El
Anticristo en el Nuevo Testamento: «vino de los nuestros pero no era de
los nuestros»
Si el Anticristo constituye una atmósfera de orgullo y
autoaseguramiento del hombre contra Dios que se ha instalado en la
historia, tendrá que recrudecer su intensidad a medida que se avecine el
fin del mundo. Era lo que pensaba la comunidad primitiva. Hará eclosión
una gran apostasía de la fe y la caridad se entibiará desastrosamente (Mt
24,12; Lc 18,8; 2 Tes 2,3). Esa atmósfera tendrá sus representantes que
falsamente se presentarán como Cristos y profetas. Y harán prodigios
grandiosos (Mc 13,22; Mt 24,24). Muchos serán seducidos. San Juan no
presenta uno solo sino muchos Anticristos: «Hijitos, ésta es la última
hora..., ya ahora existe gran número de Anticristos; éstos nos indican
que ésta es la última hora..., pero no eran de los nuestros» (1 Jn 2,18-19).
San Pablo ve el paroxismo del misterio de (a iniquidad cuando el «Hombre
del Pecado, el Hijo de la Perdición y el Adversario» (2 Tes 2,3-4)
conozcan su parusía (2 Tes 2,9). San Juan lo denominará sencillamente
Anticristo (1 Jn 2,18.22; 4,3; 2 Jn 7). La característica propia que lo
convierte justamente en Anticristo es el querer «alzarse por encima de
todo lo que se llame Dios o sea objeto de culto, hasta sentarse en el
Templo de Dios, presentándose como Dios...» (2 Tes 2,3ss). Por
consiguiente, la voluntad de poder y de autoimposición, hasta la locura
del autoendiosamiento, constituyen la esencia del Anticristo.
Esta perspectiva queda
descrita por San Juan en el Apocalipsis de modo terrorífico. En el capítulo
trece, empleando tradiciones místicas precristianas, alusiones a la
historia contemporánea de los emperadores romanos y a la mística de los
números del Antiguo Oriente, San Juan describe el alzarse de dos bestias,
una del mar (Apoc 13,1-8) y otra de la tierra (13,11-18). La bestia
surgida del mar (Imperio romano) representa el poder político bestial y
tiránico que se proclama a sí mismo Dios. No se trata del estado en sí,
en cuanto poder al servicio del orden de este mundo, sino de la forma
abusiva y absoluta del poder político que se autodiviniza, como ocurría
en el Imperio romano. Los emperadores se titulaban a sí mismos « divus,
dominus ac deus», se dejaban llamar « potens terrarum dominus», eran
saludados como «terrarum gloria» y «salus». El poder exige adoración
y total sujeción. Por eso ama la sangre y se deleita en la guerra.
Acumula triunfos; se presenta como salvador; lo adoran los habitantes de
la tierra (Apoc 13,8).
La segunda bestia, surgida
de la tierra, está al servicio del poder político: es su empresario,
jefe de propaganda y teólogo del Anticristo. Su característica es el
poder mágico-cúltico-religioso. Se reviste del lenguaje religioso, se
pinta como el Cristo vuelto a la vida y hace milagros prodigiosos.
Wladimir Scloviev, que vivió sus últimos años «sub specie antichristi
venturi» (1853-1900), lo llama en su célebre «Narración corta sobre el
Anticristo», «doctor honoris causa» de teología («Übermensch und
Antichrist», Friburgo 1958, 100-133). Con su grandielocuencia y
brillantez consigue seducir a los hombres para que adoren el poder político
(Apoc 13,14).
¿El Anticristo será una
personalidad individual o una institución? Los textos del NT sugieren
ambas soluciones. La atmósfera del mal y de la rebeldía contra Dios
produce un espíritu de Anticristo que se articula en representaciones
colectivas de las que el individuo difícilmente puede protegerse. La
historia no es un proceso impersonal. Las fuerzas colectivas, las ideologías
de poder, cobran cuerpo en personalidades individuales e históricas. Por
eso el Anticristo puede ser ambas cosas: tanto una atmósfera como una
persona que la encarna o en quien ella se encarna.
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