lunes, 29 de diciembre de 2014

No a una Iglesia de fieles pasivos

ACTIVIDAD DEL CRISTIANO Y DE LA COMUNIDAD  

 El valor inclusivo o extensivo de la expresión «el Hijo del hombre» da a entender que la construcción del reino de Dios, es decir, la maduración y el éxito de la humanidad, no es obra de Jesús solo: lo es también de sus seguidores, dotados del Espíritu (mesianismo compartido). El designio divino es que los seres humanos alcancen la plenitud de vida que se manifiesta en Jesús: ser fiel a Dios consiste en tender personalmente a esa meta y esforzarse porque los demás la alcancen. Se deduce que tanto en la comunidad como en la misión cristiana todo tiene que ordenarse a la realización del hombre. Esto es lo prioritario y lo absoluto; todo lo demás es medio o condición.
 La consecuencia inmediata de esta constatación es que nadie puede descargar en un líder salvador la propia responsabilidad respecto al mundo: el proceso de desarrollo material y espiritual de la humanidad es cosa de todo hombre, y los cristianos deben tener plena conciencia de esa responsabilidad que comparten. La experiencia de Dios estimula a la comunidad cristiana a la tarea, pero no debe pensar que tiene el monopolio: debe tratar de asociar a su labor a todos aquellos, creyentes o no, que se esfuerzan por el bien de la humanidad; y, viceversa, ha de asociarse ella a todo movimiento o iniciativa no cristianos que tiendan a ese bien, reconociendo el Espíritu dondequiera se encuentre. Tiene que tomar como suyo todo lo que signifique afirmación de la libertad y dignidad del hombre, toda nueva posibilidad de crecimiento y maduración humanos. Así continuarán la obra iniciada por Jesús, el modelo de Hombre.

La propuesta de Jesús implica, por tanto, que los cristianos no pueden formar una iglesia de fieles pasivos, dedicados únicamente a cumplir con sus supuestas obligaciones para con Dios y esperando que sea él quien lo solucione todo. Dios no absorbe al hombre, lo proyecta hacia los demás; no monopoliza la actividad, sino que dinamiza al ser humano y lo potencia para actuar; no retrae al individuo de la historia, lo sumerge en ella; no le hace despreciar lo existente, obra divina, quiere que lo ame y se sirva de ello para llevar a término la obra de la creación. Lo que Dios quiere de todo ser humano, y muy en particular de los que siguen a Jesús, es el interés y el esfuerzo, cada uno en la medida de sus posibilidades y circunstancias, por crear un mundo más humano, por elevar el nivel de madurez de la humanidad, por favorecer el avance de la hominización. Hay que colaborar al éxito del Dios creador esforzándose porque su creación, de la que el hombre es el máximo exponente, llegue a su pleno desarrollo; hay que colaborar al éxito de Dios Padre, ayudando a que los hombres hagan la opción necesaria para poder ser y llamarse hijos suyos y acrecienten su parecido con su Padre del cielo.
Jesús señala la meta: construir una sociedad digna del hombre, es decir, justa, libre y creativa, próspera y sobria, solidaria y feliz, una comunidad humana, el reino de Dios en la tierra, que, entrelazada por las diversas manifestaciones y grados del amor fraterno, estimule a los seres humanos a avanzar en su realización y plenitud personal.

 Al mismo tiempo, Jesús identifica los obstáculos o impedimentos a la realización de ese proyecto, obstáculos que hay que sortear o derribar; son los falsos ideales de realización humana: las ambiciones egoístas de riqueza, prestigio y poder. Pero, como se ha dicho, no traza el itinerario que lleve infaliblemente a la meta: encontrar caminos y soluciones es cosa de los hombres, aunque contando siempre con su ayuda y su fuerza. Toca a los hombres construir su mundo. Él no ofrece soluciones o recetas: su labor es potenciar al ser humano, para que vaya creándose una humanidad vigorosa, amorosa, libre, dispuesta a entregarse para procurar el bien de todos. No hay salvación meramente individual; la salvación de cada uno, que comienza en este mundo y es la plenitud de vida, se consigue tanto más eficazmente cuanto más humana sea la sociedad en que vive.


Actividad socio política

 La gran preocupación de los cristianos comprometidos es hoy la labor por la justicia social y, en particular, por mejorar la condición de los oprimidos y asimismo la de los marginados y más desfavorecidos en el seno de una sociedad próspera. Esa labor pretende eliminar los obstáculos externos que impiden o coartan el crecimiento humano.

 Nadie puede ignorar o subestimar la necesidad de esta clase de esfuerzo, pero hay que notar que la preocupación y la labor por la justicia social no es exclusiva de los cristianos ni tampoco necesita la inspiración cristiana para existir '3; es por sí misma objetivo de cualquier persona que viva la solidaridad humana y sea sensible a las situaciones de opresión y de miseria. De hecho, el interés por la justicia social se ha despertado entre los cristianos a consecuencia de acontecimientos relativamente recientes, inspirado por las iniciativas de movimientos políticos o sindicales. Los problemas de la justicia social buscan solución a su propio nivel y desde el punto de vista humano, sin necesidad de apelar a Jesús.

 Es innegable, sin embargo, que la labor por la justicia puede ser superficial y tener resultados decepcionantes y efímeros. El mero bienestar no contribuye al crecimiento personal. Los hombres pueden salir de una condición infrahumana, pero, si no cambian muchas de sus actitudes, quedará una injusticia soterrada que volverá a manifestarse y a infectar la sociedad.
En realidad, la acción social es urgente e imprescindible, pero, siguiendo el ejemplo de Jesús, debe tender a lo más importante, el cambio interior del hombre. Jesús no se conforma con una justicia social externa, quiere transformar a la persona y hacer así posible un cambio duradero de sociedad: la justicia, faceta del amor, debe dimanar del interior de cada ser humano, no ser impuesta desde fuera. No le basta tampoco a Jesús que el hombre sea más o menos feliz en este mundo, quiere llevarlo a su pleno desarrollo comunicándole una vida que supere la muerte.

Es decir, no hay que contentarse con suprimir obstáculos estructurales. Y aunque a menudo lo más urgente sea sacar a los hombres de una situación infrahumana, para restablecer su dignidad y darles posibilidad de opción libre, lo más importante es siempre el desarrollo personal. En el episodio evangélico del endemoniado geraseno (Me 5,2-20 parr.), donde se describe la situación desesperada de los esclavos en rebelión, que pretendían vanamente subvertir por la violencia la situación opresora, la lección es clara: Jesús restituye al hombre su dignidad de persona y es eso lo que causa a la larga la ruina del sistema opresor, representado por la gran piara de cerdos que se precipita acantilado abajo en el mar.
 En otras palabras, hay que derribar todo lo estructural que impide el desarrollo humano (opción por la justicia); pero también eliminar todo obstáculo personal y fomentar lo positivo del hombre, estimulando su realización (opción por la plenitud). Si la plenitud humana se basa en el amor a todos, hay que eliminar todo lo que se oponga al amor y solidaridad en el individuo y, en consecuencia, en la sociedad. El proceso personal es más rápido: el individuo puede cambiar de actitud, aunque queden residuos de su pasado; el social es más paulatino, y se realiza por la transformación de la relación humana y el crecimiento de la solidaridad, que van creando nuevas estructuras sociales, y, siempre y donde sea necesario, mediante la presión y la denuncia, que exigen otro modo de vivir en sociedad.

 Por tanto, concebir como el objetivo primario y distintivo de los grupos cristianos una acción social o política impersonal es una visión parcial e incompleta que reduce el campo de su misión. Significa atribuir al punto de partida la categoría de meta. Por eso Jesús no acepta para sí el papel de un líder que impone la justicia; quiere el cambio interior y la maduración del hombre, quiere que la justicia social nazca de la confluencia de las justicias individuales. Mientras sigan vivas en los hombres las raíces de la injusticia, es decir, los egoísmos y las ambiciones, el desarrollo humano se verá obstaculizado y no habrá verdadera ni duradera solución para la sociedad.

Actividad específica cristiana

 Del ser y del ejemplo de Jesús se deduce que la actividad propia de la comunidad cristiana mira siempre a la plenitud de vida del hombre; su objetivo es fomentarla y ayudar a crecer en calidad humana. El cristiano y la comunidad tienen que tender a ese objetivo trabajando para elevar el nivel de desarrollo personal y la madurez de sus semejantes. Una acción social que prescinda de eso se queda corta, no tiene en cuenta lo principal.

 No basta, por tanto, cualquier servicio a los demás, hace falta el servicio que es expresión de amor, único modo de comunicar vida. No basta actuar con el cerebro y las manos, hace falta poner el corazón. Ahí está la diferencia entre quedarse en lo externo o tocar lo íntimo. Solamente una actividad así puede ayudar a los otros en el terreno de su maduración personal.

 En la versión de Jn del episodio de los panes (6,1-13), es Jesús quien, como un sirviente (amor – entrega - servicio) reparte el pan (amor - solidaridad) (Jn 6,11). No vale el amor sin pan ni el pan sin amor. Con su gesto, Jesús invita a la multitud a la entrega y la solidaridad. No se contenta con hacer el bien: quiere llevar a aquellos hombres a hacerse corresponsables del bien de los demás, ensanchando así el ámbito del amor y su fruto; esa opción asegura el doble alimento, el perecedero y el permanente: el pan, que mantiene la vida física, y el amor, que garantiza una vida definitiva (Jn 6,27).

 En paralelo con la de Jesús, la actividad cristiana no insiste sólo en el derecho del más desfavorecido a recibir, sino también en su compromiso de hacer y de dar, asociándose a la tarea común. No busca sólo una sociedad próspera, sino una sociedad nueva, en la que no domine el egoísmo, en la que el bienestar sea solidario y compartido.

 El Padre y Jesús comunican al hombre su amor vivificante; el hombre debe comunicar a otros ese amor. La actividad que demuestra amor invita a otros a amar, y el amor es vida. Toda la actividad del cristiano, en todas sus etapas, debe estar impregnada de amor, para ir comunicando vida desde el principio. El amor se traduce en servicio, que derriba barreras y demuestra la sinceridad; la prepotencia aleja y hace sospechar de otros intereses; el paternalismo humilla.
 El individuo y la comunidad cristiana, en los que habita el Espíritu, puede y debe comunicar a otros la vida que ella tiene. Sin eso, su actividad quedará en una acción externa de aliviar miserias, subsanar deficiencias o cambiar estructuras, sin sanar ni vitalizar lo profundo del hombre ni promocionarlo. Si la línea de desarrollo humano es el amor, una actividad sin amor no desarrolla ni al que la recibe ni al que la ejerce.

Raíz de la actividad
  Por otra parte, la labor de comunicar vida requiere estar unido a la fuente de la vida, el Padre presente en Jesús. Así lo afirma explícitamente el evangelio de Juan en el símil de la vid verdadera cuando va a tratar de la misión de los discípulos: «sin mí no podéis hacer nada» (15,Sb). No quiere decir el evangelista que el discípulo no pueda ejercer ninguna actividad, incluso benéfica; se refiere a la labor específicamente cristiana, la comunicación de vida («el fruto»). Para ella se requiere la unión con Jesús: si no existe el flujo interior del Espíritu-vida entre Jesús y los suyos, la actividad de éstos no puede ayudar a la renovación del hombre. El mero voluntarismo sin vivencia producirá un fruto superficial, no ««un fruto que dure» Un 15,16), y puede desembocar en un activismo estéril.
 A partir del momento en que, por la adhesión a Jesús, el hombre recibe el Espíritu, ya no hay dos principios de acción, Dios y el hombre, que convergen en la obra, sino uno solo: Dios en el hombre y el hombre en Dios 1'. Cuanto más estrecha sea esta unión, tanto mayor será el fruto de vida que produzca. En la tradición espiritual cristiana se ha llamado «ser contemplativos en la acción» a estar iluminados en la actividad por la presencia del Señor que la sostiene y colabora en ella. Esto exige que la adhesión a Jesús no sea solamente intelectual ni se viva desde fuera; ha de ser vivencia interior, punto de partida de la acción y permanente contacto. Esa adhesión/amor a Jesús lleva al amor a los demás; sin ella no hay impulso interno, sólo voluntad seca
 Los cristianos, en su actividad en favor del desarrollo y plenitud del hombre, han de estar persuadidos de que están realizando el designio del Padre y deben mantener viva esa confianza en medio de las dificultades recurriendo a él sin desfallecer (Le 18,1-8). El recurso a Dios los afianzará, impidiendo que aflojen en la tarea, a través de la cual el Padre actúa. No hay que descorazonarse por la demora de un cambio social ni dejarse inquietar por la impaciencia: el cambio de situación es consecuencia de la maduración de los individuos, objeto de la labor cristiana; maduración que tiene su propio ritmo y no puede acelerarse milagrosamente.


Iniciativa y creatividad cristiana
  Para llevar adelante esta labor no existen fórmulas. La realidad personal y la social son muy complejas y ambiguas. El evangelio expone solamente criterios que permiten discernir lo que es conforme al modelo y a los valores de Jesús y que, como tal, contribuye al bien de la humanidad. Será tarea de los cristianos buscar los cauces para la eficacia de esa actividad en cada circunstancia y actuar en consecuencia.
 De hecho, Jesús no da normas: propone un ideal de plenitud que debería entusiasmar al hombre e indica el camino, el del amor activo, que ha de encontrar en cada época y pueblo sus líneas de acción más eficaces. En el terreno de la ciencia, el hombre ha ido adquiriendo trabajosamente nuevos conocimientos que redundan en beneficio de la humanidad. Tras innumerables crisis sufridas al tropezar con nuevos datos, las leyes o principios científicos no se conciben ya como inmutables, sino como teorías o hipótesis de trabajo siempre sujetas a verificación y rectificación. En presencia de un fenómeno antes reputado «imposible», la ley se ve forzada a cambiar de enunciado. Es una ley humilde en su búsqueda, no un oráculo pretencioso '9. El mismo proceso ha de tener lugar para afinar el desarrollo ético y procurar el crecimiento y maduración del género humano, línea maestra de su evolución. La propuesta y la acción de Jesús pretenden acelerarla, pero no dispensan al hombre de la búsqueda y del esfuerzo.
 Eso indica la apertura que debe ser propia de los cristianos. Un dicho rabínico afirmaba: «Lo que no está en la Torá (la Ley mosaica) no existe en el mundo», ateniéndose a la idea de un mundo cerrado, de un orden establecido por Dios de una vez para siempre. Nada más opuesto a la actitud del cristiano: el mundo, el hombre, la sociedad, deben ir cambiando, creciendo, subiendo de nivel; por eso, el mensaje evangélico no pretende agotar la realidad, todo lo contrario: señala direcciones para la construcción de un orden nuevo, pero ellas no bastan para enfrentarse con las circunstancias concretas y cambiantes de la historia, individual o colectiva. La comunidad cristiana, en colaboración con aquellos que participan del mismo ideal, deberá echar mano de todos los recursos de conocimiento y actividad a su alcance.
 En otro tiempo los principios éticos o morales eran patrimonio de la religión; pero, a lo largo de los siglos, la sociedad ha ido asímilándoselos hasta considerarlos suyos y elaborarlos por sí misma. Existe una ética civil, aspecto de la mayoría de edad alcanzada por el hombre. La sociedad moderna no depende ya de la religión para dictaminar sobre lo que es bueno o reprobable; se ha creado o se va creando su propio acervo de principios que definen su criterio ético o moral, apoyándose a menudo en las ciencias que cultiva. Al ir conociendo mejor su propia naturaleza, el ser humano va entendiendo sus líneas de desarrollo y las posturas éticas que comportan. Lo que antes se creía por imperativos de fe, se va descubriendo ahora por madurez de la razón.
 Por eso, es indispensable para los cristianos el diálogo con el resto de la sociedad acerca de lo que es bueno o malo para el hombre y su desarrollo, sin rehusar que antiguas exigencias morales se sometan a la inspección de una investigación seria. El problema común es cómo hacer de este mundo una sociedad libre y fraterna, y los cristianos han de aceptar que sus propuestas estén sujetas a verificación; sólo si salen corroboradas por los resultados de los análisis, podrán considerarse aportación válida a la construcción de un mundo humano.

Universalidad
 En toda época y, según parece, en todos los pueblos, ha existido la idea de ser «el pueblo escogido» por sus dioses. Pero también en el mundo moderno secularizado puede infiltrarse subrepticiamente esta idea. Tal puede ser el caso de los países desarrollados respecto a los de precaria condición económica o cultural. Los primeros parecen creer que el bienestar de que gozan es un privilegio natural para ellos que debe incrementarse indefinidamente, y que la miseria que sufren otros países o pueblos es sencillamente su lote histórico. Se ha trasladado la noción teológica de «pueblo escogido» al terreno secular.
 El evangelio previene contra esa pretensión. El episodio del paralítico (Me 2,1-13 parr.), ya analizado 21, señala ser misión de los seguidores de Jesús promover la igualdad de los pueblos, mostrar que el amor universal de Dios no autoriza desniveles insultantes, que no hay razas, naciones, pueblos o sociedades que puedan considerarse privilegiadas por derecho propio. Todo racismo, exclusivismo y orgullosa superioridad son contrarios a Dios. No hay entre los pueblos quienes sean por designio divino superiores o inferiores, y es labor de los cristianos esforzarse por equilibrar situaciones, por procurar que el desarrollo humano y la plenitud de vida sean patrimonio de todos.

Libertad
 La libertad con que actúa el Hijo del hombre, como superior a toda Ley, es un ideal para el individuo y para la comunidad cristiana. Pero no es una libertad sin objetivo. Por eso hay que distinguir claramente entre liberación o adquisición de la libertad (libertad de), acto o proceso de duración limitada, y libertad o autonomía permanentes en la decisión y en la actividad o la expresión (libertad para). La libertad es un valor por ser la condición indispensable para la creatividad, iniciativa y desarrollo del hombre. Como en Jesús, su objetivo es comunicar vida.
 Cuando se habla de libertad se incluye la de opción, que desarrolla la responsabilidad, pero, una vez hecha la opción por el amor activo a los seres humanos, opción fundamental que orienta la existencia, la que ha de ejercitarse sobre todo es la libertad de acción o expresión personal, que realiza en obras el impulso interior, afianzándolo, desarrollándolo y alumbrando en el hombre nuevas posibilidades.
 El seguidor de Jesús conoce la libertad por la experiencia del amor del Padre, que, al descubrirle la realidad de Dios, relativiza todo lo demás y lo hace aparecer secundario 24; el amor del Padre, que ve encarnado en Jesús, ocupa el primer plano, es lo único importante para ser vivido y comunicado, por lo que no aceptará trabas que le impidan la entrega.
 Sin embargo, el proceso de crecimiento en la libertad encuentra no pocos obstáculos en la persona misma: las dependencias y tutelas interiorizadas y los miedos más o menos paralizantes que tienen sus raíces en el pasado personal, y que se disfrazan a menudo de piedad o fidelidad. Son los residuos en cada uno del «pecado del mundo» (Jn 1,29), es decir, de la sumisión a ideologías mutiladoras que imponen la renuncia a la propia autonomía e inteligencia, a ejercer el espíritu crítico y a asumir las propias responsabilidades, impidiendo con ello la maduración personal según el proyecto de Dios.

El desarrollo humano se identifica con el proceso de personalización frente a la falta de personalidad y de criterio, frente a la masificación y al gregarismo. Y ese proceso, que va en la línea de la plenitud, va teniendo pasos experimentables, que producen una profunda alegría.
 Por eso, el cristiano no debe actuar como un «mandado» que descarga su responsabilidad en el que lo envía; ha de hacerlo cada vez más por convicción interior, afianzada por el Espíritu. El mensaje de Jesús no ha de ser para él algo externo, debe asimilarlo hasta hacerlo propio 16. Lo que se hace por voluntad ajena no desarrolla al hombre, puesto que lo priva de decisión y responsabilidad. El hacer del cristiano no significa actuar por sumisión a la voluntad divina, lo que lo llevaría a una dependencia infantil, sino por convencimiento personal. No se le imponen obligaciones, se le piden actitudes. Tiene que despojarse de una vez del sentido de un deber impuesto desde fuera; lo suyo no es actuar como niño, sino como persona hecha.
 El texto que enuncia la plena libertad del Hijo del hombre (Mc 2,28 parr.) alecciona a la comunidad cristiana:
 En Mc, la advierte antes del peligro de caer en el legalismo, como sucedió en el pueblo judío. En efecto, el principio enunciado por Jesús para definir el papel de la Ley judía (Mc 2,27: ,«No existió el hombre por el precepto, sino el precepto por el hombre») es válido para toda ley humana: una normativa tiene valor si está al servicio del hombre, y la que no respete este principio es opresora. Luego propone el ideal propio del ser humano, ideal encarnado en Jesús, el prototipo de Hombre: actuar impulsado por el amor a los demás, sin depender de normas exteriores (Mc 2,28 parr.: «Señor es el Hijo del hombre también del precepto»); es decir, la línea de desarrollo de la persona está en el ejercicio de una libertad que abre el campo a la actividad del amor.
 Existe una clara tensión o, al menos, distancia, entre la realidad del hombre y del cristiano y el ideal representado por Jesús. El grado de madurez de cada uno, que depende de la medida en que secunde el impulso del Espíritu en él, determina su posibilidad de actuar con libertad plena.


Ley y Espíritu
 Se da una oposición entre el régimen de Ley y el del Espíritu: la ley moral externa sirve para encauzar la conducta aunque falte el amor; es restrictiva, coarta la libertad y prescinde de la idiosincrasia del individuo. Un ejemplo clásico y minimalista de esta ley son los mandamientos éticos del Decálogo promulgado por Moisés.
 Una ley moral estática, al mismo tiempo que da forma a un sistema, lo fosiliza, porque no prevé la evolución del ser humano ni sus posibilidades de maduración. De hecho, en una interpretación legal y casuística al estilo de la farisea, la ley religiosa programa la vida del hombre y se convierte en instrumento de opresión. Conforme a ella, todo está determinado, ya sea por imposición o por prohibición. Con esto, no deja ámbito a la responsabilidad de la decisión, anula la iniciativa y la creatividad humanas, impidiendo el crecimiento personal. Mantiene así al ser humano en el infantilismo, tanto más cuanto que ella se coloca en un universo numinoso y se apoya en una autoridad divina inapelable, que la convierte en palabra temible, en un super-yó divino aplastante.
 Por supuesto que los guardianes de la Ley religiosa no la presentan como el aprisionamiento de la libertad, sino como puerta de la salvación„ pues delimita la frontera del pecado y enseña al hombre cómo mantenerse en el favor divino. Pero como esa ley no toca el corazón ni transforma al hombre, el pecado resulta inevitable "'.
 Por otra parte, la ley religiosa, que crea un universo cerrado, es refractaria a toda idea de evolución, y se presenta como una fatalidad lógica: siendo el hombre lo que es, no hay más que ley o caos, no hay más que observancia o pecado; no concibe una maduración del hombre que la vaya haciendo innecesaria. Cuidando bien de inculcar al individuo la idea de su indignidad, la institución religiosa, mediante el prestigio de la Ley, a la que presenta como reflejo de la omnisciencia y omnipotencia de Dios, regula el miedo, obteniendo la sumisión.

 Jesús quiere liberar al hombre de la esclavitud de la Ley. Él no enuncia una moral casuística, al contrario, pone la calidad de su amor como meta a la que los suyos deben tender (Jn 13,34). Él mismo es el modelo, y su persona, la del Hombre-Dios, prototipo de Hombre, no puede ser abarcada por preceptos. Por eso, la conducta del cristiano no tiene su raíz en la fidelidad a un código escrito, ni siquiera a la letra del evangelio 31, sino en el conocimiento de la persona y del proyecto de Jesús y en el vínculo de unión y amor que, mediante la adhesión a él, crea el Espíritu. No ha de seguir una moral heterónoma basada en normas externas, sino una moral autónoma, que nace de la persuasión y el dinamismo interior y cuyo contenido no es vago ni amorfo, sino preciso: amar como Jesús ha amado. Por eso, el cristiano evitará necesariamente ciertas direcciones y seguirá otras. La sintonía que crea el Espíritu hace que el alimento del cristiano, como el de Jesús, sea cumplir el designio del Padre y realizar su obra (Jn 4,34), la de la plenitud humana.
 La mentalidad de la Ley choca también con el mundo nuevo que está surgiendo. De hecho, es una faceta del progreso de la humanidad el sentido de libertad y dignidad propia que va adquiriendo el ser humano. Todo lo que huela a autoritarismo le resulta sospechoso, y someterse sin más a normas impuestas le parece al hombre de hoy un infantilismo inaceptable; quiere ser libre para ir construyendo, aunque sea a través del ensayo y el error, sus valores morales.
 Esto no obstante, hay que tener en cuenta que los antiguos códigos morales representan el sedimento de una experiencia social; no contienen leyes caídas del cielo, abstractas e independientes de la historia, sino todo lo contrario: son resultado de una historia, acervo de datos, destilación de éxitos y fracasos, que se registraron para orientar la conducta. Aparte de lo prohibido por ser dañino en todo tiempo o en alguna circunstancia particular, los códigos, más que enunciar obligaciones, suministran un compendio de experiencias pasadas que pueden ser útiles para una decisión responsable. Son panorámicas de la vida que señalan caminos prometedores e identifican sendas peligrosas, aunque habrá que mantenerlos al día, rectificando itinerarios o trazando otros según las nuevas aspiraciones humanas y los nuevos problemas.

Obstáculos al Espíritu
 La ley religiosa representa, pues, una etapa primitiva o propedéutica, un estadio infantil (Gál 4,1-5). Sin embargo, para prescindir de ella, sin que esto suponga el caos o la anarquía, hay que estar guiado por el amor‑Espíritu. Pero hay obstáculos: las actitudes interiores contrarias al amor impiden secundar la acción del Espíritu en uno mismo y ejercer una libertad constructiva. Son signos de la inmadurez de la persona, y entre ellas están el dogmatismo y la intransigencia, la intolerancia y el fanatismo, formas de la violencia. Por apego a una doctrina o principio se excluyen del propio amor los que no los profesan, llegando a la hostilidad y al odio; se cultivan animadversiones; se difama al que se considera adversario; se clasifica a cierta gente en la categoría de los «malos» y se rompe con ellos. Con el dogmatismo, se busca humillar a otros en nombre de la verdad, o imponer a otros la propia verdad, sin entender que lo que se considera verdadero puede ofrecerse, pero nunca imponerse.
 La falta de amor y de madurez se manifiesta también en los juicios sin equilibrio ni mesura. Inmadurez delatan igualmente la condena global y el pesimismo derrotista, incapaces de apreciar lo positivo. Un conocimiento que prescinde del amor ignora las posibilidades del hombre; en el mejor de los casos, se queda en lo que el hombre es, pero no descubre lo que puede ser. Hay una lucidez perversa, una visión negativa, que escruta sin amor el mundo y la humanidad. Y, sin embargo, también la clave última del conocimiento está en el amor: no se conoce la realidad de Dios más que experimentando su amor, ni la realidad del hombre más que mirándolo y tratándolo con amor, ni la del mundo más que concibiéndolo como expresión y destinatario de amor. El ser humano sólo estará en sintonía con el Espíritu cuando vea en Dios al Padre, considere a todos sus semejantes como hermanos y al mundo como don.
 En el fondo, estos signos de inmadurez traducen formas de violencia interior, manifestadas externamente con mayor o menor virulencia. Todo el mundo, puede decirse, abomina y deplora la violencia extrema que aparece en los actos terroristas, en las crueldades de las guerras, en las matanzas con el pretexto que sea. Pero esa violencia no es más que el exponente máximo de la violencia cotidiana existente en las relaciones humanas de todo género, incluso en el seno de la familia, y manifestada en los juicios inmisericordes sobre personas, en las rivalidades, en el deseo de revancha o de venganza, en los sectarismos o partidismos excluyentes. Y esta violencia nace, a su vez, de las actitudes interiores de los individuos, de las adhesiones acríticas y fanáticas a principios o ideologías, del rencor alimentado, de la distinción de los demás en amigos o enemigos. Se debe, en suma, a la falta de un amor universal. Socialmente se condena el terrorismo, pero se toleran e incluso se fomentan la animadversión y el sectarismo de los que nace..

Mientras subsista una ideología de violencia y dominio, que puede buscar apoyo incluso en no pocos pasajes de la Escritura, no se está en sintonía con el Espíritu de Jesús.
 (La idea del Dios violento pertenece a la mentalidad primitiva, a épocas en que los hombres no eran aún capaces de concebir una victoria que prescindiese de la violencia. La fuerza se demostraba aniquilando al enemigo. Baste recordar la muerte de los primogénitos de Egipto por obra de un agente de Dios (Ex 12,30); para exaltar la fuerza liberadora de Dios se coloca como trasfondo una multitud de cadáveres. Pensaban que Dios actuaba como los hombres. Sublimando la fuerza divina a partir de un modelo humano, imaginaron un Dios ciertamente más fuerte que el Faraón, pero también más violento y más injusto que él. Lo mismo puede decirse de los episodios de la conquista de Canaán: se interpretó ésta como la ejecución de un mandato divino de exterminar a los habitantes del país para hacer lugar a Israel (Dt 20,10-20), atribuyendo a Dios una tremenda violencia contra pueblos que no tenían más culpa que 1a de habitar en su propia tierra. En no pocos salmos aparece el tema de los enemigos que persiguen al salmista; éste no pide a Dios solamente que lo defienda y lo libre, sino, a menudo, que destruya a sus enemigos y los elimine (Sal 10,15/9,36; 17/16,13-14; 21/20,9-13; 35/34,1-8; 58/57,7-11; 59/58,12-14; 64/63,8-10; 69/68,23-26; 70/69, 2-4; 71/70,13-24; 83/82,10-19; 109/108). Resulta chocante que no se pida a Dios que los enemigos, en vez de desaparecer aniquilados, dejen su maldad y se conviertan. Cf. Mateos, La Utopía de Jesús 165-168; Barbaglio, ¿Un Dios violento? en Il Dio violento (Servitium 67) 1990, se encontrarán varios artículos sobre el tema y en Mateos-Camacho, Evangelio, figuras .t, símbolos 168-174.)
  Aun en quienes se declaran enemigos, el cristiano tiene que ver la posibilidad de que lleguen a ser hombres plenos. No debe buscar ni desear el enfrentamiento, y, mucho menos, sentir hostilidad, sino que, en la medida de lo posible, debe ayudar a esas personas a realizarse.

Espíritus inmundos y demonios
 Es lamentable que la exégesis haya profundizado poco en el significado de los «espíritus inmundos», cuyo sentido no literal queda de manifiesto al constatar que en el evangelio de Juan no aparece ni un solo caso de posesión. Los «espíritus impuros o inmundos» eran figuras tradicionales que los evangelistas sinópticos usan en contraposición al Espíritu de Dios 35; si éste hace al hombre libre, aquél lo esclaviza; si éste lo desarrolla, aquél lo merma; si el .Espíritu Santo» es fuerza de amor, su opuesto, el «espíritu impuro» es fuerza de odio y de violencia. Puede describirse como una tensión o pulsión interior que se manifiesta exteriormente cuando algún hecho, sea dicho o acción, choca contra la mentalidad del poseído; entonces se desata su violencia. Si la conducta violenta es habitual y pública, se denomina en los sinópticos «demonio» y, al que la manifiesta, «endemoniado».
 El sentido más profundo de estos «espíritus» y el que les vale su calificación de «impuros o inmundos» por oposición al «Espíritu Santo», es que son fuerzas y fanatismos que impulsan al odio y, por tanto, diametralmente opuestos al amor universal de Dios y aborrecibles para él: de ahí que se incluya en ellos la ideología nacionalista judía, que despreciaba u odiaba a los otros pueblos, cultivando el deseo de venganza y dominio sobre ellos (Mc 1,23 parr.). Este fanatismo cristalizaba entre los judíos en la expectación del «Mesías hijo de David», es decir, de un rey que, a semejanza de David, sería un guerrero victorioso que daría el triunfo a la nación y sometería a los pueblos enemigos 36.
 Paralelamente, entre judíos y paganos, el «espíritu inmundo» designa el fanatismo de odio y violencia existente en ciertas capas sociales contra sus opresores, a los que pretendía destruir (Mc 3,11; 5,2ss para; 9,14ss parr.).
 Traducido a nuestro lenguaje, el «espíritu inmundo» es un impulso interior de hostilidad e intransigencia, dispuesto a saltar como un resorte, que no admite diálogo, que se expresa en juicios extremos, en reacciones violentas, en deseos de castigo, en rechazo de toda comprensión, en imposición, partidismo y parcialidad. En su colmo llega a alegrarse de que algo en sí bueno fracase o no funcione si está patrocinado por un adversario o, viceversa, a dolerse si funciona. Los que así actúan no conocen al Dios de Jesús ni tienen su Espíritu.
 Raro es hoy día el que no se declara pacifista y dispuesto al diálogo; es la moda, pero frecuentemente son sólo palabras. El pacifista de boquilla no lo es a menudo en su manera de actuar; el que se profesa dialogante se encabrita ante la primera objeción. Para madurar según el modelo que Jesús propone hay que ir expulsando de uno mismo ‑con paciencia‑ todas esas taras que impiden la sintonía con el Espíritu y el propio desarrollo. Sólo así irá siendo el hombre «señor del precepto».
 Condición para eliminar esos obstáculos es reconocer su existencia, para luego, ir asimilando el mensaje de Jesús mediante el contacto interior con su persona en una oración de presencia y unión, desde la sincera realidad del propio ser. De este modo, el amor‑adhesión a Jesús va produciendo una identificación progresiva con él y permite la acción del Espíritu en lo más íntimo del hombre.
 El cristiano, como 'ningún otro ser humano, no puede vivir de ilusiones ni conformarse con frases brillantes. No basta con decir que uno está por encima de la Ley/norma; ésta se irá haciendo innecesaria en la medida en que el amor de cada uno vaya siendo más verdadero y universal y se convierta de hecho en el principio inspirador de la conducta. No hacen falta palabras ni declaraciones pretenciosas, sino realización efectiva. No es verdad lo ideado, sino lo vivido.

Normalidad de vida
 Como se ha visto, otro aspecto de la libertad plena del Hijo del hombre es su armonía con la creación, que le permite usar y disfrutar de sus bienes (Mt 11,18‑19: «Vino Juan, que ni comía ni bebía... viene el Hijo del hombre, que come y bebe...», cf. Le 7,33­34); esto excluye para el cristiano la vida ascética normativa según los modelos tradicionales.
 Este pasaje, que se encuentra solamente en Mt y Le, los dos sinópticos más tardíos, puede haber sido insertado para reaccionar contra rigorismos ascéticos tradicionales persistentes en determinadas comunidades cristianas, con riesgo de hacer impracticable el cristianismo para la mayoría de la gente. Los dos evangelistas afirman que el puritanismo ascético no contribuye al desarrollo humano. No aprecia ni agradece los dones que Dios ha creado para el hombre; es, además, elitista, crea un círculo cerrado al que no tienen acceso los que viven en la normalidad.
 Jesús, en cambio, se abre con su conducta a todos los hombres, se acerca a la gente, incluso a la escoria de la sociedad. Se comporta de modo que nadie se sienta cohibido ni menospreciado. Hace suyo todo lo humano que puede aproximar a los demás hombres. El texto enseña, pues, a los seguidores de Jesús que no deben respetar las prescripciones u observancias que sean obstáculo a la comunicación humana, que han de presentarse ante los otros como gente sin pretensiones de ejemplaridad, que no han de singularizarse por prácticas peculiares que creen una barrera con los demás. Lo primero y principal es poder acercarse con sencillez a todos los hombres para ayudarles en su crecimiento; todo lo que lo impida debe ser descartado, pues se opone a la práctica del amor y, por ende, cierra el acceso a la plenitud.
 No hay que olvidar, sin embargo, que la madurez humana incluye la autodisciplina (Me 9,43‑49 parr.), en los terrenos y en la medida en que cada uno la vea necesaria. Teniendo como norma suprema la labor en pro de la humanidad, que comporta la difusión del mensaje del Reino, es decir, la propuesta utópica de un hombre nuevo y una sociedad nueva, el cristiano habrá de organizar su vida para ser eficaz en ese propósito: lo que retrase su propia marcha hacia la plenitud, lo que le impida la comunicación humana, lo que por culpa propia cause la ineficacia de su acción, deberá irlo eliminando ‑sin crispación ni amargura‑ por amor a sí mismo y a esa humanidad a la que pretende ayudar.

Servicio
 El texto sobre el servicio del Hijo del hombre, común a Mc (10,45) y Mt (20,28) indica el clima de ayuda mutua que ha de existir en la comunidad (cf. Lc 22,27). Estando bajo el signo del Hijo del hombre, que «no ha venido a ser servido, sino a servir», la ayuda tiene como objetivo central el crecimiento humano de los miembros de la comunidad, basado en la experiencia del amor mutuo y en la dedicación propia del amor activo.
 Por otra parte, tampoco la labor fuera de la comunidad puede hacerse con espíritu paternalista, sino ayudando desde su nivel al que necesita liberación (Mc 10,44 par.: «siervo de todos»; 10,45 par.: «para dar la vida en rescate por todos»).
 Al formular la labor cristiana en términos de «servicio», los evangelios indican la actitud propia de los cristianos en su trabajo en favor de la comunidad y de la humanidad: es una actitud sin pretensiones de superioridad o dominio ni aires de paternalismo, sin ostentación ni reivindicación de méritos; señala un hacer callado, modesto, sin espectacularidad, para fomentar y hacer más feliz la vida de los demás.
 En una civilización que, en lugar de homogeneizarse, se hace cada vez más heterogénea, la labor de servicio requerirá más y más la iniciativa y la inventiva de los cristianos. Estos, individual y comunitariamente, están llamados a ser factor de cambio en la sociedad en que viven, según el ámbito de sus posibilidades: desde la mejora de la relación humana en el entorno de cada uno, hasta la acción conjunta para remover obstáculos o para promover el desarrollo de todos y, en particular, de los que más lo necesitan. Su labor no ha de hacerse cara a la galería, ha de ser productiva, profunda, como una levadura en medio de la sociedad; una acción que, por su tenacidad, vaya haciendo fermentar la masa amorfa (Mt 13,33 par.).
 En todo caso, los cristianos han de esforzarse por cambiar los valores insolidarios que dominan en la sociedad, en primer lugar la exaltación de la riqueza y del éxito económico como ideales de vida. Han de estar con los pobres y contra la pobreza.
 Estas formulaciones son genéricas, pero pueden servir de acicate para la iniciativa de la comunidad cristiana en cada momento histórico. Refiriéndose al servicio a la humanidad esclavizada, en nuestra época se presenta con gran agudeza el problema del mundo subdesarrollado, que muere o malvive por falta de medios de subsistencia y, a veces, sin esperanza de que la situación mejore. Y esto, al lado de una sociedad de lo superfluo y del derroche.

No hay duda de que, como todos aquellos que se interesan por la humanidad, también la comunidad cristiana tiene que sentir el desgarro de esta situación y el deseo de encontrar soluciones para ella. Es un dato positivo que no pocos individuos y grupos cristianos ayudan a los pueblos del Tercer Mundo, muchas veces a través de organizaciones no gubernamentales, y, lo que es más, que esta ayuda, lejos de disminuir, aumenta. Esto muestra un cambio progresivo de actitud: del individualismo se va pasando a la solidaridad.
 Otro dato positivo en el mismo sentido es el del voluntariado social, sea en el terreno médico, en el de la enseñanza, la agricultura u otros. Pero hace falta mucho más. En una época en que el progreso del conocimiento científico y técnico y la producción de riqueza avanzan en el primer mundo a pasos agigantados, habrá que procurar que los restantes pueblos, aun conservando sus peculiaridades culturales, no queden para siempre fuera del ámbito de la humanidad evolucionada. El cambio de civilización es fortísimo. Hay que preguntarse qué pueden hacer los cristianos en esta circunstancia, cómo pueden echar una mano en favor de los más desfavorecidos. Con toda seguridad hacen falta expertos y especialistas en muchos campos para poder ayudarles eficazmente a salir no sólo de la miseria material, sino con más razón de la pobreza humana, cuando exista, para que sean artífices de su propio desarrollo y para que éste no se haga canonizando el egoísmo y prescindiendo de la solidaridad. La verdadera liberación no se efectúa sólo a través de un cambio exterior o de una mejora de las condiciones económicas; requiere el cambio interior del hombre; éste lleva tiempo, pero si no se construye al hombre no se construye lo esencial.
 En los textos en que se describe la actividad del Hijo del hombre no se habla de evangelización, sino de una actividad vivificante desde una postura de servicio. En realidad, todo es evangelización, pues si ésta no se traduce en servicio, es vana. Hay que evangelizar a través de la promoción humana, de la ayuda desinteresada, de la solidaridad efectiva, en una palabra, del amor en cualquiera de sus manifestaciones.
 Por otra parte, al usar la denominación «el Hijo del hombre» en los textos que describen la actividad de Jesús, muestran los evangelistas que el crecimiento hacia la plenitud humana es para cada uno inseparable de su actividad para procurarlo en otros: al trabajar por los demás, se trabaja también para sí mismo. De este modo, puede decirse que el ejercicio de la misión realiza al ser humano: mientras trabaja por acabar la creación, el hombre se va creando.










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