La pareja de términos antitéticos “luz” y “tinieblas” o los equivalentes de ésta, “noche”, “oscuridad”, forman una oposición arquetípica común a todas las literaturas y se encuentra también en el hablar cotidiano. No es extraño que estos términos aparezcan en los evangelios, como antes en las literaturas hebrea y griega, cargados de sentido simbólico.
En la literatura griega clásica, “la luz”, en contraste con “las tinieblas” o “la noche”, significó en sentido figurado la esfera del bien, mientras que las malas acciones se decían tener lugar en las tinieblas. Platón comparó la idea del bien con la luz del sol, y, al entrar en la esfera del conocimiento, “la luz” adquirió nuevas connotaciones.
Por otra parte, dada la necesidad de la luz para la vida, “estar en la luz” llegó a significar simplemente “vivir”, mientras estar en el Hades, el reino de la muerte, equivalía a estar en las tinieblas.
En el AT se presenta a menudo la luz como una especie de atributo de Dios: luz es su vestidura (Sal 104,2: “Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto”). La cercanía y presencia de Dios están indicadas por la luz (Éx 13,21s: la columna de fuego; Dn 2,22: “la luz habita en él”; Hab 3,4: “su esplendor era como la luz”; Is 60,19s: “Será el Señor tu luz perpetua”).
En particular, la actividad favorable de Dios se compara a la luz del rostro, imagen de la sonrisa y símbolo del favor divino (Sal 4,7: “¿Quién podrá darnos la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?”; 44,3: “No fue su espada la que ocupó la tierra,… sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro”; 89,16: “Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, Señor, a la luz de tu rostro”). Es un rasgo de la manifestación divina más que del ser de Dios.
Para el hombre, la luz de Dios significa salvación, es decir, guía y vida (Sal 27,1: “El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré?”). Por eso los malvados van a tientas en la oscuridad (Prov 4,19: “El camino de los malvados es tenebroso, y no saben dónde tropezarán”), y también después de la muerte los rodeará la tiniebla (Sal 49,20): “Irá a reunirse con sus antepasados, que no verán nunca la luz”). El justo, en cambio, goza de la luz de la vida (Sal 97,11: “Amanece la luz para el honrado y la alegría para los hombres sinceros”; 112,4: “En las tinieblas brilla una luz para los honrados”; Prov 4,18: “La senda de los honrados brilla como la aurora, se va esclareciendo hasta que es de día”; 13,9: “La luz de los honrados es alegre, la lámpara de los malvados se apaga”).
En Isaías, la salvación se describe a menudo con la metáfora de la luz. Así, Is 2,4s: “[Dios] será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas… Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor”; 42,16: “Conduciré a los ciegos por el camino que no conocen… Ante ellos convertiré la tiniebla en luz, lo escabroso en llano”; 60,2s: “Mira: las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti [Jerusalén] amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti, y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora”; 60,19s: “Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz perpetua y tu Dios será tu esplendor… y se habrán cumplido los días de luto.”
La palabra de Dios se compara a la luz que guía al hombre (Sal 119,105: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”; Prov 6,23: “El consejo es lámpara y la instrucción es luz”; Sab 7,10 [de la sabiduría]: “Me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso”; 7,26: “Es reflejo de la luz eterna”).
Sólo en la luz de Dios ve el hombre la luz, es decir, sólo cuando Dios lo ilumina percibe la naturaleza de la realidad. “Vivir en la luz” equivale a obedecer los mandamientos de Dios. El que vive en la luz puede ser luz para los demás (Is 42,6 [del servidor de Dios]: “Te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”; 49,6: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”; 58,10 [las buenas obras son luz]; “Cuando partas tu pan con el hambriento… brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía”); la verdad de Dios irá adelante como “luz para las naciones” (Is 51,4: “De mí sale la ley, mis mandatos son luz de los pueblos”).
En Qumrán se radicalizó la oposición luz-tinieblas, probablemente por influjo de las religiones persas. Se creó un dualismo, donde “la luz” y “las tinieblas” representaban las esferas de los buenos y de los malos (cf. Prov 4,18s). “Los hijos de la luz”, los miembros de la comunidad de Qumrán, estaban en conflicto con “los hijos de las tinieblas”. Uno de los libros de la secta se titulaba: “Guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas”. Según ellos, esta confrontación en la historia correspondía a otra parecida en el mundo de los espíritus, donde había un Príncipe de la Luz y un Ángel de las tinieblas.
Resumiendo: En el mundo griego, la luz simbolizaba la vida, el bien y el conocimiento de la verdad. En el AT, la trascendencia y la presencia de Dios; la luz de su rostro, su favor; es símbolo de vida y salvación, de alegría y seguridad; la palabra de Dios es luz porque guía al hombre; el hombre participa de esa luz y puede comunicarla, en particular con sus obras a favor de los demás.
En los evangelios, el simbolismo de la luz continúa el del AT. Así, la nube luminosa que aparece en la transfiguración (Mt 17,5: “Una nube luminosa los cubrió con su sombra”) delata la presencia de Dios. También Jesús aparece radiante, señal de su condición divina (Mt 17,2: “Su rostro brillaba como el sol, y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz”; Mc 9,3: “sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”; Lc 9,29: “sus vestidos refulgían de blancos”).
La luz acompaña también la presencia de personajes que llegan de la esfera divina (Lc 9,30s: “Se presentaron dos hombres que conversaban con él: eran Moisés y Elías, que se habían aparecido esplendentes”; 24,4 [en el sepulcro]: “Se les presentaron dos hombres con vestiduras refulgentes”; cf. Hch 1,9: “Dos hombres vestidos de blanco”) o de ángeles mensajeros (Mt 28,3: “Tenía aspecto de relámpago y su vestido era blanco como la nieve”).
Mateo aplica a Jesús el texto de Is 9,1 (Mt 4,16): “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombra de muerte una luz les brilló.” Siguiendo a Is 42,6 (dirigido al Servidor): “Te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”, en Lc 2,32 Simeón proclama a Jesús “luz de las naciones”: “Una luz que es revelación para las naciones y gloria para tu pueblo, Israel.”
También los discípulos se describen como portadores de luz: Mt 5,14: “Vosotros sois la luz del mundo”, trasladando a ellos lo que se decía de Jerusalén, lugar del templo, en IS 60,1-3: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”; es la gloria de Dios, su amor de obra, la luz que ha de brillar en ellos (Mt 5,15: “Empiece así a brillar vuestra luz ante los hombres: que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo”). La misión de los seguidores de Jesús es transmitir la luz divina que han recibido.
En Juan, el símbolo de la luz se encuentra en todo el evangelio. Para este evangelista, la luz es el resplandor de la vida, de la plenitud de vida contenida en el proyecto creador (1,4: “La Palabra/Proyecto contenía vida y la vida era la luz del hombre”); no existe para Juan, por tanto, una luz anterior ni diferente de la vida misma: la luz es la plenitud de vida, en cuanto puede ser deseada y conocida, y sirve de guía al hombre.
La luz de la vida, única luz verdadera, se opone a las falsas luces, en particular a la Ley, llamada “luz” en el AT (cf. Sab 18,4: “la luz incorruptible de la Ley”) y en el judaísmo.
Por simbolizar la vida en cuanto se manifiesta y puede conocerse, la luz equivale metafóricamente a “la verdad”. Para el hombre, pues, la única verdad es la plenitud de vida contenida en el proyecto divino.
La luz/vida se encarna en Jesús, proyecto divino realizado (1,14: “Y la Palabra se hizo hombre”). Así, él es la luz del mundo, es decir, la vida que brilla e ilumina a la humanidad (8,12: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en tiniebla, tendrá la luz de la vida”; 9,5: “Mientras esté en el mundo, soy la luz del mundo”; 12,36: “Mientras tenéis luz, prestad adhesión a la luz, y así seréis partícipes de la luz”; 12,46: “Yo he venido al mundo como luz; así, nadie que me da su adhesión permanece en la tiniebla”).
Por contraste, la ausencia de luz (noche) significa la ausencia de Jesús; en la noche está el hombre que presenta obstáculos a la luz o no se deja iluminar por ella (3,2: “[Nicodemo] fue a verlo de noche”; 9,4: “Se acerca la noche, cuando nadie puede trabajar”; 11,9s: “Si uno camina de noche, tropieza, porque le falta la luz”; 13,30: “[Judas] tomó el trozo y salió en seguida; era de noche”; 21,3: “Salieron y se montaron en la barca, pero aquella noche no cogieron nada”).
La adhesión a Jesús se presenta como la opción por la luz/vida, contra la tiniebla/muerte. El rechazo de la luz procede del perverso modo de obrar (3,19: “Los hombres han preferido las tinieblas a la luz, porque su modo de obrar era perverso”), opuesto a “practicar la lealtad” (el amor leal; 3,21: “El que practica la lealtad se acerca a la luz”).
En el relato del Génesis, las tinieblas existen antes que la luz; por el contrario, en el Evangelio de Juan, la luz, que es la vida contenida en el proyecto divino, es anterior a la aparición de la tiniebla (1,5: “la luz brilla en medio de la tiniebla”), agente hostil que pretende sofocarla. La identificación dela luz con la vida muestra la equivalencia de tiniebla y muerte.
Resumiendo: En los evangelios, siguiendo la línea del AT, la luz es símbolo de la presencia y manifestación divina, especialmente en Jesús, y acompaña a los que pertenecen a la esfera de Dios. En oposición a la tiniebla significa liberación, vida y salvación, seguridad y alegría, verdad y generosidad.
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