sábado, 7 de septiembre de 2013

La esperanza de Abraham

La Escritura no elabora teorías ni argumenta como la teología; sino que nos muestra la esperanza actuando en las relaciones entre el hombre y Dios. Para descubrir la naturaleza y los movimientos de esta esperanza nos basaremos en tres documentos: la historia de Abraham, que nos cuenta el nacimiento de la esperanza teologal y nos proporciona su primer modelo; el texto de las bienaventuranzas, que nos muestra su culminación proponiéndonos la respuesta de Cristo a la cuestión de la felicidad; y, por último, el Evangelio, que nos describe las etapas del misterio de Jesús, objeto de nuestra esperanza.
La formación de la esperanza de Abraham

La esperanza de Abraham conoció tres etapas: su formación, su prueba y su cumplimiento. Todo comienza con la promesa de Dios y la obediencia de Abraham: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre» (Gn 12, 1-2). La promesa se concreta a continuación mediante el anuncio de que Abraham tendrá de su mujer, Sara, un hijo, un heredero directo. Abraham creyó esta Palabra y Dios «se lo contó como justicia» (15, 6).
La promesa corresponde a la esperanza natural del Patriarca: tener un hijo, un heredero que garantice su descendencia. Reaviva en él este deseo y, al mismo tiempo, lo amplía y le da un alcance inesperado, fuera de toda medida: se convertirá en el padre de un gran pueblo, tendrá una posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo. Mas la promesa, que se reviste así de un halo de infinito, choca contra un obstáculo humanamente insuperable: la esterilidad de Sara y lo avanzado de la edad de ambos. Sin embargo, Abraham se atrevió a creer en la Palabra de Dios, en contra de sus consideraciones de hombre y ensanchó su esperanza a la medida de las consideraciones de Dios. El hijo que va a nacer será verdaderamente el hijo de la promesa divina y de la fe de Abraham.
La fe de Abraham transforma su esperanza introduciendo en ella un elemento nuevo, que va a jugar un papel principal: ya no es sólo una esperanza de hombre, sino que se convierte en una esperanza en Dios, en el poder de Dios como origen de toda 'iría y paternidad. En adelante la esperanza de Abraham se proyectará hacia un doble objeto: hacia su hijo, con su descendencia, y hacia Dios mismo, hacia su ayuda benevolente, hacia su gracia. Aparentemente se sigue tratando de una esperanza bien humana que se realiza mediante la generación: aunque, interiormente, se convierte en una esperanza divina, que nosotros podemos llamar teologal. La misma herencia será cambiada: además de sus bienes y sus derechos, Abraham legará a su hijo el futuro de la promesa ligada a su fe. Por eso Abraham será llamado el «padre de la fe».
El nacimiento de Isaac fue la confirmación de la fe confiada de Abraham. Ahora, con la garantía de Dios, podía, al parecer, gozar en paz del hijo que había recibido y sobre el que reposaba la bendición.
La prueba de la esperanza
Sin embargo, he aquí que el camino de Abraham, trazado por Dios, se bifurca bruscamente y del modo más inesperado. «Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abraham y le dijo: "¡Abraham, Abraham!... Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Mona y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga"» (Gn 22, 1-2).
La respuesta de Abraham es extraordinaria: sin decir palabra, sin plantear ninguna pregunta y guardando sólo para él la orden de Dios, prepara su asno, toma con él a su hijo y a dos siervos, prepara la leña para el holocausto y se pone en camino. Se nota claramente que una gracia secreta le guía y le sostiene.
Con todo, si se nos permite rebuscar lo que pasaba en el alma de Abraham –necesitamos hacerlo para comprenderle y seguirle en la fe–, debía sentirse cogido, como por unas tenazas, entre dos proposiciones de Dios que se contradecían: de un lado, la promesa realizada en Isaac como en su primer germen, y, del otro, la orden, tan cruel en apariencia, tan opuesta incluso a la ley divina, de ofrecerlo en holocausto. ¿Qué es, pues, lo que quería Dios?
Todas las explicaciones humanas se muestran aquí insuficientes. Es preciso hacerse pequeño del todo ante una cuestión semejante, pues únicamente la fe puede discernir la respuesta más allá de las pobres palabras y de las débiles ideas de que disponemos. Dios quería purificar, como a través del fuego, el corazón de Abraham, arrancándole de raíz lo que tenía de excesivamente humano, de posesivo, en su afecto por Isaac, a fin de abrirle a un amor nuevo, el amor de Dios como el Único y como la fuente primera de todo amor verdadero. Dios quería saber si Abraham le amaría por encima de todo, más que sus beneficios, más que al hijo de la misma promesa, a fin de elevarle hasta El mediante una especie de salto en la fe y la esperanza, mediante un impulso apasionado y absoluto que lo asociaría a su propio Amor. Iluminado por su fe, Abraham comprendió muy bien lo que Dios quería de él, pues, como dice la carta a los Hebreos: «Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura» (11, 19). Efectiv3.ente, según el sentido alegórico, los primeros cristianos y, a continuación, la liturgia vieron en el sacrificio de Isaac la figura del sacrificio de Cristo. No se basaban, para establecer este vínculo, en una analogía exterior, sino en la continuidad de la acción de Dios por medio de la fe. Percibían en la prueba de Abraham la primera revelación del amor de Dios manifestado en su Hijo, que proseguirá en el Evangelio y después en la experiencia de cada creyente a través de una prueba similar. La prueba de la esperanza es aquí la condición de su fecundidad por medio del don del amor.
La culminación de la esperanza de Abraham
Cuando Abraham ancló su esperanza en Dios por la fuerza de un amor sin reservas, el ángel que le guiaba, viendo que «temía a Dios», detuvo su brazo y le devolvió a Isaac renovando solemnemente la promesa: «Por haber hecho esto, por no haberme negado a tu hijo, a tu único, te colmaré de bendiciones». Al leer estas palabras tiene uno la impresión de que Dios está emocionado, conmovido por el gesto de Abraham. Como un amigo reconoce a su amigo en una mirada que va al corazón, Dios se ha reconocido en Abraham, y esto era una pura gracia. Ahora podía colmar la esperanza de Abraham con los frutos futuros de la promesa.
Dado que el corazón de Abraham está ahora fijado en Dios, la esperanza nacida de su fe podrá asumir la esperanza humana que le hacía desear un hijo. Esa esperanza proseguirá en el pueblo que va a nacer de Isaac y tomará cuerpo en la esperanza de su implantación en la Tierra prometida, que Abraham sólo había recorrido. Esa misma esperanza tan concreta determinará la historia del pueblo judío en el Antiguo Testamento y hasta nuestros días.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.