelitas, los agustinos, los dominicos, los franciscanos, los trinitarios, los siervos de María, los mínimos tienen para sus iglesias un programa iconográfico, deducido de la historia espiritual de su orden y en el que María ocupa un papel destacado.
Los dominicos promueven la imagen de la Virgen del rosario, asociada en el año 1571 a la victoria prodigiosa que la Europa cristiana obtuvo sobre el islam en la batalla naval de Lepanto. Los frailes predicadores evocan a los ojos encantados de los fieles la escena del famoso sueño de santo Domingo. La Virgen muestra a san Francisco y a santo Domingo, los dos grandes y nuevos fundadores, para calmar la cólera del Hijo. Los carmelitas predican por todas partes la devoción al escapulario. Los cartujos representan a María como patrona de su orden: ilustran sus apariciones a los hijos devotos de la Cartuja. El repertorio mariano se amplía con apócrifos, leyendas, episodios de vida espiritual, visiones, éxtasis, ya que expresan mejor que la historia el deseo ideal de las almas.
La Virgen del peregrino, pintada por Caravaggio (1573-1610) para la iglesia de San Agustín, en Roma, es una Virgen con el niño que avanza hasta el umbral de la iglesia para presentarlo a la veneración de una pareja de ancianos campesinos; a la Virgen de los palafreneros, conocida también como Virgen de la serpiente (Roma, Galleria Borghese), se la rechazaron debido a la desnudez del niño Jesús; desarrolla, sin embargo, un tema teológico: María es la nueva Eva, que pisa con sus pies la serpiente. La acompaña, bajo la mirada fija y lejana de santa Ana, el pie de Jesús adolescente. La bula sobre el rosario de san Pío V aprueba este doble aplastamiento simultáneo de la serpiente: "La Virgen pisó la cabeza de la serpiente con la ayuda del niño".
El fervor creativo del s. xvii se enriquece a continuación con la conquista de tonalidades cromáticas que dan al tema del dolor una mayor visión de reposo en la fe. Algunos artistas le asignan a la Virgen un veló de tristeza. Conrado Giaquinto (1703-1766), uno de los mayores exponentes del rococó romano, subraya el dolor de María (Virgen del Rosario, Malfetta, iglesia de Santo Domingo; Descanso en Egipto, Roma, colección privada), poniendo en las manos del niño una pequeña cruz, como destino que le han reservado los hombres.

VIII. Época moderna y contemporánea
La fidelidad a la palabra más que al espíritu de los principios tridentinos caracteriza, a partir de la segunda mitad del s. xviii, el terreno de las artes cristianas. La iglesia utiliza en gran escala las imágenes producidas en serie, atenta más bien al conservadurismo estético y sentimental que a la calidad creativa, demostrando una enorme cautela en la recepción de novedades figurativas. El arte sagrado, al empobrecerse, se comprende como vuelta ad prototipa, que excluyen lo profanum, lo inhonestum y lo insolitum.
Pío IX promueve la devoción mariana proclamando en 1854 el dogma de la inmaculada concepción. Considerando el número de las congregaciones marianas, las peregrinaciones a los lugares de las apariciones, las devociones populares, los actos del magisterio, los congresos, deberíamos creer que el s. xix fue el siglo de María. Pero si lo fue en el campo teológico y devocional, es ciertamente distinta la situación en el campo iconográfico. La imagen mariana queda mortificada por esquemas académicos de antigua ascendencia, que no corresponden ya a la sensibilidad de los tiempos, por temas populares para la devoción privada, por un conservadurismo miope que apela a las descripciones que ofrecen los videntes para traducir el corazón inmaculado de María, la Virgen de Lourdes, Nuestra Señora de Fátima. Sin embargo, Bernadette, cuando le preguntaron a qué pintura se parecía más la Virgen que había visto en las apariciones, señaló un icono del s. xii.
Nació cierto intento renovador gracias a los nazarenos, un grupo de pintores, eminentemente alemanes, que pasaron del protestantismo al catolicismo y se fueron a vivir a Roma. Franz Pforr (1788-1812), Peter Cornelius (1783-1867), Carl Philipp Fohr (1795-1818), Philipp Veit (1793-1877) y algunos otros. Friedrich Overbeck (1789-1869), el director de la escuela, soñaba con unir el alma del Beato Angélico con la ciencia pictórica del "divino Rafael", convencido de que un arte, realmente grande y útil, sólo puede basarse en los principios cristianos. Su gran retablo El triunfo de la religión en las artes, de 1833-1840 (Francfort, Stádelsches Kunstinstitut), es una obra inspirada en la célebre Disputa del sacramento, de Rafael. En ella la Virgen ocupa el puesto del Salvador.
El faentino Tommaso Minardi (1787-1841), pintor, crítico de arte autorizado de comienzos del s. xix, sobre todo en Roma, al mirar a los nazarenos se confirma en la idea de que el neoclasicismo es incapaz de traducir al arte la tradición católica. En la Aparición de la Virgen a san Estanislao de Kostka (1825), para la iglesia de San Andrés al Quirinale, se adhiere a los ideales de Wilhelm Heinrich Wackenroder (1773-1798) y de August Wilhelm von Schlegel (1767-1845).
La influencia dedos nazarenos se advierte en Francia dentro del círculo que se formó en torno a Jean-Dominique Ingres, que permaneció unos veinte años en Italia (18061826). En La Virgen y la Hostia, ejecutada en varias ocasiones, llevado por su admiración a Rafael, traduce el rostro de María en un asombroso retrato.
En Inglaterra los prerrafaelitas, fundados en 1847 por Dante Gabriele Rossetti (1822-1882), sugieren una visión surrealista del mundo, conscientes de que la tierra indica la realidad del cielo. Crean algunas obras, como La infancia de María, La anunciación (Londres, Galería Tate), del mismo Rossetti; El taller del carpintero (1850, Londres, Galería Tate), de John Everett Millais, que enriquecen, actualizándola, la iconografía mariana.
Alemania, con la abadía de Beuron, fundada por Solesmes, se propone dar al arte cristiano un espíritu litúrgico. Por desgracia, la escuela no conoce más que vírgenes majestuosas, de tipo bizantino, figuras hieráticas y eclécticas, que no pertenecen ni a la vida de Dios, ni a la de los hombres, ni a la historia del sentimiento.
Del impresionismo, escuela que surgió en Francia en la segunda mitad del s. xix, no se aprovechó nada o casi nada el arte cristiano. Los ambientes católicos no lo comprenden y prefieren glorificar a la Virgen con los academicismos y con el llamado fenómeno del gigantismo: se colocaron enormes estatuas encima de las torres, de las columnas, de, las colinas y de las altas montañas.
Se debe a Puvis de, Chavannes (1824-1898), a Gustave Moreau (1826-1898), a Paul Gauguin (18481903), a Odilon Redon (1840-1916) y sobre todo al pintor Maurice Denis (1870-1943), que escribió una Histoire de 1 árt religieux (Flammarion, 1939), el intento de abrir un nuevo camino a través del simbolismo. La imagen, a semejanza del rito litúrgico, es un signo sensible. El teórico Denis no preveía que estaba preparando el cubismo.
Las experiencias de Georges Rouault (1871-1958: La Piedad para la Exposición de arte sagrado de 1939; La Virgen madre en las litografías del Miserere; La crucifixión, que une la paz del Cristo muerto al noble dolor de María y de los asistentes), de Alexandre Cingria (1879-1945), de Gino Severini (18831966: La Piedad, fresco en la iglesia de La Roche en Suiza) y de otros artistas contemporáneos, presentes en la Colección de arte religioso moderno de los Museos Vaticanos, advierten que el arte sagrado no consiste en el estilo, sino en la autenticidad de la inspiración. El problema no está en el arte como tal, que pertenece al artista, sino en la cultura en crisis y privada de la teología visiva, que tiene necesidad de encontrarse nuevamente con el pensamiento, el programa, el credo de la iglesia en oración.
Una larga y significativa serie de artistas contemporáneos, como Fran cesco Messina, Emilio Greco, Domenico Purificato, Silvio Consadori, Vanni Rossi, Trento Longaretti, Francesco Nagni, Enrico Manfrini y otros muchos han ofrecido una imagen variada, a menudo profundamente religiosa y sugestiva, de la Virgen. La expresión mariana más lograda de nuestro tiempo está constituida por la capilla del rosario de las dominicas de Vence, en Provenza (1947-1951); esta obra maestra de Henri Matisse (1869-1954) se ha convertido en un punto de referencia de la intimidad religiosa, que en su sencillez elemental, casi de renuncia, responde a una exigencia que hoy se siente de manera particular: "Quiero -escribe Matisse en 1908- un arte de equilibrio, de pureza, que no inquiete ni turbe: quiero que el hombre cansado, encadenado, extenuado, saboree delante de mis pinturas la calma y el reposo".
Sigue abierto el tema de la traducción a términos culturales actualizados de la nueva imagen de María propuesta por el c. 8 de la Lumen gentium (1964), del Vat II, que nos presenta a María inserta en la historia de la salvación y modelo nuestro en la peregrinación de la fe, que pone en crisis ciertas hipostitaciones individualistas que proyectan a la Virgen en una zona separada y distante. Entre los escasos intentos en este sentido hay que enumerar el amplio compromiso de Silvio Amelio, que en el ciclo de 30 misterios evangélicos Evangelio con María se enfrenta con los episodios dentro de una perspectiva en sintonía con la figura conciliar de la Virgen. Un ejemplo típico de esta nueva sensibilidad religiosa es la composición María, discípula de Cristo, que con sentido plástico, dinámico y colorista pone a María de rodillas delante de. Cristo, que la invita a seguirle. En línea con el Vat II, esa imagen es considerada en el terreno ecuménico como "emblema y prefiguración de una forma nueva de mirar a María y como un puente lanzado entre el catolicismo y el evangelismo".
P. Amato
DicMa 221-238

IX. El árbol genealógico de María
"Tocando en el capitel, se ve a la virgen María sobre el árbol, cuyas hojas ni envuelven ni proyectan sombra alguna sobre la casta hija de Sión". Esta imagen de la Virgen se encuentra en el Pórtico de la Gloria de la catedral de Compostela. El arte románico y la inspiración del Maestro Mateo dejaron en este Pórtico una de las huellas más preclaras de la teología de la época y de la tradición cultural llegada a Compostela por los caminos de la peregrinación. Esta virgen María del Pórtico de la Gloria pertenece a la composición bíblica el árbol de Jesé, que será reproducido muchas más veces en los retablos clásicos de las catedrales españolas con firmas de Juan de Juni o Gregorio Fernández. Lo importante del que aparece en Compostela es que, a su antigüedad, añade la circunstancia de ser una de las primeras manifestaciones españolas de la presencia de la Virgen en el arte religioso de su tiempo. Hasta entonces, en las iglesias de España, lo que había era alguna imagen mariana que podría haber llegado desde regiones extrañas: imágenes bizantinas -iglesia de Santa María de Puerto, en Santoña-, imágenes tradicionalmente atribuidas a la escuela supuesta de san Lucas, pinturas provenientes de los- supuestos mismos pinceles del evangelista. Seriamente, sabido es que no se puede afirmar que hubiera en vida de la Virgen ningún retrato de la Señora. Ni san Lucas fue tampoco un bienaventurado pintor al que, naturalmente, le entraría la tentación de dejarnos el retrato de María. Ambos -el evangelista y la Virgen- participaban aún de la vieja tradición judía que recelaba de -llegaba a prohibir- las imágenes de Dios en materiales de barro o madera o pintura. Los llamados "árboles genealógicos de Nuestra Señora" son, pues, de creación nacional española. Y se insertan en la vieja práctica castellana de buscarle a la familia una línea de sangre que tuviera poco que ver con las mezclas judaizantes o neoconversas que tan siniestramente eran perseguidas por las autoridades y por la sociedad. Curiosamente, el cuadro genealógico que, en el s. xvi, pinta Luis del Va¡ para la catedral de Sevilla nos presenta al pie del árbol nada menos que el esqueleto blanquecino de un hombre: el esqueleto del primer hombre, Adán. La Virgen -se nos viene a decir- es de ahí de donde nace. Cosa que sitúa las evocaciones marianas a la altura misma de cualquier precedente barroco en la pintura.

X. Las catedrales anónimas
Había escrito el Rey Sabio las Cantigas de Nuestra Señora. Había cantado Alfonso X cómo fue recibida la Virgen en el cielo: "Con procesiones". Y se nos había quedado en la tierra lo mejor de su recuerdo: las imágenes hechas a medida del pensamiento y de la devoción. Es el instante en que surgen en España -las grandes catedrales: Toledo, León, Sevilla, Burgos. Más las que en Galicia -Orense, Tuy- rascan el resto de inspiración que aún queda del prodigio de Compostela. La Virgen aparece como Patrona de estos templos catedralicios. Especialmente bajo la teología de la asunción. Y se multiplican algunas esculturas importantes: la de la catedral de Zamora, por ejemplo. Que es descrita como "gallarda y con un desenfado pocas veces visto en la imaginería de la época': Se trata de una imagen del s. xiii, policromada tres siglos despues, pero que conserva intactas las líneas del rostro, la opulencia de ropajes, la menudez de las facciones y la gracia con que sostiene al Niño, que vuelve el rostro hacia su Madre. Cerca de Zamora, en la capital del Reino de León, se labra por ese mismo tiempo la imagen de la Virgen Blanca, que servirá de parteluz a la puerta principal del templo catedralicio. Puede ser obra del mismo autor que hizo el tímpano del Juicio Final, que queda también en la portada principal de la "pulcra leonina". Es de rara perfección natural. De una belleza física que casi parece estar dando entrada a los cánones griegos del renacimiento. La Virgen, además de piadosa, es una bella mujer. Y los autores de aquella España que despertaba a los grandes misterios del arte de la piedra y la pintura la quisieron guapa y al estilo de las bellezas de la tierra.
Pero es posible que, con anterioridad a estas vírgenes de las catedrales impresionantes de la alta edad media española, se puedan encontrar otras huellas precisas de la Virgen-efigie-devoción. Por ejemplo: en distintas iglesias de Castilla y Andalucía se habla de y se custodian algunas imágenes atribuidas a la santidad de Fernando III, rey de Castilla y León, conquistador afortunado, privilegiado monarca que llegó desde Castilla a las orillas mismas del mar en playas andaluzas. Dice la tradición que el rey llevaba siempre consigo, en el arcén del caballo, una imagen de Nuestra Señora. En Autillo de Campos (Palencia), por ejemplo, se muestra una hermosísima Virgen del Castillo: heredada de la reina doña Berenguela, madre de Fernando III. Y la Virgen de Linares, en Córdoba, también parece que tiene estos mismos orígenes reales. Dicen los historiadores de la Virgen de Linares que "se remonta, por lo menos, al tiempo de la conquista de Córdoba por san Fernando en el año de 1236". Se trata de vírgenes, en cualquier caso, que juegan ya a equilibrar la teología con los elementos personales más piadosos. Suele aludir cada imagen a la misión redentora de la Virgen no sólo porque lleva al Niño en los brazos, sino también porque pisa con su pie la cabeza del dragón. Y porque trata de expresar la condición inmaculada de María. De donde cabe atribuir a esta imaginería mariana una de las más hondas preocupaciones de las iglesias españolas de la época: la proclamación de la pureza inmaculada de María, defendida con votos especiales que hallan en Villalpando (Zamora) y Onteniente (Valencia) dos de sus juramentos más solemnes.
En tierras de Levante -en Cocentaina (Alicante)- aparece por este tiempo un cuadro de la Mare de Deu del Miracle. Se habla de que tiene una antigüedad no inferior al s. v. De que fue donado por Pulqueria Augusta al cardenal Besarión para que, a su vez, hiciera donación del mismo al papa Eugenio IV. Y que el sucesor de éste, Nicolás V, lo entregó a don Ximen Pérez de Corella, conde de Cocentaina. Es una pintura hermosa, de evidente raíz bizantina, aureolada por el prodigio de unas lágrimas de sangre que se dijo había llorado en tiempos de guerras civiles -germanías y así- habidas en aquellas tierras valencianas. Importa mucho la pintura, que es de bellísima ejecución y que debió servir de modelo a muchas de las pinturas que en la región valenciana se hicieron posteriormente. Lo demás queda librado a la tradición y al sentimiento.

XI. Los primeros grandes autores
Gil de Siloé, para la catedral de Burgos, repite en la capilla de Santa Ana, a mediados del s. xv, el árbol de Jesé: dormido el patriarca, abierto el pecho para que de él arranquen los ramajes, entrecruzándose hacia arriba los brazos de la progenie, con san Joaquín y santa Ana dándose amorosamente la paz en gesto lleno de liturgia y populismo y rematando el gesto en una flor, "sobre cuyo cáliz apoya sus plantas la virgen santa María" : La Virgen no es una niña, sino una joven madre que tiene sobre sus rodillas al hijo que de ella ha nacido. De manera que, de repente, los artistas españoles, fuertemente influidos por la tradición familiarista del país y de sus cuidados heráldicos, nos dan un grupo doméstico al que no le falta casi nada. La Virgen se convierte en el nexo que va de la condición estrictamente humana del matrimonio de Ana y Joaquín a la condición estrictamente divina de la persona de Cristo. El grupo de la familia de la Virgen se repetirá de manera incansable en casi todo el arte escultórico de los ss. xiv y xv, para desembocar en la pintura popular del s. xvi. Se pueden encontrar estas trinidades domésticas en la mayor parte de nuestras catedrales: Burgos, Burgo de Osma, Sevilla, Toledo, Ciudad Rodrigo, Orense, Tuy, Pamplona, León...
Por cierto, en Tuy nos es dado empezar a presenciar una de las formas marianas más naturalistas y piadosas: las que presentan a la Virgen en el trance amoroso de su expectación maternal: fecundo el vientre, con una mano tiernísima sobre el mismo y con los ojos casi perdidos en el infinito del misterio. Hay una Virgen de la Expectación que pertenece al s. xvi en esta catedral de Tuy. Que es de la misma época que la Anunciación -entre azucenas y nardos- perteneciente al mismo retablo. Curiosamente, éste es el tiempo en que la imagen de María aparece más aproximada por los artistas a títulos y urgencias cristianas que tienen poco que ver con las devociones de cofradías que aparecerían posteriormente en la piedad popular. Así, resulta hermoso descubrir, por ejemplo, a Nuestra Señora del Amparo en una de las puertas de la catedral de Pamplona (s. xiv), imagen sobre la cual reposa un tímpano bellísimo con el grupo numeroso que componen los personajes de la escena llamada "Dormición de Nuestra Señora"; con fecha, igualmente, del s. xiv. En la capilla de Barbazana -catedral de Pamplona- está la Virgen del Consuelo, con una clave central que representa a Nuestra Señora y el Niño con dos ángeles que prestan adoración y sostienen en las manos dos cirios encendidos. Hay también en la misma catedral una Virgen de las Buenas Nuevas -hermoso título periodístico- en talla policromada del s. xvi. Pero de delirio poético puede calificarse el título de Virgen del Alba, en la catedral de Burgos, capilla a la que solía ir santa Teresa a la misa de madrugada cuando estaba esperando permisos del arzobispo para hacer el convento de carmelitas.
Cuando estallan en Castilla y Aragón las escuelas de los primitivos pintores -influenciados por el arte flamenco, pero dispuestos a emanciparse cuanto antes-, la corte de los Reyes Católicos da entrada a la mayoría de ellos. Y se produce un vertiginoso proceso de incorporación de la imaginería mariana a la devoción y al decorado. Alejo Fernández, en pleno s. xv, incorpora a la imaginería de la familia de María algunos elementos cargados de originalidad. Santa Ana y san Joaquín, por ejemplo, aparecen en la pintura de Alejo Fernández como una pareja de observantes judíos que van al templo a hacer al Señor unas ofrendas que les atraigan la bendición de una fecundidad matrimonial de la que por el momento carecen. Y es que al pintor español que se acerca a la vida de la Virgen le preocupa una explicación: la de cómo se produjo el nacimiento de Nuestra Señora. Y se recurre a una especie de transposición de la historia del nacimiento de Juan el Bautista. También en la casa de la Virgen -lo cuenta bellamente Pedro de Berruguete en el retablo de Paredes de Nava (Palencia)- hay una cierta melancolía cuando pasan los años y Ana, la esposa, no aporta descendencia al matrimonio. Joaquín, un poco amurriado, se ha retirado al monte y hace vida de pastor, igual que en las nacientes odas de Garcilaso. Entonces un ángel le anuncia a Ana que va a ser madre, noticia que se le da también a Joaquín para que abandone su retiro en la montaña y regrese a casa, donde le espera la gran alegría de la paternidad.
Luego nace María. Miles de nacimientos de la Virgen hay tanto en la pintura como en la escultura de la época. Se tiene la impresión de que a estos pintores españoles no les llega muy clara la diferencia existente entre la concepción inmaculada de la Virgen -asunto absolutamente interior y milagroso- y el nacimiento de la Virgen, cosa que no sabemos que se hubiera producido milagrosamente. Es frecuente, por eso mismo, una cierta proliferación del tema de la Inmaculada confundido con el tema de este nacimiento en el prodigio. Prodigio inventado por la leyenda cristiana, ya que en la Escritura no hay alusión alguna al acontecimiento. Lo que pasa es que a los artistas españoles se les pide una obra que sirva no solamente de magnífico adorno y hermosura de las grandes iglesias o de las capillas que la devoción familiar levanta a María, sino que esas obras sirvan también de memorial y catecismo sobre la teología de Nuestra Señora.
Juan de Juni, por ejemplo, hace para la catedral de Valladolid un retablo portentoso que cuenta la vida de la Virgen en los pasos principales y más consecuentes con el evangelio. Pero, habiendo de empezar por algo, se comienza por decir que la Virgen nace y cómo nace y dónde nace. El dormitorio en que María viene al mundo es -generalmente- un dormitorio aristocrático: amplio lecho en que descansa Ana; dosel que cubre y da buena sombra a la recién parida; mujeres que se afanan en torno al acontecimiento... Una de las mujeres prepara lienzos. Otra prepara un caldo sustancioso para la madre. Hay lebrillos de agua por todos los rincones. Y una cuna pequeña en que será depositado el cuerpecillo de María cuando esté listo para todo. Luego se nos cuenta de ella cómo aprende las primeras letras en las rodillas de su madre, Ana. Hay una ejemplaridad muy sutil en las esculturas de Juni, de Fernández, de Montañés, de Pedro Roldán, de Becerra. Juni, en ese retablo de Valladolid, da noticia del abrazo de Ana y Joaquín cuando comparten la noticia del nacimiento de Nuestra Señora. Y del ambiente cálido que reinaba en el hogar de los santos esposos. Y de cómo cumplieron la voluntad de Dios llevando a María al templo para que se consagrara allí como una especie de sacerdotisa a la antigua usanza. No importa que algunos de estos detalles se salten a la torera la discreción del evangelio. Lo que les importa a los artistas nacionales no es la creación neutra de unos motivos que coincidan con lo religioso sólo en el orden de lo temático. Lo que les importa es que la traza del cuadro o del relieve o de la escultura sea, a la vez que una hermosa obra de arte, un capítulo más de ese catecismo del color o de la piedra al que aspiran los predicadores de la época.

XII. Las "anunciaciones" españolas
Las características del momento más dibujado, pintado y esculpido en la vida de la Virgen no son similares en todas las escuelas. Al revés: marcan diferencias muy sutiles que dan personalidad y estilo a cada una de las tendencias. El pintor español del s. xv y del s. xvi se cubre de rubor cuando se acerca al hermoso momento en que el ángel entra en el pequeño oratorio de la Virgen. Ella está siempre en oración. Una oración inteligente. Pedro de Berruguete, por ejemplo, en la anunciación de la Cartuja de Miraflores -en Burgos- hace que la Virgen doble suavemente el cuello para quedarse ligeramente sorprendida y turbada ante la presencia del ángel. Está de rodillas. Sobre un almohadón de raso y seda, posible influencia árabe. Con las manos ligeramente abiertas sobre el pecho, como si estuviera abrazando el aire del misterio. Él reclinatorio le sirve también de pequeño pupitre. Y en él, sobre un paño de raso rojo, descansa un libro de las Escrituras. Abierto. La Virgen estaba leyendo en él. Repasaba, quizá, los datos del anuncio del mesías. Viste la Virgen un largo vestido en rojo intenso. Y el manto, con un juego impresionante de dobleces sobre sí mismo, es de un hondo azul turquesa. Quiere esto decir que Pedro de Berruguete convierte en noticia de su tiempo -orden en la estancia, lujo en los detalles, composición ligeramente manierista- lo que en la historia de la redención quizá fue sólo el testimonio de una teología intuida más que explicitada. Ese tiempo de los tanteos ha pasado ya. Y al pintor le es lícito convertir en gozo y en detalle pictórico todo lo que fue mensaje sobrenatural y, por eso, absolutamente intraducible. El ángel de estas anunciaciones españolas es mucho más denso que el ángel de Fra Angélico, por ejemplo. Se trata de un hermoso mancebo que se acerca a la Virgen como se podría acercar -en la corte de Castilla- al cenáculo interior de la reina. Viste túnica en verde esmeralda, por ejemplo, en el cuadro de Berruguete. Le cae la cabellera sobre el espaldar de un manto en oro y rojo. Y en las alas hay rojo también, como si el misterio y el asombro estuviera dando relumbre al vuelo del enviado... Al fondo de la estancia de la Virgen se adivina otra estancia abierta al jardín. El artesonado de esta habitación exterior es hermoso y de época. Y hay dos pequeños sitiales junto al: ventanal, al estilo de los que aún se pueden ver en el Alcázar de Segovia, por ejemplo. Y un jarrón con azucenas -jugando al símbolo y al adorno- se ha quedado a medio trecho entre las palabras del ángel y la distancia a que las escucha María. Unas palabras, por cierto, que casi siempre vemos escritas en una filacteria que sale de labios del ángel, de los dedos del ángel, o que se enrosca al cetro con el que a veces llega el ángel desde las alturas. Unas alturas desde las que se desprende raudamente la-presencia del Espíritu que cubrirá a la Virgen en su maternidad. Casi siempre, en forma de blanca paloma.
En el retablo de la misma Cartuja de Miraflores, salido de las manos de Diego de la Cruz y de Gil de Siloé entre los años 1496-1499, nos es dado asistir a una escena compuesta con elementos muy similares a los de Berruguete, sólo que en madera y gubia. También aquí la Virgen está arrodillada en dorado reclinatorio. También tiene un libro abierto sobre él. Se le han dorado los cantos al libro. También la Virgen abre las manos sobre el pecho en señal de asombro y acogimiento de la Palabra. También el ángel lleva túnica y manto. Y ese cetro en la mano por el que trepa la filacteria del anuncio de la maternidad. En esta tabla de Siloé y Diego de la Cruz hay un curioso detalle que también puede ser descubierto en la impresionante fachada renacentista -al lado sur- de la catedral de Coria: el eterno Padre, con tiara pontificia y arreos episcopales, vigila la escena desde la altura, mientras sostiene el mundo con su mano izquierda. Presta así al gran acontecimiento toda la trascendencia que el mismo tuvo en la existencia de Dios y de la misma virgen María. Esta presencia del Padre en el momento de la anunciación quizá había sido heredada de los autores de la escuela de Guás durante la última década del s. xv. A ellos se debe, por ejemplo, el retablo del monasterio de Santa María del Paular (Segovia), que ha sido señalado como uno de los más bellos de Castilla.
Aunque a la hora de fijar bellezas y calidades convendría no perder de vista el retablo de Juan de Juni para la catedral de Burgo de Osma. Juni concibe su obra como una gran escena representada a distintos niveles. Los viejos profetas se asoman a los sucesos como podrían asomarse al interior de un escenario desde cualquiera de los forillos. Se dan cita todos los anuncios, todas las profecías, todos los sucesos. La Virgen es la gran protagonista de lo que allí acontece: anunciación, visitación, nacimiento de Cristo, desposorios de ella con José, presentación en el templo, purificación... Cuando la vida de Cristo va a entrar en situaciones en que la Virgen no tuvo presencia especial, parece como que el instinto se' le encoge ligeramente al artista. Reaparece en todo su fulgor cuando vuelve a entrar de lleno la Virgen en los momentos dramáticos de la pasión y de la muerte de Cristo. Pero esta temática pasionaria encuentra en los artistas españoles del barroco su más alta rentabilidad teológica.
Una nota más sobre las anunciaciones españolas. Cuando llega El Greco, la pintura religiosa se dobla a las exigencias de un talento personal y distinto. El Greco, por místico y original, no está ya en la línea de los primitivos aragoneses o castellanos, discípulos, por ejemplo, de Juan de Flandes o de los imagineros que aprendieron el oficio en Italia, como Juan de Ancheta, por ejemplo, a quien se debe el retablo mayor de la iglesia de Tafalla, en Navarra. Un Ancheta que convierte en cristianas y españolas casi todas las lecciones de gravedad y fuego que había recibido de la escultura dejada por Miguel Ángel. El Greco aporta a la pintura religiosa española todo el ímpetu creador -renovador hasta el exceso- que su propia personalidad le crea y organiza. La anunciación del Museo del Prado es una gran fiesta. Ya no estamos en el recogido oratorio de Berruguete o de Siloé. Estamos en la juerga mística que en el cielo montan los ángeles cuando se abren las nubes y desciende como un rayo el Espíritu fecundador. Guitarrones, arpas, pianoforte, clarinete... Ángeles de túnicas rojo-escarlata, de verde esmeralda, de azul turquesa. Y la Virgen se ha vuelto del todo hacia el ángel, sin aquella modestia que pudimos contemplar en los primeros artistas de la anunciación. Las manos están mucho más abiertas. Y el ángel, que está de pie y no en actitud reverencial, o cruza sus manos sobre el pecho como si quisiera cubrir un amago de escote que desentonaría con la gravedad de la escena. Los cielos están rotos por la luz. Y al ángel, bajo sus pies, lo sostiene un trozo de nube cárdena similar a las nubes que El Greco puso, por ejemplo, al paisaje de Toledo.
Juan de Juanes, en su retablo de la Inmaculada para la iglesia de Bocairente (Valencia), convierte en puro pudor todo el tema mariano. Hace una pintura ilustrada. Adorna los costados de la tela con invocaciones marianas muy cultas. La Virgen, muy alta y muy recogida en la intimidad de su misterio inmaculista, es la primera que adora la obra de Dios. Tiene los ojos muy sumisos. Y las manos muy juntas sobre el pecho. Y el vestido es muy blanco. Y apenas si se le adivina un manto azul por encima de los hombros y a orillas del costado. A sus pies, la luna. Y, cercándola, esos títulos de la devoción y de la poesía: fuente sellada, jardín florido, estrella del mar, rosa de Jericó, torre de David, elegida como un sol, calzada de luna y estrellas. Es una estampa que sobrepasa los cánones devocionales para introducirse en la creación estética más asombrosa. Pero es una estampa.
Muchos de estos retablos que comienzan por el misterio de la anunciación suelen recorrer en procesión llena de asombro todo el misterio de María al lado de Cristo. Y culminan el recorrido con una coronación en las alturas. Puede decirse que, para los artistas españoles, resulta difícil concebir la predilección de Dios sobre la Virgen y la generosidad de ella al lado de Cristo si no ha de ser todo como una condición indispensable que debe conducir a la Señora a su proclamación regia en las alturas. La tabla de mayor dimensión que hay en el llamado retablo de Caparroso, de la catedral de Pamplona, es, precisamente, la que nos cuenta cómo la Virgen es ascendida a los cielos para que el Hijo la corone en presencia del Padre y con la complicidad mistérica del Espíritu. Las criaturas angélicas le rinden pleitesía. Y los santos cercan a la Reina. Y ella, igual que en la escena de la anunciación, inclina humildemente la cabeza y hace ademán de recoger la gloria que ahora se le ofrece. Que es el resultado de una existencia consagrada a la obra gloriosa del Hijo.
Ya es significativo que la obra más mariana de Diego Velázquez sea esta de la coronación de María. Velázquez ha pasado muchos años en la corte. Conoce de cerca el boato de las grandes celebraciones. Sabe que hay que echarle un cierto oropel a la realidad temblorosa que el país está viviendo. Velázquez, como Calderón de la Barca, es el hombre que se niega a ver el fantasma de la decadencia nacional. Y a esta coronación de la Virgen le coloca -con cierta exquisita frialdad, eso es lo cierto- todo lo que la religión debe aportar todavía a la necesidad de una gloria, de una coronación de los esfuerzos mismos de España al servicio del evangelio. El barroco, que tantas veces se ciñó casi exclusivamente a la temática del dolor y del abatimiento y de la consideración penosa de las ulterioridades del hombre, recibe en ese lienzo de Velázquez algo así como la gloriosa absolución de todos los pesares. La Virgen es coronada. Y nosotros somos coronados con ella en las alturas.
En el s. xix, la pintura mariana de don Francisco de Goya no supuso progreso alguno ni tenía espíritu suficiente como para, crear escuela. Aun así, resulta importante el legado que nos dejó Goya en los grandes frescos de la Cartuja de Aula Dei, en Zaragoza.

XIII. Los "pasos"
Las grandes manifestaciones religiosas de la piedad española suelen acontecer en las fiestas de la Virgen, en las celebraciones eucarísticas del Corpus y en los días de la Semana Santa. Más en estas últimas fechas que en todas las demás. No, quizá, por un afán masoquista ni por un tenebrismo barroco que se nos quedó en herencia, sino porque en la pasión de Cristo encontró el instinto español una muestra cumplida de lo que la vida de los hombres tiene de sufrimiento, de injusticia consumada y de glorificación y júbilo tras el tormento. En las pasiones españolas hay, sobre todo, una segura impaciencia de que, tras ellas, va a estallar el gozo de la Pascua. De hecho, casi todas las celebraciones pasionales terminan en la madrugada del domingo con unos pasos en los que vuelven a encontrarse jubilosamente los días de Nuestra Señora y la luz del Resucitado.
Ahora bien, a estas secuencias del dolor de Cristo y de la presencia de su madre en los momentos del dolor es a las que el arte español de los ss. XVI y xvu trató con mayor garra. Juni y Gregorio Fernández en Castilla; Montañés en Sevilla; Becerra, Mena, Cano, Alonso de Berruguete... Y todos los pintores. Velázquez hace su Cristo, que es un prodigio de expresión de la naturaleza humana de Jesús. Murillo, que había recreado tantas veces a Nuestra Señora en afanes domésticos -crianza del Niño- o sumida en su propio misterio -la serie de Inmaculadas de Murillo son asombro todavía se acerca al tema de la pasión porque tiene necesidad de estar en consonancia con los tiempos que le ha tocado vivir. Los claroscuros de Ribera encuentran en el tema pasionario su mejor manera de justificar los juegos de luces y sombras. Valdés Leal, tenebrista consumado y adorador de las grandes preguntas sobre el destino de la condición humana, carga tintas en sus referencias pasionarias. Y, en medio de este enjambre de artistas que hacen de la pasión de Cristo un paso que no pasa jamás, a lo que atienden más algunos imagineros es a esa presencia de la Virgen no tanto en el momento del Calvario, sino cuando ella se queda sola tras la muerte de Cristo o con el Hijo en brazos, cuando se lo desciendende la cruz. La Virgen es, sobre todo, la virgen Dolorosa. La que puede morir de angustia y siete dolores en el momento en que Cristo muere.
Es una tradición, que viene de lejos, en el arte español, aunque llegue a explotar cumplidamente en el barroco del 600. En el museo catedralicio de Valladolid se conservan dos llantos de la Virgen sobre Cristo muerto. El segundo es de Juan de Juni. Pero el primero, muy anterior, es de Alejo de Vahía. Son ocho las figuras que componen el grupo: un Cristo muerto a quien Juan le sostiene la cabeza; una virgen María que abre las manos y pregunta a los vientos por la razón de aquella muerte; unas santas mujeres que se cubren los ojos con la punta de los velos; y unos santos varones que aguantan la congoja, aunque tienen los ojos húmedos por la angustia. Es un grupo de composición: perfectamente equilibrado, con todos los rostros dirigidos hacia el cadáver del Cristo. Pero en la obra de Juni -que se llama El desmayo de la Virgen y que pertenece al retablo mayor de la catedral- se ha roto toda compostura. La Virgen cae pesadamente a tierra. La cabeza se le va hacia atrás y debe ser sostenida por Juan para que no golpee el suelo. Las manos de la Virgen se desprenden yertas y violáceas. Y las piernas se encogen sobre sí mismas, mientras la Magdalena parece gritar de horror ante el dolor de la Señora. Juan de Juni, que era un patético irreprimible -patetismo puro son sus vírgenes de la Soledad-, no ahorra dramatismo al acontecimiento. No quiso tener en cuenta aquellas prescripciones del cardenal Paleotti sobre que no había que representar a la Virgen desvanecida al pie de la cruz. El dolor es el dolor, se dijo Juni. Y la Virgen, ante Cristo muerto, era sobre todo una mujer dolorida.
Gregorio Fernández no llegaba a esas consumaciones dolorosas. Sus vírgenes de la Soledad -firmadas por él o salidas de su escuela y esparcidas por toda Castilla- son unas vírgenes muy matronas ellas: fuertes, poderosas en su dolor, con una densa esperanza en el rostro. Padecen, pero tienen sentido del padecimiento. Y aguardan contra toda razón humana que les haga aguardar. En cualquier caso, los dos grandes imagineros del siglo de oro español estaban a la altura de sus especiales circunstancias. Y trasladaban a la parcela religiosa sus sentimientos humanos y de creyentes.
Años después, en tierras de Andalucía, Montañés haría de las representaciones dolorosas un catálogo de especiales características. Hay un resto de dulzura en sus Cristos y en sus vírgenes. Son mujeres que tienden hacia la belleza física. Esa belleza que con tanta gracia ha sido colocada en casi todos los rostros de las vírgenes andaluzas. Pueden llamarse Virgen de la Soledad, o de la Esperanza, o del Mayor Dolor, o de Todos los Dolores. Es igual. Serán siempre vírgenes hermosas. Vírgenes para ser paseadas entre azahares y claveles y algunas músicas apropiadas. Porque el instinto andaluz está, precisamente, al servicio de unas formas autóctonas de hacer y sentir la experiencia religiosa.

XIV. El futuro está abierto
La tradición de los pasos no se ha agotado todavía. Las cofradías pasionarias se suceden a sí mismas o se crean desde la tradición más o menos remota. Ahora mismo parece que gozan de una rara aceptación por parte de las juventudes de los pueblos de España. Y no puede sorprender que, con el paso de los tiempos, se hayan ido creando nuevas formas de expresión artística que sale a la calle en las grandes solemnidades. Las vírgenes de estos artistas de los pasos modernos son vírgenes intensamente coherentes con las que se heredaron de los mejores imagineros españoles. Benlliure o Víctor de los Ríos han enriquecido las procesiones de Zamora y Valladolid. Anteriormente, en tierras murcianas, fue Salzillo el que mejor hizo las vírgenes hermosas de los nacimientos o de los pasos de Semana Santa. Lo que se quiere decir con eso es que el tema de la Virgen parece un tema inagotable. Con una advertencia final: que no parece haberse renovado mucho en los últimos años. La pintura que ahora mismo entra a los templos -que son casi los únicos subsidiarios del encargo de pintura o de escultura religiosa- o las imágenes que se hacen para los templos, son pinturas y esculturas que tienen planteada una lucha feroz: la de ser fieles a las últimas tendencias artísticas -escasamente asimiladas o asimilables por el pueblo- o la de respetar una tradición que remastica las creaciones que anteriormente fueron agotadas por sus propios creadores. El arte religioso -mientras sea arte para los lugares de oración- tiene que ser arte entendible, clasificable. Que inspire. Que no plantee acertijos. Y, para conseguir esa claridad de conceptos, se necesita una fe interior de la que es posible que no anden muy sobrados los artistas de ahora. Fra Angélico llevaba sus anunciaciones en el alma antes de ponerlas en los pinceles. Y el Cristo de san Juan de la Cruz era mucho más Cristo que el que posteriormente remasticó Dalí. Ahí puede estar ahora mismo la diferencia. Porque la Madonna de Port Lligat, que el mismo Dalí pintó, tiene poco que ver con las vírgenes de las anunciaciones a que hemos hecho referencia anteriormente. Es decir: que la Virgen espera ahora, como ha esperado siempre, que llegue desde la creencia el arte que la haga viva en sus imágenes.
E. T. Gil de Muro
DicMa 239-248

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