Examinemos otro aspecto de la diferencia. Decir «religión»
y separar mentalmente un sector de la existencia del resto de
la vida es todo uno; y eso aunque se sostenga que la religión
ha de reflejarse en la vida. En la concepción «religiosa»
Dios y el hombre habitan en planos paralelos, y entre ellos se
interponen los siete cielos de la trascendencia divina, para
usar antiguos símbolos. Toda la preocupación del hombre
sincero era agradar a ese Dios de lo alto, pero la mirada, al
levantarse, perdía de vista al hombre compañero.
A lo más, podía el prójimo servir como trampolín
para saltar hasta lo trascendente. Aunque el budismo tiene más
de filosofía que de religión, permítasenos recordar la
conmiseración enseñada por Buda, una de las grandes figuras
de la humanidad. Para él, toparse con el dolor humano
constituyó una experiencia decisiva, y recomendó vivamente
la compasión para con todos. Pero la subordinaba a la
iluminación, la consideraba un medio, «como la barca que se
deja, una vez alcanzada la otra orilla».
La
encarnación del Hijo de Dios ha hecho caducar la concepción
religiosa. El hombre pensaba que para llegar a Dios tenía que
salir de su propia esfera. Cristo forzó las dos paralelas a
una increíble convergencia; y no fue levantando la paralela
terrestre, sino bajando la celeste: «Inclinó el cielo y bajó»,
haciendo que el cielo tocase la tierra. El es el punto de
intersección, y una vez encontradas, las dos líneas corren
juntas, trenzadas, indistinguibles. Dios entra en la historia
humana y en ella aparece «como uno de tantos» (Flp 2,7),
camina junto con el hombre, como hacia Emaús, y no se le
distingue hasta el momento de la epifanía. Buscando al hombre
encontramos a Dios, y conversando con Dios nos tropezamos con
el hombre. Es inexacto hablar de una dimensión vertical y
otra horizontal en el cristianismo; la línea que parte de
Cristo es unidimensional, como un arroyo cuya agua trasparenta
la tierra y refleja el cielo al mismo tiempo. Pero esa línea
no permanece a ras del suelo, se va levantando insensiblemente
a medida que el dinamismo de la resurrección elimina la
gravitación del pecado.
Por eso tampoco pueden separarse fe y amor fraterno.
El cristianismo es un amor animado por la fe. Una fe podría
ser sincera, pero sin amor a los demás no sería cristiana:
«Ya puedo tener una fe que mueva montañas; si no tengo amor,
no soy nada» (1 Cor 12, 2). El amor mutuo es la energía de
la fe (Gál 5,6), es la verdad de la vida (Ef 4,15).
En el cordón de la existencia, trenzado de divino y
humano, podrá destellar más, según las ocasiones, uno u
otro elemento, pero nunca puede faltar la percepción del
conjunto. Este entrelace responde a lo que llaman los autores
clásicos ser contemplativos en la acción, es decir, actuar
penetrados de fe, embebidos de presencia.
A Dios ya no se llega verticalmente, si queremos
decir con esto que para encontrarlo hay que despegarse de la
tierra; él se ha instalado entre los hombres (2 Cor 6,16). No
hacen falta astronautas a lo divino, sino hombres que escarben
en el rastrojo, allí se encuentra el tesoro; mercaderes
afanados en su negocio, para encontrar la perla; caminantes
que acepten la compañía del forastero y lo inviten a casa;
pescadores que escuchen el consejo de un extraño y echen la
red; mujeres que pregunten a un hortelano.
Aquí se
encuentra, por tanto, un criterio para distinguir si el espíritu
que anima a una persona es cristiano o no: ¿separa a Dios del
hombre? Esta es la piedra de toque de toda religiosidad.
Sabemos por el Nuevo Testamento que Dios conserva su libertad
para interpelar directamente al hombre; baste citar como
ejemplo la conversión de san Pablo (Hch 9,3-6), y que el
hombre puede tener experiencias interiores (Ef 1, 18-19; 3,18-19).
Pero quien busca una relación con Dios sin referencia y diríamos
dependencia de su actitud con el prójimo, por muy cristiano
que sea su vocabulario y por muchas prácticas de piedad que
observe, no es todavía cristiano, vive en la «religión».
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