El
misterio de iniquidad: el Anticristo.
El Anticristo es la articulación del mal en
la historia. La Biblia lo llama simplemente el misterio de la iniquidad (2
Tes 2,7). El pecado penetra todas las dimensiones de la realidad. El
pecado no consiste tanto en el gozo del placer ilícito, ni está sólo en
la trasgresión de leyes o mandamientos, sino que su raíz consiste en la
voluntad de poder del hombre que se quiere autoafirmar e intenta imponerse
a sí mismo. El estatuto ontológico y creacional del hombre está
constituido por su permanente referencia a Dios.
Por eso no puede imponerse y
hacer de sí mismo el punto de referencia de sus relaciones. Es un enviado
del misterio de Dios; vive con la vigencia del vigor de Dios que le
concede poder saber, poder domesticar, poder hablar, poder articular la
realidad. Pero escapa a su poder la fuerza en virtud de la cual todo lo
puede. Hasta el mal que hace lo hace con la energía recibida del misterio
de Dios.
La dimensión-Anticristo es
la resultante de la voluntad del hombre de competir con Dios diciendo: yo
me decido, vivo y construyo por mis propias fuerzas. Desde el momento en
que la realidad dependa del hombre y él se haga centro de todo, surgirá
la hybris y el orgullo. La voluntad de poder genera la búsqueda de la
certeza; la búsqueda de la certeza crea la tendencia a asegurarse; esa
tendencia a asegurarse origina la represión; la represión causa la
injusticia y la injusticia fructifica en todas las formas de divisiones y
violencias, de rebeldías y de inhumanidades. Ese autoasegurarse del
hombre, con olvido de su imbricación en Dios aun en el acto de negarlo,
se puede articular a nivel personal. Entonces surge el egoísmo, la
envidia, el orgullo, el fanatismo de quien cree tener en sí los criterios
para juzgar a los demás, el fariseísmo de quien se escandaliza por los
desarreglos del mundo porque no percibe que esos desarreglos están en él
mismo y constituyen una dimensión de su propia realidad, remachada por él
y no aceptada en forma integradora. Este autoasegurarse se puede hacer
concreto a nivel de sociedad. Irrumpen entonces virulentas las ideologías
totalitarias. Se proclama la raza como absoluto. El lucro es considerado
como determinante. Se celebra la técnica como salvadora. El proletariado
es saludado como Mesías. La libido se entroniza como explicación
absoluta del dinamismo psíquico. El poder del más fuerte se constituye
en criterio de las relaciones entre los pueblos. El ansia de seguridad se
impone como precio del desarrollo. Estas ideologías tienen sus sacerdotes
y sus profetas; se encarnan en personas históricas que las asumen y
proclaman; consiguen generar toda una estructuración social y fundar una
historia propia.
Esa misma tendencia a la
seguridad se hace cuerpo también en la religión. Aparece entonces, no la
búsqueda de la verdad que es Dios, sino la certeza que idolatra un
sistema de proposiciones dogmáticas y canónicas, olvidando que el
misterio no se deja agarrar, que se substrae a todas las fórmulas y se
vela en cada revelación. Por eso no puede ser manipulado en función de
intereses religiosos o eclesiásticos. Si la religión puede hacer el bien
todavía mejor y es el lugar en 21 que el misterio se patentiza más diáfanamente,
cuando es manipulada y degradada a instrumento de poder, hace peor el mal, más
tiránico el fanatismo y más venenoso el odio.
Todo esto constituye la atmósfera
del Anticristo en la historia. Se opone radicalmente a la dimensión
“Cristo”. Ambos crecen justos; coexisten en cada hombre y en cada
situación social y humana. La misma Iglesia, según el lenguaje del
donatista Ticonio, contemporáneo de San Agustín, lenguaje que luego
recogerían otros Padres de la Iglesia, es un «corpus bipertitum»
(cuerpo bipartito), un «corpusmixtum». Posee dos lados como todo cuerpo,
uno derecho y otro izquierdo. Es Cristo y Anticristo, Jerusalén pura y
Babilonia adúltera, «casta meretrix», como decía Agustín con fuerte expresión, o negra y
hermosa, con las palabras del Cantar de los Cantares (1,5) aplicadas a la
Iglesia. Es Cristo porque en ella mora la gracia, cunde la salvación y
está presente el Resucitado. Pero aparece también como Anticristo en
cuanto que en ella viven pecadores, se estancan estructuras de poder en
vez de servicio y domina la lectura dogmática del derecho canónico y la
lectura canónica de los dogmas. Eso significa que en ella también crece
el Anticristo hasta el momento de la gran «discessio» (escisión y
separación) cuando ocurra la definitiva «revelatio» y parusía de
Cristo. La misma función del Papado no escapa a esta profunda paradoja,
ya presente en la figura de Pedro. El es la piedra de Dios sobre la que se
construye la Iglesia (Mt 18,18) y al mismo tiempo escándalo, «Satanás»
(Mc 8,33) que se opone a los designios de Dios. Este aspecto nos ha sido
recordado modernamente con sin igual claridad por el gran teólogo católico
Josef Ratzinger («Das neue Volk Gottes», Düsseldor.f 1970).
La fe realista y fuerte sabe
mantener esa tensión entre Cristo y Anticristo. Tal es la condición del
«homo viator» hasta el término de su camino. Esa ambigüedad inevitable
lo hace humilde, capaz de esperarlo todo de la gracia de Dios y de
mantener bajo una crítica permanente las fuerzas que se manifiestan en la
historia en su actual situación decadente. Urge identificar concretamente
la cizaña y el Anticristo sembrados en la mies del trigo bueno y de
Cristo.
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