Estocadas a traición y golpes bajos menudean
sobre todo en la cuestión del dinero. La codicia es la ambición más común,
pues la riqueza es el primer objetivo; no en balde es la peana del
prestigio y del poder.
Respecto al dinero, no pide Cristo al rico un tanto por ciento para
beneficencia ni deslinda lo necesario de lo excesivo; bajo todo nivel económico
puede agazaparse la codicia. Reclama de todos, ricos y pobres, una
distancia liberadora: por muy necesaria que sea en la sociedad presente,
el dinero no tiene derecho a acaparar la vida ni a exigir el homenaje: «No
podéis estar al servicio de dos amos: no podéis servir a Dios y al
dinero» (Mt 6,24).
Durante su vida no aplicó Jesús a todos la
misma norma. Unas veces invitaba a desprenderse de todo y darlo a los
pobres, para seguirlo a él en su trabajo errante (Mt 19,21). A uno, en
cambio, que deseaba seguirlo, lo mandó a su casa con su familia (Mc
5,19). El dinero es medio de sustento propio y de ayuda a los otros; pero
si osara interponerse entre el hombre y su conciencia, el Señor no admite
subterfugio, hay que servir a Dios y no al dinero. Este despego (Lc 14,
33) es condición para todo discípulo, y el dilema turbó al joven rico
cuando Jesús lo invitó a seguirlo. El muchacho, sinceramente religioso,
reveló en aquel momento un apego a su fortuna que le impedía seguir el
llamamiento; «poseía una gran fortuna» (Mt 19,22).
El dinero da una falsa seguridad, un sentido de autosuficiencia que
hace olvidar al hombre su pobreza radical. Ahí está su peligro y por eso
es tan difícil al rico entrar en el reino, que pertenece a «los que
saben que son pobres» (Mt 5,3). Quien pone su confianza en dinero, posición
o influencia tiende a absolutizarlos y prescinde de Dios. Aunque sus
palabras sean cristianas, su capital no está en el cielo, y donde está
el capital está el corazón (Mt 6,21). Muchos caudales puede invertir el
hombre, pero el principal no es para bancos de este mundo: «Yo soy el Señor
tu Dios... No tendrás otros dioses frente a mí» (Dt 5, 6-7 ).
La codicia, el afán de tener más, es uno de
los vicios que ha de extirpar el cristiano; san Pablo la estigmatiza de
idolatría (Gol 3,5). La codicia explota a los demás, tratando a las
personas como a cosas, y es la raíz de la injusticia social, que cava
zanjas tan profundas en la comunidad humana.
La generosidad es cristiana y aparece de diversas maneras en los
escritos del Nuevo Testamento. En Jerusalén se puso en práctica la
comunidad de bienes, de modo que nadie pasaba necesidad (Hch 2,45; 4,35).
San Pablo organizó colectas en favor de ellos cuando pasaron por momentos
difíciles; animando a contribuir, propone el criterio que guía de
ordinario la asistencia al necesitado, fuera de casos excepcionalmente
graves. Empieza su exhortación con un proverbio: «A siembra mezquina,
cosecha mezquina; a siembra generosa, cosecha generosa». Insiste en la
espontaneidad de la oferta: «Cada uno dé lo que haya decidido en
conciencia, no a disgusto ni por compromiso, que Dios se lo agradece al
que da de buena gana» (2 Cor 9, 6-7). En otro pasaje enuncia el
principio: «No se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces,
sino que, por exigencia de igualdad, en el momento actual vuestra
abundancia remedie la falta que ellos tienen, para que un día la
abundancia de ellos remedie vuestra falta y .así haya igualdad» (2 Cor
8,13-14).
Les pide que ofrezcan lealmente lo superfluo
al hermano indigente. No es lícito acumular dinero innecesario sabiendo
que otros viven en la miseria. No nos toca dictaminar sobre los métodos
eficaces de generosidad en la sociedad moderna, exponemos sólo el
principio.
Significativa es la frase del Señor cuando reprueba el agobio por
los bienes materiales: «¿No vale más la vida que el alimento y el
cuerpo más que el vestido?» (Mt 6,25). Da pena ver cómo la gente
desperdicia y amarga su vida por el afán de tener más, cuando encontrarían
más felicidad si moderasen la ambición. No faltan movimientos contemporáneos
que protestan precisamente contra el olvido de los bienes fundamentales.
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