Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del
miércoles 13 de junio de 2007 en la que presentó a Eusebio de Cesarea
En la historia del cristianismo antiguo es fundamental la distinción entre los primeros tres siglos y los sucesivos al Concilio de Nicea del año 325, el primero ecuménico. Como «bisagra» entre los dos períodos están el así llamado «cambio de Constantino» y la paz de la Iglesia, así como la figura de Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina.
Fue el exponente más cualificado de la cultura cristiana de su tiempo en contextos muy variados, de la teología a la exégesis, de la historia a la erudición. Eusebio es conocido sobre todo como el primer historiador del cristianismo, pero también como el filólogo más grande de la Iglesia antigua.
En Cesarea, donde probablemente nació en torno al año 260, Orígenes se había refugiado procedente de Alejandría, y allí había fundado una escuela y una ingente biblioteca. Precisamente con estos libros se habría formado, alguna década después, el joven Eusebio. En el año 325, como obispo de Cesarea, participó con un papel de protagonista en el Concilio de Nicea. Suscribió el «Credo» y la afirmación de la plena divinidad del Hijo de Dios, definido por éste con «la misma sustancia» del Padre («homooúsios tõ Patrí»). Es prácticamente el mismo «Credo» que nosotros rezamos todos los domingos en la santa liturgia.
Sincero admirador de Constantino, que había dado paz a la Iglesia, Eusebio sintió por él estima y consideración. Celebró al emperador, no sólo en sus obras, sino también en discursos oficiales, pronunciados en el vigésimo y trigésimo aniversario de su llegada al trono, y después de su muerte, acaecida en el año 337. Dos o tres años después también moría Eusebio.
Estudioso incansable, en sus numerosos escritos, Eusebio busca reflexionar y hacer un balance de los tres siglos de cristianismo, tres siglos vividos bajo la persecución, recurriendo en buena parte a las fuentes cristianas y paganas conservadas sobre todo en la gran biblioteca de Cesarea. De este modo, a pesar de la importancia objetiva de sus obras apologéticas, exegéticas y doctrinales, la fama imperecedera de Eusebio sigue estando ligada en primer lugar a los diez libros de su «Historia eclesiástica». Fue el primero en escribir una historia de la Iglesia, que sigue siendo fundamental gracias a las fuentes que Eusebio pone a nuestra disposición para siempre. Con esta «Historia» logró salvar del olvido seguro numerosos acontecimientos, personajes y obras literarias de la Iglesia antigua. Se trata, por tanto, de una fuente primaria para el conocimiento de los primeros siglos del cristianismo.
Nos podemos preguntar cómo estructuró y con qué intenciones redactó esta nueva obra. Al inicio del primer libro, el historiador presenta los argumentos que pretende afrontar en su obra: «Me he propuesto redactar las sucesiones de los santos apóstoles desde nuestro Salvador hasta nuestros días; cuántos y cuán grandes fueron los acontecimientos que tuvieron lugar según la historia de la Iglesia y quiénes fueron distinguidos en su gobierno y dirección en las comunidades más notables, incluyendo también aquellos que, en cada generación, fueron embajadores de la Palabra de Dios, ya sea por medio de la escritura o sin ella, y los que, impulsados por el deseo de innovación hasta el error, se han anunciado promotores del falsamente llamado conocimiento, devorando así el rebaño de Cristo como lobos rapaces… y también el número; el modo y el tiempo de los paganos que lucharon contra la palabra divina y la grandeza de los que en su tiempo atravesaron, por ella, la prueba de sangre y tortura; señalando además los martirios de nuestro tiempo y el auxilio benigno y favorable para con todos de nuestro Salvador» (1, 1, 1-2).
De esta manera, Eusebio abarca diferentes sectores: la sucesión de los apóstoles, como estructura de la Iglesia, la difusión del Mensaje, los errores, las persecuciones por parte de los paganos y los grandes testimonios que constituyen la luz de esta «Historia». En todo esto, resplandecen la misericordia y la benevolencia del Salvador. Eusebio inaugura así la historiografía eclesiástica, abarcando su narración hasta el año 324, año en el que Constantino, después de la derrota de Licinio, fue aclamado como emperador único de Roma. Se trata del año precedente al gran Concilio de Nicea que después ofrece la «summa» de lo que la Iglesia —doctrinal, moral e incluso jurídicamente— había aprendido en esos trescientos años.
La cita que acabamos de referir del primer libro de la «Historia eclesiástica» contiene una repetición que seguramente es intencionada. En pocas líneas repite el título cristológico de «Salvador», y hace referencia explícita a «su misericordia» y a «su benevolencia». Podemos comprender así la perspectiva fundamental de la historiografía de Eusebio: es una historia «cristocéntrica», en la que se revela progresivamente el misterio del amor de Dios por los hombres. Con genuina sorpresa, Eusebio reconoce que «de todos los hombres de su tiempo y de los que han existido hasta hoy en toda la tierra, sólo Él es llamado y confesado como Cristo [es decir “Mesías” y “Salvador del mundo”], y todos dan testimonio de Él con este nombre, recordándolo así tanto los griegos como los bárbaros. Además, todavía hoy entre sus seguidores, en toda la tierra, es honrado como rey, es contemplado como siendo superior a un profeta y es glorificado como el verdadero y único sumo sacerdote de Dios; y, por encima de todo esto, es adorado como Dios por ser el Logos preexistente, anterior a todos los siglos, y habiendo recibido del Padre el honor de ser objeto de veneración. Y lo más singular de todo es que los que estamos consagrados a Él no le honramos solamente con la voz o con los sonidos de nuestras palabras, sino con un a completa disposición del alma, llegando incluso a preferir el martirio por su causa a nuestra propia vida» (1, 3, 19-20).
De este modo, aparece en primer lugar otra característica que será una constante en la antigua historiografía eclesiástica: la «intención moral» que preside la narración. El análisis histórico nunca es un fin en sí mismo; no sólo busca conocer el pasado; más bien, apunta con decisión a la conversión, y a un auténtico testimonio de vida cristiana por parte de los fieles. Es una guía para nosotros mismos.
De esta manera, Eusebio interpela vivamente a los creyentes de todos los tiempos sobre su manera de afrontar las vicisitudes de la historia, y de la Iglesia en particular. Nos interpela también a nosotros: ¿Cuál es nuestra actitud ante las vicisitudes de la Iglesia? ¿Es la actitud de quien se interesa por simple curiosidad, buscando el sensacionalismo y el escandalismo a todo coste? ¿O es más bien la actitud llena de amor y abierta al misterio de quien sabe por la fe que puede percibir en la historia de la Iglesia los signos del amor de Dios y las grandes obras de la salvación por él realizadas?
Si esta es nuestra actitud tenemos que sentirnos interpelados para ofrecer una respuesta más coherente y generosa, un testimonio más cristiano de vida, para dejar los signos del amor de Dios también a las futuras generaciones.
«Hay un misterio», no se cansaba de repetir ese eminente estudioso de los Padres, el padre Jean Daniélou: «Hay un contenido escondido en la historia… El misterio es el de las obras de Dios, que constituyen en el tiempo la realidad auténtica, escondida detrás de las apariencias… Pero esta historia que Dios realiza por el hombre, no la realiza sin Él. Quedarse en la contemplación de las “grandes cosas” de Dios significaría ver sólo un aspecto de las cosas. Ante ellas está la respuesta» («Ensayo sobre el misterio de la historia», «Saggio sul mistero della storia», Brescia 1963, p. 182).
Tantos siglos después, también hoy Eusebio de Cesarea invita a los creyentes, nos invita a sorprendernos a contemplar en la historia las grandes obras de Dios por la salvación de los hombres. Y con la misma energía nos invita a la conversión de la vida. De hecho, ante un Dios que nos ha amado así, no podemos quedar insensibles. La instancia propia del amor es que toda la vida se oriente a la imitación del Amado. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para dejar en nuestra vida una huella transparente del amor de Dios.
En la historia del cristianismo antiguo es fundamental la distinción entre los primeros tres siglos y los sucesivos al Concilio de Nicea del año 325, el primero ecuménico. Como «bisagra» entre los dos períodos están el así llamado «cambio de Constantino» y la paz de la Iglesia, así como la figura de Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina.
Fue el exponente más cualificado de la cultura cristiana de su tiempo en contextos muy variados, de la teología a la exégesis, de la historia a la erudición. Eusebio es conocido sobre todo como el primer historiador del cristianismo, pero también como el filólogo más grande de la Iglesia antigua.
En Cesarea, donde probablemente nació en torno al año 260, Orígenes se había refugiado procedente de Alejandría, y allí había fundado una escuela y una ingente biblioteca. Precisamente con estos libros se habría formado, alguna década después, el joven Eusebio. En el año 325, como obispo de Cesarea, participó con un papel de protagonista en el Concilio de Nicea. Suscribió el «Credo» y la afirmación de la plena divinidad del Hijo de Dios, definido por éste con «la misma sustancia» del Padre («homooúsios tõ Patrí»). Es prácticamente el mismo «Credo» que nosotros rezamos todos los domingos en la santa liturgia.
Sincero admirador de Constantino, que había dado paz a la Iglesia, Eusebio sintió por él estima y consideración. Celebró al emperador, no sólo en sus obras, sino también en discursos oficiales, pronunciados en el vigésimo y trigésimo aniversario de su llegada al trono, y después de su muerte, acaecida en el año 337. Dos o tres años después también moría Eusebio.
Estudioso incansable, en sus numerosos escritos, Eusebio busca reflexionar y hacer un balance de los tres siglos de cristianismo, tres siglos vividos bajo la persecución, recurriendo en buena parte a las fuentes cristianas y paganas conservadas sobre todo en la gran biblioteca de Cesarea. De este modo, a pesar de la importancia objetiva de sus obras apologéticas, exegéticas y doctrinales, la fama imperecedera de Eusebio sigue estando ligada en primer lugar a los diez libros de su «Historia eclesiástica». Fue el primero en escribir una historia de la Iglesia, que sigue siendo fundamental gracias a las fuentes que Eusebio pone a nuestra disposición para siempre. Con esta «Historia» logró salvar del olvido seguro numerosos acontecimientos, personajes y obras literarias de la Iglesia antigua. Se trata, por tanto, de una fuente primaria para el conocimiento de los primeros siglos del cristianismo.
Nos podemos preguntar cómo estructuró y con qué intenciones redactó esta nueva obra. Al inicio del primer libro, el historiador presenta los argumentos que pretende afrontar en su obra: «Me he propuesto redactar las sucesiones de los santos apóstoles desde nuestro Salvador hasta nuestros días; cuántos y cuán grandes fueron los acontecimientos que tuvieron lugar según la historia de la Iglesia y quiénes fueron distinguidos en su gobierno y dirección en las comunidades más notables, incluyendo también aquellos que, en cada generación, fueron embajadores de la Palabra de Dios, ya sea por medio de la escritura o sin ella, y los que, impulsados por el deseo de innovación hasta el error, se han anunciado promotores del falsamente llamado conocimiento, devorando así el rebaño de Cristo como lobos rapaces… y también el número; el modo y el tiempo de los paganos que lucharon contra la palabra divina y la grandeza de los que en su tiempo atravesaron, por ella, la prueba de sangre y tortura; señalando además los martirios de nuestro tiempo y el auxilio benigno y favorable para con todos de nuestro Salvador» (1, 1, 1-2).
De esta manera, Eusebio abarca diferentes sectores: la sucesión de los apóstoles, como estructura de la Iglesia, la difusión del Mensaje, los errores, las persecuciones por parte de los paganos y los grandes testimonios que constituyen la luz de esta «Historia». En todo esto, resplandecen la misericordia y la benevolencia del Salvador. Eusebio inaugura así la historiografía eclesiástica, abarcando su narración hasta el año 324, año en el que Constantino, después de la derrota de Licinio, fue aclamado como emperador único de Roma. Se trata del año precedente al gran Concilio de Nicea que después ofrece la «summa» de lo que la Iglesia —doctrinal, moral e incluso jurídicamente— había aprendido en esos trescientos años.
La cita que acabamos de referir del primer libro de la «Historia eclesiástica» contiene una repetición que seguramente es intencionada. En pocas líneas repite el título cristológico de «Salvador», y hace referencia explícita a «su misericordia» y a «su benevolencia». Podemos comprender así la perspectiva fundamental de la historiografía de Eusebio: es una historia «cristocéntrica», en la que se revela progresivamente el misterio del amor de Dios por los hombres. Con genuina sorpresa, Eusebio reconoce que «de todos los hombres de su tiempo y de los que han existido hasta hoy en toda la tierra, sólo Él es llamado y confesado como Cristo [es decir “Mesías” y “Salvador del mundo”], y todos dan testimonio de Él con este nombre, recordándolo así tanto los griegos como los bárbaros. Además, todavía hoy entre sus seguidores, en toda la tierra, es honrado como rey, es contemplado como siendo superior a un profeta y es glorificado como el verdadero y único sumo sacerdote de Dios; y, por encima de todo esto, es adorado como Dios por ser el Logos preexistente, anterior a todos los siglos, y habiendo recibido del Padre el honor de ser objeto de veneración. Y lo más singular de todo es que los que estamos consagrados a Él no le honramos solamente con la voz o con los sonidos de nuestras palabras, sino con un a completa disposición del alma, llegando incluso a preferir el martirio por su causa a nuestra propia vida» (1, 3, 19-20).
De este modo, aparece en primer lugar otra característica que será una constante en la antigua historiografía eclesiástica: la «intención moral» que preside la narración. El análisis histórico nunca es un fin en sí mismo; no sólo busca conocer el pasado; más bien, apunta con decisión a la conversión, y a un auténtico testimonio de vida cristiana por parte de los fieles. Es una guía para nosotros mismos.
De esta manera, Eusebio interpela vivamente a los creyentes de todos los tiempos sobre su manera de afrontar las vicisitudes de la historia, y de la Iglesia en particular. Nos interpela también a nosotros: ¿Cuál es nuestra actitud ante las vicisitudes de la Iglesia? ¿Es la actitud de quien se interesa por simple curiosidad, buscando el sensacionalismo y el escandalismo a todo coste? ¿O es más bien la actitud llena de amor y abierta al misterio de quien sabe por la fe que puede percibir en la historia de la Iglesia los signos del amor de Dios y las grandes obras de la salvación por él realizadas?
Si esta es nuestra actitud tenemos que sentirnos interpelados para ofrecer una respuesta más coherente y generosa, un testimonio más cristiano de vida, para dejar los signos del amor de Dios también a las futuras generaciones.
«Hay un misterio», no se cansaba de repetir ese eminente estudioso de los Padres, el padre Jean Daniélou: «Hay un contenido escondido en la historia… El misterio es el de las obras de Dios, que constituyen en el tiempo la realidad auténtica, escondida detrás de las apariencias… Pero esta historia que Dios realiza por el hombre, no la realiza sin Él. Quedarse en la contemplación de las “grandes cosas” de Dios significaría ver sólo un aspecto de las cosas. Ante ellas está la respuesta» («Ensayo sobre el misterio de la historia», «Saggio sul mistero della storia», Brescia 1963, p. 182).
Tantos siglos después, también hoy Eusebio de Cesarea invita a los creyentes, nos invita a sorprendernos a contemplar en la historia las grandes obras de Dios por la salvación de los hombres. Y con la misma energía nos invita a la conversión de la vida. De hecho, ante un Dios que nos ha amado así, no podemos quedar insensibles. La instancia propia del amor es que toda la vida se oriente a la imitación del Amado. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para dejar en nuestra vida una huella transparente del amor de Dios.
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