I.
Enfoque psicológico y filosófico
1.
Visto psicológicamente, el punto de partida del obrar moral es la toma
de posición personal, es decir, consciente y libre, en el conflicto entre las
necesidades impuestas por la realización de las tendencias del yo y las
exigencias de la sociedad; según esto, el obrar moral presupone el desarrollo
de la conciencia del yo, la cual se produce, por la victoria sobre el
ambiente en medio de un diálogo con él. La condición es la vivencia de la situación
de conflicto entre la necesidad de satisfacer las tendencias inmanentes y
las exigencias del ambiente que se opone a esa necesidad. Esta situación
surge en el niño cuando experimenta el beneficio de ser amado, cuando él es
aceptado y promovido por el contorno ambiental. Así el niño renunciará a
satisfacer sus impulsos cuando éstos sean perjudiciales a la simbiosis afectiva
con la madre. Pero si no se presenta la situación de conflicto, la preparación
y el desarrollo del obrar moral quedan impedidos.
En
un estadio ulterior de la formación de la conciencia, para que se realice la
acción moral se requiere que la necesidad de autodesarrollo conduzca, por anexión
al contorno que promueve este autodesarrollo, a una recepción, primeramente
desprovista de crítica, de los puntos de vista del entorno concreto; se
produce, pues, una intosuscepción de los comportamientos ajenos,
normalmente, primero del padre, de la madre y de los hermanos, de manera que la
conducta de estos modelos directivos se puede convertir en norma del propio
obrar por medio de la identificación. Con la ampliación del entorno y
el desarrollo de la conciencia crítica el niño se ve colocado ante nuevos
conflictos, puesto que ahora le salen al encuentro en medida cada
vez mayor maneras de comportarse de los modelos directivos que se contradicen
mutuamente, y él debe ahora decidir qué modelo directivo quiere seguir. En la
decisión juegan su papel, no sólo las necesidades propias, sino también, y en
una medida que aumenta cada vez, la inteligencia de la oportunidad de una
conducta practicada y exigida y, evidentemente, también la fuerza de la
vinculación afectiva a determinados modelos.
Tan
pronto como el niño está en situación de conocer que determinadas acciones
tienen sentido por sí mismas, p. ej., el decir la verdad, y es al mismo tiempo
consciente de que estas acciones son exigidas, a causa de su valor, por las
personas normativas, se llega simplemente a las acciones morales, en tanto el
niño está en situación de distanciarse interiormente de sus inmanentes
estímulos espontáneos en tal medida que pueda comparar las exigencias de lo
debido con sus necesidades subjetivas y tomar libremente posición frente a ello
a base de su inteligencia. Si reinan buenas relaciones familiares, esto sucede
normalmente hacia los 6 ó 7 años, cuando el niño llega al así llamado uso de
razón o a la edad de la discreción; sin embargo, esta madurez también puede
producitse mucho más tarde.
Esta
conciencia crítica frente a las normas del ambiente, aceptadas en forma no
crítica, y frente a las exigencias de las tendencias del yo, naturalmente,
existe primero en medida muy limitada y, en principio, se alcanza siempre con
lentitud, con una lentitud gradualmente distinta en cada caso, puesto que la
actitud y el clima reflexivos dependen siempre de los conocimientos directos y
de las deciciones, que se transforman con el desarrollo progresivo de la
personalidad y nunca pueden quedar sometidos a una reflexión plena. Debido a
ello, una crítica actuación ética que se distancie de una moral falta de
crítica, en todos los casos sólo es posible en una medida limitada y depende
de la acuñación del desarrollo de la personalidad.
Por
lo menos hasta cierto grado, la ética implicada en el «super-yo» señala a
dicho desarrollo un cauce que dificulta las tomas de posición genuinamente
éticas, pues, sin fundamento, sólo a causa de la educación, se atribuye un
valor absoluto a determinadas concepciones tradicionales (--> ética).
Este
proceso moral de desarrollo comenzado por el niño alcanza un grado de madutez
esencialmente superior cuando el joven llega a una situación en que es capaz,
no sólo de tomar decisiones responsables y libres con relación a acciones
particulares, sino también de decidir sobre sí mismo y, concretamente, en lo
referente a una postura personal y definitiva en sus aspectos esenciales para
con su ambiente. Es condición para ello el que, aparte de una conciencia
suficiente sobre la importancia de la acción, la autoconciencia haya progresado
tanto que sea posible una disposición subjetivamente definitiva acerca de sí
mismo. Simultáneamente la vinculación afectiva a personas ha de alcanzar un
determinado grado de intensidad, pues el carácter absoluto de la obligación
moral debe ser comprendido en tal medida que el comportamiento contrario a ella
se presente a su autor como algo que, no sólo hace mala la acción particular,
sino que hace malo al hombre.
Únicamente
cuando la maduración de la personalidad
haya alcanzado ese punto, se podrá hablar
de una actuación moral cualificada. La
presuposición para ello es:
a)
la experiencia subjetiva de
la propia singularidad, la cual se inicia generalmente por el
confrontamiento con el despertar de la -> sexualidad y con todos los
fenómenos que lo acompañan;
b)
el desarrollo de la capacidad crítica de distinción, basado en la experiencia
y en la enseñanza, en tal medida que se pueda comprender la transcendencia de
la acción para la propia vida y se tenga capacidad de ponderar suficientemente,
es decir, esencialmente, la importancia definitiva para el futuro de las
relaciones con el mundo circundante.
c)
una vinculación tan amplia a la dignidad de la persona, que ésta sea
reconocida como algo que debe ser respetado y amado por sí mismo; pues ahora el
joven, debido a una capacidad de amor que le libera de la prisión en el
yo, está en situación de comprender suficientemente al otro en su subjetividad
y en las exigencias que ella comporta. Precisamente esta capacidad de
distinción y sobre todo esta capacidad de amor, por lo común, no se dan ya con
el final de la pubertad física, y no deberían ser precipitadamente supuestas
en los años jóvenes.
2.
Bajo la perspectiva filosófica, podemos hablar de un a.m. cuando el
hombre se realiza en su condición de -> persona consciente por
-->decisión libre y sintiendo la responsabilidad ante él mismo y ante los
otros (--> libertad). Según esto, para que un a.m. tenga efecto debe haber
conciencia y voluntad libre, y éstas han de ser actualizadas en vistas al
desarrollo de las personas implicadas, entre las cuales se halla siempre la
propia persona. Lo cual debe hacerse sintiendo responsabilidad ante las
personas, ya que ellas pueden exigir respuesta y cuentas. Esto significa que el
a.m. es siempre: una toma de posición frente a la norma transcendental de
conducta; un perfeccionamiento y una perfección; y, en armonía con eso, una
incitación a la fe, la esperanza y la caridad «metafísicas». Expresado de
otra forma: el a.m. según su estructura formal es bueno en la medida en que,
reconoce a Dios como sumo bien y por ello cree, confía en la salvación de Dios
y así espera, lo afirme como el sumo bien y así lo ama.
Pues,
en efecto, una acción sólo puede ser enjuiciada como buena o como mala en la
medida en que es conocida su conformidad con el ser o su oposición a él. Este
conocimiento, a su vez, sólo es posible en la medida de la evidencia del ser en
sí, la cual por su parte incita a la afirmación creyente del mismo, ya que el
ser en sí, por un lado, es el presupuesto intelectualmente necesario de lo que
conocemos y, por otra parte, como algo que hemos de presuponer sin conocerlo
exhaustivamente en sí mismo, puede ser rehusado por la voluntad, aun cuando
simultáneamente sea entendido por la razón como algo que debe afirmarse. Esto
significa que cualquier acto moralmente bueno es un acto de -> fe.
Pero
además es siempre un acto de -> esperanza. Y lo es porque un acto consciente
sólo puede hacer más perfecto o imperfecto a un hombre en la medida en que se
le presente como dotado o desprovisto de sentido y, con ello, arbitrario. Esto,
a su vez, solamente es posible en la medida en que un comportamiento conforme
con el ser es reconocido como absolutamente obligatorio. Ahora bien, por un
lado, la conciencia del sentido del obrar es una presuposición transcendental y
necesaria para la operación consciente, pues la acción consciente está
necesariamente dirigida a un fin; y, por otro lado, el reconocimiento del
principio de que la actuación dotada de sentido es la conforme con el ser constituye
un acto libre de esperanza, pues la prueba de la exactitud del reconocimiento de
ese principio sólo cabe esperarla del futuro, de modo que es posible afirmarlo
o negarlo libremente.
En
cuanto el hombre toma posición frente a una cosa conocida como obligatoria, se
decide en último término a seguir o no seguir la llamada moral y, en
consonancia con ello, al --> amor de lo que es bueno en sí o a su repulsa
arbitraria y despojada de amor. Pues el hombre, en su obrar consciente, por una
parte aspira necesariamente a lo perfecto y, con ello, al bien en sí, pero, por
otra parte, él tiene que decidirse por el amor de lo bueno en sí, ya que
nosotros solamente en medida limitada podemos conocer eso que es bueno en sí y,
por tanto, nos es posible rechazarlo desamoradamente en pro de un bien elegido a
nuestro antojo.
Según
esto, el punto de partida para la determinación del a.m. debe ser la relación
transcendental a Dios. Y ésta sólo se halla tan desarrollada que podamos
hablar de un a.m. en sentido pleno, cuando el hombre está referido a Dios en
tal grado que, o bien él afirma a Dios con fe, esperanza y amor en la concreta
decisión moral, o bien lo rechaza incrédulamente, arbitrariamente, en el
fondo, desesperadamente y, en último término, egoístamente. Con todo, no es
necesario que la relación a Dios se actualice in actu reflexo, es
suficiente que se realice in actu exercito. Esta relación a la fe, la
esperanza y la caridad va inherente al a.m. con necesidad transcendental; y, en
nuestro orden de salvación, ella experimenta una ampliación fáctica por la
que se extiende al campo sobrenatural. Esta triple relación transcendental y
sobrenatural del a.m. a Dios debe ser desarrollada en lo que sigue.
II.
Toma de posición frente a la norma transcendental de la moral: toma de
posición frente a la fe
1.
Para la realización de un a.m. se requiere en primer lugar que una acción sea
conocida como buena o como mala. Esta conciencia presupone, por un lado, el
conocimiento de la norma moral y, por otro lado, el conocimiento de la relación
del acto a la norma moral. Es digno de ser afirmado inmediatamente y, con ello,
moralmente bueno en el plano objetivo, todo aquello que tiene su sentido en
sí mismo y, en consecuencia, es absolutamente obligatorio. Así el criterio
supremo de moral es la ordenación a la perfección de Dios, único ser en
el que podemos hallar la suprema consumación. De donde se deduce que somos
objetivamente perfectos tan sólo por el perfecto amor a Dios y subjetivamente
perfectos por acomodarnos totalmente a su voluntad.
Todo
lo demás es bueno en la medida en que se ordena a un fin transcendental, el
cual, por su parte, tiene un sentido inmanente en sí mismo. De ese modo todo es
afirmado en la medida en que participa de la perfección de Dios y desarrolla
sus tendencias en armonía con el ser. La criatura dotada, de espíritu (->
ángel, -> hombre) tiene parte en la perfección de Dios en tal modo que
ella, por un lado goza de sentido en sí misma, de manera que su
autorrealización está llena de sentido; y, por otro lado, sólo puede
autorrealizarse por la subordinación al fin transcendente, a saber, a todo lo
que tiene un sentido en sí mismo y, por tanto, reviste un carácter absoluto
(notemos que el grado de subordinación depende del grado de absolutez). Esto
significa exactamente: es moralmente bueno todo lo que promueve al hombre en su
condición humana, realizada en conformidad con los demás hombres, y promueve a
todos los hombres en conformidad con Dios. En consecuencia, son moralmente
buenos aquellos actos que perfeccionan al sujeto que obra en su relación con
Dios y con el prójimo, o sea, en último término es bueno todo lo que fomenta
la intersubjetividad, la relación entre las personas bajo todos los aspectos.
Y,
además, como la naturaleza infrahumana (-> creación) sólo tiene sentido
en cuanto sirve a la autorrealización del hombre, la ordenación a ella es
moralmente buena en el plano objetivo en tanto se la puede poner a servicio del
desarrollo del hombre. Esto significa que el mundo de las «cosas», o sea, La
realidad infrasubjetiva u objetiva, o puramente categorial, sólo puede tener un
carácter mediata o materialmente moral.
Según
esto, un acto es moralmente bueno .n el plano subjetivo cuando por él se
proiuce una ordenación consciente a la autorrea.ización en armonía con el
prójimo y con dios, y cuando por él la realidad material es puesta a servicio
de la subjetividad personal.
En
consonancia con lo dicho, el primer presupuesto
para la actuación moral es que se conozca suficientemente cómo la persona no
puede compararse con lo infrahumano, o sea, que se conozca el abismo existente
entre las personas y las cosas. Un hombre que no sepa distinguir conscientemente
entre personas y objetos carece, pues, de capacidad moral.
Este
conocimiento de lo bueno en sí puede darse bajo diversos grados de claridad, no
se requiere incondicionalmente que se produzca en forma consciente y temática.
Pero él ya está sin duda iniciado siempre que se percibe por lo menos en
manera directa e indistinta cómo determinados valores, p. ej., la -> verdad,
la perfección, la -> libertad, la -> justicia, en resumen, las virtudes,
deben ser apetecidos por sí mismos. Pues en las virtudes siempre se trata
necesariamente de valores que están al servicio del desarrollo de la
intersubjetividad, siempre se trata, consecuentemente, de valores
transcendentales, en el sentido de que la ordenación a ellos siempre realiza
necesariamente la perfección del que obra y, por cierto, en conformidad con su
condicionamiento intersubjetivo.
Según
esto, el hombre en tanto no puede equivocarse al enjuiciar las virtudes y los
vicios, al adoptar una postura inmediatamente moral, en cuanto ellos lo abren
siempre para el ->bien en sí, pues, por definición, es decir,
necesariamente, lo orientan hacia una ordenada o desordenada relación
intersubjetiva.
Esto
significa: cuando el hombre juzga que una acción está permitida, prohibida o
mandada, él no puede equivocarse al formular la permisión, la prohibición o
el mandato en la medida en que, necesariamente por la razón y tendencial o
voluntariamente por la disposición subjetiva, se halla dirigido a lo verdadero
en sí y, a pesar de la mediación de la subjetividad, por la transparencia de
lo objetivo goza de una evidencia que ilumina el campo de la subjetividad y de
la intersubjetividad. Y en la misma medida la permisión, etc., se refiere
inmediatamente a la afirmación o negación personal de sujetos, a una toma de
posición buena o mala en sí.
Esto
significa que el a.m. inmanente, en su toma de posición frente a la norma
moral, frente a lo bueno en sí, tiene una estructura formal lo mismo que el
acto de fe en su asentimiento creyente, de modo que lleva
en sí mismo su propia seguridad. O sea, lleva su evidencia en sí mismo, pues
el hombre realiza en él una inmediata comunicación intersubjetiva, teniendo
tanta conciencia directa -aunque no refleja- de la estructura de dicha
comunicación como de la comunicación misma.
En
efecto, incluso bajo el aspecto de la ordenación a lo verdadero y bueno en sí,
a lo absoluto en general, el a.m. se refiere directamente a Dios, aun cuando
esto no siempre sucede en forma explícita, ya que la relación transcendental a
lo absoluto no es otra cosa que la ordenación a Dios, por más que la
elaboración temática de esa ordenación esté expuesta a falsificaciones.
Ahora
bien, el hombre debe llevar a la práctica estas tomas de posición
intersubjetiva a través de acciones externas, objetivas y, en este sentido,
transcendentales. Lo cual ocurre cuando él usa su corporalidad y los bienes de
esta tierra como medios de expresión y de autorrealización, y los pone para
este fin en relación con la subjetividad y la intersubjetividad. A este
respecto, ciertamente el hombre está vinculado a la ley propia de la realidad
infrapersonal o categorial, pero, en virtud de su personalidad la usa de tal
manera que ella, en su ser así y no de otro modo, se halla determinada, ya no
por interrelaciones causales independientes del hombre, sino por él mismo.
En
el enjuiciamento de esta ley propia el hombre puede equivocarse. Dicho de otro
modo: el hombre puede equivocarse en lo que ella permite, manda o prohíbe, o
sea, en sus tomas de posición objetiva. El fundamento para la posibilidad del
error en la interpretación objetiva de sus tomas de posición subjetiva se
basa:
a)
En nuestra necesidad de abstracción. Con lo cual, por definición, se
realiza un conocimiento incompleto de la esencia, por la razón de que lo
esencial se nos desarrolla históricamente y, en consecuencia, no se nos revela
definitivamente, e igualmente por la razón de que nosotros comprendemos
selectivamente, es decir, prescindiendo de ciertas notas.
b)
En nuestra necesidad de juzgar. En el .juicio se toma una posición
transcendental frente a algo categorial y, por cierto, vinculando a través de
la cópula el concepto transcendental con su realización categorial. Aquí
pueden introducirse errores, pues nosotros sólo
conocemos la identidad entre lo subjetivo y lo objetivo en medio de las
diferencias.
c)
Hemos de pensar que nosotros - aun cuando nuestra razón esté necesariamente
ordenada a la verdad en sí-, puesto que el conocimiento depende de la
disposición del sujeto y dicha verdad siempre es aprehendida en forma limitada
y objetivada, tenemos la posibilidad de adoptar una postura libre frente a esa
verdad concretamente captada, en cuanto ella es interpretable para nosotros. Por
eso, nuestra aprehensión fáctica de la verdad depende también de las
tendencias del sujeto y del libre amor a ella. En consecuencia, el hecho de que
la verdad no sea captada está condicionado, no sólo por los límites de la
razón, sino también por la disposición de la voluntad.
De
ahí se deduce lo siguiente: los juicios morales pueden reflejar lo moralmente
permitido, etc. -más exactamente, la voluntad de Dios- en manera conforme a la
verdad. Pero, a causa de su carácter abstractivo y de la limitada ordenación
tendencial a la verdad, lo hacen siempre de una manera imperfecta, e incluso
pueden caer en el error. Sin embargo, al formular la permisión, etc., nosotros
conocemos infaliblemente la voluntad de Dios en cuanto estamos ordenados a la
verdad en sí. Mas esta ordenación a la voluntad de Dios, en tanto es libre,
implica siempre un cacto metafísico de fe», pues, aun cuando la afirmación
libre de lo verdadero y de lo bueno en sí descanse en las condiciones
transcendentales de nuestro conocer y querer, sin embargo, éstas sólo pueden
ser afirmadas como tales mediante un acto transcendental no necesario, es decir,
libre.
2.
Puesto que., en consecuencia, nosotros podemos expresar afirmativamente, pero no
exclusiva ni definitivamente, la esencia de hechos objetivos y la finalidad de
ciertas maneras categoriales de comportamiento, podemos decir algo en general y
objetivamente acerca de la bondad o maldad de tales acciones, sólo en forma
afirmativa, pero no en forma exclusiva ni definitiva; es decir, cabe decirlo materialmente,
pero no formalmente. Expresado de otro modo: es posible que la esencia de
una acción categorial, de una acción realizada, incluso en el caso de que la
hayamos comprendido correctamente, revista un aspecto que nos ha pasado
desapercibido, y que el acto tenga una finalidad que nosotros no hemos captado.
La cual significa que, en principio, acerca de determinados actos externos no se
puede decir que ellos son moralmente buenos o malos siempre y bajo todas las
circunstancias. Eso sólo puede decirse en sentido material, es decir, el acto,
cuando se realiza, tiene siempre un aspecto materialmente bueno o malo, aspecto
que no se pierde cuando ese acto, a causa de otras posibles finalidades, haya de
ser considerado como moralmente ambivalente en el plano objetivo.
Según
la intención subjetiva que el hombre tenga al realizar el acto, éste
puede llamarse formalmente bueno o malo también en el plano objetivo y
no sólo en el subjetivo, aunque con ello no se excluye una finalidad material
de signo contrario en ese mismo acto. Así, p. ej., el dar muerte injustamente a
un hombre es siempre objetiva y formalmente un asesinato, pero el dar muerte en
legítima defensa tiene una finalidad moral ambivalente, una finalidad que
justifica moralmente el acto y otra finalidad materialmente mala, la cual no es
pretendida formalmente, pero sí lo es objetivamente. Por consiguiente, el que
el asesinato siempre sea formalmente malo se debe, no al acto objetivo y externo
de la occisión, sino a la actitud interna, la cual siempre es necesariamente
mala, por ser injusta en el caso presupuesto.
De
estos actos hay que distinguir los materialmente indiferentes, los cuales
son concretamente buenos o malos en el terreno objetivo (y no sólo en el
subjetivo) según el fin a que sirven en virtud de la intención fáctica del
que obra.
III.
Toma de posición frente a la perfección transcendental: una toma de posición
frente a la esperanza
1.
Para que un acto sea moral debe ser comprendido como bueno o malo para mí. La
aprehensión de la congruencia o incongruencia de un acto, de lo recto y
verdadero en sí, no implica todavía el conocimiento del sentido
correspondiente, así como del valor y del carácter obligatorio que de ahí se
desprenden. Para que este conocimiento tenga efecto hay que añadirle la visión
de que el acto considerado como bueno o malo redunda en salvación o pérdida de
quien obra o de otros, y la de que, en consecuencia, quien actúa debe rendir
cuentas ante sí mismo o ante otros, o sea,
es necesario comprender el concreto carácter obligatorio del acto y la
consecuente responsabilidad del que obra. En efecto, una actuación responsable
no significa otra cosa que una acción conscientemente dotada de sentido. Pero
el hombre sólo puede obrar conscientemente con sentido cuando se pone a sí
mismo en relación con un fin reconocido, el cual tenga su sentido en sí mismo
y con ello constituya su propia meta. Pero el referirse conscientemente a un fin
todavía no es sin más una actuación responsable, pues cabe la posibilidad de
que el hombre se refiera a una meta establecida arbitrariamente. Ahora bien, el
ordenarse conscientemente a un fin arbitrariamente escogido no sólo carece de
sentido, sino que, además, a causa de la elección conscientemente arbitraria,
constituye un auténtico sinsentido y contrasentido, ya que la conciencia
siempre está intencionalmente orientada hacia el ser en sí. Por tanto, para
que la ordenación consciente a un fin tenga sentido, ese fin ha de presentarse
al que actúa como digno de ser apetecido en sí mismo, o sea, la meta debe
tener su sentido en sí misma y la ordenación a ella debe ser conveniente para
el que actúa, pues la subjetividad busca siempre con necesidad transcendental
la autorrealización y, sólo realizándose a sí misma, puede ella seguir
siendo subjetividad.
Si
el hombre sólo puede contraer vínculos absolutos con relación a las personas,
se deduce como consecuencia que él únicamente puede tener responsabilidad con
relación al orden categorial de las cosas en la medida en que éstas, salvada
su propia ley física que el hombre es incapaz de suprimir, por una acción
personal son puestas a servicio de la subjetividad y de la intersubjetividad.
Efectivamente, en sí misma, la realidad categorial no tiene más sentido que el
de servir de medio para la autorrealización del hombre, puesto que ella no
puede ordenarse a sí misma a una finalidad, sino que debe ser ordenada por el
hombre a su autorrealización, pues de lo contrario carecería de sentido
(--> creación). Si el hombre, a causa de la capacidad de pecar, nacida de su
limitación, la ordena a finalidades arbitrarias, dicha realidad carece de
sentido en cuanto no es orientada hacia una meta conveniente, mas no por eso es
absurda, ya que ella conserva su propio sentido, a saber, el de servir de medio
para la autorrealización del hombre. El hombre tiene una responsabilidad
inmediata con relación a la
subjetividad percibida conscientemente, pues ésta lleva su sentido en si misma.
Para ello el hombre debe haber comprendido concretamente el sentido o el
contrasentido del acto en sí, o sea, se debe haber dado cuenta de las personas
implicadas, y, entonces, según la medida de esa comprensión tendrá conciencia
del carácter obligatorio del acto.
Esto
se desprende de que la subjetividad tiende siempre con necesidad transcendental
a su propia realización. Por definición, la realización subjetiva es siempre
autorrealización. Y, en consonancia con eso, 1a propia realización consciente
se lleva a cabo con responsabilidad ante sí mismo. De ahí que incluso el amor
desinteresado del hombre sólo sea posible bajo el presupuesto de que ese amor
tenga sentido para él y le lleve a su propio perfeccionamiento. O, por aducir
otro ejemplo, el hombre sólo puede suicidarse guiado por la intención de
alcanzar una plenitud de sí mismo adecuada a las circunstancias.
Esto
se desprende también de que la subjetividad, la cual está en relación con
otras subjetividades, sólo puede realizarse a sí misma respetando la
subjetividad de los otros. Pues Dios sería infiel a sí mismo si aniquilase la
criatura espiritual una vez que la ha creado. Pero aquella subjetividad que
sólo puede realizarse en dependencia de otro haría imposible su
autorrealización en la medida en que no se realizara en conformidad con su
dependencia. La subjetividad obra irresponsablemente en la medida en que niega
su dependencia. Dicho de otro modo: la responsabilidad humana sólo es posible
en cuanto el hombre comprende conscientemente su subjetividad en su dependencia
objetiva e intersubjetiva. En efecto, el hombre depende tanto de la realidad
categorial como de las personas. 0.1 necesita la realidad categorial, o sea, su
corporalidad y el mundo de las cosas, como un medio para la propia realización.
Y de las personas, en cambio, tiene necesidad como compañeras en el camino de
la propia realización, hasta tal punto que él sólo puede actualizarse como
persona en cuanto adopta una postura para con la personalidad ya actualizada, es
decir, el hombre sólo puede amar, afirmarse personalmente a sí mismo y afirmar
a otros en cuanto él ha sido amado. Según esto, la posibilidad de la
afirmación moral de otros presupone un conocimiento suficiente de que la
ordenación a los demás, de que la
aceptación de la dependencia con relación a ellos contribuye, no a la
destrucción, sino a la realización de sí mismo. Así, hombres que -por no
haber experimentado suficientemente el amor personal- no han podido desarrollar
lazos personales, tampoco son responsables de crímenes contra otros, incluso en
el caso de que en forma puramente racional comprenden con claridad que obrar
así está prohibdo; y no lo son porque desconocen el valor negado en su
acción. Una parte del fenómeno de la criminalidad en el mundo del confort, la
cual muchas veces resulta tan incomprensible, sin duda debe explicarse por la
falta de lazos personales y por la consecuente irresponsabilidad.
El
hecho de que nosotros sólo podemos comprender el valor del amor por la
experiencia del mismo amor se funda a la postre en que toda nuestra
potencialidad debe ser actualizada siempre en virtud de una actualidad - por lo
menos del mismo orden - y, en último término, en virtud del acto divino,
primera raíz donde se basa la posibilidad de nuestra propia realización. Por
eso, nuestra actividad productiva consiste en una toma de posición frente a las
posibilidades que se nos ofrecen y no en un comportamiento auténticamente
creador. En último término, lo único que nosotros podemos hacer es adoptar
una postura personal con relación a las posibilidades que nos vienen de fuera
y, así, actualizar nuestra personalidad mediante una singular toma de posición
ante las posibilidades incesantemente renovadas. Por esto el hombre desde su
raíz es un ser individual y social y, de esa manera, una criatura. P-1 sólo
puede decir «yo» en la medida en que puede decir «tú» y, en último
término, «mi Dios». únicamente así está en condiciones de realizar su
originalidad en forma singular dentro de la historia (-> sociedad; ->
historia e historicidad).
Por
consiguiente, según lo dicho, autorrealizaci6n es siempre un dar sentido a la
acción propia y a la vida propia en dependencia de otras cosas y de otros. Pero
esa dependencia solamente adquiere rango moral cuando y en la medida en que una
determinada forma de comportamiento es adecuadamente conocida como el sentido de
una acción actual o de la vida en general y, en consecuencia, es reconocida
como obligatoria. Éste es el caso cuando tanto las personas y
sus tomas de posición frente a otras como la realidad categorial son referidas
a personas.
Puesto
que nosotros sólo aprehendemos nuestra subjetividad por mediación del campo
objetivo de la intersubjetividad y lo objetivo únicamente llega al sujeto bajo
los límites del espacio y del tiempo, solamente captamos nuestra propia
subjetividad y nuestra dependencia intersubjetiva en cuanto nos desprendemos del
pasado, del presente y del futuro objetivos, y al mismo tiempo referimos la
subjetividad a la objetividad sometida a mutación. Ahora bien, puesto que todo
obrar moral es una actuación subjetiva, la acción ética sólo se realiza en
la medida en que el sujeto operante, a base de su operación objetiva, adopta
una postura frente a la subjetividad; frente a una subjetividad que, por una
parte, en virtud de su misma naturaleza - precisamente por ser subjetividad -
está substraída al manejo del hombre y, por otra parte, maneja la realidad
objetiva. De ahí se deduce que todo a.m. reviste un aspecto singular, pues cada
situación objetiva frente a la cual el hombre debe tomar una posición moral,
dada su dependencia de las personas que actúan en ella, tiene un carácter
irrepetible, y, además, todo sujeto operante ha de actuar en armonía con su
singularidad subjetiva.
Esto
significa simplemente que el hombre sólo puede rendir cuentas de su actuación
en cuanto su toma de posición subjetiva, mediada por la realidad objetiva,
está referida a la subjetividad. De donde se deduce que el hombre sólo puede
tener responsabilidad en el grado en que ha comprendido la finalidad de la
subjetividad propia y de la ajena y al mismo tiempo la relación del obrar
propio con esta finalidad.
Para
que esa comprensión y ese enfoque de la finalidad sean posibles, el futuro que
viene hacia el hombre ha de presentarse lleno de sentido bajo una determinada
forma y bajo una determinada respuesta. Mas este futuro que viene hacia el
hombre únicamente puede presentársele lleno de sentido si alguien que tenga su
sentido en sí mismo, en último término Dios, ha dotado también de sentido al
futuro. Y esa mirada luminosa a un futuro lleno de sentido y, en último
término, al mismo Dios, no es otra cosa que la virtud teologal de la ->
esperanza. Ella constituye el presupuesto para un amor libre, abnegado, y, por
esto, virtuoso, ya que el hombre solamente
puede entregarse en la medida en que ha tomado posesión de sí mismo y se ha
afirmado a sí mismo.
Si
el hombre niega el futuro tal como éste llega hacia él y pretende darle un
sentido arbitrario, obra irresponsablemente, es decir, obra, no en conformidad
con el sentido de la subjetividad y de la intersubjetividad, el cual se revela
en el conocimiento y exige reconocimiento, sino a tenor del propio arbitrio y,
por tanto, absurdamente.
2.
En cuanto aquí se trata de responsabilidad ante uno mismo, hablamos de autonomía
y, en cuanto se trata de responsabilidad ante otros, hablamos de heteronomía.
Puesto que el hombre es al mismo tiempo responsable ante sí mismo y
responsable ante otros, él es a la vez autónomo y heterónomo, si bien desde
diversos puntos de vista.
El
hombre es autónomo en cuanto debe rendirse cuentas a sí mismo, en
cuanto su acción subjetiva está en consonancia con el fin conocido de su
subjetividad. El fundamento de esta conciencia de responsabilidad ante sí mismo
está, por un lado, en que el hombre, mediante su toma de posición personal, de
tal modo configura consciente y libremente las tendencias que laten en él y
buscan su satisfacción, que éstas, aun conservando necesariamente su
constitución, ya no se hallan determinadas por una red de causas independientes
del sujeto humano, sino que se convierten en expresión y realización de su
autointeligencia y autonomía. Y, por otro lado, la conciencia de
responsabilidad ante sí mismo se funda en que el hombre siempre decide en su
acción moral apoyándose en un pasado previamente existente, así como en sus
propios lazos con el presente, y proyectándose desde allí hacia el propio
futuro que le viene de fuera, hacia un futuro lleno de importancia para su
salvación. Puesto que de esa manera el hombre es la causa y el fin de su propio
obrar, él es responsable frente a sí mismo.
El
hombre es heterónomo en cuanto debe rendir cuentas ante el prójimo y
ante Dios, en cuanto su acción subjetiva está conforme con la subjetividad de
éstos. En tanto el hombre refiere a otros el fruto de su acción, orienta
-dentro del margen de sus responsabilidades morales- lo entrañado en sus actos
al bienestar y al desarrollo personal de las personas implicadas y, con ello, a
la propia salvación, que él sólo puede
esperar en armoniosa conformidad con los demás. El hombre es, pues, heterónomo
por su dependencia de otras personas y cosas, dependencia que, en interés de la
realización de sí mismo, exige que se tenga en cuenta la ley propia de
aquellas personas y cosas de las cuales él depende.
El
hecho de que el obrar moral tiene que realizarse siempre bajo condiciones
históricamente irrepetibles implica la necesidad de capacitar para las
decisiones morales por el dictamen de la --> conciencia, el cual queda
legitimado por el amor del sujeto a la verdad en sí y por la consecuente
ordenación de su juicio a lo verdadero en sí, pues en el juicio de la
conciencia el acto es juzgado subjetivamente según el conocimiento de lo
verdadero en sí, o sea, es enjuiciado para uno mismo y en forma singular o
irrepetible. Así, en la misma medida del amor a la verdad, se da una
ordenación del conocimiento a lo verdadero en sí y, con ello, una necesaria
ordenación a una autorrealización llena de sentido. Ciertamente, esto no
excluye el error objetivo ni lo exime de sus efectos objetivamente malos, pero
así se convierte en expresión - aunque inadecuada - de una postura
personalmente buena, de una actitud amorosa, de una autorrealización verdadera
y dotada de sentido. La posibilidad de error es ineludible. Mas no por eso se
pierde la dignidad de la conciencia (Vaticano zi, Constitución pastoral, n.
16), ya que permanece su ordenación a lo verdadero, a lo bueno en sí, a lo que
tiene sentido en sí mismo.
Pero
si el error de conciencia tiene su raíz en una ordenación culpablemente
deficiente a la verdad y, con ello, en un amor culpablemente deficiente del
sujeto a la verdad, se da también una ordenación irresponsable a una
autorrealización inadecuada, pues el hombre, a causa de un amor desordenado, no
actualiza aquel amor a la verdad que él conoce como obligatorio. El error es
querido en su causa.
En
cuanto el hombre, en virtud de su ordenación necesaria a la verdad, se inclina
conscientemente hacia ella, queda ordenado a lo verdadero en sí y, en
consecuencia, él concibe como sentido de su existencia la tarea de adecuar sus
propias acciones y toda su vida a las exigencias del futuro, y concretamente,
por una toma responsable de posición frente a lo que conoce como obligatorio
para la autorrealización en dependencia de
otras personas y cosas.
Según
esto, en el plano objetivo hay una acción calificadamente moral y
responsable cuando por la acción propia se toma posición de una manera
subjetivamente definitiva, y se di una acción simplemente moral y
responsable cuando se toma posición de una manera subjetivamente transitoria.
En el primer caso, objetivamente se trata de una acción justificante, o de
un pecado grave, o de una acción que modifica esencialmente la propia
constitución subjetiva o la relación intersubjetiva (-> justificación,
-> pecado, -> conversión). En el segundo caso se trata de una acción que
sólo modifica parcialmente las relaciones subjetivas o intersubjetivas,
es decir, no las modifica en su núcleo decisivo, sino solamente bajo un
determinado aspecto.
En
el plano subjetivo se da una acción moral calificada o una acción simplemente
moral según que el operante realice o modifique, o bien un esbozo fundamental,
o bien un esbozo particular de su propia subjetividad y, en consecuencia, de la
misma intersubjetividad. Estamos ante el caso de un esbozo fundamental cuando
el hombre decide sobre su último fin subjetivo y sobre sus implicaciones en el
ámbito de la dependencia intersubjetiva. Consecuentemente, una acción moral
calificada sólo es posible para quien ha comprendido tan ampliamente la
subjetividad o la intersubjetividad y sus fines, que se halla en condiciones de
tomar una posición definitiva en ese campo. Lo cual, naturalmente, no excluye
que desde el punto de vista objetivo sean posibles futuras conversiones en
sentido positivo o negativo. Estamos ante un esbozo particular cuando el
operante decide sobre un acto particular en relación con un esbozo fundamental
previamente dado, o bien cuando, hallándose la relación decisiva a la propia
subjetividad o a la intersubjetividad bajo el dominio de las tendencias, en tal
medida se ha llegado a aprehender algunos aspectos de la subjetividad y de la
intersubjetividad, que es posible una postura responsable para con éstas.
IV.
Toma de posición frente a la perfección transcendental: toma de posición
frente al amor
1.
El a.m., por el cual el hombre se oriente de cara a la salvación, también pone
a éste en relación con la perfección o plenitud de la realidad. Para que el
hombre pueda realizarse en armonía con dicha perfección, el a.m. debe ser libre.
Pues sólo por una libre toma de posición es posible romper las redes de
las diversas tendencias, las cuales existen en nosotros desde el principio y
buscan su satisfacción inmediata sin tener en cuenta el perfeccionamiento de la
persona. En virtud de nuestra razón podemos liberarnos de la fascinación
ejercida por estas tendencias particulares y, en consecuencia, de su impulso
hacia una satisfacción inmediata. Y logramos eso impidiendo primero la acción
de dichas tendencias y decidiendo luego por motivos conscientes. La raíz de
esta -> libertad nuestra está, pues, en la razón. A través de ella tenemos
la posibilidad de ordenar las tendencias particulares a las necesidades de la
subjetividad y de la intersubjetividad, en la medida en que éstas nos son
conocidas, y la de ponerlas así a servicio del amor o del pecado.
Como
facultad puesta a servicio del amor y, con ello, de la perfección, la libertad
moral es una magnitud totalmente dinámica y jamás es un estado alcanzado. En
cuanto, de esa manera, la libertad ordena la autonomía a la heteronomia, ella
no conoce límites, sino que, más bien, rompe los muros limitativos de nuestra
dependencia de la necesidad interna y de la coacción externa, para dar acceso a
una existencia cada vez más humana, según la medida de la realización de la
libertad. Pues en este caso el hombre busca una autorrealizaci6n cada vez más
intensa, no a base de la mera identidad consigo mismo, sino a través de la
conformidad con la dependencia intersubjetiva y objetiva, y, por tanto, a
través de la conformidad con la plenitud de la realidad.
En
cambio, en el caso del -> pecado el hombre no se acepta como aquel que
verdaderamente es y, en consecuencia, da un «no» a su realidad plena, ya que
él busca su perfección solamente en la identidad consigo mismo y de esa manera
no puede encontrarla, de modo que así emprende el intento, necesariamente
condenado al fracaso, de transformar su contingencia en algo absoluto. La
posibilidad de un pecado que arrogantemente se atribuye a sí mismo un carácter
absoluto presupone un conocimiento suficiente de que el hombre merece afirmarse
por sí mismo, de que la dignidad de la persona es inviolable, de que ésta
tiene derecho al respeto y a una promoción amorosa, y de que, consecuentemente,
no podemos decidir arbitrariamente sobre su destino. Según esto, en el plano
moral somos plenamente responsables en la medida en que conocemos formalmente
los inalienables derechos del -> hombre.
Con
ello la libertad moral no pone ningún límite externo a la libertad
psicológica, sino que excluye solamente el abuso de ésta, en cuanto hace valer
las estructuras de la libertad transcendental y posibilita así su desarrollo
dinámico. Esa libertad transcendental tiene su finalidad en sí misma, pues
constituye el presupuesto transcendental para la consumación del amor.
2.
El hombre pone sus tendencias particulares a servicio del amor en cuanto, según
la medida de su conocimiento, las ordena al perfeccionamiento de la propia
subjetividad mediante una ordenación simultánea de esta subjetividad a la
afirmación y promoción de las relaciones intersubjetivas previamente
encontradas; pero eso dentro del marco de los justos intereses subjetivos, es
decir, en la medida en que el fomento de los intereses subjetivos es conciliable
con las exigencias intersubjetivas.
Según
esto las virtudes particulares son virtuosas en el grado en que ordenan a la
caridad determinados modos de comportamiento personal. Así la obediencia es
virtuosa en cuanto, en armonía con el amor, subordina la voluntad propia a otro
que tiene autoridad sobre el que obedece. En este sentido, la caridad puede ser
llamada forma de todas las virtudes. Los pecados, por el contrario, son
pecaminosos siempre en la medida en que van contra la caridad (distinción entre
virtudes teologales, virtudes cardinales y otras virtudes: -> virtud; G.
GILLEMAN, Le Primat de la Charité en Théologie Morale, Bru, 21954).
El
--> bien en sí, al cual el hombre está ordenado por el amor a la verdad, es
inagotable, ya que las posibilidades objetivas de perfeccionamiento del hombre
son ilimitadas, a causa de su ordenación al -> ser en sí. Pero las
posibilidades concretas de perfeccionamiento y, con ello, de decisión ética
son limitadas debido a la finitud del hombre. Por eso, una actuación
responsable ha de atenerse siempre a estas posibilidades concretas, si bien
conservando a la vez la aspiración a las posibilidades absolutas por el amor á
lo verdadero, a lo bueno y a lo valioso en sí. De esa manera, por la acción
moral el hombre alcanza posibilidades siempre nuevas e insospechadas de
perfección, la cual, en último término, viene hacia e'1 como don de Dios.
V.
Resumen
Por
el a.m. se abre para el hombre la posibilidad de la propia perfección personal
mediante una orientación de cara al prójimo y de cara a Dios, conseguida en
cuanto él pone sus obras externas en una relación objetiva y consciente,
positiva o negativa, con el perfeccionamiento subjetivo e intersubjetivo de las
personas implicadas en dicho acto (y hemos de notar a este respecto que el
hombre, por su conversión amorosa a Dios, sólo extrínsecamente es capaz de
aumentar la perfección divina, mientras que él logra precisamente así su
máxima plenitud: --> gloria de Dios).
Consecuentemente,
el a.m. siempre es egocéntrico y heterocéntrico a la vez. Es formalmente bueno
en la medida en que, a base de un libre amor extrovertido a las personas con las
que él se relaciona, va más allá de la transcendentalmente necesaria
autoafirmaci6n. Y es formalmente malo siempre que la necesaria autoafirmación,
vinculada por esencia a un transcenderse libremente, recibe un valor absoluto,
de modo que el hombre mismo, el prójimo y Dios sólo son afirmados en tanto se
hallan a servicio de la propia perfección arbitraria (arbitraria por
contradecir a la realidad).
Bajo
el aspecto de esta estructura formal el a.m. es inmanentemente infalible cuando
él manda, permite y prohíbe, pues a causa de dicha estructura toma posición
en forma necesaria, consciente, responsable y libre frente al mundo de la
conciencia, de las exigencias personales y de la perfección. El acto
transcendente causado por esta toma de posición moral recibe su cualidad
formalmente moral de la intención del agente. Esta intención puede contradecir
a la cualidad objetiva y material del acto; lo cual se debe a la posibilidad que
el hombre tiene de equivocarse en el enjuiciamiento de la ley propia de la
realidad categorial y de servirse libremente de ella en forma absurda,
posibilidad radicada en que él es finito y contingente. El a.m.
por su relación transcendental está abierto a la información por la ->
gracia.
VI.
La teología del acto moral
Desde
un punto de vista teológico, para determinar la moralidad de un acto hay
que partir de si, y en qué manera, él dice relación a la unión con Dios por
la gracia, a la visión beatífica, a la que todos los hombres están llamados
en virtud de la universal voluntad salvífica de Dios. Esto significa que los
actos deben llamarse morales en cuanto tienen importancia salvífica.
De
acuerdo con esto, los actos conscientes, responsables
y libres que no están informados por la
gracia, teológicamente hablando, sólo en
un sentido indirecto merecen llamarse morales,
a saber, en el sentido de que constituyen una disposición indirecta o negativa a
la gracia y, consecuentemente, a la --> salvación. Ciertamente, a la
cuestión de si existen esos actos morales meramente naturales, la
mayoría de los teólogos le dan una respuesta afirmativa, por creer que así lo
exige la recta elaboración de la
distinción entre el orden natural y el
sobrenatural y, especialmente, entre la fe en sentido amplio (fides late dicta)
y
el inicio de la fe (initium fidei); pero,
no obstante, la pregunta no está definitivamente resuelta, pues la tesis según
la cual hay actos morales que carecen de
importancia para la salvación resulta problemática desde el punto de vista de
una --> antropología teológica.
Para
la delimitación teológica del a.m. partimos aquí de que el grado de
información de un acto por la gracia suficiente determina el grado de su
moralidad positiva, y de que su relación a las virtudes sobrenaturales de la
fe, la esperanza y la caridad determina su estructura interna. Según esto, es
un acto simplemente moral aquel que posibilita bajo aspectos particulares, o
bien la disposición positiva a la justificación, o bien la modificación del
estado salvífico del justificado. Y se da un a.m. calificado cuando él
posibilita la justificación o tiene la capacidad de modificar esencialmente la
situación salvífica del justificado.
La
conciencia necesaria para el a.m. empieza con la posibilidad del inicio de la fe
y llega a la madurez necesaria para un a.m. calificado cuando es posible la f
e requerida para la justificación. La necesaria conciencia de
responsabilidad moral existe en la medida en que la salvación es esperada como
don gratuito de Dios y la aceptación de su voluntad salvífica es reconocida
como absolutamente obligatoria, y, consecuentemente, en la medida en que el
hombre es capaz de esperanza. Finalmente, la libertad moral necesaria
existe en el grado en que el hombre es capaz de amor sobrenatural.
Aquí
hay que tener en cuenta, naturalmente, cómo no es incondicionalmente necesario
que esta ordenación al fin sobrenatural se haya hecho consciente, pues puede
darse en forma meramente implícita e irreflexiva y, sin embargo, real (-->
ateísmo).
El
a.m. se realiza por una toma de posición frente al orden de la creación en su
acuñación cristológica o historicosalvífica y, por tanto, está estructurado
eclesiológicamente (autoridad de la --> Iglesia: E. MERSCH, Morale et
Corps Mystique, Bru 41955. Consecuentemente, la capacidad natural de acción
ética que el hombre tiene es conducida por el a.m. a su consumación en un
orden sobrenatural y cristológico. Y, a la vez, él presupone e implica dicha
capacidad natural.
En
el acto moralmente bueno, proseguimos en el plano teológico, siempre se
trata, por tanto, de una racional obediencia creyente, la cual tiene conciencia
de la obligación radical frente al Dios que se nos comunica por la gracia y se
nos acerca por la encarnación. Esa obediencia en y a través de la respuesta
amorosa a Dios, dada en un clima de fraternidad con relación a los demás
hombres, puede esperar la salvación. En el acto moralmente malo, por el
contrario, siempre se trata de tina forma de incredulidad, la cual se rebela
arbitraria y soberbiamente contra la voluntad salvífica de Dios y, con ello,
por apartarse de los otros y, a través de este alejamiento, cae en una
situación de perdición.
Waldemar
Molinski
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