El cristianismo, al revés que la «religión», no
es exclusivista. Cree que Dios ama al mundo entero, no sólo a
los que se profesan cristianos; sabe que el objetivo de la
salvación es la humanidad, creyente o no, y que si Dios llama
a algunos a la fe es para colaborar en la salud de todos los
hombres.
El círculo exclusivo es la antítesis del
cristianismo. Las religiones sostenían que la salvación sólo
podía alcanzarse sometiéndose a ciertas prácticas rituales
y confesiones orales. La humanidad, si quería salvarse, había
de pasar bajo las horcas caudinas de la pertenencia a un
credo. Lo que Dios pide, en cambio, es un modo de vida humano,
y ése es el camino de la salvación. No insistimos en el
papel y la necesidad de la Iglesia, expuestos hace un momento.
Por
eso, la imposición de observancias es ajena al cristianismo.
Como todo grupo humano que desea expresar sus convicciones y
animarse en su tarea, compone y mantiene celebraciones. Este
será el objeto del capítulo siguiente. Pero no se considera
sujeto a obligaciones. La expresión, que nace de la convicción,
del amor y del entusiasmo, de la alegría y el dolor
compartidos, no vive de reglas ni admite imposiciones.
La reglamentación y obligatoriedad de las
observancias religiosas acaban por erigir barreras culturales
o sociales. Tal fue el resultado de la Ley judía, y por eso
tuvo Cristo que abatir con su cruz el muro divisorio,
aboliendo en su carne la Ley con sus preceptos y reglas (Ef
2,14-15). Llevan a exclusivismos, separando a los hombres.
Procuran evasiones, considerando importante lo secundario; ¡qué
ridículas aparecen las minucias fariseas al lado del problema
de vida o muerte en que se debatía Cristo o al lado de los
problemas del hambre y la guerra en el mundo! Se eleva la
observancia a criterio de bondad o maldad del individuo.
Cristo terminó con eso: lo único que mancha al hombre es la
actitud perversa hacia su semejante (Me 7,15-21).
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