El
cristianismo en cuanto religión del amor, del Dios que es hombre, del
hombre nuevo y del futuro absoluto.
El
cristianismo se presentó en el mundo como una religión del amor
absoluto: del Dios que creó todo por amor, que quiso por compañeros de
su amor al cosmos y al hombre, que quiere seres que se amen mutuamente
como él nos ama, que profesa un dogma fundamental: el amor. El movimiento
de Dios hacia el mundo es amor. El movimiento del mundo hacia Dios debe
ser de amor. El movimiento de los hombres en el mundo entre sí ha de ser
de amor. No pretende otra cosa el cristianismo. Y promete que el que tiene
amor tiene todo, porque «Dios es amor y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).
Cuando
Cristo apareció en Galilea comenzó diciendo que traía una buena noticia
(el evangelio): el Reino de Dios. Esto viene a ser lo mismo que anunciar
la superación de todas las alienaciones humanas, la realización de todas
las esperanzas del corazón y la victoria sobre todos los enemigos del
hombre como son la enfermedad, el sufrimiento, el odio, la muerte, en una
palabra, el pecado. Trajo la novedad absoluta, como decía San lreneo unos
180 años después de Cristo. No sólo predicó el Reino sino que lo
realizó en su persona: fue el hombre revelado, el primer hombre de la
historia, totalmente libre, totalmente abierto a todos, que consiguió
amar a todos, amigos y enemigos, hasta el fin, aun a los que lo escarnecían
en la cruz y hacían más duros sus dolores. El amor es más fuerte que la
muerte. Una vez muerto la hierba no podía crecer sobre su sepultura, y
resucitó. De este modo en su persona se realizó el Reino de Dios y la
esperanza de todos los pueblos. Si él resucitó, nosotros iremos detrás
de él. Los apóstoles captaron inmediatamente que sólo Dios podía ser
tan humano. Ese Jesús de Nazaret era Dios mismo hecho hombre, caminando
entre nosotros.
Con
Jesús, por consiguiente, apareció el hombre nuevo, el hombre que ya ha
superado este mundo en el que se dan los dolores y la muerte, el odio y la
división. Con ese Jesús han comenzado ya el cielo nuevo y la tierra
nueva (Apoc 21,5). Los primeros cristianos comprendieron el alcance
extraordinario de la novedad aportada por Jesús y de hecho se definían
como «hombres nuevos». San Pablo dice: «El que está en Cristo es una
nueva creatura» (2 Cor 5,17). «Lo viejo ya pasó y ha surgido un nuevo
mundo» (2
Cor 5,17). Cristo acabó con todas las divisiones que los hombres habían
creado entre sí y formó un «hombre nuevo» (Ef 2, 15); y pide que nos
revistamos de ese «nuevo hombre» (Ef 4,24).
Los
paganos, en especial el gran filósofo Celso del siglo II, decían que los
cristianos constituían un tercer género humano: el primero eran los
griegos y romanos; el segundo los bárbaros. El tercero, superando a los
demás por creer en un hombre nuevo, son los cristianos. Y Orígenes, quizás
el mayor pensador cristiano de todos los tiempos, empleaba justamente este
argumento contra Celso para indicar qué era el Cristianismo: la religión
del hombre nuevo, liberto de las estructuras de este viejo mundo y también
de las convenciones creadas por los hombres.
Con
esta doctrina el cristianismo abrió a los hombres un futuro absoluto:
nuestro futuro está abierto hacia una vida todavía más intensa y rica
de la que vivimos aquí. Cristo garantizó el resultado feliz de la
historia: al final no habrá la frustración y la nada, sino la plenitud,
la máxima realización del hombre nuevo, con su cuerpo resucitado a
semejanza del de Cristo. El mal será vencido y triunfará el amor, la
fraternidad, la ciudad de Dios, la comunión de todos con todos y con
Dios, y la vida que entonces será eterna.
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