viernes, 28 de febrero de 2014

LA GUERRA SUCIA EN ARGENTINA.

Alberto Treiyer
Doctor en Teología

La “guerra sucia” en Argentina.
Fueron los curas los que, en la misma época en que gobernó Pinochet en Chile, arengaron a los militares para apoderarse de Argentina, eliminar la democracia y lanzar una cruzada que terminó llamándose “guerra sucia” por su carácter mentiroso y genocida. Ese carácter criminal de la dictadura militar argentina fue camuflado en aras de la patria y vergonzosamente santificada por la Iglesia Católica como siendo querida por Dios. En efecto, seis meses antes del golpe de estado, el Vicario General del Ejército, Monseñor Victorio Monamin dio su Homilía a las Fuerzas Armadas el 23 de Septiembre de 1975, en términos equivalentes a los que se usaron para justificar la guerra civil española iniciada por los falangistas y el ejército, que terminó elevando al poder al general Francisco Franco. Estas fueron sus palabras premonitoras. “¿No querrá Cristo que algún día las FF.AA. estén más allá de su función? El Ejército está expiando la impureza de nuestro país... los militares han sido purificados en el Jordán de la sangre para ponerse al frente de todo el país...”
a) Antes del golpe militar. Tres meses antes del golpe, más específicamente el 29 de diciembre de 1975, Monseñor Tortolo, Presidente C.E.A. Vicario FF.AA. profetizaría lo siguiente ante la Cámara Argentina de Anunciantes (en el Plaza Hotel):  “se avecina un proceso de purificación”, lo que en esencia, tenía que ver con un nuevo holocausto (“ofrenda quemada” con propósitos purificatorios). Su discurso clérico-militar sería seguido por otra homilía de Monseñor Bonamin el 5 de Enero de 1976, en la Iglesia Stella Maris. “La Patria rescató en Tucumán su grandeza... Estaba escrito, estaba en los planes de Dios que la Argentina no podía perder su grandeza y la salvó su natural custodio:  el Ejército...” Nuevamente Monseñor Tortolo, luego de entrevistarse con el General Videla y el Almirante Massera, declaró el día del golpe:  “si bien la Iglesia tiene una misión específica, hay circunstancias en las cuales no puede dejar de participar así cuando se trata de problemas que hacen al orden específico del Estado...”
¿Qué es lo que encontramos en estas declaraciones? Que la Iglesia, en condiciones normales, no recurre al poder estatal y militar en esta era moderna para resolver los problemas políticos que la conciernen. Pero frente al peligro de perder la unidad con el estado, olvida todas sus proclamas de buena voluntad para con todos los ciudadanos por igual. Lejos de restringirse a su labor espiritual universal de salvación, se entromete en las cuestiones políticas y se muestra solidaria de la represión militar. ¿No hará lo mismo el papado con Europa y el mundo en general, luego que logre el reconocimiento por el que aboga la Iglesia Católica en la constitución europea? Será suficiente con que aparezca algo que atente contra la unidad que pretende representar (¿terrorismo?), como para justificar la negación de muchas de sus proclamas humanísticas actuales. Las “circunstancias” dan libertad a la Iglesia Católica para olvidar todas sus promesas de tolerancia anteriores.
b) La represión católico-militar. El 10 de abril de 1976, el coronel Juan Bautista Sassian declaró que “el Ejército valora al hombre como tal porque el Ejército es cristiano” [católico]. ¿Quién podía negar, a partir de entonces, que tanto el ejército como la Iglesia Católica eran dos caras de la misma moneda? Un pacto que involucraba a ambos había sido sellado, de tal manera que no podía morir ninguno sin que muriera el otro, ni triunfar uno sin que participase de su triunfo el otro. Por otro lado, ¿valoraron el Ejército y la Iglesia al hombre como tal, desde una perspectiva cristiana, con tantas torturas aplicadas, asesinatos y desapariciones producidas?
Así como en la Edad Media los sacerdotes inquisidores tenían la tarea de bendecir los instrumentos de tortura que aplicaban a sus víctimas—presuntos enemigos de la sociedad—así también las armas del Ejército debían ser bendecidas ahora por Monseñor Bonamin, el 11 de Mayo de 1976, en los mismos términos que la curia bendecía al ejército de Musolini en su campaña contra Etiopía. “Señor Dios de los ejércitos...”, rezaba Bonamin, “escucha la oración que te dirigimos implorando tu bendición sobre estos sables y estas insignias y, en especial, sobre los nuevos generales del Ejército que las reciben como signo de la función y el poder que hoy asumen. Saben que su vida de soldado en cumplimiento de sus funciones específicas no está ni debe estar separada de tu Santa Religión. Estos hombres comparten la misma fe de tu Iglesia y la quieren vivir a través de la actividad y el servicio propio de la vocación militar que les enseñaste. Como soldados del Evangelio..., a ejemplo de Cristo, están... comprometidos... a restablecer la armonía del amor... quebrantada... por quienes, según lamentaba el salmista, gritan ‘guerra' cuando todos decimos ‘paz'...”
Posteriormente, en la guerra que inició el general Galtieri contra Inglaterra por las Islas Malvinas, volvió a verse a los curas bendiciendo las armas de guerra, celebrando misas antes de librar las batallas, como lo habían hecho los curas españoles cuando se unieron al regimiento falangista que fue a apoyar a Hitler en su guerra contra Rusia. A esas islas fueron los militares y soldados argentinos cargados no sólo de armas y municiones, sino también de cruces y vírgenes. Pero por más oraciones que le hicieron a la virgen, tampoco en esa oportunidad pudo una idolatría tal por la madre de Dios hacer algo en su favor.
El Documento de la Conferencia Episcopal Argentina del 1 de mayo de 1976 justificaba las torturas, desaparición de personas y exterminio de ciudadanos en los campos de concentración como “cortes drásticos que la situación exige”, y que no permiten que “los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempos de paz”. El Nuncio Papal para Argentina, Monseñor Pío Laghi declaró el 17 de junio de 1976 que “hay una coincidencia muy singular y alentadora entre lo que dice el Gral. Videla de ganar la paz y el deseo del Santo Padre para que la Argentina viva y gane la paz”. Volvía a declarar diez días más tarde desde Tucumán que “el país tiene una ideología tradicional y cuando alguien pretende imponer otro ideario diferente y extraño, la nación reacciona como un organismo con anticuerpos frente a los gérmenes generándose así la violencia”. La Iglesia, continuaba, “está insertada en el Proceso y acompaña a” las Fuerzas Armadas.
Nuevamente, nos encontramos con una institución religiosa que, lejos de ser una entidad que defiende la libertad de conciencia, la suprime cuando ve que peligra su “ideología tradicional”. En esta época de tolerancia—entiéndase bien, tolerancia, no libertad plena—cualquiera puede pensar como quiere a condición de que su pensamiento no altere la mayoría absoluta que ostenta la Iglesia tradicional. La tradición es una verdad absoluta en este concepto, y no se permite cuestionar los dogmas que acariciaron los padres, abuelos y visabuelos..
c) Contra la democracia y el judaísmo. El mismo nuncio, Pío Laghi, diría diez años más tarde en una misa en Córdoba, que “los pseudo héroes que encarnan la revolución francesa en nuestra patria desintegran la tradición hispanoamericana;  la trilogía francesa de igualdad, libertad, fraternidad es totalmente subversiva”. Con esto revelaba estar de acuerdo con las encíclicas papales contra la democracia y la igualdad de fines del S. XIX, como Inmortale Dei y Sapientiae Cristianae, ambas promulgadas en 1885 por el papa León XIII, en donde condenaba la libertad de pensamiento y hasta la libertad de culto como “la peor de las libertades”, que “no puede ser suficientemente maldecida o aborrecida”, algo que también el papa Gregorio XVI en Mirari Vos (Agosto 15, 1832), ya había expresado. Esto nos muestra que en la actualidad, la Iglesia Católica tolera la democracia hasta que peligra su papel protagónico en la sociedad y el reconocimiento político privilegiado que exige y en el que está siempre involucrada.
d) El antisemitismo revivido. El mismo espíritu antijudaico genocida que alimentó a Hitler, a Musolini y a todos los gobiernos clero-fascistas de la Segunda Guerra Mundial, se apoderó también de la Junta Militar Argentina, aunque más contenida por la condenación universal que ese genocidio había tenido entonces. Los más grandes dignatarios de la Policía Federal recomendaban y comentaban obras de Adolfo Hitler y otros autores nazis y fascistas. De allí que la represión contra los judíos en Argentina fue a menudo más brutal, con insultos rascistas agregados. A algunos los pintaban con svásticas en el cuerpo muy difíciles de borrar para que, al descubrírselas los guardias en las duchas luego, volviesen a maltratarlos con golpes, patadas y puñetazos. Había represores que se hacían llamar “el gran führer” y ordenaban a los prisioneros gritar:  “¡Heil, Hitler!” Era normal escuchar también grabaciones de sus discursos por las noches. Al torturar los judíos les decían:  “¡Somos la Gestapo!”
También les gritaban “‘moishe' de mierda, con que harían jabón”, en referencia a los jabones que hacían los nazis con el cuerpo de los judíos muertos en las cámaras de gas. A algunos de los judíos a quienes interrogaban sobre los asentamientos judíos en Palestina y los nombres de otros de sus congéneres, les decían mientras los torturaban con una picana eléctrica que “el problema de la subversión” izquierdista era el que más les preocupaba por el momento, pero que el “problema judío” le seguía en importancia y estaban archivando información” para el futuro. Los obligaban a levantar la mano y a gritar:  “¡yo amo a Hitler!”. A un judío lo sacaban del calabozo y le hacían mover la cola, exigiéndole que ladrara como un perro, que le chupara las botas al guardia, pegándole hasta que lo hiciera a la perfección. Luego le hacía hacer como gato.
Muchos judíos desaparecieron, aunque otros milagrosamente lograron salvarse sin poder ver más a hermanos o hermanas a quienes escucharon gritar por las torturas que les aplicaban en cuartos contiguos. Los guardianes decían a los judíos apresados que “el único judío bueno es el judío muerto”. Los acusaban de subvencionar la subversión y les aplicaban torturas especiales como el rectoscopio que consistía en un tubo que se introducía en el ano de la víctima o en la vagina de las mujeres para introducir una rata que mordía los órganos internos de la víctima buscando una salida. A mujeres embarazadas les ponían una cuchara en la vagina a la que conectaban con una picana eléctrica para torturar su feto, con el propósito de que delatase a otros.
e) Estadísticas y conciencia papal de los hechos. Las estadísticas de desaparecidos y muertos en Argentina también varían dependiendo de la fuente. Los que escapaban de Chile caían en Argentina. Los que escapaban de Argentina caían en Uruguay, y así interconectadamente. La única solución, imposible para muchos, era huir a Europa. Por tales razones, se hace difícil hacer una estadística exacta de desaparecidos. En general, se ha avalado como en 30.000 el número de personas desaparecidas, muchas más encarceladas, torturadas y exiliadas. Esta cifra fue repetida por Estela Carlotto, una de las principales Abuelas de Mayo en una entrevista que le hizo CNN, como Embajadora de los Derechos de la Mujer del gobierno argentino ante la ONU, en Marzo de 2004
Durante el tiempo que duró la represión, el episcopado argentino aprobó el maltrato físico y participó aún activamente en las torturas sicológicas de diferentes maneras como algo lícito y querido por Dios para sanear la sociedad. Una vez que la Iglesia Católica logró sus objetivos, comenzó a condenar los actos de barbarie cometidos por el régimen militar, y a llamar al perdón y a la reconciliación nacional. Esto lo hizo por la presión internacional ante la cual los dignatarios de la Iglesia en Argentina se enfurecían durante el régimen. Muchos sacerdotes declararon luego que no sabían lo que realmente estaba pasando. Pero los datos históricos son demasiado contundentes para negar su concurso en la masacre.
Al igual que los obispos y sacerdotes croatas durante y después de la Segunda Guerra Mundial, “la Jerarquía [Católica] negó la ‘desaparición' de personas, la existencia de centros clandestinos y se unió a la mentira oficial sobre la existencia de una campaña internacional antiargentina. Cuando ya no fue posible ocultar esta verdad, trató de minimizarla y de que no tuviesen lugar los juicios contra los culpables”, en aras de la reconciliación (Ruben Dri, Teología y Dominación, cap 5).
El papa Juan Pablo II estaba también al tanto de todo lo que pasaba, ya que su nuncio apostólico en Argentina, el cardenal italiano Pío Laghi, compartía con él regularmente todo lo que allí ocurría. Ese cardenal admitió más tarde a la prensa Argentina que tenía conocimiento directo de casi 6000 casos de personas desaparecidas. En 1995 se supo también que tanto su oficina en Bs. As., como la Iglesia Católica en Argentina y el mismo papado en el Vaticano, conservaban listas secretas de muchas de las miles de personas que murieron o desaparecieron en los campos de concentración argentinos. El Ejército Argentino—como los inquisidores de Lima a la Suprema de España durante los S. XVI al XVIII—reportaba regularmente toda la información tan rápido como podía a la Embajada del Vaticano. Esa “oficina del Excelentísimo y Reverendísimo Pío Laghi sabía exactamente quién estaba vivo y quién estaba muerto”.
También existían otras listas secretas que llevaba la oficina del vicariato castrense. Monseñor Grasselli, secretario del obispo Tortolo, confeccionaba las listas marcando con una cruz los nombres de los infelices que morían. Admitió luego haber anotado en esas listas unos 2.000 nombres. Al mismo tiempo atormentaba sicológicamente a los padres y familiares de los desaparecidos que recurrían a él por información acerca del paradero de sus seres queridos. Ni el mismo papa, enterado de tantas desapariciones, dio audiencia a grupos de padres católicos que recurrieron a él en el Vaticano por ayuda. Pero sí recibió, comulgó y bendijo a los jerarcas militares y religiosos que lo visitaron en Roma, y que él mismo se dio el trabajo de visitar personalmente en Argentina.
f) Ideología y función de los capellanes confesores. El Vicariato de las Fuerzas Armadas mantuvo 250 sacerdotes y 130 capillas a disposición de la cruzada antimarxista desatada por los militares argentinos. Esos capellanes servían como instructores espirituales de los cruzados militares, alentándolos en la “noble” tarea que emprendían “por Dios y por la patria”. Instruían a los ejecutores del plan militar diciéndoles que la “serpiente antigua” actuaba mimetizándose en diversas encarnaciones. Gracias al predominio de la Iglesia Católica durante todo el medioevo, pudo mantenérsela alejada en occidente. A partir del renacimiento comenzó, sin embargo, la apostasía. Le siguió la Reforma, el Racionalismo, la Revolución Francesa, y el Liberalismo Socialista y Comunista. El mensaje obvio que se escondía detrás de esta teología era que había que aplastarle la cabeza a la serpiente en cualquiera de esas formas. ¡Pero el método sugerido para hacerlo era tan diferente al que empleó el Señor al vencerla mediante la abnegación y muerte vicaria en la cruz!
También Descartes, el padre del pensamiento científico moderno desde la perspectiva filosófica, fue otra manifestación de ese mal—según aducían los instructores—que amenazó mediante la duda metódica, con destruir los mismos fundamentos sapienciales de la tradición. En armonía con las encíclicas papales del S. XIX y primera mitad del S. XX, consideraron los obispos argentinos que el mal se apodera de la historia cuando se rompe el dualismo del orden espiritual sobre el material. La reversión de ese correcto ordenamiento social, (según el pensamiento tomista de los pontífices y obispos de la Iglesia), culmina en la violencia y ruptura de la sociedad, impidiendo la paz. De allí que el héroe militar siga al santo sacerdote en la escala de valores, y sin que por ello todo santo o sacerdote no sea considerado también como héroe o militar.
Hay así, en esta concepción neo-medieval, una unidad perfecta entre el sacerdote y el militar, el santo y el héroe, la cruz y la espada, la Iglesia y el Estado. “El sacerdote u hombre de Iglesia es un santo-héroe y el militar un héroe-santo... con hegemonía del santo pero que sólo puede hacerla valer con la fuerza del héroe”. “Los capellanes militares eran la cruz junto a la espada, el espíritu que animaba a la materia, lo sagrado que daba sentido a lo profano, es decir, a los secuestros, torturas y desapariciones” (ibid). De allí que muchos militares granulaban sus rosarios en los centros clandestinos, proclamando constantemente “los valores occidentales y cristianos” por los que luchaban.
Los capellanes que apoyaban al ejército tenían como misión—semejante a lo que hicieron los sacerdotes durante toda la Edad Media en los centros secretos de la Inquisición—obtener la confesión de la víctima mientras era torturada. Hasta participaban en la inflixión de la tortura pateando a los estaqueados y ordenándoles que hablasen. Los curas amenazaban a las víctimas con hablar o, de lo contrario, llamar a los torturadores que mencionaban por nombre y cuya fama se había dado a conocer entre las víctimas. Año tras año las Madres y después Abuelas que desfilaban por la plaza de Mayo pedían audiencia ante los obispos que nunca se dignaban a recibirlas, porque hubiera significado un reconocimiento a su gestión que la Dictadura no había dado.
¿Qué hizo el papa que culminó el S. XX para detener esas masacres que se llevaban a cabo sin escrúpulo alguno bajo la condenación internacional? Su Santidad Juan Pablo II rechazó las fotos de una niña desaparecida y de Azucena de De Vicenti, madre desaparecida, aduciendo que “desaparecidos hay en todas partes del mundo. Hasta niños, hay en todas partes”. Negó audiencias a familiares católicos angustiados que procuraban por todos los medios tener alguna información de sus seres queridos. Y visitó la Argentina para permitir comulgar con él a los jerarcas militares y eclesiásticos cuando se hizo evidente el desprestigio militar y católico en que iban a caer luego de haber emprendido la guerra contra un país protestante. 

Terrorismo de Estado.
Durante la dictadura militar argentina se encontró una momia de un faraón egipcio cuya identificación dio que hacer a los arqueólogos. Mientras discutían sobre su posible identificación, se apareció un militar argentino que pidió que le permitieran investigarla. Para sorpresa de todos, salió al rato diciendo que se trataba del famoso faraón Komunitón que había vivido a comienzos del segundo milenio antes de Cristo. Pasmados por la seguridad de su testimonio, los científicos reunidos le preguntaron cómo llegó a esa conclusión. El militar argentino les respondió, sin inmutarse: “Muy simple, señores. La hice hablar”.
 
Chistes de esta naturaleza circulaban por Francia y Europa en general, durante todo el período de la Guerra Sucia. Lo mismo podría haberse dicho de todo el período de supremacía del anticristo medieval romano, que torturó y destruyó a su gusto a toda persona que se atrevió a pensar diferente en materia religiosa. En ocasión del gobierno militar argentino, sin estar yo enterado de muchos pormenores, les dije a varios amigos europeos que había que mirar el cuadro de los dos lados. Me respondían con nítida claridad: “Nosotros ya pasamos por esa etapa acá. Eso es ‘terrorismo de estado', y hay que prevenir su reaparición. Nada puede justificar la desaparición de personas sin que gente imparcial pueda verificar las sentencias. Juicios secretos y desapariciones sin explicación alguna no se aceptan en ninguna nación libre y civilizada. Tampoco se aceptan condenas pura y simplemente por convicciones políticas, religiosas o raciales”.
 
Como dijimos anteriormente, muchos fueron torturados miserablemente y murieron sin escrúpulo alguno, y sin tener nada que ver con la así llamada subversión. Si no los fusilaban como en Chile, para enterrarlos en fosas comunes y secretas, les daban pastillas para hacerlos dormir y los tiraban de un avión como en Paraguay, con manos y pies atados en el río más ancho del mundo, el Río de la Plata (en Paraguay los tiraban en la selva). Otras veces los encerraban en un cuarto con una garrafa de gas encendida, le propinaban un terrible golpe en la nuca que los desmayaba, con el propósito de que el peritaje posterior calificase su muerte como suicidio. Por gracia y milagro de Dios un pastor adventista a quien le aplicaron ese tratamiento se salvó.
 
¿Qué hacían con los que eran torturados sin prueba alguna en su contra y se salvaban por fortuna de morir? ¿Cómo trataban a los familiares que por casualidad llegaron a enterarse de la equivocación cometida al asesinar a un hijo, a un marido o a una esposa? El ejército les decía, sin pedir excusa alguna: “¡Aquí no pasó nada! ¿Entendió?”. Repetían esa misma frase hasta que los familiares de las víctimas inocentes asintiesen clara y definidamente como habiendo entendiendo perfectamente lo que se quería decirles de esa manera. Así procuraba el ejército tapar oficialmente el crimen y la inmundicia, y amenaza hasta hoy en Chile y en Argentina a quienes quieren hablar para limpiar su alma de tan terrible criminalidad. Pero como está sucediendo después de medio siglo de la Segunda Guerra Mundial, y un cuarto de siglo después de la Guerra Sucia, diferentes tipos de archivos siguen soltándose, y más testimonios de víctimas que sobrevivieron al atropello de Estado se atreven a expresarse. Las piezas del rompecabezas siguen apareciendo y apuntando, en ambos eventos—fascismo europeo y sudamericano—a una misma fuente de inspiración: la Iglesia Católica Romana.
 
Hoy el terrorismo proviene, mayormente, de movimientos disidentes clandestinos a los cuales la comunidad internacional persigue implacablemente. En general, las naciones civilizadas procuran alcanzarlos sin perder la paciencia como pasó en Sudamérica. Procuran mantener por todos los medios posibles una clara diferenciación entre los criminales y los inocentes. Los mismos poderes internacionales que ejercen la autoridad en este mundo han condenado el terrorismo de estado no sólo de Argentina y Chile, sino de todos los estados europeos fascistas que los precedieron en Europa. Pero, ¿cuánto tiempo lograrán mantenerse bajo control los que ostentan el poder en los estados actuales, frente a una violencia equivalente a la que precedió al diluvio, a medida que el Espíritu de Dios se retira de la tierra?
 
h) El gobierno divino no es terrorista.
 
¡Cuando pensamos en el terrorismo de estado que se dio en las dictaduras catoliconas de sudamérica, nos quedamos impactados al ver cuán lejos estuvieron los representantes de la Iglesia Romana de representar el carácter real de Dios! Gracias al Dios del cielo porque vemos que su gobierno no tiene ninguna traza de terrorismo estatal. ¡Cuánta paciencia ha tenido Dios para con este mundo! Aunque su juicio finalmente se revelará sobre toda la tierra, “es paciente con nosotros, porque no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped 3:9). Dio a su Hijo para que muriese “en rescate por muchos” (Mr 10:45), de tal manera que “todo aquel que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16).
 
El juicio final de Dios será terrible para los que se pierdan. Pero será llevado a cabo delante del universo entero, no sin antes que todos puedan verificar la justicia de su sentencia y respaldarla (Dan 7:9-10,22; Apoc 20:11-15). ¿Por qué razón? Porque nada que contraríe el amor de Dios podrá prevalecer. Para que todas las criaturas del universo no se asustasen, el gobierno divino debía erradicar toda atmósfera de terrorismo. Por eso dice Pablo que a través de la predicación del evangelio y de la reacción del mundo a ese mensaje, así como mediante la transformación de tantas vidas que deberán ser investigadas en el juicio final, la Deidad se propone revelar su sabiduría a las inteligencias celestiales (Ef 3:9-10; Col 1:20; 1 Ped 1:12).
 
Desde una perspectiva jurídica, no hay cosa más extraordinaria que el plan de salvación para resolver el problema del mal en el universo. Sólo la sabiduría divina podía concebir un plan mediante el cual pudiese ejercer misericordia y amor para con el culpable, y esto sin sacrificar su justicia. “El amor y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron” (Sal 85:10). “Justicia y juicio son el fundamento de tu trono, el amor y la verdad van ante ti. ¡Dichosos los que saben aclamarte! Andarán a la luz de tu rostro, Señor” (Sal 89:14-15; 97:2). Mediante el perfecto equilibrio ejercido entre la justicia y el amor divinos, vemos a Dios protegiendo a su creación de caer, por un lado, en la presunción de creer que la humanidad puede salvarse sin transformación y redención, y por el otro de vivir presas del terror por una justicia severa e implacable, sin escape y liberación posibles.
 
El amor de Dios se revela, en efecto, “para que tengamos confianza en el día del juicio”. Pues “en el amor no hay temor. Antes el amor perfecto elimina el temor, porque el temor mira el castigo. De donde el que teme, aún no está perfecto en el amor” (1 Jn 4:17-18). ¿Podría el universo haber sido perfeccionado en el amor—y más aún nosotros tan necesitados como estamos de ese amor divino—si Dios comenzase a hacer desaparecer a unos y otros sin explicación alguna, e impusiese un terrorismo de estado en el universo? ¡Gracias a Dios porque su juicio no se da sin discriminación!
 
La única manera en que tanto los militares como los sacerdotes católicos de Argentina, Chile y demás países de sudamérica tienen de librarse del juicio final, es confesando pública y honestamente su falta, porque público fue su crimen. En la etapa final de restauración que Dios ofrece libremente a todo hombre aún criminal, en esta tierra, deberán procurar reparar los asesinos de Estado, hasta donde les sea posible, el daño cometido. En ese día final no los librará una iglesia que pretende ser desvergonzadamente infalible y que apaña a hijos criminales a los que considera útiles para cumplir con sus permanentes proyectos de dominio y supremacía. Sólo hay salvación mediante arrepentimiento y confesión, no mediante una vindicación de una iglesia criminal y una institución militar igualmente genocida.
 
“No os engañéis, Dios no puede ser burlado. Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gál 6:7). “El que encubre sus pecados no prosperará. Mas el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia” (Prov 28:13).
 
Conclusión.
 
Si las naciones en este siglo de “derechos humanos” no aceptan que se mate a mansalva, sin discriminar entre el criminal y el inocente, ¿aceptaría el Señor tamaña barbarie de quienes presumieron obrar en su nombre? La sangre inocente que era derramada, según la Biblia, “contaminaba” la tierra en medio de la cual el Señor habitaba (Núm 34:33-34). Por tal razón, al vindicar al Hijo de Dios recientemente condenado por la nación judía, las autoridades públicas de entonces interpelaron a los apóstoles con la siguiente declaración: “¿Quéreis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre?” (Hech 5:28).
 
En referencia directa al fin del mundo, el profeta Isaías retoma este concepto, dando a entender la razón por la cual la maldición iba a caer sobre toda la tierra. “La tierra se contaminó bajo sus habitantes, porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto eterno. Por eso la maldición consumió la tierra, y sus habitantes fueron desolados” (Isa 24:5-6). Esto no lo dice Isaías refiriéndose a una degeneración de la justicia pura y simplemente callejera. En el anuncio inmediatamente precedente el profeta incluye, en efecto, a los gobernantes y religiosos de las naciones de la tierra que participarían igualmente en la obstrucción de la justicia internacional “Y sucederá lo mismo al sacerdote y al pueblo, al siervo y a su señor, al que compra y al que vende, al que presta y al que toma prestado, al que da a logro y al que lo recibe... Se enlutó la tierra y se marchitó, enfermó, cayó el mundo; languidecieron los nobles [gente elevada] de los pueblos de la tierra” (Isa 24:2,4).
 
El clamor apocalíptico que asciende a Dios implorando su juicio dice: “¿Hasta cuándo, Señor, justo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre de los que moran en la tierra?” (Apoc 6:10). Esta es una clara referencia al terrorismo de estado que predominó durante 1260 años mayormente en Europa, contra los que asumían el testimonio de “la Palabra de Dios” y morían por causa “del testimonio que llevaban” (Apoc 6:9). “‘Babilonia la grande' fue ‘embriagada de la sangre de los santos' [Apoc 17:6]. Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios venganza contra aquel poder apóstata” (CS, 64). “Hubo horribles matanzas de tal magnitud que nunca será conocida hasta que sea manifestada en el día del juicio” (CS, 626).
 
A comienzos del S. XX, E. de White advertía: “Si el lector quiere saber cuáles son los medios que se emplearán en la contienda por venir, no tiene más que leer la descripción de los que Roma empleó con el mismo fin en siglos pasados” (CS, 630). Esto se cumplió parcialmente en los cuadros horrorosos y miserables que se revivieron durante la mayor parte del S. XX, aquí y allí, doquiera el Vaticano lograba apoderarse en forma absoluta y autoritaria del poder. “Roma está aumentando sigilosamente su poder”, advertía E. de White siempre al comenzar el S. XX. En sus “secretos recintos reanudará sus antiguas persecuciones. Está acumulando ocultamente sus fuerzas y sin despertar sospechas para alcanzar sus propios fines y para dar el golpe en su debido tiempo... Pronto veremos y palparemos los propósitos del romanismo. Cualquiera que crea u obedezca a la Palabra de Dios incurrirá en oprobio y persecución” (CS, 638; véase Apoc 12:17; 13:15; 14:12).
 
Los genocidios del S. XX, inspirados por tantos siglos de despotismo clerical no tuvieron, sin embargo, como foco principal a los que “guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Apoc 12:17). Aún así, el clamor de los impíos que se ven entrampados y enredados en la crueldad de este mundo también llega a Dios, como ascendió el cielo el clamor de Sodoma y Gomorra y de tantas otras ciudades prototipos antiguas (Gén 18:20-21). Aunque terrible fue el genocidio del S. XX, los vientos fueron retenidos para que no predominase una facción en forma absoluta (Apoc 7:1-3). Ráfagas huracanadas llegaron a Sudamérica también, pero no pudieron prevalecer.
 
Toda esa sangre derramada cruelmente a lo largo de los siglos, saldrá finalmente a la luz y será vengada. En la destrucción de Babilonia, la ciudad simbólica apóstata de Roma, se habrá entonces simbólicamente “hallado la sangre de los profetas, de los santos, y de todos los que han sido sacrificados en la tierra” (Apoc 18:24). La sangre inocente no podrá más permanecer encubierta. “Porque el Señor viene de su morada, para castigar por sus pecados a los habitantes de la tierra. Y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá más sus muertos” (Isa 26:21).
 
¡Sí, “las puertas del infierno” prevalecerán contra Roma, porque no es la Iglesia que fundó el Señor! El Apocalipsis dice que Roma, bajo el símbolo de Babilonia, no es “la ciudad eterna”, sino que será finalmente destruída. “Entonces un ángel poderoso alzó como una gran piedra de molino, y la echó al mar, diciendo: ‘Con tanto ímpetu será derribada Babilonia, esa gran ciudad, y nunca jamás será hallada'” (Apoc 18:21). “¡Alégrate sobre ella, cielo! ¡Alegraos vosotros, santos, apóstoles y profetas! Dios ha pronunciado juicio en vuestro favor contra ella” (Apoc 18:20).
 
Los hombres podrán escapar al juicio internacional gracias a la típica obstrucción de la justicia y doble moral que una presunta Santa Madre Iglesia que entiende a la perfección a sus hijos criminales, lleva a cabo por diferentes medios aquí en la tierra. Babilonia es, en efecto, “madre de rameras” y “de las abominaciones de la tierra” (Apoc 17:5). Pero ningún criminal, por más alto cargo que haya ostentado aquí en la tierra, podrá escapar al juicio de Dios. La única opción para toda alma atormentada es confesar su falta, y arrepentirse de todo corazón invocando el perdón divino en virtud del pago ofrecido por el Hijo de Dios al dar su vida por el pecador (Hech 2:37-29).
 
Pronto llegará la crisis final. Esto tendrá lugar cuando el foco del genocidio buscado sea, equivalente al de la Edad Media, un “remanente” de la cristiandad, más definidamente los que “guardan los mandamientos de Dios y tienen la fe de Jesús” (Apoc 14:12). Esta vez, sin embargo—aunque a través de la tribulación final que lo purificará—ese “remanente” triunfará, porque el Señor mismo se interpondrá. Ningún terrorismo de estado podrá extirpar de la tierra a aquellos a quienes el Apocalipsis identifica como “llamados, escogidos y fieles”, porque están con el Señor que murió por ellos (Apoc 17:14), esto es, tienen su ley, su sello de aprobación (Apoc 7:3-4; 14:1). 



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