Quienes renuncian a las tres ambiciones son
hombres sinceros, alegres y libres, capaces de amar desinteresadamente y
de promover la solidaridad humana, ayudando a los demás sin verse
coartados a cada momento por miedos a dañar su posición o su fama.
Estos hombres están reconciliados con Dios,
que es la verdad, y, siendo libres, están preparados para cooperar en su
obra liberadora. La libertad produce alegría, y dejan en el mundo una
estela de felicidad. A los ojos de los más son una paradoja; el hombre
encandilado con los espejismos de la ambición no entiende de otra dicha y
juzga infeliz al que no hambrea relumbrones; por eso queda desconcertado
ante la risa del desprendido, tan espontánea al lado de su sonrisa
cinematográfica. San Pablo expresó esta antinomia: «Somos los
moribundos que están bien vivos, ... los afligidos siempre alegres, ...
los necesitados que todo lo poseen» (2 Cor 6,9-10).
Quien sigue a Cristo elige el árbol de la vida, que crece en el
centro del jardín, entre las flores. Allí, en la paz, habita Dios con
los hombres.
El que pertenece al mundo busca el árbol periférico, el de los
afanes insaciables. En vez de mantenerse en su centro, se va a los
arrabales del paraíso para comer promesas de divinidad: «Seréis como
dioses». Quiere probar una infinitud y lo más que encuentra es un
precipicio; por eso colgó Dios el < peligro de muerte». Quiere romper
el límite y desgarra su piel, pensaba escalar el cielo y se encuentra en
el charco. El escozor resentido no deja sitio para la amistad. Deseando lo
perdido y lo no alcanzado, vive de insatisfacción, de añoranzas o utopías.
Queda el apetito, pero no hay fruición. Quería ser dios, autónomo, y
resulta un dios pequeño, triste y aislado, miembro de un concilio de
diosecillos celosos. No hacía falta encaramarse para vivir feliz. Dios
está cerca, sus pasos se oyen entre los árboles. El cartel prohibidor
decía verdad, vivir de lo engañoso es muerte.
La ambición impide el trato sincero y leal;
convierte a la vida social en un contacto opaco, sin efusión humana; cada
uno representa su papel con cautela para no perder terreno. El cálculo lo
domina todo; se intenta adivinar lo que almacena la trastienda del prójimo,
tras el escaparate de la sonrisa convenida. La espontaneidad muere y se
afirma el aislamiento. No existe verdad ni confianza; la meta es el éxito
personal, cueste lo que cueste. Pero el precio es alto y la mercancía
engañosa: < ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra
su vida?» (Mt 16,26).
De esta ciénaga libera Cristo, sacando hombres libres y auténticos,
sinceros y dedicados. La cruz dio prueba de su sinceridad, de su amor
desinteresado, de su libertad. Quien incorpora a su existencia el mensaje
de Dios encarnado en Jesucristo sale del mundo embustero y vive en la
verdad.
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