El
pecado del hombre consistía precisamente en la corrupción de la sociedad
humana, dividida por el odio, la explotación y la mentira. Condición
para reconciliarse con Dios es la hermandad entre los hombres; de lo
contrario, el pecado persevera. Por eso la cruz de Cristo empieza a
derribar barreras entre pueblos:
«Porque él es nuestra paz, él que de los dos pueblos hizo uno y
derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su carne la Ley
de los minuciosos preceptos; de este modo, con los dos creó en sí mismo
una humanidad nueva, estableciendo la paz y, a ambos, hechos un solo
cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí
mismo la hostilidad» (Ef 2,14‑16).
La
hostilidad, pecado del mundo, se opone a la hermandad, propósito del
Padre. Sólo cuando la hostilidad desaparece queda el hombre reconciliado
con Dios. El ejemplo de Cristo y el don del Espíritu, que infunde su amor
en los hombres, harán posible la humanidad nueva.
Hay
que analizar la paz iniciada por Cristo. La enemiga entre judíos y
paganos no se limitaba al terreno religioso, era al mismo tiempo racial,
cultural y política. Es conocido el desprecio mutuo de los pueblos en
la antigüedad, y también en nuestros días, por desgracia. Cada uno
blasonaba de sus orígenes y consideraba inferiores a los demás. La
discrepancia cultural estaba engastada en la misma ley de Moisés, muchos
de cuyos preceptos eran tabúes alimenticios, impedimentos matrimoniales
o prácticas higiénicas, no estrictamente religiosos. En lo político, el
antagonismo era debido a la dominación romana en Palestina, humillación
suprema del pueblo elegido, que provocaba periódicamente estallidos de
rebeldía. Las represalias culminaron en la destrucción de Jerusalén.
En
su condición pecadora, el hombre arrastraba el fardo del pasado. Cristo
en la cruz, obteniendo el perdón, le desata ese lastre para que comience
a vivir. A la antigua condición sucede el hombre nuevo, libre de los
odios ancestrales, abierto a la solidaridad, por encima de raza, condición
social, cultura y nación. Ninguna diferencia constituye privilegio: «Porque
todos, al ser bautizados para vincularos a Cristo, os vestisteis de
Cristo. Se acabó judío y griego, siervo y libre, varón y hembra, dado
que vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús» (Gál 3,27). '
Por
ser incorporación a Cristo, el bautismo es sacramento de solidaridad
humana; para el que lo recibe, ninguna distinción entre hombres podrá
ser impedimento a la hermandad.
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