Cristo no delimita un sector de la existencia para
dedicarlo a Dios, pide la existencia entera. La moral es el
modo de vivir, y ése es también el testimonio y el culto.
Cristo muestra la posibilidad de un nuevo modo de vida, sin
sacar al hombre de su marco histórico, pero cambiando su
actitud. No crea una nueva historia, da meta e impulso a la única
historia. Si la ruta en el tiempo de los grupos cristianos se
llama historia de la Iglesia, la ruta de la humanidad entera
debería llamarse historia del reino de Dios, y en ella es
donde operan los cristianos. Religión se refiere a ciertas
actividades, vida es la existencia global; y la vida cristiana
es vida humana orientada al bien de los demás y al testimonio
en el mundo del amor de Dios. Toda manifestación del hombre,
desde la política hasta el arte y el trabajo, entra en la
esfera cristiana.
Por eso la revelación de Cristo no es para san Juan
una doctrina superior ni una enseñanza conceptual sobre Dios
y el hombre; no se percibe tampoco únicamente con las
herramientas intelectuales: « Lo que oímos, lo que vieron
nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras
manos... porque la Vida se manifestó y nosotros la vimos,
damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna que estaba de
cara al Padre y se nos manifestó» (1 Jn 1,1-2). Esa vida, que es eterna, viene a realzar, a dinamizar
y a dar permanencia a toda la vida del hombre.
Si se quiere agudizar el contraste, cabe decir que
Cristo llama a la vida y la hace posible; lo de antes era
muerte, fundado como estaba en el odio y la rivalidad, en la
alienación y la ruptura. El propósito de Dios en Cristo es
que el hombre lo sea plenamente, en todas sus dimensiones.
Dios no se equivocó en su primera creación, no tiene por qué
corregirla, pero quiere llevarla a plenitud, dando la salud al
mundo, para que tenga vida y le rebose (Jn 10,10). No postula
prácticas, observancias u homenajes; si el hombre es libre,
responsable, solidario, servicial, sincero, eso es lo que Dios
quiere. Para ello le da su Espíritu que lo lleva adelante.
Algunos, los que él llame, reconocerán de dónde viene la
ayuda y sabrán el nombre del dador; pero eso a Dios no le
corre prisa, llegará en su momento. Lo que le interesa de
verdad es que el hombre encuentre una vida humana en la relación
fraterna con su semejante.
Es necesario que haya creyentes para empezar ese género
de vida, para que sean levadura de la sociedad y también para
que la energía de la fe impida que decaiga el empeño del
amor; pero no hace falta que toda la humanidad sea cristiana,
basta un catalizador en el mundo.
Supuesto el propósito de Dios, los que practican el
amor del prójimo están más cerca del reino que los que sólo
tienen fe religiosa e inactiva. El amor al prójimo es el que
salva; así aparece en la escena del juicio. En cambio, quien
sólo sabe decir: «Señor, Señor», pero no lo traduce en
acciones, no será admitido.
Si Dios es amor, únicamente quien ama se parece a él,
y eso es lo que él espera. Todo el que practica el amor es
hijo de Dios; aunque no lo sepa, lleva el parecido en la cara.
El cristiano sabe además de quién es hijo, se lo ha enseñado
el Hijo primogénito, el hermano mayor, que conoce al Padre y
nos ha hablado de él (Jn 1,18; 3,32).
Por eso, ser cristiano es vivir de modo que el amor
que Dios derrama en lo interior salga fuera y queme. Usando
otra metáfora, es labor de acuñadores; el oro lo tenemos,
Dios lo da. Hay que hacerlo moneda para irlo repartiendo.
Algunos poseen el lingote sin saber de quién viene; basta que
lo acuñen y repartan, eso es lo que Dios pretende.
En consecuencia, es obligación del cristiano alabar
a todo acuñador que encuentre y cooperar con él. Si se
presenta la ocasión, podrá explicarle quién proporciona el
oro, pero lo importante es que se distribuya; de llamar a la
fe se encarga Dios. Además, los quilates del amor no se miden
por la fe explícita; había uno que expulsaba demonios usando
el nombre de Jesús, pero que no pertenecía a su grupo; los
Zebedeos quisieron impedírselo, pero el Señor se opuso: «
No se lo impidáis, quien no está contra vosotros está en
favor vuestro» (Lc 9,49-50). No hay que interceptar el bien
en nombre de la fe, que es la motivación consciente del amor
mutuo. En todo caso, si alguien practica el amor desinteresado
a los demás es porque Dios se lo ha dado, y Dios conoce los
quilates de su oro.
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