viernes, 28 de febrero de 2014

Edificada sobre un fundamento pecaminoso.

Edificada sobre un fundamento pecaminoso.
Otro aspecto en la doctrina católica que explica su actitud genocida revelada a lo largo de la historia es el de pretender que Cristo edificó su iglesia sobre el papado romano. Su fundamento es, por consiguiente, tan pecaminoso como lo es la naturaleza humana. Esto significa que, en lugar de elevarse hacia metas siempre más altas, terminará degradándose conforme a la imagen frágil, perversa y engañosa que se escogió. Porque “engañoso y perverso es el corazón”, reconoció el profeta Jeremías, “más que todas las cosas, ¿quién lo conocerá?” (Jer 17:9). ¿Habría de extrañarnos, bajo este contexto, que Pablo identificase al anticristo por venir como un poder engañoso y plagado de“todo tipo de maldad”? (2 Tes 2:9-12). ¿Podría haber escogido un medio mejor el apóstol Juan en el Apocalipsis, para describir mediante el término “Babilonia” la “confusión” que tal engaño y crueldad iban a producir en medio de la cristiandad? (Apoc 17:5).
¿Edificada sobre Pedro?
La Iglesia Católica se apoya en la autoridad del pontífice romano, presunto sucesor de Pedro, a quién Jesús le habría dado las llaves del reino y contra quien las puertas del infierno no podrían prevalecer. ¿Qué es lo que involucra esta creencia católica? El nuevo catecismo romano lo define:  “El poder de ‘atar o desatar' implica la autoridad para absolver pecados, pronunciar juicios doctrinales, y tomar decisiones disciplinarias en la Iglesia” (553).
Cuando los gobiernos de la tierra no reconocen la supremacía del papado romano por sobre la autoridad civil, en una relación de alma (Iglesia) y cuerpo (gobierno civil) como lo pretendieron siempre los papas, el obispado católico se contenta con cumplir esa misión disciplinaria únicamente en su papel espiritual. Pero donde los católicos logran la mayoría y pueden imponer esa supremacía, entienden que la autoridad que Dios le dio a Pedro (presunto primer papa), le permite disponer incluso de la vida de los demás. Los que son “desatados”, o excomunicados, pueden en la visión del papado romano, no merecer vivir. En el caso de contar con gobiernos que le son sumisos, la “Santa Sede” puede determinar quitarles la vida a través de las autoridades civiles o militares de tales gobiernos.
Actualmente, las constituciones de los países democráticos le impiden al papado romano interferir en la justicia civil con medidas eclesiásticas. La libertad de conciencia requerida por el protestantismo y los derechos humanos enarbolados por la revolución secular, han impregnado las constituciones modernas. Por consiguiente, el papado romano no puede requerir la pena de muerte sobre los así llamados heréticos para la Iglesia Católica—como lo hizo durante tantos siglos en lo pasado. Los gobiernos civiles se niegan a cumplir hoy con una misión tal de exterminio, aún en los países donde la Iglesia Católica es mayoritaria.
Durante el S. XX, sin embargo, el cuadro cambió toda vez que se puso la Constitución a un lado y se levantaron gobiernos dictatoriales, totalitarios y católicos. Tales sistemas dictatoriales de gobierno, así como el monárquico medieval, estuvieron muy lejos del sistema de liderazgo que Jesús indicó para su iglesia (Mat 20:25-26). Mientras que los reyes y emperadores, de quienes el papado obtuvo su autoridad político-religiosa (Apoc 13:3-4), disponían de la vida de sus súbditos como querían, el Señor dejó bien en claro que las medidas disciplinarias de la Iglesia debían darse únicamente en el plano espiritual (Mat 18:18-19; Juan 18:36).
La verdadera Iglesia está edificada sobre el Hijo de Dios.
Jesús nunca dijo que su Iglesia iba a ser edificada sobre Pedro ni sobre ningún presunto sucesor de Pedro. La “piedra” o “roca” sobre la que iba a edificar su iglesia iba a ser el Hijo de Dios mismo (Hech 4:11). Esto lo reconoce el nuevo catecismo romano cuando dice que “sobre la roca de esta fe [‘tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente'] confesada por San Pedro, Cristo construyó su Iglesia” (424). ¿Sobre qué base, pues, declara el catecismo en otro lugar que Cristo construyó su iglesia sobre Pedro? El catecismo responde que “Cristo, la ‘piedra viviente' [1 Ped 2:4], asegura así a su Iglesia, construida sobre Pedro, la victoria sobre los poderes de la muerte. Debido a la fe que confesó [insiste el catecismo], Pedro permanecerá como la roca inamovible de la iglesia” (552).
Ni Jesús, ni Pedro, ni los apóstoles dijeron jamás que por el mérito de haber confesado a Cristo, Pedro y/o los demás apóstoles iban a ser la roca inamovible sobre la que el Señor iba a construir la iglesia. Por el contrario, entendieron siempre que esa roca era el Hijo de Dios mismo que Pedro acababa de confesar. El Señor no edifica su iglesia sobre la fragilidad humana, constatada en la triple negación posterior de Pedro (Mat 26:34), sino sobre la única Roca sobre la cual las puertas del infierno [“muerte” o “sepulcro”] no pudieron prevalecer (Hech 2:24,31; Ef 1:20-23; Heb 2:14-15; Apoc 1:18). Aún después de ser confirmado por el Señor, Pedro fue reprendido en público por el apóstol Pablo como hipócrita (Gál 2:11-14). ¿No debía buscarse algún fundamento más seguro para construir la fe cristiana?
Que el Señor no edifica sobre fundamentos humanos lo entendió cláramente el apóstol Pablo cuando dijo:  “Conforme a la gracia que Dios me dio, yo como perito arquitecto puse el cimiento, y otro edifica encima. Pero cada uno vea cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento fuera del que está puesto, que es Jesucristo. Si alguien edifica sobre este fundamento oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca;  la obra de cada uno será manifestada. El día [del juicio final] la revelará, mediante el fuego. El fuego probará la obra de cada uno” (1 Cor 3:10-13). El mismo apóstol afirma que el anticristo que se levantaría en medio de la Iglesia cristiana iba a ser quemado, finalmente, por el resplandor del Señor en su venida (2 Tes 2:8; cf. 1:7-8).
Lo que los evangelios y las epístolas nos dicen es que nadie puede “atar” o “desatar” pasando por encima del único fundamento que nos ha sido dado, esto es, el de Cristo Jesús preanunciado por los profetas en la antigua dispensación, y testificado por los apóstoles en la nueva dispensación. Ese cimiento está en la Biblia, no en la autoridad imperial o monárquica de nadie, ni en ninguna tradición posterior al canon sagrado. Por esto dijo Pablo también que, como familia de Dios, somos “edificados sobre el cimiento [del testimonio] de los apóstoles y profetas, siendo Jesucristo mismo la piedra angular. En él, todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor. En él vosotros también sois edificados juntos, para la morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2:19-22).
Las “llaves” que Jesús dio a Pedro (Mat 16:19), y a los demás apóstoles y seguidores de Jesús (Mat 18:18), son nuevamente, un símbolo de la Palabra de Dios que por torcerla, los “doctores de la ley” en los días de Jesús la habían hecho inefectiva en medio de su pueblo (Luc 11:52). Tampoco dio el Señor a su Iglesia autoridad para perdonar pecados—como pretende el nuevo catecismo romano después de admitir que únicamente Dios tiene esa autoridad (1441). Los auténticos seguidores de Jesús “atan” y “desatan”, lo que implica remisión de pecados dentro del contexto del cometido evangélico (Juan 20:23; Mat 28:18-20). Esto lo hacen, en efecto, mediante el bautismo (Hech 2:38: “para perdón de vuestros pecados”; 3:19; 22:16) y la excomunión (1 Cor 5:4-5), no mediante una confesión de pecados a un sacerdote terrenal que no conoce el corazón humano como para poder absolverlo (1 Rey 8:39; Sal 44:21; Jer 17:8-9; Luc 5:21; Juan 2:25).
Si el ministerio de ligar o desligar del reino espiritual se cumple en la tierra en armonía con la Palabra de Dios (la Biblia), y con la dirección del Espíritu Santo que jamás obra contrariamente a la revelación divina (Juan 16:13; 20:22; Hech 5:32), tal decisión será corroborada en el juicio final. De esta manera, al compartir con la Iglesia Su Palabra, el Señor le concede las llaves que pueden abrir el cielo o cerrarlo para el mundo. Pero esas llaves, como lo reconoció Pedro mismo, no son de uso exclusivo y privado (2 Ped 1:19-21), ya que el Espíritu Santo es quien guía a “toda la verdad” (Juan 16:13), y hace que la Biblia misma sea su propio intérprete (véase Mat 4:5-7). El único ser infalible que posee esas llaves en el cielo para dar el veredicto final, será quien determinará en el juicio quién usó bien esas llaves o copias terrenales y quién no (Apoc 1:18; 3:7-8; 5:1-5). Por eso dice el apóstol Juan que “el Padre... confió todo el juicio al Hijo” (Juan 5:22;  véase 1 Juan 2:1). “Porque hay un solo Dios, y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim 2:5).
Pretenciones papales relacionadas.
La Iglesia Católica se arroga la autoridad de juzgar no sólo al mundo en asuntos morales y espirituales, sino también en asuntos políticos, sociales y económicos. Basado en las leyes canónicas del Vaticano, el nuevo catecismo romano declara que “le pertenece a la Iglesia el derecho de ... hacer juicios sobre todos los asuntos humanos...” (2032). Tiene la misión “de pasar juicios morales aún en asuntos relacionados a las políticas..., usando medios que pueden variar “según la diversidad de los tiempos y las circunstancias” (2246), y teniendo en cuenta los “aspectos temporales del bien común” (2420). Ese “bien común”, según lo ha comprobado tan a menudo la historia, excluye a menudo el bien de las minorías.
¿Qué criterios usó el papado para juzgar al mundo cuando “los tiempos y las circunstancias” le fueron favorables hasta para poder usar la autoridad civil y militar en la expansión y afirmación de su reino? La Iglesia de Roma destruyó vidas inocentes a las que condenó como heréticos porque tenían la osadía de anteponer la Palabra de Dios a los dogmas y caprichos del pontífice de turno. ¡Cuán lejos de revelar los principios del gobierno divino estuvieron tantos papas y obispos católicos, así como reyes y dictadores que abrazaron la fe romana, toda vez que pretendieron ocupar el lugar de Dios hasta para quitar la vida a quienes no se sometían a sus prerrogativas blasfemas! En efecto, Dios no destruye pueblos, naciones y familias a mansalva, como lo hicieron tantas veces los cruzados e inquisidores católicos en la Edad Media, y los nazis, ustashis, falangistas, clero-fascistas y neofacistas en gran parte de la tierra, durante la mayor parte del S. XX.
7. Una doctrina que falta.
Es la del juicio investigador celestial que precede a la recompensa y castigo finales. Esa doctrina bíblica hubiera podido librar al cristianismo de tanta irresponsabilidad y abuso de parte de quienes pretendieron asumir y asumen todavía hoy el reino de Dios. En efecto, cuando Dios descendió con dos de sus ángeles para investigar a Sodoma y Gomorra, antes de destruirlas, dejó bien en claro que él discrimina entre el justo y el impío. Angustiado por saber qué le pasaría a su sobrino Lot y a su familia, Abraham le preguntó:  “¿Destruirás también al justo con el impío? ... Lejos de ti hacer eso, que hagas morir al justo con el impío, y que el justo sea tratado como el impío. Nunca hagas tal cosa. El Juez de toda la tierra, ¿no hará lo que es justo?” (Gén 18:23,25). En contradicción con estos principios divinos, vemos al obispado católico durante la historia medieval y aún del S. XX, destruyendo en ocasiones pueblos enteros con la expresa declaración de dejar que el Señor haga la diferencia después, en el juicio final, entre quienes fueron católicos y quiénes no. Dos ejemplos notables de esta naturaleza, de entre los muchos que la historia testifica, fueron el de la cruzada papal contra los albigenses en el S. XIV, y el de la destrucción de pueblos enteros en Croacia, cuyos habitantes no pudieron presentar un documento de bautismo católico. Esto último se dio, como vimos, en pleno siglo S. XX.
Antes de destruir las dos antiguas ciudades de la llanura en donde habitaban hijos suyos, Dios llevó a cabo un juicio investigador en presencia de sus ángeles, y lo comunicó a sus representantes legítimos en la tierra. “¿Encubriré de Abrahán lo que voy a hacer...?”, preguntó el Señor (Gén 18:17). Antes de destruir a su propio pueblo en el reino del norte de Israel, Dios volvió a revelar a dos profetas suyos, Oseas y Amós, los principios de su juicio. “Nada” que sea de valor para el pueblo de Dios “hace Dios, el Señor, sin revelar su secreto a sus siervos los profetas” (Am 3:7). Antes de destruir el mundo le envía también un mensaje a través del “remanente” fiel, que guarda los mandamientos de Dios y la fe de Jesús sobre los que Dios hace basar su juicio (Apoc 14:12; cf. 11:18-19). Ese mensaje final anuncia “la hora del juicio” y la importancia que Dios asigna a la verdadera adoración (Apoc 14:6,7), en contraposición a una honra y veneración impostoras en la tierra (Apoc 13:3-4,15; 14:9-11).
Dios no envía sus mensajeros al mundo para que se adelanten en la ejecución literal de su juicio, sino para anunciarlo (véase 1 Cor 4:3-5; Heb 4:12-13). Cuando la maldad del hombre llega a un punto que rebasa la larga y extraordinaria paciencia divina, es Dios mismo quien se sienta en juicio con sus ángeles y pesa desde el cielo, las obras de los hombres. “Por cuanto el clamor contra Sodoma y Gomorra aumenta más y más, y el pecado de ellos se ha agravado en extremo”, dijo Dios a Abrahán, “iré a ver si han consumado su obra según el clamor que ha venido hasta mí. Si no, lo sabré” (Gén 18:20-21). Había una última oportunidad para esas dos ciudades. Pero en el trato que dieron a los dos ángeles y la incredulidad que manifestaron al último llamamiento de Lot, sellaron su suerte (Gén 19).
Posteriormente la ciudad de Samaria, capital del reino de las diez tribus del norte de Israel, llegó también a un punto crucial en su historia de apostasía. Dios se sentó en juicio y “se descubrió la inquidad de Efraín y las maldades de Samaria”. Sus habitantes no sabían que Dios “lleva[ba] memoria de toda su maldad. Ahora los rodean sus obras, están ante mí”, advirtió el Señor (Os 7:1-2). Posteriormente Dios volvió a revelar los principios del juicio divino antes de destruir Jerusalén, la capital del reino del sur, dejando en claro que “la justicia del justo no lo librará si él desobedece”, ni “la impiedad del impío le será estorbo si se vuelve (convierte) de su impiedad” (Eze 33:12).
De acuerdo al juicio divino, no se pueden acumular méritos para compensar la falta cometida. La doctrina bíblica del juicio investigador prueba que nadie puede paliar su mal mediante obras buenas, como si el crimen pudiese compensarse con buenas obras (véase Luc 17:9-10). De haberse tenido en cuenta un principio tal, ningún sacerdote católico ni papa hubiera tratado de compensar sus crímenes con actos esporádicos de misericordia, un método que no implica necesariamente un cambio de corazón, sino más bien un intento de cubrir su maldad. Escobar, el capo de la droga, es venerado en algunos lugares de Colombia hasta hoy por sus extraordinarias obras sociales. Pero eso no lo libró de sus crímenes ni siquiera ante un gobierno de confesión católica. ¿Sería diferente para tantos prelados católicos a quienes la Iglesia de Roma venera hasta hoy, por obras de bien que le permiten pasar por alto sus crímenes más horrendos?
En relación con el juicio final el profeta Daniel escribió:  “El tribunal [celestial] se sentó en juicio, y los libros fueron abiertos” (Dan 7:10). “Y los muertos fueron juzgados”, aclaró Juan, “según sus obras, por las cosas que estaban escritas en los libros... Y cada uno fue juzgado según sus obras” (Apoc 20:12-13). Como resultado de ese juicio, el Señor de toda la creación viene con su galardón, “para dar a cada uno según su obra” (Apoc 22:12). Son aprobados, o literalmente “sellados”, únicamente aquellos en quienes “no se halló engaño en sus bocas, porque son sin mancha” (Apoc 14:1,5; cf. 7:4). Esto se habrá debido no a una acumulación de méritos personales, sino a que “lavaron sus ropas en la sangre del Cordero” (Apoc 7:14).
“Porque por tus palabras serás justificado”, declaró Jesús, “y por tus palabras serás condenado” (Mat 12:27). ¿Cuándo? No inmediatamente después de morir, sino “en el día del juicio” (v. 26). Entonces “los que hicieron el bien resucitarán para vivir, pero los que hicieron el mal, resucitarán para ser condenados” (Juan 5:29). Como resultado del juicio investigador, “los santos” reciben, además de la “vida eterna” (Dan 12:2-3), “el reino eterno” (Mat 25:31-34; cf. Dan 7:22,26-27).
¿Papas y santos genocidas en la corte celestial?
Ante una visión tan solemne y sagrada del juicio divino como la que ofrece la Biblia, ¿podemos confiar en el juicio de un Magisterio papal y colegial romano que abusó, maltrató y destruyó tantas vidas inocentes a lo largo de los siglos, sólo porque los condenados no quisieron obrar contra su conciencia, y estuvieron dispuestos a morir antes que renunciar a su fe? (véase Apoc 3:5). El “Santo Padre” en la representación de los papas medievales ordenó la ejecución de pueblos enteros, y la “Santa Sede” de Roma se convirtió a mediados del S. XX en una guarida de criminales de guerra a quienes el Vaticano otorgó documentos falsificados para poder escapar de la justicia internacional. ¿Puede alguien concebir que la corte celestial vaya a ratificar tales juicios y fraudes terrenales?
La Iglesia Católica presume que los mismos papas que ordenaron la ejecución de tantos pueblos durante la Edad Media, inclusive Pío XII que cobijó a tantos genocidas que nunca se arrepintieron después de la Segunda Guerra Mundial, están en la gloria y comparten sus gracias y virtudes con los fieles aquí en la tierra (Catecismo, 956, 2683). Si ellos condonaron el genocidio contra los no católicos, y están impunemente en la gloria en premio a su vida presuntamente santa y piadosa, ¿de qué tendrían que arrepentirse los gobernantes católicos que revelaron una pasión semejante a la que tuvieron ellos en favor de su Iglesia? ¿Acaso no se confesaron ante tales obispos y papas para poder participar de la hostia, comulgando con los que, por decisión de la Iglesia, ya están beatificados y en la gloria celestial?
En general, los dictadores católicos del S. XX participaron de la hostia, algo que ningún católico tiene derecho a hacer sin confesarse primero. Al absolver a tales criminales en el acto de la confesión, el obispado católico pretende que el juicio celestial pasa por él. Aún así, esos criminales de guerra nunca admitieron públicamente su falta, sino que por el contrario, justificaron su genocidio y buscaron obstruir, con la ayuda de la jerarquía más alta de la Iglesia, toda investigación del mismo. ¿Es así que el papado romano se toma la libertad de traficar, mediante un sacerdocio impostor que recibe su autoridad del mismo papa, el pase de todo pecador al reino celestial?
Según el pensamiento católico, en la corte celestial de gloria están ya instalados, de alguna manera, todos los papas y santos que murieron en lo pasado y fueron declarados “santos” por la Iglesia Romana (Catecismo, 1021-2,1029). En efecto, según el catecismo romano, su misión en la gloria no se reduce única y exclusívamente a alabar a Dios. Los santos glorificados interceden por los católicos que todavía no murieron, y ofrecen los méritos que les sobraron para que pasen menos tiempo en el purgatorio (956, 1474-7). ¿Qué devoto católico que llegase a la cima del poder en cualquier país de la tierra, no trataría de hacer lo mismo que hicieron aquellos que fueron tan grandemente premiados ya? Criminales y genocidas del pasado, beatificados por la Iglesia Madre, están mirando supuestamente desde el cielo a los que buscan imitarlos desde la tierra. Lógicamente, tales “santos” en el cielo deben ponerse contentos toda vez que sus “hijos” terrenales castiguen, torturen y destruyan la vida de los demás, como ellos lo hicieron con los que expusieron la falta de documentación bíblica de los dogmas papales.
La Iglesia Católica Romana rebaja el carácter solemne y sagrado del juicio celestial por una representación terrenal impostora de tal juicio. Un molde tal del juicio divino hecho a la medida del hombre mortal y pecaminoso, da libertad a los súbditos de la Iglesia, reyes y dictadores, para establecer y destruir vidas a su gusto. En virtud de tal visión sustentada y alimentada a lo largo de tantos siglos de intolerancia y despotismo papales, los “hijos” de la madre iglesia se han sentido libres de torturar, matar y destruir hasta pueblos enteros, para ajustar a todo el mundo a un molde caído sobre el que pretendieron que Cristo decidió construir su Iglesia. Y para colmo de la desfachatez, ese presuntamente rico legado de santidad le permite balardonear blasfemamente que la Iglesia no erró ni podrá errar jamás, ya que comparte con el Padre y el Hijo la infalibilidad (Catecismo, 889-891, 2051).
Conclusión.
La Iglesia Católica Romana cree estar fundada y edificada sobre Pedro, es decir, sobre la humanidad tan débil, miserable y necesitada de redención como toda la historia humana lo ha demostrado. Lejos de considerar ese fundamento humano en su verdadera naturaleza pecaminosa, el papado así como el Magisterio de la Iglesia pretenden poseer la infalibilidad y la santidad que le corresponden únicamente a Dios (Núm 23:19; 1 Sam 15:29; Heb 6:18; Apoc 15:4). Por tal razón exigen también la impunidad, esto es, no ser juzgados por los tribunales civiles, ya que en su razonamiento particular, no corresponde que el cuerpo (autoridad civil) juzgue al alma (autoridad eclesiástica). Sus mayores problemas se dan cuando tienen que operar en gobiernos protestantes que, en marcado contraste, parten de la base de que todos son pecadores y, por consiguiente, sujetos por igual a la ley civil. Según las convicciones protestantes, nadie se vuelve santo por ocupar ningún cargo público, sea éste político o eclesiástico. Por lo tanto, nadie puede requerir impunidad tampoco.
La Biblia enseña que la verdadera Iglesia de Cristo no fue, ni es, ni será edificada sobre ningún ser humano, sino única y exclusívamente sobre el Hijo de Dios. La tendencia a edificar sobre un fundamento humano pone al hombre a la altura (o más bien bajeza) de la naturaleza pecaminosa del hombre. Distrae la atención del único “autor y perfeccionador de la fe”, que es Cristo Jesús (Heb 12:2). Ningún papa, ningún “santo” determinado como tal por la Iglesia Católica, ninguna “virgen” está en el cielo intercediendo por los vivos, porque los muertos no resucitarán antes de la venida del Señor (1 Cor 15:23-24; 1 Tes 4:15-17). El único modelo que nos ha sido dado es el del Hijo de Dios. “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba”, dijo Pablo, “donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3:1-2), no en ninguna presunta “Santa Sede” terrenal ni en ningún presunto “Santo Padre” de este mundo (Mat 23:9; Juan 1:12-13; Apoc 15:4).
Todo aquel que quiera poner su confianza en una Iglesia que presume estar fundada sobre un hombre carnal como cualquiera de nosotros (Stgo 5:17), jamás podrá elevarse por encima de las flaquezas humanas que todos heredamos de Adán. Unicamente puede estar seguro aquel que pone su confianza en el poder del único ser que pasó invicto por este mundo contra el pecado. Demasiadas pruebas de las pasiones bajas y vergonzosas de tantos obispos y papas católicos nos ha dado la historia para pretender que el Señor fundó la Iglesia sobre tales hombres. La misión de la verdadera iglesia del Señor no es la de elevarse a sí misma usando como modelo a hombres falibles y pecadores como modelos de perfección y santidad. El único ser que debe ser exaltado es el Hijo de Dios, único modelo que nos ha sido dado para poder elevarnos de nuestra miseria humana (1 Ped 2:21-22). Dios no nos llamó para alardear ante el mundo una riqueza de santidad humana en buenas obras, sino para exaltar las riquezas incomparables de la justicia, misericordia y gracia de Cristo, que salvan al pecador (Ef 1:7; 2:4-10; 3:8).
Si la Iglesia Católica quiere librarse de volver a cometer nuevos crímenes y genocidios contra la humanidad, debe dejar de edificarse a sí misma sobre fundamentos humanos, esto es, dejar de mirarse a sí misma y mirar únicamente al Hijo de Dios como única fuente de salvación (Hech 4:12). Debe reconocer que por el pecado de Adán fuimos “vendidos al poder del pecado” (Rom 7:14; véase Gál 5:17), de tal manera que el pecado está en nuestros “miembros (Rom 7:23). La humanidad no puede elevarse sobre sí misma porque, por el pecado de su progenitor, fue “hecha” o “constituida” pecadora” (Rom 5:19).
Cerremos esta sección con algunas declaraciones inspiradas acerca de la imposibilidad que tenemos, como seres humanos, de edificar nuestra fe sobre fundamentos humanos. En efecto, no podemos remontarnos por nosotros mismos sobre nuestra condición pecaminosa, porque “el pecado es la herencia de los hijos” (ChG, 475). “Por naturaleza el corazón es malo” (DTG, 143; véase Jer 17:9). Aunque hagamos buenas obras, Jesús declaró que somos por naturaleza “malos” (Mat 7:11). Esto quiere decir que no podemos cambiar nuestra naturaleza ni cuando hacemos obras buenas. “Hay en su naturaleza [del hombre] una inclinación al mal, una fuerza que, sin ayuda, no puede resistir” (Ed, 29).
“Cristo no poseía la misma deslealtad pecaminosa, corrupta y caída que nosotros poseemos, porque en ese caso no podría ser una ofrenda perfecta” (3SM, 131). “La perfección angélica fracasó en el cielo. La perfección humana fracasó en el Edén, el parahíso de felicidad. Todo el que desee seguridad ya sea en la tierra como en el cielo, debe mirar al Cordero de Dios” (ST, 12-30-89, 4). “Unicamente mediante los méritos de Aquel que era igual con Dios podía restaurarse la raza caída” (The Messenger, 04-26-93, 5). “Ningún hombre o ángel del cielo podría haber pagado la penalidad del pecado. Jesús era el único que podía salvar la rebelión del hombre. En él, la divinidad y la humanidad se combinaron, y esto fue lo que dio eficiencia a la ofrenda de la cruz del Calvario” (1 SM, 322).
“Después de la caída, Dios vio que el hombre no tenía poder en sí mismo para guardarse de pecar, y se hizo provisión para que pudiese recibir ayuda” (ST, 02,17,09, 9). “La naturaleza pecaminosa del hombre es débil, y está predispuesta a la transgresión de los mandamientos de Dios. El hombre no tenía poder para hacer las obras de Dios;  ésa es la razón por la que Cristo vino a nuestro mundo, para que pudiese impartirle poder moral. No había poder ni en el cielo ni en la tierra a no ser el poder de Cristo que pudiese librar...” (14MR, 1094, 82). “El Hijo de Dios vino a la tierra porque vio que el poder moral del hombre es débil” (YI, 12-28-99,2). “Siendo que el hombre caído no podía vencer a Satanás con su fuerza humana, Cristo vino de las cortes reales del cielo para ayudarlo con su fuerza humana y divina combinadas” (1SM, 279). (Véase más citas en A. R. Treiyer, Los Cumplimientos Gloriosos del Santuario, lección 1).
¿Queremos librarnos del pecado, del crimen y de toda clase de homicidio y genocidio humanos? No nos dejemos distraer por tantos presuntos ejemplos de santidad que una Iglesia terrenal y corrupta, con tanto alarde de infalibilidad, pone entre el Hijo de Dios y los que buscan librarse del mal. Si queremos librarnos del engaño no nos miremos ni a nosotros mismos (1 Cor 4:3; 2 Cor 4:5; Filip 3:13-14). Miremos únicamente al Hijo de Dios (Juan 21:22). “En ningún otro hay salvación, porque no hay otro Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech 4:12). “Por eso Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un Nombre que es sobre todo nombre;  para que en el Nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios el Padre” (Filip 2:9-11).

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