El
infierno como existencia absurda.
De todo lo que hemos visto en la Escritura una cosa ha quedado
clara: el infierno es una existencia absurda que se ha petrificado en el
absurdo. Todo hombre es un nudo de potencialidades, de capacidades, de
planes y deseos. Sueña con realizaciones y con la actualización de sus
tendencias. Comienza un trabajo lleno de ilusión. Se esfuerza uno y otro
día. Terrible tiene que ser el día en que perciba que todo ha sido en
vano y que nunca conseguirá alcanzar su objetivo. Le hará sufrir, será
como si le hubiese sido amputado algo de su vida y de su mismo cuerpo.
Nadie puede vivir sin
sentido. El hombre podrá volver a empezar o cambiar de objetivos, por
otros más al alcance de su mano. Pero infierno significa ya no tener
futuro, no ver ya ninguna salida, no poder realizar nada de lo que se
quiere o desea.
La imagen del hombre
amputado de sus órganos quizás nos pueda dar una idea. Alguien que
carece de ojos, de oído, de tacto, de olfato, no podrá recibir nada ni
comunicar nada. Vivirá en una soledad completa. Y la soledad es el
infierno. Hemos sido hechos para arriar. Amar es dar y recibir. Hemos sido
hechos para estar juntos, para comulgar los unos de los otros y gozarnos
de las alegrías de Dios y de la creación. Y de eso nos separamos
nosotros mismos.
La frustración mayor, sin
embargo, consiste en la ausencia de Dios. Todo nuestro ser vibra por Dios
en cuanto que es nuestro centro y el Tú radical que llena nuestro yo.
Mientras que en ese hombre impera un vacío absoluto, se siente perdido en
sí mismo y en las cosas. Aunque sienta que todo dice una referencia
radical con el Misterio, no la puede gozar. Su dolor será mayor por el
hecho de saber que, al existir y no quedar reducido a la nada, da gloria a
Dios y da testimonio del amor que «todo lo penetra e ilumina» (Dante).
Querría que Dios se aniquilase pero se da cuenta que sólo gracias a Dios
puede tener semejantes deseos siempre frustrados.
Su existencia es
absolutamente absurda. Y es absurda porque dentro transporta un sentido más
radical: la gloria que el mismo infierno da a Dios, contra su misma
voluntad. Es como si alguien fuese dentro de un tren a gran velocidad y
caminase en sentido contrario al del tren, con la ilusión de ir en contra
del sentido del trayecto. Por más que corra en dirección contraria, al
estar dentro del tren, no dejará por ello de ser llevado y transportado
hacia adelante en el sentido del trayecto que es Dios.
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