El
ideal del mundo, su ídolo, es la triple ambición: dinero, honor, poder.
Eso estima y a eso aspira. La cima de las tres es el poder. Ellas
corrompen la sociedad, suscitando rivalidad y división. Nacen del egoísmo
y persiguen el éxito personal; el prójimo no interesa, es más, puede
ser estorbo para la consecución de los propios objetivos. En mayor o
menor escala, cada ambición supura enemistad, recelo y envidia, que se
traducen en zancadillas, intrigas o calumnias, bajeza y adulación.
En una sociedad que canoniza las tres ambiciones, la unión es
imposible. Por eso Cristo no pertenece al mundo; él no acepta tales
valores ni tal modo de ser. Lo muestra con su vida; al afán y la
seguridad del dinero opone la vida pobre y errante; contra el ansia de
prestigio y honores, no le importa arriesgar su reputación y deja que lo
llamen «comilón y borracho, amigo de recaudadores y descreídos» (Mt
11,19), «endemoniado y loco» (Jn 10,20); frente a la sed de poder,
rechaza las tentativas de hacerlo rey (Jn 6,15), silencia su título de
Mesías (Me 8,29-30) y rehúsa dar las señales que le habrían ganado el
reconocimiento oficial (Mt 16,1-4).
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