SUMARIO:
I.
Los problemas de la tercera edad y María:
1. Ancianidad o tercera edad, viejo o anciano:
a) Desde el punto de vista sociológico,
b) Desde el punto de vista religioso;
2. Psicología del anciano y María
1. Ancianidad o tercera edad, viejo o anciano:
a) Desde el punto de vista sociológico,
b) Desde el punto de vista religioso;
2. Psicología del anciano y María
II.
Devoción de los ancianos a María:
1. Motivos psicológicos;
2. Motivos religioso-teológicos
1. Motivos psicológicos;
2. Motivos religioso-teológicos
III.
María y los ancianos. Datos
bíblicos
IV.
El anciano y el evangelio
V.
Indicaciones pastorales.
I.
Los problemas de la tercera edad y María
1.
ANCIANIDAD O TERCERA EDAD, VIEJO O ANCIANO. En el mundo médico, la rama de la
medicina que se ocupa de la última etapa de la vida humana se denomina geriatría;
pero en el lenguaje usual los términos ancianidad o vejez son
sustituidos por el de tercera edad y por anciano: una manera, que le
gustaría ser gentil y delicada, de evitar vocablos que se consideran hoy
incluso ofensivos para los que viven esa etapa de la vida y para quienes les
rodean y se ven afectados por su situación a veces dramática.
Se
prefiere hablar de juventud del espíritu, de seguir siendo jóvenes
por dentro, contraponiendo la vejez a la juventud, pero con una indiscutible
preferencia por la segunda. Nuestros veinte siglos de cristianismo no han
añadido nada a la trágica afirmación pagana: la vejez es en sí misma una.
enfermedad. Y la mentalidad nueva le ha quitado al anciano su aureola de
patriarca, de hombre sabio, de consejero prudente y de guía seguro. Un concepto
tradicional acogido universalmente como axioma de verdad.
a)
Desde el punto de vista sociológico. El anciano tiene que ceder su lugar
al joven: el único criterio de valoración es la productividad. Él no puede ya
acumular derechos, ya que la colectividad lo mantiene; con pensión o atendido,
es un peso social. Su experiencia ha quedado superada; la sociedad de hoy tiene
necesidad de algo muy distinto. Por tanto, si no es autosuficiente, que se
contente con lo que la sociedad hace por él en instituciones apropiadas en las
que no le falte nada y si es autosuficiente, que se quede en su propia casa, sin
meterse en la de sus hijos o en la de sus nietos, que tienen derecho a su propia
autonomía.
La
verdad es que no es posible generalizar las cosas ni condenarlo todo; pero en
ello hay mucho de verdad. Lo cierto es que el anciano es un marginado.
b)
Desde el punto de vista religioso. El ritmo de una parroquia de hoy no
consiente muchas veces interesar ni comprometer a los ancianos: demasiado
pacíficos, demasiado lentos, demasiado cansados, incluso con un cansancio
mental, o quizá demasiado prudentes y por eso mismo menos preparados para
acoger iniciativas apresuradas con las que se desearía reaccionar contra las
necesidades reales, que ellos apenas consiguen intuir y captar. El anciano está
excluido normalmente de los momentos más fundamentales de la pastoral de la
parroquia -programación, estudio-ejecución- o se le confían tareas marginales
e insignificantes. Con la excusa de que el anciano es incapaz de ponerse al
día, se le deja fuera del proceso de formación, permitiéndole vincularse cada
vez más a las formas tradicionales, tanto en su vida como en sus oraciones.
2.
PSICOLOGÍA DEL ANCIANO Y MARÍA. La tercera edad abarca un período de
vida desde los sesenta y cinco años -edad de la jubilaciónen adelante: un
período que a su vez puede subdividirse en tiempos muy diversos. Los cambios en
la psicología del anciano pueden estar ligados a múltiples factores: a la edad
real o a la edad que uno siente que tiene (dos edades que no siempre se
corresponden), al sexo, a la cultura, a la profesión anterior, al estilo de
vida, a los intereses, así como al hecho de que un anciano sea huésped de una
institución (y de qué tipo), o esté solo en el mundo, o se sienta olvidado, o
bien querido y rodeado por el cariño de personas amadas o por un personal
asistente capaz de amor, de atención, de saber escuchar.
En
el anciano se da una frecuente regresión afectiva por la que fácilmente tiende
a establecer de nuevo una antigua relación de dependencia de alguien que lo
proteja, que comprenda su necesidad acentuada de afecto, de seguridad, y que le
haga sentir que no es inútil para la
sociedad, sino que sigue teniendo su propio valor por sí mismo, el valor de
todo ser humano en cualquier momento y condición de la vida: un hombre capaz
todavía de amar, de servir, de dar. Tiene necesidad de encontrar una respuesta
a sus frecuentes crisis: miedo o deseo de morir, dificultades profundas de fe,
sobre todo con el paso de los años y con la cercanía de la muerte; crisis de
esperanza, dudas sobre la vida eterna, tensiones debidas a la reviviscencia de
la sensualidad, choque entre la necesidad de compañía y la tendencia al
aislamiento, pavor ante el debilitamiento progresivo, las deficiencias físicas
y psíquicas, la soledad verdadera o sufrida como tal, dureza contra los demás,
dificultad para compadecer y perdonar.
Por
este estado psicológico en que se encuentran los ancianos, en lo que se refiere
al contenido y a la experiencia de su fe, se sienten impulsados a recurrir a
María; su piedad es a menudo mariana más bien que cristológica, de la
que es propedéutica, ya que María es la madre, capaz de protección y de
cariño. Y la relación del anciano con María, más que una devoción, es una
perspectiva de fe.
II.
Devoción de los ancianos a María
1.
MOTIVOS PSICOLÓGICOS. María es la madre. Pues bien, precisamente en el momento
en que se hace más vivo en él el sentimiento de inseguridad, la conciencia de
su propia incapacidad de solucionar las cosas por sí mismo, la constatación de
su propia fragilidad, de la necesidad de depender en todo y de todos, el
sentimiento por el abandono de las personas queridas -aun cuando esto no
responda a la verdad-, el anciano mira hacia María. Se siente niño ante
ella. Ella es la madre por excelencia. Puede ofrecer una protección no
puramente casual, sino perenne. Si no puede, como es lógico, refugiarse en una
maternidad física, el anciano la sublima y la vive en un contexto espiritual
con una profundidad que recupera todas las carencias y los límites de la
tercera edad. Se sabe protegido, asistido, bendecido; no sólo ahora, sino
también en la hora de la muerte. María invita a la confianza y a la esperanza,
más allá de toda frustración y de todo abandono.
María
se le presenta también al anciano como símbolo de una perenne juventud. Es la
toda hermosa, pero con una belleza que conforta, que recuerda una juventud
lejana y ahora ajada. Pero con ella no hay tensiones: se la acoge en su belleza,
cariñosamente. Y con cariño se piensa en un José, esposo de María,
llamado
a protegerla -se le suele imaginar anciano-
en su juventud y en su maternidad misteriosa. Y ella seguirá siendo joven; se
la imaginarán joven, preservada, quién sabe, de la decadencia de la
ancianidad.
2.
MOTIVOS .RELIGIOSO-TEOLÓGICOS. Los ancianos de hoy no han recibido una
formación centrada en el misterio de Cristo. Los menos avanzados en
edad, los que viviendo en su propio ambiente están aún en condiciones de
participar de alguna manera en .la vida parroquial, han tenido sin duda la
posibilidad de ver no pocos cambios e incluso de aceptar y acoger algunos de
ellos: el rosario que no se reza ya durante las celebraciones eucarísticas,
algunos viejos cánticos que ya no están en el repertorio, ciertas devociones
marianas caídas en desuso... Hay que adaptarse a los jóvenes. Pero la
nostalgia de un tipo de piedad mariana perdura todavía en estos ancianos: de
aquella piedad mariana a la que permanecen todavía más ligados aquellos
ancianos que, por diversas circunstancias, viven en una institución o no pueden
de todos modos participar en la vida de una parroquia de hoy. De esta forma la
devoción de María cataliza la espiritualidad del anciano. Ella es la creyente
a la que los de la tercera edad pueden tomar como modelo. El anciano se
siente atraído por sus actitudes interiores de fe: por su silencio y por su
acogida, por su abandono continuado a los designios de Dios, por la reserva de
María y por su soledad, por sus ánimos en el sufrimiento. Todos estos estados
de ánimo y todas estas actitudes son las que el anciano siente como suyas y
hace suyas. Desaparecen las distancias entre él y la joven María de los
evangelios. Si Cristo es juez, aunque juez misericordioso, María, por el
contrario, es y sigue siendo madre. Una madre nunca es severa. Aunque su hijo
sea el Hijo de Dios, María está cerca de cada uno de nosotros; nunca da miedo.
El
anciano se siente atraído por María, a la que el evangelio presenta en actitud
de escuchar el anuncio misterioso del ángel. Esclava del Señor, le responde
con su sí. Se hace fecunda. Se hace madre. Es esposa de un hombre justo que la
defiende y protege: también ella tuvo necesidad de defensa y de protección; lo
mismo que él en su ancianidad. Luego, incluso antes de dar a luz a su Hijo,
María acude en ayuda de Isabel, una anciana misteriosamente madre del
precursor; y allí hubo una conversación maravillosa entre las dos primas.
María pudo entonar su Magnificat. Y el Magnificat es uno de los
cánticos de siempre, que el anciano vuelve a encontrar -cuando lo encuentra- en
la oración litúrgica de hoy, mientras que no encuentra ya aquellos otros
cánticos de antaño que le llegaban al alma: el Stabat
mater dolorosa, el Tota pulchra es,
Maria (entonces sí que daba gusto acompañar cantando el Via crucis, caminando
con ella, con la Virgen, detrás del Hijo).
El
anciano se encuentra de nuevo al lado de María, que presenta en el templo al
Hijo y lo rescata, dentro de su pobreza, con la ofrenda de dos pichones; y en el
templo se encuentra con otros dos ancianos: Simeón -a quien la tradición
presenta cargado de años- y Ana, la profetisa anciana. Y se reconoce también
en María, que se quedó viuda, sola, aguardando a que su Hijo volviera de sus
viajes apostólicos por Palestina; y sobre todo en María al pie de la cruz,
cuando el Hijo nos la da a los hombres como madre.
Por
eso el anciano acoge de buena gana la invitación a ir en peregrinación a
algún santuario de la Virgen; se trata desde luego de una evasión de la
monotonía cotidiana, pero es también una posibilidad de encuentro con María,
sea cual fuere su venerable imagen, muchas veces iluminada y adornada de una
forma para él maravillosa: como en otros tiempos. Por eso le gustan todas las
imágenes de María. Se siente feliz, muchas veces, de tener bien a la vista, en
su mesita de noche, una botellita con la forma de la Virgen, de tapón azul en
forma de corona, llena de agua de Lourdes. Y agradece el regalo de un rosario de
cuentas gruesas que cuelga de la pared. Y sobre todo desgrana su rosario que le
permite revivir, etapa tras etapa, el camino de María en la vida terrena de su
Hijo y luego compartiendo su gloria.
Siguen
vivas en el ánimo de muchos ancianos ciertas devociones de otros tiempos. Y el
gusto por las velas encendidas, vistas como una plegaria que se va consumiendo
delante de la imagen de la Virgen.
Para
el anciano es realmente más fácil rezarle a la Virgen que a Dios; es una
oración que siente más humana, más concreta. Y además es una manera de ir a
Dios a través de María. El Hijo no puede menos de agradecerlo.
III.
María y los ancianos. Datos bíblicos
María
es una mujer judía que hizo suya la orden del Dios de su pueblo: "¡Escucha,
Israel!" (Dt 5,1). La palabra de Dios es su alimento constante, hasta
llegar a identificarse con ella: "He aquí la esclava del Señor; hágase
en mí según tu palabra" (Le 1,38).
María
aparece pocas veces en los evangelios. Pero varias veces se habla de su
encuentro con algunos ancianos. La iconografía nos presenta a Joaquín y Ana
como padres de María, según una antigua tradición del s. u; no ya como
jóvenes, sino más bien como ancianos. Si Simeón estaba probablemente bastante
entrado en años, ciertamente eran ya mayores Zacarías e Isabel, y
especialmente se nos dice que la profetisa Ana tenía más de ochenta años. Con
ellos trató María; y no podía ser de otro modo, ya que estos ancianos estaban
impregnados de la esperanza de Israel y vivían en la espera confiada del
mesías. Ellos 'son los primeros testigos de Cristo, que se hace salvación en
la historia de una forma común a todos los hombres, es decir, en el seno de una
mujer. Un su corazón iluminado por la fe en el Dios de Abrahán, esos ancianos
procuran captar la presencia del Altísimo en todos los acontecimientos de la
vida, incluso en el hecho tan sencillo y natural que significa el nacimiento de
un niño. La edad, rica de paz y de sabiduría, les lleva a considerar las cosas
serenamente. En ellos se condensa todo el AT; es el mismo Israel el que, en la
plenitud de los tiempos, reconoce en María la nueva y definitiva arca de la
alianza y, en ella, no ya las tablas de la ley, sino al tres veces Santo, al
Hijo mismo de Dios.
María
le pide al ángel un signo de su maternidad divina, y se le concede ese signo:
otra maternidad, la de una mujer estéril en su ancianidad, Isabel (Le 1,36).
María intuye la alegría de esa maternidad y capta también sus consecuencias,
la necesidad de ayudar a sus parientes en ese acontecimiento que afecta con
Isabel también a Zacarías: anciano él y avanzada en años ella, tal como le
dice Zacarías al ángel (Le 1,18). María acude con presteza: un largo viaje
por la montaña. Por otro lado, cualquier servicio a Dios exige la
disponibilidad para el servicio a los demás. Como se había declarado dispuesta
a lo que la Palabra quería de ella, también María se muestra ahora dispuesta
a compartir la vida de la anciana Isabel. No se trata de palabras, sino de
obras: María se pone en camino. Isabel sabe que ahora no está sola; su soledad
se ve colmada de la presencia de Dios, que se le manifiesta en María. María
lleva a la anciana Isabel una presencia viva que su prima siente llena de
júbilo: "He aquí que tan pronto como tu saludo sonó en mis oídos, el
infante saltó de alegría en mi seno (literalmente: bailó de gozo)" (Le
1,44). De esta forma María acudió al lado de los dos ancianos, felices de su
paternidad-maternidad tan anhelada y esperada y preocupados sin duda, como todos
los ancianos, frente a aquello tan absolutamente nuevo e inesperado; y les ayuda
a recibir en plenitud el don del Dios de Israel.
Lucas
nos presenta otro encuentro de María con ocasión de la presentación de su
Hijo en el templo y de su rescate. El Espíritu Santo mueve a Simeón a
dirigirse al templo en el mismo momento en
que María llega a él, acompañada de José. Un encuentro imprevisto, pero,
como otros muchos encuentros que tampoco se han previsto, puede ser el momento
de Dios, el momento de la salvación. Simeón, del que ignoramos la edad, pero
que ciertamente había dejado de ser joven, puesto que le pide a Dios que lo
deje ya morir en paz según la palabra del mismo Espíritu, se dirige al niño y
a María. Ella calla y escucha; pero lo que escucha la llena de estupor (Lc
2,33). Se deja bendecir: es Dios el que le habla una vez más, y su silencio
tiene que permitir a la Palabra que penetre en ella como una espada. Delante de
Dios sólo vale el silencio.
Otra
persona mayor, esta vez una mujer anciana, sale también a su encuentro en el
templo. Nos dice el evangelio que tenía ochenta y cuatro años. Es profetisa.
Ahora su morada es el templo, ya que nunca se aleja de él ni de noche ni de
día, pasando su vida en ayunos y oraciones (Le 2,36-38). Pero mientras que
Simeón, lleno de júbilo, le dirige la palabra a María teniendo al niño en
sus brazos, Ana, como mujer valiente y llena de alegría, no se dirige a María,
sino que habla del niño a todos los que estaban esperando la redención de
Israel. Dos actitudes distintas entre el hombre y la mujer, a pesar de que es el
mismo su júbilo espiritual. Y María guarda silencio, escuchando también en
esta ocasión la palabra de Dios y rumiándola luego en su propio corazón. Eso
mismo es lo que hará luego, cuando encuentre al niño perdido en el templo, en
medio de los ancianos doctores.
IV.
El anciano y el evangelio
No
siempre los ancianos están habituados a manejar el evangelio; la formación
cristiana de otros tiempos les permitía conocer algunas páginas evangélicas
-las de los domingos-, pero a menudo el latín les impedía comprender otras
páginas que no se explicaban en la predicación. La traducción a las lenguas
vulgares ha permitido al anciano acercarse, aunque mucho más tarde, a otros
trozos y pasajes, pero no es raro que el evangelio entero sea para ellos un
libro desconocido, incluso porque faltan traducciones escritas con caracteres
suficientemente grandes para sus ojos.
No
obstante, el trato del anciano con los evangelios se lleva a cabo en la
sencillez. Interviene entonces la "sabiduría del corazón", que
permanece viva, aunque falle a veces la sabiduría del cerebro. Ordinariamente,
no se acoge el evangelio con sentido crítico, sino con un alma abierta, como la
del niño: es la vida de Jesús, es la enseñanza más alta de vida moral. A
veces el anciano lee ciertas páginas con la misma simplicidad con que cuenta
sus contenidos a sus nietos, mezclando a veces su contenido verdadero con la
leyenda.
No
todos los pasajes del evangelio encierran para el anciano el mismo interés.
Entre otros, los que se refieren a María ejercen sobre su ánimo una
fascinación indudable: no solamente los relatos de la infancia de Jesús, sino
el milagro de Caná dentro del alegre contexto de las bodas, o los versículos
dolorosos que presentan a María junto a la cruz. Al anciano el Via crucis todavía
le sigue diciendo muchas cosas. Algo le dicen también las parábolas de la
misericordia: el padre con los brazos abiertos ante el hijo pródigo, el pastor
que se marcha a buscar a la oveja perdida... O también el fragmento de Ja mujer
adúltera y de sus acusadores, que se van marchando uno tras otro empezando por
los más viejos..., porque sabían que eran los más
pecadores o porque, precisamente por el hecho de ser más prudentes, no se
sentían con ánimos de tirar la primera piedra de la condenación.
Como
todo el mundo, también el anciano se siente aludido en algunos pasajes de los
evangelios: encuentra en ellos su propia vida, se ensimisma en su lectura,
participa de sus ideas. Aun sin mediaciones culturales, se siente la presencia
del Espíritu, porque el anciano tiende a tomar muy en serio lo que le dice el
evangelio y lo interpreta muchas veces de manera ingenua, aunque fruto de una fe
transparente al estilo antiguo.
V.
Indicaciones pastorales
Quizá
la indicación pastoral más importante sea la siguiente: es menester respetar
al anciano por los valores que, sea cual fuere su estado de decadencia, sigue
llevando consigo por la fe que expresa, aunque sea a su manera; y además por el
misterio de una vida larga, vivida y sufrida, y que se está acercando ya a la
luz de la eternidad. El anciano es una persona ante la cual está a punto de
rasgarse el velo que separa la vida eterna presente de la vida eterna futura.
Pero
no basta con el respeto si éste no va acompañado de una ayuda sincera. No
basta con acercarse al anciano de vez en cuando, ni hacerle llegar las
simpatías y el recuerdo de la comunidad parroquial, ni siquiera visitarle con
cierta frecuencia, si esto no se dirige ante todo a ayudarle al anciano a ser
él mismo, un hombre que sentía antes o comienza a sentir la estima por sí
mismo, a mirar cara a cara su propia realidad, a no replegarse en la vida
pasada, a no compararse con los demás, lamentando todo lo que ya no puede ser.
La visita al anciano por parte del pastor -sacerdote o laico- tiene que
atender también a comunicarle una esperanza profunda, Cristo esperanza, el
único cuya comunión puede consentir que asuma su propia edad, con sus achaques
y sus derrumbamientos, con sus legítimas aspiraciones y sus valores concretos,
asumiendo finalmente su propia muerte, quizá no muy lejana, no ya con la
resignación estéril que puede dejar en el espíritu un fondo de amargura, sino
con la paz y con la confianza de la salvación y de la resurrección.
María
no puede entonces ser extraña a estos encuentros con los ancianos, ya que ella
es a quien la iglesia, en el concilio Vat II, ha definido como "signo de
segura esperanza y de consolación" (LG 68), y la que continuamente
nos recuerda cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados todos los
hombres. La visita al anciano con ocasión de alguna solemnidad de María, que
todavía sigue viva en la vida eclesial aun cuando no se la reconozca
oficialmente, o incluso en alguna solemnidad secundaria que en otros tiempos
-¡sus tiempos!- se recordaba con verdadera alegría filial, puede ser un modo
de mantener viva una piedad mariana que, si no se la cultiva o no se la
alimenta, corre el peligro de debilitarse también en el anciano, más apegado a
las antiguas devociones. El hecho de que semejante piedad se sienta hoy mucho
menos incluso en los ambientes cristianos -justamente orientados hacia el
misterio de Cristo- es algo que choca muchas veces al anciano. En otros tiempos,
como él recuerda a menudo, era más fácil y espontáneo recogerse junto a una
persona mayor para decir el rosario, mientras que hoy incluso resulta raro que
el sacerdote se despida con el rezo de un Avemaría o con alguna otra
bendición que recuerde a la Virgen; y esto es para el anciano un
empobrecimiento, algo que a veces lo deja desconcertado. Por el contrario, una
alusión a algún tiempo litúrgico y a la presencia de María en el mismo puede
resultar preciosa para el anciano: el tiempo de adviento, por ejemplo, o el
tiempo de Navidad, la solemnidad de la Inmaculada Concepción y la que debería
celebrarse mejor y que todavía es poco conocida en honor de María, la de la
Madre de Dios o la Anunciación del Señor, la Asunción o la Natividad de
María, la Visitación o la Presentación del Señor, e incluso la fiesta de la
Virgen de los Dolores, tan apreciada por los ancianos... Si hojeamos el
calendario romano, encontraremos en él toda una riqueza de fiestas marianas que
podrían ser otras tantas citas serenas para el encuentro pastoral entre el
sacerdote o el laico y el anciano.
Ir
a casa del anciano no para entretenerlo con un diálogo insulso, sino para
enriquecerlo en ese momento de su vida con los grandes valores ofrecidos de
manera siempre nueva: ofrecerle siempre algo que pueda dejar en él una
aspiración positiva y la convicción de que no es objeto de una asistencia y de
una visita piadosa, sino sujeto de su propia vida, un hombre abierto todavía a
los grandes valores; ahora, hasta la hora serena de su muerte, capaz todavía de
intereses vivos, de pensamientos solemnes y no de veleidades juveniles que no
están hechas para él, sino de grandes valores, de paz profunda. Si en la
pastoral de hoy se tienen también en cuenta los momentos recreativos -lo cual
es perfectamente justo y humano-, no son éstos precisamente los que más desea
el anciano. Aunque a veces resulta difícil de afrontar, el anciano espera un
diálogo de fe que lo comprometa también en la vida eclesial, en la que no
puede ya participar o en la que no ha participado nunca. Celebrar la eucaristía
a su lado cuando ha permanecido mucho tiempo lejos de la vida parroquial,
aprovechar esa ocasión para recoger en torno a él a otros fieles, rezar junto
a él con brevedad, para no cansar su atención, pero de manera espontánea. Y
María tendrá, como es lógico, una parte singular en la vida de ese anciano.
Él
será entonces para los demás un sacramento del cariño del Padre, y a su vez
el pastor tendrá que ser para él un testigo de la mansedumbre de
María, la madre. Habrá entonces un regalo mutuo, ya que el anciano, con
su fragilidad y sus limitaciones, y el que lo visita -también él con su
fragilidad y con sus límites- podrán comprender cómo cada uno tiene necesidad
del otro para ser él mismo hasta el fondo y para asumir la vida, la enfermedad,
los años ya prolongados y la muerte con un ánimo abierto a la esperanza.
G.
Sommaruga
DicMa 74-81
DicMa 74-81
BIBLIOGRAFIA:
AA.VV., Notre-Dame de bous les ages, en CM 18-(1974) 94, 193-256; Dalla
parte degli anziani, Vita e Pensiero, Milán 1978; Baracco L., Una
missione nuova per una spirituality degli anziani, Opera Regalitá, Milán
1973; Maggiali A., L áfJeitivity dell ánziano, Ed. Salcom, Brezzo di
Bedero 1977; Colombo G., Arc, di Milano, La pastorale delta berza eta, Milán
1973; Diana R., Gerontología, MorceIliana, Brescia 1979; Borra E., 1/
vecchio e la vita, Edizioni Paoline, Roma 1975; Aluffi A., Vedere Dio
pile da vicino, Pro Sanctitate, Roma 1977; Bergami E.-Mancinelli S.,
Tecniche assistenziali per l ánziano ospedalizzato, ACOS, Roma 1980; De
Miguel A., Vivir y convivir. Al habla con los mayores, Paulinas, Madrid
1983; Lorca J. M.-, Metáfora y misterio de María, Paulinas 1983;
Pironio E. F., Un camino de esperanza con María, Claretianas, Madrid
1984; Pobreza r esperanza en María, Narcea 1980; Uno de los mejores
libros para los ancianos, por su buena presentación tipográfica y por su
lenguaje asequible a todos ellos es el de Antonio Alonso, Bienaventuranzas
del atardecer, Ed. Paulinas, Madrid 19863, con el subtítulo Nuestros
mayores hablan con Dios. Responde muy bien a las indicaciones pastorales
sugeridas en el número V de este artículo.
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