La Escritura no
elabora teorías ni argumenta como la teología; sino que nos muestra la esperanza
actuando en las relaciones entre el hombre y Dios. Para descubrir la naturaleza
y los movimientos de esta esperanza nos basaremos en tres documentos: la
historia de Abraham, que nos cuenta el nacimiento de la esperanza teologal y nos
proporciona su primer modelo; el texto de las bienaventuranzas, que nos muestra
su culminación proponiéndonos la respuesta de Cristo a la cuestión de la
felicidad; y, por último, el Evangelio, que nos describe las etapas del misterio
de Jesús, objeto de nuestra esperanza.
La formación de la esperanza de Abraham
La esperanza de
Abraham conoció tres etapas: su formación, su prueba y su cumplimiento. Todo
comienza con la promesa de Dios y la obediencia de
Abraham: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de
tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te
bendeciré. Engrandeceré tu nombre» (Gn 12, 1-2). La promesa se concreta a
continuación mediante el anuncio de que Abraham tendrá de su mujer, Sara, un
hijo, un heredero directo. Abraham creyó esta Palabra y Dios «se lo contó como
justicia» (15, 6).
La promesa corresponde a la esperanza natural del Patriarca: tener un hijo, un
heredero que garantice su descendencia. Reaviva en él este deseo y, al mismo
tiempo, lo amplía y le da un alcance inesperado, fuera de toda medida: se
convertirá en el padre de un gran pueblo, tendrá una posteridad tan numerosa
como las estrellas del cielo. Mas la promesa, que se reviste así de un halo de
infinito, choca contra un obstáculo humanamente insuperable: la esterilidad de
Sara y lo avanzado de la edad de ambos. Sin embargo, Abraham se atrevió a creer
en la Palabra de Dios, en contra de sus consideraciones de hombre y ensanchó su
esperanza a la medida de las consideraciones de Dios. El hijo que va a nacer
será verdaderamente el hijo de la promesa divina y de la fe de Abraham.
La fe de Abraham transforma su esperanza introduciendo en ella un elemento
nuevo, que va a jugar un papel principal: ya no es sólo una esperanza de hombre,
sino que se convierte en una esperanza en Dios, en el poder de Dios como origen
de toda 'iría y paternidad. En adelante la esperanza de Abraham se proyectará
hacia un doble objeto: hacia su hijo, con su descendencia, y hacia Dios mismo,
hacia su ayuda benevolente, hacia su gracia. Aparentemente se sigue tratando de
una esperanza bien humana que se realiza mediante la generación: aunque,
interiormente, se convierte en una esperanza divina, que nosotros podemos llamar
teologal. La misma herencia será cambiada: además de sus bienes y sus derechos,
Abraham legará a su hijo el futuro de la promesa ligada a su fe. Por eso Abraham
será llamado el «padre de la fe».
El nacimiento de Isaac fue la confirmación de la fe confiada de Abraham. Ahora,
con la garantía de Dios, podía, al parecer, gozar en paz del hijo que había
recibido y sobre el que reposaba la bendición.
La prueba de la esperanza
Sin embargo, he aquí que el camino de Abraham, trazado por Dios, se bifurca
bruscamente y del modo más inesperado. «Después de estas cosas sucedió que Dios
tentó a Abraham y le dijo: "¡Abraham, Abraham!... Toma a tu hijo, a tu único, al
que amas, a Isaac, vete al país de Mona y ofrécele allí en holocausto en uno de
los montes, el que yo te diga"» (Gn 22, 1-2).
La respuesta de Abraham es extraordinaria: sin decir palabra, sin plantear
ninguna pregunta y guardando sólo para él la orden de Dios, prepara su asno,
toma con él a su hijo y a dos siervos, prepara la leña para el holocausto y se
pone en camino. Se nota claramente que una gracia secreta le guía y le sostiene.
Con todo, si se nos permite rebuscar lo que pasaba en el alma de Abraham
–necesitamos hacerlo para comprenderle y seguirle en la fe–, debía sentirse
cogido, como por unas tenazas, entre dos proposiciones de Dios que se
contradecían: de un lado, la promesa realizada en Isaac como en su primer
germen, y, del otro, la orden, tan cruel en apariencia, tan opuesta incluso a la
ley divina, de ofrecerlo en holocausto. ¿Qué es, pues, lo que quería Dios?
Todas las explicaciones humanas se muestran aquí insuficientes. Es preciso
hacerse pequeño del todo ante una cuestión semejante, pues únicamente la fe
puede discernir la respuesta más allá de las pobres palabras y de las débiles
ideas de que disponemos. Dios quería purificar, como a través del fuego, el
corazón de Abraham, arrancándole de raíz lo que tenía de excesivamente humano,
de posesivo, en su afecto por Isaac, a fin de abrirle a un amor nuevo, el amor
de Dios como el Único y como la fuente primera de todo amor verdadero. Dios
quería saber si Abraham le amaría por encima de todo, más que sus beneficios,
más que al hijo de la misma promesa, a fin de elevarle hasta
El mediante una especie de salto en la fe y
la esperanza, mediante un impulso apasionado y absoluto que lo asociaría a su
propio Amor. Iluminado por su fe, Abraham comprendió muy bien lo que Dios quería
de él, pues, como dice la carta a los Hebreos: «Pensaba que poderoso era Dios
aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera
también figura» (11, 19). Efectiv3.ente, según el sentido alegórico, los
primeros cristianos y, a continuación, la liturgia vieron en el sacrificio de
Isaac la figura del sacrificio de Cristo. No se basaban, para establecer este
vínculo, en una analogía exterior, sino en la continuidad de la acción de Dios
por medio de la fe. Percibían en la prueba de Abraham la primera revelación del
amor de Dios manifestado en su Hijo, que proseguirá en el Evangelio y después en
la experiencia de cada creyente a través de una prueba similar. La prueba de la
esperanza es aquí la condición de su fecundidad por medio del don del amor.
La culminación de la esperanza de Abraham
Cuando Abraham ancló su esperanza en Dios por la fuerza de un amor sin reservas,
el ángel que le guiaba, viendo que «temía a Dios», detuvo su brazo y le devolvió
a Isaac renovando solemnemente la promesa: «Por haber hecho esto, por no haberme
negado a tu hijo, a tu único, te colmaré de bendiciones». Al leer estas palabras
tiene uno la impresión de que Dios está emocionado, conmovido por el gesto de
Abraham. Como un amigo reconoce a su amigo en una mirada que va al corazón, Dios
se ha reconocido en Abraham, y esto era una pura gracia. Ahora podía colmar la
esperanza de Abraham con los frutos futuros de la promesa.
Dado que el corazón de Abraham está ahora fijado en Dios, la esperanza nacida de
su fe podrá asumir la esperanza humana que le hacía desear un hijo. Esa
esperanza proseguirá en el pueblo que va a nacer de Isaac y tomará cuerpo en la
esperanza de su implantación en la Tierra prometida, que Abraham sólo había
recorrido. Esa misma esperanza tan concreta determinará la historia del pueblo
judío en el Antiguo Testamento y hasta nuestros días.
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