Frente al fenómeno moral surge espontáneamente una pregunta: ¿para qué vivir moralmente? En la historia se ha intentado muchas veces responder satisfactoriamente a esta pregunta, pero las respuestas que se han dado no siempre han logrado evitar alguno de los muchos riesgos que supone la misma pregunta. Algunas de estas respuestas parten de la aceptación de un dato empíricamente verificable, como por ejemplo las que ven en el placer (hedonismo) la finalidad de la vida moral, con lo que no se evita el riesgo de un error naturalista. Otras identifican la finalidad de la vida moral con la felicidad del sujeto (eudemonismo). Otros ven dicho objetivo en el bienestar social, excluyendo así de la vida moral el valor moral o identificándolo con los no morales, como ocurre con ciertas teorías utilitaristas. Otras parten de una perspectiva que cae sobre el hombre desde fuera o desde arriba y conciben la moralidad dentro de un horizonte heterónomo, Otras finalmente identifican el motivo por el que se vive y hay que vivir moralmente en la teleología inherente al hombre mismo o en el bien en cuanto tal y en sus diversas manifestaciones, También pueden considerarse como concepciones eudemonistas de la ética todas aquellas que consideran que el fin de la vida moral es la felicidad, no ya del propio sujeto moral, sino de los otros. Proponerse la felicidad de los otros significaría identificar el fin de la vida moral de un modo altruista y, por tanto, de una forma inaceptable desde el punto de vista moral. ¿Por qué tiene el sujeto moral que hacer felices a los demás? ¿Por qué tiene que asumir esa perspectiva durante toda su existencia en la tierra? ¿Por qué va a conseguir él su propia felicidad comprometiéndose por la felicidad de los otros? ¿No se alcanza a veces la felicidad de los otros mediante la renuncia a la consecución de la propia felicidad? Y cuando la felicidad de los otros sólo puede conseguirse mediante la renuncia a la propia felicidad, ¿cuál de las dos habrá que preferir?
Sobre la base de Lc 9,24 se puede decir que el que trabaja para que los otros consigan su felicidad en sentido horizontal puede quizás no conseguir el mismo tipo de felicidad, pero siempre podrá alcanzar la felicidad de tipo vertical. Pero el que concibe la felicidad sólo en sentido horizontal, ante la alternativa de hacer felices a los demás o a sí mismo, no tendrá la posibilidad de conceder sus preferencias a la felicidad de los demás, sin tener que renegar de su posición inicial. En efecto, si piensa que ante todo debe buscar su propia felicidad. y la felicidad de los otros solamente en la medida en que le permita conseguir la suya propia, se coloca dentro de ese horizonte que, como va hemos visto, resulta ser el opuesto al horizonte moral, que instrumentaliza la moralidad a los fines egoístas de la propia felicidad, Pero si se compromete a hacer que los demás consigan aquel tipo de felicidad que es posible hacer que consigan, esto significa que pone la propia moralidad por encima de su misma felicidad Y esto ya no corresponde a su posición inicial con la que afirmaba que el único fin de la vida moral era el tipo de felicidad horizontal.
En conclusión, se puede afirmar que la felicidad de los demás es un objetivo que hay que conseguir con la vida moral, pero sigue siendo un objetivo no primario, ni mucho menos único; por tanto, en cuanto tal, es compatible con el objetivo específicamente primario de la vida moral.
S. Privitera
Bibl. S. Privitera, Epistemología moral, en NDTM, 551-578; R. Le Senne, Tratado de moral general, Gredos, Madrid 1973; E, Kant, La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid
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