Dios
amó al mundo, pero el mundo no se lo agradece; es más, no puede tolerar
ese amor y mata al Hijo único. Cristo ofrece su vida para salvarlo y envía
emisarios a continuar su obra. El amor de Dios no ceja; pero el mundo
tampoco, sigue rechazando y persiguiendo.
¿Quién es ese mundo? Se nos dice que Dios lo ama (Jn 3,16), pero
Cristo no pertenece a él ni ora por él (Jn 17,9). Dios lo creó muy
bueno, pero está todo él en poder del Malo (1 Jn 5,19); los cristianos
no deben amarlo (1 Jn 2,15) y necesitan en él la protección del Padre (Jn
17,11).
Si
es objeto de amor y de reprobación al mismo tiempo, el mundo ha de tener
dos aspectos. Designa en primer lugar a la raza humana, y Dios ama al
hombre que hizo a su imagen. Pero al mismo tiempo denota la trama social,
no entretejida por la solidaridad, sino anudada con la injusticia.
El
mundo significa, por tanto, la humanidad con toda su estructura impregnada
de mal, la raza humana ciega, en lucha, desorientada y sin salida. Dios
ama a los hombres y quiere sacarlos de esa fosa. Imitando a Dios, el
cristiano ha de amarlos también, pero ha de odiar el mal que envenena la
relación humana a todos sus niveles.
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