
Liderados
por los zelotas, muchos se negaron a pagar los impuestos romanos y a
reconocer la autoridad de su imperio, atacando tanto a romanos como a
sus aliados judíos.
Por
su parte, en la Roma de Augusto y sus sucesores se fue consolidando el
culto imperial, pero la población judía se negó a aceptarlo. No podían
tolerar que un hombre fuera Dios y mucho menos que su estatua se
colocara en el templo de Jerusalén, como en ocasiones se les exigió.
Pero, para los romanos, resultaba inadmisible que los judíos se
enfrentasen a su poder.
Por
eso, cuando se produjo la gran insurrección judía en el año 67, con la
toma de Jerusalén por los zelotas y sus seguidores, y el asesinato de la
guarnición romana, Roma contraatacó con una guerra de exterminio que
duró tres años y destruyó definitivamente el templo, símbolo de la
independencia judía.
Nunca
se ha reconstruido y, en la actualidad, solo queda el «muro de las
lamentaciones». Además, medio siglo después, entre los años 132 y 135,
se produjo otra insurrección, que llevó a los romanos incluso a impedir
durante un tiempo, bajo pena de muerte, el acceso de los judíos a
Jerusalén.
Ante
tantas derrotas y circunstancias adversas, se multiplicó el fenómeno de
la diáspora y el judaísmo tuvo que replantear su supervivencia, pero ya
sin templo, sin tierra y sin reino.
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