SUMARIO: I. Liturgia como participación del misterio salvífico de Cristo: 1.
Celebración de la fe; 2. Fe confiada; 3. Fe amante; 4. Existencia cristiana como
alabanza a Dios - II. Progresiva inserción de nuestra existencia en la historia
de la salvación: 1. El pasado hecho fecundo por una memoria llena de gratitud;
2. Vivir en el "hic et nunc"; 3. En marcha hacia el cumplimiento; 4.
Discernimiento de los espíritus y signos del tiempo; 5. Irradiar serenidad,
alegría y paz.
El que la religión se haga vida robusta y la vida verdadera adoración de Dios lo
decide la relación que se instaura entre liturgia y existencia cristiana. Estos
dos sectores no pueden permanecer separados o unirse sólo artificialmente. El
modo con que la liturgia se relaciona con la vida cotidiana y la conducta
cotidiana con la liturgia es decisivo tanto para la liturgia cuanto para una
concepción específicamente cristiana de la existencia, y también para la
fundamental relación entre lo sacro y el bien.
Celebramos la liturgia de manera justa y fecunda si toda nuestra vida se hace
cada vez más una eucaristía y una alabanza a Dios llena de agradecimiento; y
cada vez somos más capaces de celebrar la liturgia si ordenamos nuestra vida a
la luz de la estructura y de las leyes fundamentales de la
liturgia.
La celebración de los sacramentos, su recepción y
la acción de gracias que hacemos por ellos resultan verdaderas si
permitimos que ellos plasmen nuestro estilo de vida y nuestras
relaciones interpersonales. Según la mentalidad y el lenguaje
cristiano primitivo podemos llegar a decir: la celebración de los
sacramentos, y en particular de la eucaristía, alcanza su meta sólo si
nosotros nos hacemos, por así decir, sacramento. Lo ilustra una
expresión de san Agustín: al tener que explicar cómo el bautismo y la
eucaristía pueden ayudar también a la salvación de los no cristianos,
que según la disciplina del arcano no podían tomar parte en ellos,
dice: "El sacramento del bautismo y el sacramento de la eucaristía se
encuentran ocultos en la iglesia. Los paganos ven vuestras buenas
obras, pero no ven los sacramentos. De aquellas cosas que ven brotan
las que no se ven, así como de la profundidad de la cruz que se clava
en la tierra se levanta todo lo restante de la cruz que aparece y se
contempla"'. Agustín explica así el Amén con que los fieles
responden al presbítero que les ofrece la eucaristía: "Se te dice: 'El
cuerpo de Cristo', y respondes `Amén'. Sé miembro del cuerpo de
Cristo, para que sea auténtico el `Amén'... Siendo muchos, somos un
solo pan, un único cuerpo (1 Cor 10,17). Comprendedlo y llenaos de
gozo: unidad, verdad, piedad, caridad... Sed lo que veis y recibid lo
que sois"'.
Podemos hablar sensatamente del carácter
indeleble que el bautismo, la confirmación y el orden nos imprimen
sólo si en todo nuestro estilo de vida nos dejamos modelar por la
gracia y por la misión de tales sacramentos.
No basta con que fuera y dentrode la liturgia
hablemos de ellos con fe: nuestra misma vida debe reflejar
tales realidades. Los sacramentos son palabra y signo, palabras
dispensadoras de vida y signos llenos de vida, y por tanto remiten a
Cristo, que es la palabra
encarnada del Padre y la imagen perfecta del Dios
invisible (cf 2 Cor 4,4; Col 1,15). La auténtica existencia cristiana
es un signo visible y una palabra elocuente
I. Liturgia como participación del misterio salvífico de Cristo
Al celebrar la eucaristía y, a su luz, los demás sacramentos, entramos
misteriosamente en el misterio salvífico de Cristo, participamos del (entramos
en comunión con el) misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo, en
el que alcanza su vértice el misterio de la encarnación y se anticipa la
parusía. En la liturgia, la iglesia se experimenta con gratitud como la esposa
que ha recibido de Cristo dones riquísimos, como el cuerpo de Cristo:
vive totalmente en virtud de la gracia de Cristo; pertenece a Cristo en
plenitud; en la fe, ella se entrega continuamente a él, y en él al Padre hasta
que llegue a la consumación final. Pero la gracia significa también tarea: en
los sacramentos, la iglesia experimenta la ley de la propia vida, el sentido de
la propia existencia, que es el de conformarse radicalmente con Cristo. Esa ley
de la existencia es experimentada y afirmada también por cada fiel particular
que celebra la liturgia en la manera debida.
1. CELEBRACIÓN DE LA FE. En la
liturgia experimentamos la fe como una firme decisión fundamental.
En la fe nos abrimos firmemente a la recepción del don grandee inaudito de la
participación del misterio salvífico de Cristo. En el misterio pascual de su
muerte, Cristo se confía completamente al Padre y sabe que es aceptado por él.
Se entrega a aquel de quien ha recibido todo. Con nuestra fe llena de gratitud
nosotros entramos en este misterio: nos abrimos humilde y receptivamente a la
gracia, en la que Cristo se nos dona y nos hace participar de su apertura total
a la voluntad del Padre y al don total de sí mismo a él. Por tanto, para
nosotros, fe significa siempre e inseparablemente dos cosas: recepción festiva y
exultante de la nueva vida, apertura a su enraizamiento cada vez más profundo y,
a la vez, decisión fundamental absoluta en favor de ella y de su enraizamiento
cada vez más profundo en toda nuestra vida y existencia. Esto, por su íntima
dinámica, implica también la renuncia a todo lo que contradice la verdad de esa
decisión fundamental y ese precioso don.
El cristiano que vive la liturgia sabe existencialmente que la fe no consiste
sólo en retener como verdaderas una serie de verdades particulares y doctrinas
concretas, sino en la vida de aquel que es la verdad, la vida verdadera y
nuestro camino.
Fe significa entregarse a la presencia de Cristo con rendida gratitud. El quiere
introducirnos plenamente en el misterio salvífico de su muerte y glorificación,
en el que él se hace presente al Padre y a nosotros los hombres con el don total
de sí mismo. Cuando celebramos con fe la liturgia, sabemos con toda nuestra
existencia que nuestro ser-creyentes significa y pide una verdadera
participación en esta doble dimensión de la presencia de Cristo.
Por eso una vida litúrgica intensa nos da un ojo cada vez más agudo para mirar
con fe toda nuestra existencia. Y, viceversa, una vida según la fe nos permite
participar de manera cada vez más viva y gozosa en la liturgia.
2. FE CONFIADA. La participación sacramental —o
sea, sumamente vital y verdadera— en el misterio de Cristo es un entrar
intensamente en la autodonación confiada de Cristo en la cruz: "Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). La fe es al tiempo aceptación
agradecida de todos los dones de Dios y de uno mismo, y donación confiada de sí
y de todas las capacidades y dones propios a Dios en unión con Cristo. La vida y
la muerte, por tanto, pasan a ser una co-actuación de la confianza que expresa
Jesús cuando pronuncia el nombre Padre. También, y precisamente en la
muerte, Jesús sabe que está seguro junto al Padre. Esto no quita que su dolor y
sus sufrimientos sean grandísimos; pero sí quita a su pasión y a su mismo morir
aquel aguijón al que está sometido el hombre pecador sin Cristo.
La liturgia celebrada con autenticidad hace sentir su fuerza en la hora de la
prueba, del dolor y, sobre todo, cuando llega el momento de mirar cara a cara a
la muerte. Si desde la gratitud, la fe y la confianza concebimos nuestra vida
como una participación sumamente vital en el misterio de Cristo, entonces la
alegría pascual se convierte en nuestra fuerza. En efecto, como vivir de la fe
significa vivir en Cristo, así también morir en unión con Cristo es la última
ganancia, la entrada definitiva y completa en su misterio salvífico.
Bajo esta misma luz vemos la oración específicamente cristiana. Con la oración
nosotros no pensamos en absoluto en hacer cambiar a Dios su voluntad. Acogidos en el misterio
salvífico de Cristo, esto es, aceptados por Dios Padre en el Espíritu
Santo, hacemos sitio al Espíritu de Cristo en nosotros, Espíritu que
es don y comunión entre el Padre y el Hijo. Por su gracia nos abrimos,
adorando, implorando y dando gracias, a esa plenitud de gracia que nos
ha sido ya garantizada (naturalmente, el hombre puede rechazar esta
plenitud de gracia si se empeña en no quererla reconocer como un don
inmerecido en la oración de petición y de agradecimiento). Para el
cristiano formado en la escuela de la liturgia, la oración continua es
una cosa obvia, ya que la eucaristía y todos los sacramentos nos
proclaman con insistencia que, en cuanto nos abrimos a la bondad de
Dios y a la eficacia del misterio salvífico de Cristo, experimentamos
la potencia de la gracia.
La oración y todas las aspiraciones del cristiano
formado en la escuela de los sacramentos son totalmente personales y,
al mismo tiempo, totalmente solidarias. Cada uno sabe que lo llaman
por su nombre. Pero sólo somos fieles a ese nombre que Dios nos ha
asignado si respondemos a su llamada a la reunión. Como Cristo
en su encarnación, en su vida, en su muerte y en su oración intercede,
por todos nosotros, así también nuestra oración en nombre de Cristo es
intercesión por los vivos y los difuntos. Con Cristo querríamos
exhortar a todos a abrirse a la gracia de Dios en la oración confiada,
que es verdadera cuando nos preocupamos unos por otros y utilizamos la
capacidad y los dones que Dios nos ha concedido para el servicio del
prójimo y del bien común.
3. FE AMANTE. El misterio salvífico de Cristo es revelación eficaz del amor de Dios, del amor del Padre hacia
el Hijo y del Hijo hacia el Padre en la comunión del Espíritu Santo: Dios nos
manifiesta insuperablemente que intenta atraernos a todos hacia él e
introducirnos en el misterio de su amor. La comunión eucarística, en la que
Cristo se nos da para vivir en nosotros, y en nosotros y a través de nosotros
continuar su obra salvífica, es comunión y participación en el gran misterio del
amor de Dios. La comunión eucarística y, a su luz, todos los sacramentos nos
muestran con claridad que la perfección de nuestra existencia consiste en actuar
en unión con Cristo su mismo amor. Unidos a él y totalmente entregados a su
persona, estamos en condiciones de amar al Padre con su mismo amor en la fuerza
del Espíritu Santo e, inmersos así en el misterio divino y humano-divino del
amor, podemos no sólo concelebrar la fiesta del amor divino, sino también actuar
junto con Cristo el amor de Dios por todos los hombres. En esto está la esencia
de la existencia y de la santidad cristianas.
En la liturgia celebramos solemnemente la alianza salvífica de Dios en Cristo
con la humanidad. Entonces nuestra salvación personal y nuestra personal
fidelidad a la alianza con Cristo van indisolublemente unidas a nuestra
solidaridad con todos los hombres. Tal solidaridad se refiere, en Cristo, sobre
todo a la iglesia. No podemos participar del misterio salvífico del Crucificado
y Resucitado si no queremos vivir con la iglesia y para la iglesia. Sin embargo,
esto no significa en absoluto que nos podamos apartar del resto de la humanidad,
puesto que la iglesia ha sido elegida en orden a la salvación y a la solidaridad
de todos los hombres.
4. EXISTENCIA CRISTIANA COMO
ALABANZA A Dios. Cristo se manifiesta como el perfecto adorador de Dios en toda
su vida, y sobre todo en el misterio salvífico de su muerte, que nosotros
celebramos en cada sacramento. Con él ha llegado el tiempo salvífico en que el
Padre encuentra adoradores en espíritu y en verdad. Sólo en la unión intimísima
con Cristo, tal y como se nos ofrece y posibilita en los sacramentos, podemos
verdaderamente adorar a Dios con toda nuestra existencia, con nuestro corazón y
con nuestras obras. Cristo, en efecto, nos envía desde el Padre el Espíritu
Santo. Y el Espíritu nos capacita para llevar a cumplimiento el don total de
nosotros mismos y esa alabanza de los labios que quiere ser alabanza de todas
nuestras aspiraciones y de toda nuestra conducta.
La alabanza continua de la misericordia y fidelidad divinas nos ayuda a
permanecer en la verdad del misterio salvífico, porque todo es don inmerecido.
En la alabanza y adoración de Dios que aprendemos en la liturgia encontramos luz
suficiente para examinar nuestras aspiraciones e iniciativas y verificar si
podemos adecuarlas con la adoración total del Padre en unión con Jesucristo.
En efecto, la fe, la esperanza y la caridad que ejercitamos cuando realizamos
junto con Cristo su misterio salvífico solamente se pueden concebir como fe,
esperanza y amor adorantes: el que la gracia nos eleve tanto debe constituir un
motivo más para no olvidar nuestra condición de criaturas y de redimidos.
Si todos los cristianos estuvieran llenos del espíritu de adoración típico de la
liturgia, no serían tan presuntuosos, despóticos y ambiciosos. La liturgia es el
mejor manual de vida cristiana, que no se contenta con enseñar a nuestra
inteligencia, sino que se dirige sobre todo a modelar nuestro carácter. El
hombre que está profundamente configurado por la alabanza y adoración de Dios,
ve las cosas de manera diferente de aquel que conoce la moral quizá sólo como un
imperativo.
II. Progresiva inserción de nuestra existencia en la historia de la salvación
La eucaristía —y, a su luz, todos los sacramentos— nos hace concretamente tomar
conciencia de que Jesús en su misterio salvífico es el "pan de Dios" y quien "da
vida" (Jn 6,33). Pero si Jesús se nos da como pan de vida y así nos acoge en su
misterio salvífico, no debemos olvidar nunca lo que nos dice en la eucaristía:
"El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,51). Una
orientación litúrgica de la vida es inconciliable con una privatización de la
religión y de la moral. El hombre formado sacramentalmente es apóstol, es luz
para el mundo. Bajo el influjo del Espíritu de Cristo y unido a él, trabaja por
la transformación de la historia del mundo.
1. EL PASADO HECHO FECUNDO POR UNA MEMORIA LLENA DE GRATITUD. No sólo la
eucaristía, sino, a su luz y resplandor, todos los demás
sacramentos y la liturgia toda son celebraciones memoriales. Jesús mismo
situó la eucaristía bajo esta luz en el momento de la institución: "Haced esto
en recuerdo mío" (Le 22,19; 1 Cor 11,24s). Ya la liturgia veterotestamentaria
era una alabanza continua de las acciones salvíficas de Dios, constituyendo así
un memorial agradecido. El
pasado se hace fecundo para nosotros y a través de nosotros, cuando hacemos
memoria de él. La celebración litúrgica memorial, llevada a cabo en y por la
comunidad, es creadora de historia. Nosotros rememoramos con gratitud todo lo
que el Señor ha hecho por nosotros, sobre todo los misterios salvíficos de la
encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo y el envío del Espíritu.
Pero este pasado no es simplemente recordado y narrado. Jesús, el glorificado,
lo hace hoy para nosotros fuente de vida. El, que está para siempre ante el
trono de Dios, glorificado pero al mismo tiempo con las señales de su pasión,
asegura a la comunidad que con gratitud le recuerda que él mismo y el Padre no
la olvidan, sino que llevarán todo a su consumación. Naturalmente, esto exige
por nuestra parte una reflexión llena de gratitud sobre las acciones salvíficas
del pasado, una respuesta agradecida de nuestra fidelidad a la fidelidad de
Dios.
El hombre que vive la liturgia tiene una patria, unas raíces. Piensa
históricamente. No es víctima del momento efímero. Ve las conexiones. Tiene
confianza en el sentido de la historia. A través de él, que está unido a Cristo,
el pasado da fruto para el presente y para el futuro: se convierte en una santa
obligación. Como gente que vive la liturgia, nosotros introducimos nuestro
pasado y el de nuestro prójimo en esa historia de salvación, cuyo centro es
Cristo. Con la mirada vuelta al misterio de la redención tenemos además el
coraje de confesar nuestros pecados pasados, de confesarlos y expiarlos para
alabanza del Redentor. El hombre plasmado por los sacramentos no tiene ningún
motivo para remover el propio pasado, el de su pueblo o el de su familia.
En primer lugar,piensa siempre en lo que es positivo y beneficioso para, a
continuación, afrontar a la luz de eso también las sombras más oscuras.
En el misterio salvífico encontramos al Cristo que era, que ha venido,
que viene y que vendrá. En el encuentro con él revive todo el pasado, porque
todo lo que está vivo y es fecundo tiene en Cristo su presente.
2. VIVIR EN EL "HIC
ET NUNC".
Cristo vivió cada instante de su vida con la mirada vuelta hacia la gran hora,
hacia su kairós. Tal perspectiva hace grandioso su camino, y al mismo
tiempo confiere a cada paso suyo el espesor y la inexorabilidad del momento
presente. La liturgia es la experiencia de la presencia de Cristo, que nos
introduce también a nosotros en su acción histórico-salvífica. La presencia de
aquel que viene nos da el coraje de decir sí a las posibilidades y sufrimientos
presentes.
En la liturgia celebramos la presencia poderosa de aquel que es la vida. El sale
a nuestro encuentro como Señor de la historia del mundo y de la historia de la
salvación para asumirnos como sus colaboradores. Si nuestra celebración es
expresión agradecida de nuestra fe en este tipo de presencia de aquel que
viniendo se dona, entonces el hic et nunc aparece inserto en una dinámica
completamente nueva. Se hace participación en el kairós al que aspiró
toda la vida de Cristo y que dio cumplimiento a todo. Y como Cristo en la gran
hora de su muerte y glorificación anticipa la parusía, el cumplimiento
definitivo, así para el cristiano modelado por la liturgia cada hora decisiva es
iluminada y colmada por la energía que procede de toda la historia de la
salvación, cuyo Señor es para nosotros camino, verdad, plenitud de luz y de
vida. Así, el nunc no es un momento efímero, sino un punto de empalme de
la historia en su totalidad.
El cristiano que vive la liturgia no sólo se experimenta como condicionado por
la historia; retoma con gratitud la historia pasada precisamente en cuanto es
historia de libertad, y experimenta el hic et nunc como regalo y tarea
para su libertad, como lo que puede hacer que la historia dé un paso adelante en
el camino hacia una mayor libertad y fidelidad. Esto no es solamente un modo
nuevo de ver las cosas; el cristiano, cuando celebra la presencia y la venida
del Señor de la historia de la salvación, se abre a su presencia liberadora.
3. EN MARCHA HACIA
EL CUMPLIMIENTO. El Señor, que en la
liturgia nos sale al encuentro en su misterio salvífico y nos introduce en él,
vive ya al nivel de la parusía. En él ya se da el cumplimiento. Al hacernos
participar de su misterio salvífico, él es nuestro garante, nuestro guía por el
camino y de alguna manera ya nuestra misma patria.
El hombre que vive la liturgia está totalmente orientado hacia el cumplimiento.
La plenitud que todavía falta, ya la tiene presente en Cristo, como un potente
imán. Por eso su vida tiende en un sentido profundo hacia el fin. No se detiene
en las angosturas de las prohibiciones, que llevan continuamente a los
indolentes a la catástrofe. Deja atrás la ética de las simples prohibiciones y
vive con la mirada fija principalmente en los mandamientos-meta (= Zielgebote),
que para el cristiano modelado por la liturgia toman toda su urgencia y
riqueza de contenido del misterio salvífico. Quien vive en
Cristo y con él camina hacia el fin se sientelleno de vigor y de alegría cuando
el Señor invita: "Seguid unidos a mí y yo a vosotros... Os he dicho estas cosas
para que mi alegría esté dentro de vosotros y vuestra alegría sea completa. Este
es mi mandamiento: amaos unos a otros como yo os amé" (Jn 15,4-12).
La teología moral del cristiano formado en la escuela de la liturgia no
es una simple doctrina normativa, sobre todo no en el sentido de normas
limitativas. Y por lo que se refiere a las virtudes, no piensa principalmente
según el esquema de las virtudes cardinales que nos ha sido transmitido por la
cultura griega, aun cuando no le sea indiferente y sepa conferirle un
significado cristocéntrico. Para él son mucho más fundamentales las virtudes
bíblicas, escatológicas, que se corresponden con las tres dimensiones de la
historia (pasada, presente, futura) y con la plenitud de la historia de la
salvación. Entre ellas cuenta también el discernimiento de los espiritus y la
capacidad de irradiar alegría y paz.
4. DISCERNIMIENTO
DE LOS ESPÍRITUS Y SIGNOS DEL TIEMPO. La
liturgia nos enseña eficazmente que nuestra participación receptiva y activa en
el misterio salvífico y en la misión histórico-salvífica de Cristo es obra del
Espíritu Santo. El Espíritu nos introduce en nuestro ser en Cristo, en la
comprensión de las palabras de Cristo y en el sentido de los
signos del tiempo.
Es misión de la teología y de la predicación mostrar cómo en una iglesia que se
sabe elegida para llevar la vida al mundo van unidos la liturgia renovada y la
atención a los signos del tiempo. La adecuada celebración de la liturgia lo
muestra a su manera.
Sin el espíritu de discernimiento no podemos cumplir nuestra misión histórico-salvífica. Es misión de toda la iglesia
—y en particular de cuantos están enriquecidos con carismas, o sea,
los profetas y los sacerdotes proféticos, pero también los laicos
llenos del Espíritu, capaces de oír el pulso de la vida—explicarnos
las señales del tiempo. Y cada cristiano tiene el deber de descifrar
el sentido del momento que está viviendo y que le solicita. Sólo si
toda nuestra existencia invoca: Ven, Señor Jesús y Ven, Espíritu
Santo, podemos esperar estar atentos, preparados, capaces de
discernir que verdaderamente todo puede referirse a la historia
de la salvación.
Cuanto más nos orienta nuestra memoria hacia las
acciones salvíficas de Cristo y hacia su presencia con gratitud;
cuanto más conscientes somos de que a través de la vida y la muerte
estamos en camino hacia el cumplimiento final (parusía); cuanto más
atentos y disponibles estamos para la llamada de la gracia y de las
chances que constantemente se nos van presentando, tanto más
lograremos ordenar los dones y las capacidades que Dios nos da para
las necesidades más urgentes del prójimo y de la comunidad. Y en esto
consiste principalmente la tarea, que pertenece a todos, del
discernimiento de los espíritus.
5. IRRADIAR SERENIDAD, ALEGRÍA Y PAZ. En la liturgia, el Espíritu Santo nos
lleva consigo al monte de las bienaventuranzas y nos infunde el coraje
y la fuerza para subir al Gólgota. De este modo experimentamos la
cercanía de Cristo en todo su misterio salvífico. De la alabanza
litúrgica dimana, en virtud del Espíritu Santo, una tranquilidad
serena, que nosotros existencialmente sabemos que es
pura gracia, una gracia de la que no se nos privará mientras nuestra vida
sea una continuación de la alabanza litúrgica.
Una joven monja enfermera preguntó a un sacerdote que entraba en la sala
operatoria para someterse a una intervención quirúrgica en la laringe: "¿De
dónde le viene tanta tranquilidad y paz frente a lo que le pueda esperar?" El
sacerdote escribió en su pizarrilla: "Es una gracia pura e inmerecida, por la
cual nunca estaré lo suficientemente agradecido".
La liturgia nos enseña a realizar con Cristo su éxodo y el de su pueblo para
poder ser plenamente libres para su reino. Pero esto en sí mismo no es un
imperativo descarnado. La llamada va acompañada de la gracia y dirige nuestra
mirada hacia el Glorificado, que por nosotros ha asumido el éxodo y llevado la
cruz.
La sonrisa serena de la persona enferma y anciana es un reflejo de la
celebración litúrgica festiva, de la alabanza agradecida y de la espera gozosa
del Señor que viene, que ya está cerca de nosotros como nuestra vida y
nuestra patria.
El cristiano modelado por los sacramentos es un constructor de paz. Dentro de la
comunidad litúrgica, Cristo nos habla con frecuencia de su paz y nos envía a
colaborar en la gran obra de la reconciliación y la paz
3. Verdaderamente no es una tarea fácil. Exige un
profundo enraizamiento en el misterio salvífico y una total dedicación a nuestra
misión histórico-salvífica, enraizamiento y dedicación que se obtienen mediante
una intensa vida litúrgica y su correspondiente piedad personal. Por aquí es por
donde llegaremos a poner toda nuestra confianza en el poder del Espíritu de
Cristo.
B.
Häring
BIBLIOGRAFÍA:
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"Phase" 114 (1979) 473-493; CEI.AM (II Conferencia-Medellín), Liturgia,
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Barcelona 1967; Leclercq J., La liturgia y las paradojas cristianas,
Mensajero, Bilbao 1966; Martín J., La liturgia cristiana en la situación
espiritual contemporánea, en "Phase" 100 (1977) 219-249 (Mesa redonda,
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en el mundo, en "Phase" 43 (1968) 49-61; Tena P., El lugar de la liturgia
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teológico de la liturgia, BAC 181, Madrid 1959, 606-887; Vilanova E.,
Constitución sobre liturgia y constitución sobre la iglesia en el mundo
actual, en "Phase" 34 (1966) 280-298; VV.AA., liturgia y mundo
actual, Marova, Madrid 1966; VV.AA., El culto y el cristiano de hoy,
en "Concilium" 62 (1971) 165-306.
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