La teología de los girasoles |
Una
historia de amistad, de recíproca admiración, pero también de
rivalidad, entre Vincent Van Gogh y Paul Gauguin, está en el centro de
una exposición inaugurada recientemente en el Museo de Van Gogh, de Ámsterdam.
Con este motivo, reproducimos un interesante artículo de Claude-Henri
Rocquet –publicado en el diario La Croix– que desvela un desconocido
fundamental aspecto del fascinante Van Gogh, que se plasma en toda su
pintura.
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De
joven, Vincent Van Gogh no soñaba en llegar a ser pastor como su padre
y su abuelo. En Londres, después de haber trabajado en una galería de
arte –es el oficio de otra rama de su familia–, será asistente de
un pastor metodista. El momento en el que sube a la cátedra, por
primera vez, le ilumina. Allí está su verdadera vida. Pronto, las
cartas a su hermano menor, Théo, se llenan de consejos espirituales.
Será pastor. La familia le paga los estudios necesarios. Él no
destaca. No por incapacidad, sino por impaciencia. ¿Qué otra cosa es
ser pastor sino consagrar la vida completamente al anuncio del
Evangelio, no sólo con la palabra, sino con el don de sí, con el amor
del prójimo? ¿Es necesario para esto tanto saber y tantos estudios?
Se marcha, sin otro mandato que san Pablo. Lo vemos con los mineros del Borinage, cerca de la frontera francesa. Vive como el más miserable. Habría muerto allí, rápido, de penuria, si su padre no lo hubiese convencido de regresar a una vida más normal. Allí lo recuerdan como un santo.
Si cede, es también porque en él ha nacido también otra llamada, otra
vocación: aprende a dibujar con un manual. Dibuja lo que ve, la
existencia en las minas, la pobre y luminosa humanidad. Millet y
Rembrandt son sus faros, junto con Shakespeare. Con la Biblia.
Espigadoras de carbón en las descargas, aquellas mujeres curvadas bajo
los sacos, se diría que cargan la cruz.
En Arlés, cuando Vincent se hace pintor, acoge a Gauguin en la casa
amarilla, luminosa; este tiempo lo tendrá siempre presente. «Daudet,
de Goncourt, la Biblia, enardecen a este cerebro de holandés», escribe
Gauguin; y: «En medio de todo eso hay una gran ternura o, mejor dicho,
un altruismo de Evangelio».
Vincent le habla del Borinage, del minero mutilado por el grisú,
abandonado por el médico, a quien ayuda, durante días y noches: «Cuando
el herido, salvado al fin, vuelve a bajar a la mina, a trabajar de
nuevo, habrías podido ver –decía Vincent– el rostro de Jesús mártir,
que lleva sobre la frente la aureola, los signos de la corona de
espinas, cicatrices rojas sobre el amarillo térreo de la frente de un
minero». Cristo resucitado y que desciende a los infiernos. Pero
Vincent, que fue el buen Samaritano, ¿no es también el Cristo a los
ojos de su amigo? Sin saberlo, ¿no ha reclamado en Gauguin la memoria
de Cristo?
Van Gogh se había alejado de las formas y prácticas religiosas, pero
el amor de Cristo no lo dejó nunca. «La Biblia es el Cristo, porque el
Antiguo Testamento tiende hacia este vértice», escribe a Émile
Bernard. «Cristo ha afirmado, como certeza principal, la vida eterna,
el infinito del tiempo, el nada de la muerte. Él ha vivido serenamente,
de artista más grande que el resto de los artistas, desdeñando el mármol
y la arcilla y el color, trabajando en carne viviente. Este artista
extraordinario hacía de los hombres vivos, hombres inmortales. Es
importante esto, sobre todo porque es la verdad».
Si rechaza representar a Cristo –pinta y destruye un Cristo en el
huerto de los olivos– no es tanto, como dice, por falta del modelo,
sino porque debía esperar, en sí mismo, este modelo interior. No por
deseo de realidad, sino de verdad. Pero no puede renunciar a pintar el
Evangelio: copia a Delacroix y a Rembrandt.
No sustituyó su apostolado de juventud por un apostolado de la pintura,
una pintura pía. Pintar es su religión, su ascesis, el don y
sacrificio de sí. La Pasión, que es su vida, es su imitación de
Cristo. Se le ocurrió pintar temas religiosos –una Naturaleza muerta
según la Biblia, La Iglesia de A’uvers…–, pero toda su pintura
está inspirada, tocada por lo sobrenatural. Las Noches estrelladas son
éxtasis. Los Girasoles son un salmo, un cántico. Los Campos de grano
con cuervos, una crucifixión, una eucaristía.
Gauguin había estudiado teología. Su hostilidad contra la Iglesia era
violenta; pero pinta La Visión después del sermón, quizá después de
haber leído aquella carta de Van Gogh a Bernard. Pinta una Cena, una
Anunciación. Pinta El Cristo amarillo. Se pinta frente a la imagen del
Crucificado, se pinta a sí mismo en Cristo. De dónde venimos… es una
pintura metafísica. Sus ídolos de Oceanía, con Apollinaire, habrían
podido decir: «Son los Cristos inferiores de las oscuras esperanzas».
Cuando para tantos espíritus las religiones obstaculizaban el camino
espiritual, el Espíritu trazó caminos extraordinarios, a través de
los pintores, los poetas. Con Rimbaud, Gauguin y Van Gogh.
Claude-Henri Rocquet Tomado de La Croi |
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