La
salvación y el Salvador.
El verdadero Dios es aquel que por amor
al ser humano quiere comunicarle su propia vida: de ahí el
apelativo «Padre». Su designio es que todos los hombres
posean esa vida y así se salven (1 Tim 2,4).
Porque «salvación» significa vida: plenitud de vida
individual y social en este mundo, que continúa sin fin, con
excelencia incomparable, más allá de la muerte física. La
felicidad en una vida sin término constituye desde siempre la
suprema aspiración de la humanidad.
De hecho, aunque el hombre alcance en este mundo una
gran realización personal, la muerte la anula, porque marca
el fin de todo proyecto humano. Sólo si el hombre supera la
muerte podrá lograr su éxito pleno, y esto no le es posible
más que si participa de la vida de Dios mismo, el único que
posee la inmortalidad (1 Tim 6,16).
De ahí que Salvador será solamente aquel que pueda
capacitar al hombre para alcanzar su realización en este
mundo y vida plena más allá de su existencia terrena.
En Jesús, el Hijo del hombre, reside la plenitud del
Espíritu, la fuerza de amor y vida de Dios Padre: en él, el
Hombre‑Dios, se funde lo humano con lo divino. Sólo él,
prototipo de Hombre y cabal expresión de Dios, es capaz de
ofrecer vida plena y definitiva a la humanidad: él es el único
Salvador (Hch 4,12).
Se deduce que no es lícito relegar la salvación a la
vida futura, pues esto equivaldría a aceptar el fracaso del
plan de Dios en este mundo. La salvación empieza en esta
tierra, para verse coronada, por encima de toda expectativa,
en el mundo futuro.
El cristiano vive así en un equilibrio entre la vida
presente y la futura. Ni la vida presente es un mero noviciado
o entrenamiento para la futura, ni la futura puede ser un
pretexto para no comprometerse con la, presente, la única que
está en nuestra mano y de la que somos responsables. El
hombre ha de estimar y aprovechar lo más posible cada etapa
de su existencia en este mundo, procurando realizarse en cada
una según la posibilidad que ella le ofrece, pero sin excluir
en ninguna de ellas un desarrollo ulterior.
El camino de la salvación para el individuo y la
humanidad está, pues, según el modelo que aparece en Jesús,
en la plena realización personal, basada en el ejercicio de
una actividad que integra todas las dimensiones del ser humano
y que busca comunicar vida. El progreso y la maduración de la
humanidad, su salvación en este mundo, no cae del cielo ni es
obra solamente del Salvador: exige la corresponsabilidad y el
compromiso de los hombres, libres y autónomos.
No parece posible vivir a fondo la propia existencia
ni dedicarse a los demás teniendo la persuasión íntima de
que todo acabará en la nada. Lo que da sentido a la
existencia y solidez a la dedicación es saber que ningún
horizonte está cerrado. Es difícil tomar en serio la vida
propia y la de los demás, si al final lo que triunfa es la
muerte. Una vida que acabase en la negación de la vida,
perdería todo objetivo. Llevar una vida dedicada a los demás
sin esperanza alguna puede resultar de un admirable
estoicismo, pero no podrá evitar la amarga sonrisa del
fracaso conocido de antemano, ni que la aceche el sentimiento
de la inutilidad y el absurdo. En cambio, la certeza de un horizonte ilimitado
permite vivir intensamente el presente, que estará siempre
iluminado por ella, sabiendo además que cada paso condiciona
el siguiente. Esto significa vivir en la tierra como
ciudadanos del cielo, símbolo de los valores inalienables del
hombre, punto de origen de la nueva realidad humana y meta de
su aspiración y realización, en la condición definitiva.
Jesús,
modelo de hombre
La persona de Jesús, el Hombre-Dios, representa el
modelo y la meta de la plenitud humana. La adhesión a él,
que pone al hombre en sintonía con el Padre, obtiene la
comunicación de su Espíritu, que potencia al ser humano y lo
capacita para una realización personal que rebasa la propia
posibilidad.
El ser del cristiano, como el de Jesús, es una síntesis
de lo humano con lo divino, del hombre con el Espíritu de
Dios. Ahí están la base de la interioridad y el fundamento
de la acción, que puede desplegarse de mil formas según los
individuos y las circunstancias, dando frutos de plenitud
humana en cada uno.
La realidad del cristiano está, por tanto, en la unión
con el Padre y con Jesús que efectúa el Espíritu. Su
identidad, en la conciencia vivida de esa unión. Completado y
estimulado por el Espíritu, irá creciendo en calidad humana
y madurando en la línea del amor, pareciéndose cada vez más
a su modelo, Jesús. Esta unión, que abre hasta el infinito
el horizonte del hombre y le hace ver el mundo con ojos
nuevos, calma sus angustias, asegura su paz interior, sostiene
su esperanza y anima su actividad.
De su realidad y vivencia interior dimana la actividad
del cristiano, cuyo propósito es fomentar la vida en la
humanidad, que los seres humanos crezcan en calidad y
plenitud, por la práctica del amor. Entra en el ámbito de su
misión todo lo que contribuye al desarrollo del hombre y al
logro de una sociedad libre, fraterna y creativa.
Espiritualidad
y acción
En el Hijo del hombre, prototipo de ser humano, del
que Jesús aparece como pionero, se realiza una síntesis
entre el mundo interior y el exterior, entre espiritualidad y
acción, pues la presencia del Espíritu en Jesús define, por
una parte, su ser y, por otra, inseparablemente, su misión.
El ser del Hijo del hombre se expresa en su actividad, que
busca comunicar plenitud de amor y vida; y viceversa, esa
actividad revela su ser más profundo.
En paralelo con Jesús, la presencia del Espíritu,
que transforma el ser y configura la acción, es el fundamento
de la vida y el compromiso cristianos. Da al hombre la
experiencia del amor incondicional de Dios Padre y lo encamina
e impulsa hacia su plena realización, desarrollando su
capacidad de amor y estimulándolo a su práctica. La
presencia y la fuerza del Espíritu fundan la espiritualidad
cristiana, pero sin imponer una pauta determinada ni rígida.
El Dios de Jesús no es un agujero negro que absorbe y
sumerge todo lo que se le acerca; al contrario, quiere colmar
al hombre de su amor para que él lo irradie en los demás. El
cristiano, por su adhesión a Jesús, es, por una parte,
receptor y, por otra, comunicados de la vida de Dios, mediante
la expresión de un amor que refleja el del Padre.
De este modo, la denominación «el Hijo del hombre»
especifica el significado de la perfección, que está en la
plena expansión de las potencialidades del hombre, bajo el
impulso del Espíritu, hasta alcanzar la condición divina.
La espiritualidad cristiana no consiste, pues, en el
esfuerzo por adquirir la perfección moral mediante un acopio
de virtudes. Esa tarea absorbería al cristiano haciéndolo
vivir pendiente de sí mismo, sin tiempo para amar a los demás.
Una espiritualidad de este tipo llevaría al egocentrismo. El
cristiano está centrado en el Espíritu, pero éste es un
centro que irradia y hace irradiar.
De hecho, Jesús nunca exhorta a que el hombre viva
concentrado en sí mismo escrutando su propia interioridad;
evita así una espiritualidad ensimismada o narcisista. Esto
no excluye, sin embargo, una reflexión sobre la propia
experiencia y sobre la autenticidad de la propia conducta y
actividad.
El cristiano no debe centrarse en el pasado, ni vivir
obsesionado por el recuerdo de sus pecados o fallos, ya
olvidados por Dios (Heb 10,17). Ha de ir adelante con la
mirada puesta en el ideal que Jesús le propone.
En los tratados de espiritualidad suele afirmarse que
todos los seres humanos están llamados a la santidad, pero al
hablar de ella parece dejarse en la sombra la realidad humana
para concentrar la atención sobre lo “sobrenatural” y sus
virtudes, con una visión parcial e incompleta de la plenitud
humana. Jesús, en cambio, no exhorta a la santidad ni utiliza
la palabra; su idea del hombre, contenida en la denominación
«el Hijo del hombre», es mucho más amplia: el plan de Dios
incluye la total realización de su criatura, que culminará
en la plena condición de hijo suyo. Esto supone la
actualización y ensanchamiento de las capacidades del
individuo, hasta el pleno florecimiento de su condición
humana; no hay verdadera santidad para el hombre, es decir,
semejanza con Dios, su Padre, si humanamente permanece
subdesarrollado, si no adquiere la autonomía y madurez
propias del adulto, si no ejerce su capacidad de entrega
dentro de sus posibilidades. Cuanto más plenamente humano sea
el hombre más honra a Dios.
De ahí la importancia de lo humano: no se puede
aspirar a la perfección dejándolo de lado. El raquitismo, el
resignarse a una mediocridad sin calidad humana, cierra el
camino del hombre hacia la plenitud y frustra el proyecto
divino sobre él.
«El pecado», la opción contraria al designio de
Dios sobre la humanidad, es la traición del hombre a sí
mismo, que lo separa del Padre y lo lleva al fracaso. Por él
renuncia el hombre a la plenitud de vida a la que Dios lo ha
destinado o la impide en sí y en otros. Se comete, en
concreto, por la aceptación voluntaria de una ideología
mutiladora, por la adhesión a los principios de un orden
injusto, en el que el hombre se priva y priva a otros de la
libertad, ejerce o acepta la opresión y se hace cómplice de
la injusticia. Esta traición fundamental lo llevará a
cometer otras muchas («los pecados»), que lo arrastrarán a
la pérdida definitiva de la vida.
Humanismo cristiano
Desde el punto de vista de la teología del Hijo del hombre, el
cristianismo resulta ser un humanismo pleno; de hecho, el único que
propone como meta la divinización del ser humano. Es un humanismo
trascendente que, no conforme con impulsar al hombre a su realización
individual y social en esta tierra, le asegura la continuidad y la
floración de la vida más allá de la muerte, en una condición
divina libre de toda limitación.
Este humanismo es la máxima dignificación del hombre: su camino,
su destino y su meta se han mostrado en Jesús.
Esperanza
para el mundo
En un mundo atormentado por los conflictos entre
naciones y entre grupos sociales, desilusionado por los abusos
y corrupciones, erizado por el individualismo y la búsqueda
del interés personal, crispado por el partidismo y la
agresividad, dividido por el antagonismo y los prejuicios
ideológicos, los cristianos han de mantener viva la
esperanza, sabiendo que lo humano irá triunfando
paulatinamente sobre lo inhumano. Su mirada sabrá descubrir
el bien que existe y su solicitud ayudar a crecer el bien que
despunta y nace. A pesar de todas las voces en contra, tendrá
fe en el ser humano, creyendo que el instinto de vida y la
capacidad de amar que Dios ha puesto en él, aunque estén de
momento reprimidos, pugnan por salir a la luz y transformar al
individuo y la sociedad. La tarea de los cristianos ha de
propiciar esos cambios, conscientes de que así secundan el
designio de Dios.
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