miércoles, 13 de marzo de 2013

ANTIGÜEDADES JUDÍAS. LIBRO XIX.

LIBRO XIX Comprende un lapso de tres años y seis meses 26.

CAPITULO I
Cayo César es asesinado, víctima de la conspiración de Casio Cerea.


1. Cayo demostró su locura no solamente persiguiendo a los judíos de Jerusalén y lasregiones vecinas, sino también desplegando su crueldad en todos los mares y tierras, a lo largoy a lo ancho del imperio romano, llenándolos de innumerables calamidades, sin igual en lahistoria. Fué principalmente en Roma donde sembró el terror con sus actos, pues no tuvomayor respeto por ella que por las demás ciudades; despojó y maltrató a sus habitantes,especialmente a los senadores y patricios y a aquellos que eran ilustres por sus antepasados.
En particular persiguió a los caballeros, los cuales por su dignidad y poder financiero eranconsiderados por los ciudadanos iguales a lo senadores, pues era con ellos con quienes seformaba el senado. Cayo los degradó civilmente, los exiló, los condenó a muerte, les confiscólos bienes.Decía ser de origen divino y exigía que se le tributaran honores superiores a loshumanos. En las visitas al templo de Júpiter, denominado el Capitolio, el más célebre de sustemplos, se atrevió a denominarse hermano de Júpiter. No se abstuvo de ningún acto delocura. Cuando tuvo que ir de Dicearquía, población de la Campania, a Misena, otra población marítima, y considerando penoso hacer la travesía en trirreme, y pensando por otro lado que le correspondía, como amo del mar, pedirle lo mismo que exigía a la tierra, reuniólos dos promontorios que distan treinta estadios entre sí, cerrando enteramente el golfo, y selanzó con el carro sobre el dique. Puesto que se consideraba dios, le convenía abrirse estaclase de caminos. No dejó ningún templo griego sin despojar, apoderándose de todas las pinturas yesculturas que tuvieran y todo lo que habían conservado, como estatuas y objetos votivos.Decía que las cosas hermosas no tenían que colocarse sino en el lugar más hermoso, y éste erala ciudad de Roma. Con estos objetos adornó su palacio y sus jardines y otros lugares dediversión de que disponía en Italia. Es así como se atrevió a ordenar el traslado a Roma delJúpiter Olímpico venerado por los griegos, obra del ateniense Fidias. Pero no pudo llevarse a cabo porque los arquitectos informaron a Memio Régulo, a quien se le había encargado el traslado, que el simulacro se rompería si lo movían de su lugar. Se dice que por esto, como también por algunos otros prodigios increíbles. Memio dió largas al asunto. Escribió a Cayo,excusándose de no poder cumplir sus órdenes. Se encontró en grave peligro de perder la vida,pero se libró porque Cayo murió antes de matarlo.

 2. La locura de Cayo llegó a extremos tales que, habiéndole nacido una hija, la llevó al Capitolio y la puso en las rodillas de la imagen, afirmando que era hija en común de él y de Júpiter; la niña tenía dos padres, sin que se pudiera determinar cuál de los dos era más grande. ¡Y le toleraban que hiciera esas cosas! También autorizó a los esclavos a acusar a sus amos,atribuyéndoles cualquier crimen. Para agradarle y por sugestión suya interpretaban muchoshechos como crímenes. Pólux, esclavo de Claudio, se atrevió a acusarlo, y Cayo aceptó la acusación contra su mismo tío paterno, con la esperanza de que encontraría el medio de
eliminarlo. Pero no lo logró. En todo el imperio no había sino maldad. Otorgó potestad a los esclavos para armarsecontra sus señores; por todos estos motivos frecuentemente se intrigaba contra él, a fin devengar las injurias recibidas. Algunos concibieron el propósito de matarlo, antes de que les acontecieran mayores calamidades. Por último, para conservación de las leyes y la seguridadcomún felizmente recibió la muerte; resultó en beneficio especialmente de nuestra raza, quecorría peligro de quedar totalmente exterminada. Quiero explicar con detalle todo lo referentea su muerte, especialmente porque acrecienta la creencia en el poder de Dios y será consuelopara aquellos que se encuentran en situaciones adversas, así como también amonestación paralos que creen que su felicidad será perpetua, y no ha de terminar en calamidad, si no se
conducen en la vida de acuerdo con los principios de la virtud.

3. Se planearon tres medios para eliminarlo, bajo la dirección y auspicios de treshombres valerosos. Emilio Régulo, oriundo de Córdoba, en España, contaba con algunosconjurados, queriendo con su ayuda y cooperación eliminarlo; otros estaban complotados bajola dirección del tribuno Casio Cerea; Anio Municiano contribuyó no poco a la muerte deltirano. Las causas de su cólera contra Cayo, en lo referente a Régulo, era su naturalezairascible y el odio a toda injusticia. Régulo poseía un carácter generoso y liberal, a pesar deque era incapaz de disimular sus resoluciones. Las comunicó a muchos, tanto amigos como a
otros, pareciéndoles decididos y fuertes para llevar a cabo tal propósito. Minuciano en parte estaba con deseo de vengar a Lépido, muy amigo suyo y uno de los primeros ciudadanos aquien Cayo había asesinado, pero especialmente porque temía por sí mismo, pues Cayo seindignaba contra todos por igual hasta que los hacía morir. Cerea se sentía avergonzadodiariamente por los reproches que Cayo le hacía de ser hombre negligente, y puesto que todoslos días corría peligro precisamente a causa de su amistad y celo, daba por supuesto que lamuerte de Cayo era un acto propio de un hombre libre. Se dice que todos examinaron en conjunto sus planes, porque todos estaban igualmenteamenazados por las violencias de Cayo, y querían eludirlas, eliminando a Cayo. En caso de obtener éxito, sería conveniente que tales hombres, para afirmar la seguridad del estado, asumieron el poder y, luego de la muerte de Cayo, administraran el gobierno. Pero Cerea se sentía más inclinado a ello por el deseo de obtener mayor fama, y también porque, como
tribuno, le era mucho más fácil acercarse al emperador.Por esta época se celebraban los juegos circenses, a los cuales los romanos son muy aficionados. Se reúnen apasionadamente eu el circo; y, una vez congregados, dan acomprender al emperador cuáles son sus deseos; éste algunas veces accede a sus pedidos,cuando considera que no es conveniente oponerse. En aquella oportunidad insistieron ante Cayo para que les rebajara los tributos, pues eran sumamente gravosos. Pero Cayo no accedióy como insistieran en sus clamores, ordenó que detuvieran a los que gritaban y sin vacilación dispuso que fueran inmediatamente ejecutados.Sus órdenes se cumplieron; muchos murieron por este motivo. Esto se hizo delante delpueblo, que cesó en seguida en sus gritos, viendo que ante sus mismos ojos eran condenados a
muerte los que pedían disminución de los impuestos.Estos acontecimientos fueron una incitación mayor para Cerea, para terminar de una vez con tanta crueldad. Varias veces pensó atacarlo mientras comía; pero tuvo razones para no hacerlo, no porque dudara, sino porque quería aprovechar una oportunidad segura, para queno fuera un conato sin esperanza y pudiera llevar efectivamente a cabo lo propuesto.

5. Hacía mucho tiempo que servía en el ejército y estaba descontento de la conducta de Cayo. Este le encargó la percepción de los impuestos, así como también de las deudas atrasadas que se debían al fisco del César. Se demoró en la percepción de estas cargas, porque habían sido duplicadas, y atendiendo más bien a su carácter que a las órdenes de Cayo, se compadecía de la situación de aquellos a quienes tenía que exigírselas. El César se indignó con él, acusándolo de molicie en la percepción de los impuestos. Lo insultaba de mil maneras;especialmente cuando le daba la palabra de orden el día en que estaba de servicio; escogía un nombre deshonroso y femenino. Lo humillaba de este modo, aunque él mismo participaba en
la celebración de ciertos ritos que había instituido; se vestía con ropas femeninas y se colocaba en la cabeza trenzas de cabello para simular aspecto femenino. Sin embargo, se atrevía a injuriar a Cerea atribuyéndole estas prácticas. Cerea, cuando recibía la palabra de orden, se llenaba de cólera; pero se irritaba todavía más cuando la transmitía a los demás, pues sabía que entonces se convertía en motivo de risa; de modo que los demás tribunos se divertían a su costa, pues todas las veces que iba a pedir al emperador la palabra de orden, predecían que traería como de costumbre un motivo de regocijo. Estos hechos lo hicieron
bastante audaz para unirse con los conjurados, pues no cedía ciegamente a la ira. Había un senador, de nombre Pompedio, que había recorrido casi todos los honores; era epicúreo y, por lo tanto, no gustaba de los negocios públicos, sino de la vida tranquila. Fué acusado por Timidio, su enemigo, de haber pronunciado palabras insultantes contra Cayo; citó como testigo a Quintilia, mujer de teatro, que, a causa de su belleza, tenía muchos amantes, entre los cuales estaba también Pompedio. Ella consideró indigno acusar falsamente a su amante de algo que le costaría la vida; Timidio pidió que la hicieran torturar. Cayo, exasperado, ordenó a Cerea que sin tardanza sometiera a la tortura a Quintilia, pues utilizaba por lo común a Cerea para las muertes y suplicios, con la idea de que lo realizaría con mucho más rigor para escapar al reproche de molicie. Quintilia, llevada al tormento, pisó el pie a uno de sus cómplices para darle a entender que debía animarse y no temer los tormentos que sufriría, pues ella sería valerosa. Cerea la atormentó cruelmente, no por su propia voluntad, sino obligado por la necesidad. Ella no cedió ni aun en medio de los más grandes tormentos; Cerea la llevó a presencia de Cayo, en un estado tan lastimoso que nadie podía mirarla sin compadecerse. Viendo como estaba, vejada por los tormentos, Cayo, algo conmovido, absolvió a ella y a Pompedio. Además entregó dinero a Quintilia, para compensarle los daños que había sufrido en el cuerpo y por el valor y ánimo con que sufrió los tormentos.

6. Todo esto afligía mucho a Cerea, como si él mismo fuera la causa de las calamidades que afectaban a los hombres, que eran tan grandes que el mismo Cayo se dignaba consolarlos. Dijo a Clemente y a Papinio, siendo Papinio también tribuno, y Clemente prefecto en el pretorio: —A nosotros, oh Clemente, no nos ha faltado voluntad para llevar a cabo todo lo pertinente a la seguridad del emperador. Pues de los que conspiraron, algunos fueron sometidos a muerte por nosotros, otros atormentados a tal extremo que el mismo Cayo se compadeció de ellos. Además, ¿no hemos conducido valerosamente el ejército?
Clemente callaba, a pesar de que mostraba que le avergonzaba haber cumplido lo que le ordenaban, sin atreverse, sin embargo, a condenar la locura del emperador, porque pensaba en su propia seguridad; pero Cerea, que había tomado confianza, le habló más libre y audazmente, relatándole las calamidades a que estaba expuesto el imperio. —Según lo que se dice, Cayo es considerado como su autor; pero si se mira la realidad, Clemente, yo y Papinio, y tú más que nosotros, somos los encargados de atormentar a los
romanos y a todo el género humano, no cumpliendo las órdenes de Cayo, sino nuestra voluntad, pues depende de nosotros el que cesen tantas calamidades contra ciudadanos y súbditos. Como soldados lo obedecemos, convertidos en guardias y victimarios, llevando estas armas no en favor de la libertad y el poderío romanos, sino para la seguridad de aquel que redujo a servidumbre tanto sus almas como sus cuerpos. Nos manchamos todos los días con la sangre de aquellos que matamos o atormentamos, hasta que alguien preste el mismo servicio a Cayo con nosotros. Esto no contribuye a que nos mire con benevolencia, sino sospechosamente, por el gran número de muertos que ha habido. No apaciguará su ira, puesto que se indigna, no en defensa de lo justo y equitativo, sino para complacer su ánimo; y nosotros también seremos objetos de la misma indignación, siendo que deberíamos tener, en cambio, el deber de asegurar a todos la libertad y determinarnos a librarnos a nosotros mismos de estos peligros.

7. Clemente estaba abiertamente de acuerdo con lo que decía, lo aprobaba y elogiaba, pero le dijo que se callara, no fuera que sus palabras llegaran a oídos de muchos, y divulgándose aquello que debía guardarse en silencio, antes que se llevara a cabo, los condujera a ser condenados a muerte. Debían confiar en el porvenir y tener esperanza, pues podía venir algún socorro inesperado. En cuanto a él, su edad avanzada le impedía un acto tan audaz.—En cuanto a lo que tú, Cerca, has dicho, yo quizá podría aconsejarte algo más
prudente, ¿pero quién podría sugerir nada que fuera más honorable? Clemente se fué a su casa, mientras repasaba mentalmente lo que había dicho y oído, en medio de diversas dudas. Cerca, preocupado, se apresuró a ver a Cornelio Sabino, también tribuno, a quien apreciaba como varón egregio amante de la libertad y, por este motivo, contrario al presente estado de cosas y que quería de una vez terminarlas. Consideró oportuno proponérselas, con miedo de que Clemente los traicionara, teniendo en cuenta además el tiempo que habían perdido en dudas y vacilaciones.

8. Sabino aceptó la sugestión de buena gana, pues ya previamente estaba decidido a ello, pero se había callado hasta ahora, pues no había encontrado a nadie con quien compartir sin riesgo su idea. Habiéndose, pues, topado con un hombre no sólo dispuesto a callar lo que oyera, sino a revelar su propio pensamiento, se sintió mucho más animado; por esto, pidió a Cerea que llevara a cabo su propuesta sin demora. Es así como se dirigieron a Minuciano, animado del mismo deseo y similar a ellos por su decisión y que había caído en sospechas ante Cayo, después de la muerte de Lépido. Una profunda amistad había unido a Minuciano y
Lépido por los peligros que habían corrido juntos. Porque Cayo era temible y no dejaba de ensañarse en cada uno de ellos según su capricho. Sabían que ambos estaban descontentos de tal situación, a pesar de que el miedo del peligro impedía que abiertamente revelaran su pensamiento y su odio contra Cayo. Sin embargo, adivinaban que los dos lo detestaban y esto contribuía a que sintieran un recíproco afecto.

9. Se encontraron, pues, con Minuciano, a quien saludaron con demostraciones de aprecio, pues ya en encuentros precedentes habían adoptado la costumbre de rendirle homenaje, tanto por la superioridad de su rango, pues era el más noble de todos los ciudadanos, como por los elogios que merecían sus cualidades, especialmente su elocuencia. Minuciano, hablando el primero, preguntó a Cerca qué palabra de orden había recibido. Toda la ciudad sabía el insulto que se hacía a Cerea en la transmisión de la palabra de orden. Cerea, indiferente a las expresiones de burla, agradeció a Minuciano el hecho de testimoniarle suficiente confianza como para hablar con él. — Tú me diste la palabra de orden: libertad. Te agradezco que me excitaras más allá de lo que suele ser mi costumbre. No necesito muchas palabras para elevar y reforzar el ánimo, si es que son de tu gusto las cosas que son del mío y si somos de la misma opinión. Ciño una sola espada, pero basta para los dos. Emprendamos la acción; me pongo bajo tu dirección y mando, si es que te place. O me adelantaré confiado en tu ayuda, esperanzado en tu auxilio. No necesitan del hierro aquellos que poseen un ánimo valeroso que hace eficaz al mismo hierro. Me basto para emprender esta tarea, sin el menor miedo por lo que pueda acontecerme. No tengo tiempo para pensar en los peligros, cuando lamento la situación de la patria, que ha descendido desde la mayor libertad a la servidumbre, estando sin fuerza y autoridad las leyes y todos amenazados por Cayo. Ojalá merezca fe en lo que te digo, puesto que soy de la misma opinión que tú en este particular.

10. Minuciano, conmovido por la vehemencia de sus palabras, lo abrazó, y elogiándolo y estimulándolo le infundió nuevos ánimos y lo despidió con los mayores deseos. Dicen algunos que Minuciano fué todavía más expresivo. Cuando Cerea entraba en el senado, cuentan que surgió una voz de la multitud instándolo a hacer lo que debía hacer con la ayuda de Dios. Al principio sospechó que, traicionado por alguno de los conjurados, sería detenido; pero finalmente comprendió que eran expresiones de alguien que lo exhortaba; ya fuera que, por instigación de sus cómplices, alguien le diera una señal, o era Dios mismo que contempla las acciones de los mortales y lo inducía a que obrara con ánimo decidido. Eran muchos los que conocían la conjuración, y todos se encontraban armados, tanto senadores, caballeros o soldados. No había nadie que dejara de considerar venturosa la muerte de Cayo; y así todos, del modo que podían, colaboraban fervorosamente y no querían ser menos que los otros; con suma decisión y por odio contra el tirano se preparaban al hecho, de palabra y con la acción. Entre los conjurados se encontraba Calisto, liberto de Cayo, que había llegado a la cima del poder, igual al del tirano, gracias al miedo que inspiraba a todos y a la gran fortuna que había acumulado. Se apoderaba de todo lo que podía y era insolente con todos, usando su
poder con injusticia. Sabía que Cayo era implacable y tan terco que nunca desistía de lo que había decidido; por esto y muchas otras cosas se sentía en peligro, especialmente por su gran fortuna. Por eso servía a Claudio, habiéndose pasado secretamente a su lado, pensando que éste obtendría el imperio si Cayo desaparecía y que él encontraría, en un poder similar al que ocupaba, un pretexto para obtener favores y honores, si tomaba la precaución de conquistar la gratitud de Claudio y la reputación de que le había sido fiel. Incluso había llegado su audacia a decir que había recibido del emperador la orden de envenenar a Claudio, y había diferido su ejecución con mil pretextos. Pero creo que Calisto debe de haber fraguado este cuento para congraciarse con Claudio, pues en el caso de que Cayo hubiese realmente decidido librarse de
Claudio, no habría tolerado las tretas de Calisto; y si este último hubiera recibido orden de eliminarlo, no habría podido diferir su incumplimiento sin recibir inmediatamente su castigo. Debe sólo atribuirse al poder divino la protección de Claudio contra el furor de Cayo; y Calisto simulaba un hecho que no era tal como lo presentaba.

11. Los propósitos de Cerea se fueron postergando de día en día, pues muchos de los conjurados dudaban. El mismo de mala gana difería su realización, por considerar que cualquier oportunidad era buena para llevar a cabo lo decidido. Se le presentaba frecuentemente tal oportunidad, cuando Cayo ascendía al Capitolio para ofrecer víctimas por la salud de su hija. O también, cuando estaba en la parte elevada de la basílica y tiraba oro y plata al pueblo, podía ser precipitado desde este lugar; o en la celebración de aquellas
ceremonias que él mismo había establecido, y cuando no desconfiaba de nadie, pues atendía a que todo se llevara a cabo debidamente y con el decoro conveniente. Aun sin contar con ninguna señal de los dioses, Cerea podía hacer morir a Cayo; y habría tenido coraje para suprimirlo hasta sin armas. Cerea se indignaba contra los conjurados, temiendo que pasara la oportunidad. Los otros sabían que tenían razón y que los
urgía en su propio interés; pero pedían que se demorara, no fuera que si no salía bien, toda la ciudad quedara conturbada, que se persiguiera a los cómplices y que luego fuera inútil todo su valor porque Cayo tomaría mayores precauciones contra ellos. Lo más seguro sería llevarlo a cabo cuando se celebraran los espectáculos en el palacio. Se cumplían en honor del César que había sido el primero en atribuirse el poder del pueblo. Se elevaba a poca distancia delante del palacio una tribuna desde la cual los patricios, sus mujeres y sus hijos y aun el mismo emperador contemplaban el espectáculo. Les sería fácil, en una oportunidad en que tantos miles de personas quedaban encerradas en un espacio estrecho, atacarlo en el momento de entrar, cuando ni sus guardias podrían auxiliarlo, ni aun cuando quisieran.

12. Cerea tuvo que aguardar. Cuando llegaron las fiestas, resolvióse ejecutar el plan el primer día; pero el destino, que había dispuesto las demoras, pudo más que la decisión tomada por los conjurados. Habiendo dejado pasar los tres primeros días consagrados, sólo en el último se pasó a la acción. Cerea, habiendo convocado a los conjurados, les dijo: —Hemos dejado pasar mucho tiempo sin que por nuestra indolencia nos decidamos a realizar lo determinado. Sería espantoso, si quedara en la nada a causa de alguna denuncia, y Cayo, exacerbado, sería entonces más cruel. ¿No vemos, por ventura, que privamos de tantos días a la libertad cuantos otorgamos a la tiranía, cuando debemos asegurarnos para lo futuro, otorgar la felicidad a los demás y obtener para siempre admiración y honor? Como nadie podía negar que sus palabras eran nobles, y tampoco aceptar públicamente la empresa, todos guardaron un profundo silencio: —¿A qué viene, varones valerosos —siguió diciendo—, que dudemos y nos alejemos de la acción? ¿No os dais cuenta que éste es el último día de los espectáculos y que luego Cayo se embarcará? Cayo se disponía a partir hacia Alejandría, a fin de visitar a Egipto. —¿Puede parecernos honesto dejar escapar a un hombre tan odiado que irá por mar y tierra a exhibir su ostentación? ¿No nos abrumará la vergüenza si dejáramos que lo matara un egipcio o algún otro que considere que son intolerables sus locuras para los hombres libres? Yo no aceptaré más demoras, y hoy mismo iré a enfrentar el peligro y sufrir con ánimo alegre las consecuencias. No hay motivo ninguno para demoras. En verdad, ¿qué cosa más mísera puede acontecer a un ánimo fuerte y generoso que otro mate a Cayo, mientras yo viva y me prive a mí de la alabanza de esta acción?

13. Diciendo estas palabras se excitó y animó a los restantes, y todos decidieron poner manos a la obra sin dilación ninguna. A primera hora de la mañana se encontraba en palacio, ceñido con la espada de los caballeros. Era costumbre de los tribunos pedir el santo y seña al emperador con la espada ceñida y precisamente aquel día le tocaba a él esa tarea. Ya la multitud se dirigía al palacio tumultuosamente, empujándose unos a otros, pues cada cual se esforzaba en ocupar el mejor lugar. Cayo contemplaba voluptuosamente el espectáculo. Nohabía sitios especiales señalados para los senadores o los caballeros, todos se sentaban mezclados, los hombres con las mujeres, los esclavos con los hombres libres.
Se le abrió camino a Cayo entre los guardias; ofreció sacrificios a Augusto, en cuyohonor se celebraban los espectáculos. Al caer una de las víctimas aconteció que la sangremanchó la toga de un senador de nombre Asprenas. Cayo lo tomó a risa, pero resultó un mal augurio para Asprenas; pues fué muerto junto con Cayo.
Se dice que aquel día, en contra de su costumbre, Cayo estuvo muy amable, hablando afablemente y causando la admiración de todos. Una vez ofrecido el sacrificio, se dirigió a su lugar en el teatro, rodeado de los amigos principales. El teatro, cuya disposición cambiaba todos los años, estaba construido de la siguiente manera. Tenía dos puertas, abierta una sobre el espacio libre, y la otra sobre un pórtico, a fin de que las entradas y salidas no molestaran a aquellos que se encontraban en el interior y para que los músicos y actores pudieran salir del mismo. La multitud estaba sentada, y Cerea con los restantes tribunos se instalaran a poca distancia de Cayo; éste se encontraba en el lado derecho del teatro. Un tal Vatinio, senador, antiguo pretor, preguntó a Cluvio, personaje consular, sentado a su lado, si había oído hablar de la revolución; pero procuró que sus palabras no fueran comprendidas. Cluvio respondió que nada sabía. —Hoy, Cluvio, se representará la escena del tiranicidio. —Noble amigo —repuso Cluvio—, cállate, no sea que algún otro aqueo escuche tus palabras27.
Se arrojó a los espectadores gran cantidad de frutas y de aves cuya rareza contribuía a hacerlas deseables. Cayo se regocijaba al ver a los espectadores luchando entre sí para apoderarse de ellas. Acontecieron a la par dos sucesos que fueron interpretados como presagios. Se representaba una parodia durante la cual se crucificaba a un capitán de ladrones.
Por otro lado representaban el drama de Ciniras en el cual este rey se suicida, así como también su hija Mirra. De modo que había gran cantidad de sangre artificial esparcida tanto alrededor del crucificado como de Ciniras. Se sabe también que fué el mismo día en el que Pausanias, amigo de Filipo hijo de Aminita, rey de Macedonia, mató a éste cuando penetraba en el teatro.
Mientras Cayo dudaba si permanecería hasta el final del espectáculo, por ser el último día, o si iría a bañarse y comer y regresaría, como acostumbraba, Minuciano, sentado más arriba de Cayo, temeroso de que también en esta oportunidad se dejara de cumplir lo decidido, se levantó, cuando vió salir a Cerea, para ir a alentarlo. Cayo, tomándolo por la toga, le dijo amigablemente: — ¿A dónde te diriges, buen hombre?
Volvió a sentarse, aparentemente por respeto al César, pero sobre todo por el miedo que lo dominaba. Sin embargo, poco después se levantó de nuevo, sin que Cayo le impidiera esta vez la salida, creyendo que se trataba de satisfacer una necesidad. Asprenas, que también formaba parte del complot, invitó a Cayo a salir, como acostumbraba, para lavarse y comer y regresar después, pues quería que se cumpliera lo que habían decidido.

14. Cerea y sus compañeros se habían ubicado en sus correspondientes lugares, donde debían permanecer para secundar la acción de sus amigos. Aguantaban impacientes la demora, pues era casi la novena hora del día. Cerea tenía el propósito, al ver que Cayo tardaba, de ir a atacarlo en su sitio. Pero comprendió que no podría llevarlo a cabo sin la muerte de muchos caballeros y senadores. A pesar de ello, estaba decidido a hacerlo, si con esas muertes se conseguían la libertad y la seguridad de todos. Ya estaba por dirigirse hacia la entrada del teatro, cuando un pequeño tumulto indicó que Cayo se había levantado. Los conjurados dispersaron a la multitud, con el pretexto de que a Cayo le disgustaba su presencia, pero en realidad para su propia seguridad, y para privar a Cayo de protección antes de matarlo. Lo precedían su tío Claudio, Marco Vinicio, el esposo de su hermana, así como también Valerio Asiático, a los cuales, aunque lo hubieran querido, no era posible cerrarles el paso, a causa de su dignidad. Venía después Cayo con Paulo Arruntio.
Cuando estuvo dentro del palacio se apartó del camino directo, donde se encontraban los criados que debían servirle, y por donde lo habían precedido Claudio y los demás. Siguió por un corredor desierto y oscuro para ir a los baños, así como también para ver unos esclavos llegados de Asia, enviados unos para cantar en los misterios que se celebraban, y otros para ejecutar danzas pírricas en el teatro. Cerea le salió al encuentro y le pidió el santo y seña. Le dió como consigna algo oprobioso y ridículo. Entonces Cerea lo insultó y, sacando su espada, le infirió una herida grave, aunque no mortal.
Algunos dicen que Cerea lo hizo a propósito para no matarlo de golpe y atormentarlo con golpes repetidos. Sin embargo, no parece creíble esta opinión, pues el temor que acompaña esta clase de hechos no permite tales razonamientos. Si ésta hubiera sido la intención de Cerea, yo lo consideraría como el más estúpido de los hombres, por querer hacer concesiones a su cólera en lugar de ponerse a salvo él y los demás conjurados. Especialmente cuando había diversas maneras para ayudar a Cayo, si no lo hicieran expirar inmediatamente.
Cerea habría logrado, más que castigar a Cayo, perjudicarse él mismo y los demás conjurados, y pudiendo realizar la acción y huir sin exponerse a la ira de los que vengarían al emperador, habría conseguido, sin conocer el resultado, perderse a sí mismo y desbaratar una ocasión favorable. Pero que cada uno juzgue a su arbitrio en este asunto.
Atormentado por el dolor de la herida, pues la espada le había penetrado entre el brazo y el cuello y fué detenida por la clavícula, Cayo no dió ningún grito ni llamó a ninguno de sus amigos, ya sea porque no se fiara de nadie o por no haber pensado en ello. Gimiendo por el excesivo dolor, escapó hacia adelante para huir. Cornelio Sahino lo encontró, cuando creía que ya estaba muerto, y lo hizo caer de rodillas. Rodeado por muchos, excitados por el mismo propósito, todos lo hirieron con sus espadas, animándose mutuamente a volver a herir una y otra vez.
Se cree que fué Aquila quien le dió el golpe final, que terminó con su vida. Sin embargo, es a Cerea a quien hay que adjudicarle el hecho. Muchos participaron de la conjura, pero él fué el primero en imaginarla y, con prioridad a los demás, decidió cómo debía realizarse; y fué el primero en comunicar su intención a los otros. Cuando los demás estuvieron de acuerdo en su propuesta para matar a Cayo, reunió a los confabulados y dispuso todo con gran sagacidad. Cuando llegó el momento de demostrar decisión y acción, como había sido el primero en incitar a los otros con la palabra para llevar a cabo algo sumamente difícil, así también fué el primero en lanzarse a iniciar la muerte de Cayo, a quien entregó en manos de los demás, medio muerto, para que fácilmente lo ultimaran. De tal modo que lo que hicieron los demás, se debe atribuir a los consejos, al coraje y a la fortaleza de Cerea.

15. Cayo yacía sin vida, lleno de heridas. Cerea y sus compañeros, después de matar al César, se dieron cuenta que no podrían volver sin peligro por el mismo camino. Estaban asustados de su acto, pues se veían amenazados por haber dado muerte a un emperador reverenciado y querido por un populacho insensato. Muy pronto los soldados irían a buscarlos, para derramar su sangre. Además, el pasaje donde acababan de realizar su acto era estrecho, obstruido por el gran número de servidores y de soldados que en este día estaban de guardia junto al emperador.
Tomando otro camino se retiraron a la casa de Germánico, padre del Cayo que acababan de matar. Esta casa estaba junto al palacio, con el cual formaba una unidad, aunque los edificios construidos por cada uno de los emperadores tuvieran un nombre particular, según quien los hubiera hecho construir o los que hubieran sido los primeros en habitar parte del mismo. Habiendo escapado a las turbas, por el momento se sentían seguros, mientras se desconociera lo que había acontecido al César.
Los primeros en informarse de la muerte de Cayo fueron los germanos; eran sus guardias, llamados así por el pueblo donde eran enrolados y donde se reclutaba la legión celta. Entre ellos la cólera es una característica nacional, común con otros bárbaros que usan poco la razón. Confían más en su fuerza y ferocidad, y son los primeros en atacar, de modo que donde ellos acometen son de mucho valor para la victoria. Estos, cuando se informaron de la muerte de Cayo, lo sintieron intensamente, no por consideración a sus méritos, sino mirando a su propia comodidad, pues Cayo los había conquistado mediante muchos beneficios. Con las espadas desenvainadas buscaron a los matadores del César, y penetraron en las casas, dirigidos por Sabino, su tribuno, no por sus propios méritos o los de sus antepasados, pues había sido
gladiador, sino elevado a ese cargo por su vigor corporal. Recorriendo el palacio al primero que encontraron fué a Asprenas, cuya toga estaba manchada con la sangre de los sacrificios; lo mataron, cumpliéndose el presagio de que hablé anteriormente. El próximo fué Norbano, uno de los ciudadanos más nobles, quien contaba con más de un general victorioso entre sus antepasados; no respetaron su dignidad. Era hombre de
mucho vigor y se trabó en lucha con el primero que lo atacó; le quitó la espada y, poco dispuesto a morir sin vengarse, atravesó a muchos que lo atacaban, hasta que al final murió acribillado de heridas. El tercero fué Antejo, un senador. Se encontró con los germanos, no por casualidad como los anteriores, sino por curiosidad, pues quiso contemplar a Cayo tendido en tierra y satisfacer así el odio que le tenía. El padre de Antejo, que llevaba el mismo nombre, había sido desterrado por Cayo el cual, no satisfecho con eso, envió soldados para que lo mataran. Este era el motivo de que el hijo se alegrara por la muerte de Cayo,
manifestándose la alegría en sus ojos, al contemplarlo postrado. Estando la casa agitada, no logró escapar a los germanos que todo lo inspeccionaban y se enfurecían al extremo de matar a los que se encontraban, fueran o no culpables. Es así como estos hombres fallecieron.

16. Cuando llegó al teatro el rumor de que habían matado a Cayo, la gente quedó primeramente estupefacta, sin dar crédito a lo que se le decía. Algunos, aunque se sintieron contentos por su muerte, y hubieran dado mucho para que ello fuera cierto, se mostraron incrédulos por temor. Otros no lo creyeron porque no querían que le hubiese pasado esa desgracia a Cayo, y no querían aceptar la verdad, juzgando imposible que un hombre tuviera bastante valor para llevar a cabo un acto de esa índole. Eran mujeres, gente joven, los esclavos y algunos de los soldados. Estos, en efecto, recibían sueldo de Cayo y lo ayudaban a
ejercer la tiranía; sirviendo sus caprichos y torturando a los más poderosos ciudadanos, obtenían a la vez honores y riquezas. En cuanto a las mujeres y los jóvenes estaban seducidos, como es habitual entre el vulgo, por los espectáculos, los combates de los gladiadores y la distribución de ciertos víveres; tales hechos, se decía, se realizaban en interés del pueblo romano, pero en realidad para satisfacer la locura y la crueldad de Cayo; y los esclavos, finalmente, por el permiso que se les otorgó de acusar y menospreciar a sus señores, pues así les era posible buscar la protección de Cayo, si aquéllos los injuriaban; de buena gana les creían las mentiras contra sus señores y, al denunciar su fortuna, se aseguraban no sólo la libertad, sino también la riqueza, gracias a la recompensa que les daban a los acusadores, que se elevaba a la octava parte de sus bienes.
En cuanto a los patricios, aunque el rumor les pareció verosímil, quizá porque conocían el complot, o porque lo deseaban y anhelaban vehementemente, no solamente ocultaron el gozo que les proporcionó la noticia, sino que se guardaron su opinión sobre el hecho. Algunos temían que una esperanza falsa les trajera un castigo, si se apresuraban a descubrir su pensamiento; otros, los que estaban al corriente por haber participado en la conjuración, se ocultaban más aún, recelándose mutuamente, y temiendo hablar con gente que pudiera denunciarlos al tirano, si vivía aún.
Se esparció otro rumor: que Cayo no había muerto; había sido herido y estaba siendo atendido por los médicos. Nadie se fiaba de nadie, para expresar lo que realmente sentía: si era amigo de Cayo, se haría sospechoso de haber favorecido la tiranía; si lo odiaba, su malevolencia anterior no conferiría confianza a sus palabras. También corrió otro rumor, que privó a los patricios de toda esperanza de alegrarse; que Cayo, sobreponiéndose al peligro y sin tener en cuenta sus heridas, había huido al foro, manchado de sangre como estaba, y que allí estaba hablando al pueblo. Todo esto había sido imaginado por los que deseaban que se
produjera una agitación. Los oyentes se inclinaban por el lado donde los llevaba su afecto. Sin embargo, no abandonaban sus asientos, por miedo de que se les acusara de algo si se les viera salir los primeros. Pues no se los juzgaría según la disposición de cada uno al salir, sino según lo que imaginaran acusadores y jueces.

17. Una caterva de germanos, con las espadas desenvainadas, rodeó el teatro; los espectadores empezaron a temer por su propia vida. Cualquiera que llegara los aterrorizaba, como si los fueran a matar. No sabían qué hacer; no se atrevían a salir, pero tampoco se creían seguros permaneciendo en el teatro. Finalmente, cuando los germanos se precipitaron dentro del teatro, se elevó un gran clamor; todos comenzaron a suplicar a los soldados, afirmando que todo lo ignoraban, tanto la sedición, si había alguna, como los acontecimientos que se habían producido. Tenían que perdonarlos, y no hacerles pagar a ellos, exentos de toda culpa, la audacia de los culpables, sino buscar a los responsables del crimen, cualquiera que hubiera
sido. Decían estas cosas y otras similares con gran aflicción y llanto; imploraban para eludir el peligro inminente, como si cada uno de ellos estuviera en el extremo de perder la vida. Con tales ruegos se apaciguó la ira de los soldados y desistieron de lo que en su ánimo habían imaginado contra los espectadores. Les pareció una crueldad, a pesar de su exasperación y de haber colocado en el altar la cabeza de Asprenas y otras víctimas. Al contemplarlas, fué todavía más intensa la conmoción de los espectadores, que pensaran en la dignidad de aquellos hombres y la suerte mísera que les había tocado; poco faltó para que olvidaran sus propios peligros, conmovidos por aquel espectáculo, ignorantes de cuál sería el fin de todo ello, en el supuesto caso de que escaparan al peligro. Los que odiaban a Cayo, se vieron privados de la consiguiente alegría derivada de su muerte, pues estaban en trance de perder la vida, y les parecía que no quedaba esperanza ninguna de conservarla.

18. Había un cierto Evaristo Arruntio, pregonero de ventas, dotado de una fuerte y poderosa voz, el cual había adquirido una riqueza tal que igualaba a la de los más opulentos. Hacía en Roma lo que más le placía, tanto en aquel momento como después. Se dispuso a dar las mayores muestras de aflicción, a pesar de que Cayo era el más menospreciado de todos los hombres; pero, en el momento actual, convenía adecuarse a lo que aconsejaban el temor y la astucia a fin de asegurarse la seguridad. Asumiendo un aspecto lúgubre, se adelantó al teatro y anunció la muerte de Cayo, pues no podía tolerar que el pueblo estuviera por más tiempo en la ignorancia de lo que había acontecido. Luego, en compañía de los tribunos, recorrió el teatro
interpelando a los germanos, ordenándoles que depusieran las armas y anunciándoles la muerte de Cayo.
Con esto se salvaron los que estaban en el teatro y todos los que en alguna forma estaban cerca de los germanos. Pues mientras hubiera alguna esperanza de que Cayo viviera, no se abstendrían de ningún crimen. Le eran tan adictos, que estarían contentos de perder la vida, con tal que pudieran librarlo de los peligros. Cuando tuvieron la certeza de su muerte, se enfrió el fervor con que querían vengarlo, tanto porque de nada les iba a servir manifestar su presteza en servirlo, pues estaba muerto el que debía gratificarla, como por temor de que el senado los acusara de los abusos cometidos, en caso de que asumiera la administración del
poder; o hiciera lo mismo el emperador que sucedería a Cayo. Es así como los germanos cesaron en su cólera, aunque de mala gana, a causa de la muerte de Cayo.

19. Inquieto por la suerte de Minuciano, temeroso de que hubiese perecido por el furor de los germanos, Cerea pidió a los soldados, uno por uno, que cuidaran de su seguridad, y él, por su propia cuenta, hizo averiguaciones para saber si había perecido. Clemente, cuando le llevaron a Minuciano, lo dejó libre, pues con muchos otros senadores reconocía la justicia del acto y la virtud de aquellos que lo habían concebido y no tuvieron miedo de ponerlo en ejecución. Dijo que los tiranos disfrutan poco tiempo de su gozo de hacer el mal, y nunca tienen un fin feliz puesto que las personas virtuosas los odian; terminan por sufrir un fin
similar al de Cayo. El mismo Cayo, antes de que se realizara la conspiración, había conspirado contra sí mismo. Por las injusticias que lo hacían intolerable y por su menosprecio de las leyes, indujo a sus más íntimos a que se convirtieran en sus enemigos. Si en el momento presente ellos asesinaron a Cayo, en realidad fué él mismo quien se causó la muerte.

20. Entonces los espectadores pudieron salir del teatro, haciéndolo con la mayor rapidez y tumultuosamente. El que permitió que pudieran evadirse fué el médico Alción. Sorprendido en el momento en que estaba curando a algunos heridos, envió a los que lo rodeaban con el pretexto de buscar lo necesario para las curaciones; pero en realidad para que escaparan de los peligros que los amenazaban. Durante este tiempo se reunió el senado, así como el pueblo que se congregó en el foro, donde se acostumbran a realizar los comicios, con el objeto de buscar a los matadores del César. El pueblo los buscaba ardorosamente, el senado para salvar las apariencias.
Estaba presente Valerio el asiático, personaje consular. Este se adelantó en medio de los que tumultuosamente preguntaban con indignación quiénes eran los matadores del César. —Ojalá hubiese sido yo —exclamó.
Los cónsules promulgaron un decreto de acusación contra Cayo. Ordenaron al pueblo presente y a los soldados que se retiraran. Al pueblo le prometieron una rebaja en los impuestos, y a los soldados grandes premios, si conservaban el orden habitual sin dejarse llevar por la violencia. Tenían miedo de que, en su exasperación, la ciudad quedara expuesta a una catástrofe si se entregaban al robo y al despojo de los templos. Ya se había reunido un gran número de senadores, especialmente aquellos que habían complotado en la muerte de César, enardecidos y audaces, puesto que el poder ahora quedaba en sus manos.

CAPITULO II
Los soldados obligan a Claudio, tío de Cayo, a asumir el poder. Lucha entre el senado, elpueblo, Claudio y sus soldados

1. Tal era la situación, cuando súbitamente Claudio fué arrebatado de su casa. Los soldados se habían reunido y discurrían sobre lo que debían hacer; decidieron que no convenía que el pueblo se considerara suficiente para hacer frente a tantos problemas y además no podían permitir que el gobierno quedara entre ellos. Por otra parte, si alguno de los conjurados fuera nombrado emperador, ellos sufrirían una gran desgracia, por no haberle ofrecido su ayuda. Pensaron que lo mejor, puesto que todavía no se había decidido nada, sería nombrar a Claudio, tío del difunto y que merecía ser preferido por su dignidad a cualquiera de los que se encontraban en el senado, tanto por la nobleza de su nacimiento como por los
estudios realizados. Este, una vez nombrado emperador, los llenaría de honores y regalos.
Así que lo decidieron, lo pusieron en ejecución. Claudio fué arrebatado por los soldados. Pero Cn. Sentio Saturnino, a pesar de estar informado de lo relativo a Claudio, que simulaba aceptar el trono imperial contra su voluntad, aunque de hecho estaba de acuerdo, se levantó en el senado y, sin miedo ninguno, pronunció el discurso que convenía a hombres libres y generosos:

2. —Aunque parezca increíble, oh romanos, después de largo tiempo, y cuando no lo esperábamos, se nos ofrece la libertad; ignoro, sin embargo, cuánto tiempo ha de durar, pues queda en poder de los dioses que nos la ha acordado. Es suficiente, sin embargo, para que nos regocijemos y, aunque la perdamos en seguida, habrá contribuido a nuestra felicidad. Pues basta una hora para los hombres buenos y honestos, si se vive con voluntad libre en una patria libre, gobernada con las leyes de que hemos gozado anteriormente. Nada diré sobre la libertad de los tiempos pasados, por haberse perdido antes de que yo naciera; pero disfruto de la presente con ansia insaciable y consideraré muy felices a aquellos que han nacido y son educados en las actuales circunstancias. Después de los dioses hay que agradecer a aquellos que han convertido en realidad lo que estamos disfrutando en el momento actual. Ojalá permanezca segura e incólume para siempre; pero este día será suficiente para nosotros, jóvenes o ancianos. Los ancianos reciben una eternidad, si mueren aprovechando los bienes que nos otorga este día. En cuanto a los jóvenes, es un aprendizaje de la virtud que ha sido el bien de aquellos de quienes descendemos. Por lo tanto, en el momento actual, lo primero y
más noble debe ser vivir de acuerdo con la virtud, que es la única que engendra y conserva la libertad para los hombres. He sabido lo que se hizo antiguamente y experimentado suficientemente lo que ha acontecido en mi tiempo, el gran número de males que ocasiona la tiranía, oponiéndose a toda virtud, privando de la libertad a los magnánimos, induciendo a los hombres a la adulación y al miedo, pues no gobierna de acuerdo con la prudencia de las leyes, sino según su arbitrio. Desde el momento en que Julio César se propuso privar al pueblo del poder, sin tener en cuenta las leyes, perturbó la república; considerándose superior al derecho,
deseando servir a sus apetencias, no hubo mal ninguno de que se viera libre la ciudad, emulándolo todos los que lo sucedieron en privar a la ciudad de los hombres fuertes y generosos. Creían que atendían a su seguridad, si se servían de hombres malévolos y perniciosos y, en cuanto a los que se distinguían por su virtud, no sólo les deprimían el espíritu, sino que generalmente los enviaban al destierro. Aunque todos exhibieron una dureza insoportable en su gobierno, sin embargo Cayo, ahora difunto, cometió crímenes mayores que todos los otros, no sólo contra sus ciudadanos, sino también por igual contra los parientes y
amigos, dando lugar a una indignación indomable, sembrando males entre todos indistintamente e imponiendo penas injustas, llevado por una cruel ira contra los dioses y contra los hombres. Pues las tiranías no se contentan con buscar su placer, aunque vaya unido con la injuria, ni con ultrajar a las esposas y apoderarse de las fortunas, sino que se proponen conturbar a las familias de sus enemigos. Para los tiranos todos los libres son enemigos; están en la imposibilidad de conquistarse su benevolencia, incluso la de aquellos que los sufren pacientemente. Efectivamente, los tiranos conocen bien las calamidades que han infligido a ciertas personas; y aunque éstas desprecien magnánimamente lo que se ha hecho con ellas, los
mismos tiranos no pueden ocultarse lo que han hecho. Por eso piensan que sólo tendrán seguridad con relación a los sospechosos, si logran eliminarlos. Libres de estos males y sometidos solamente los unos a los otros, cada cual debe pensar lo que más toca al bien común, la clase de gobierno más conveniente para el estado y para la concordia general y la seguridad futura y adecuada a la gloria de una ciudad bien constituida; o dar vuestra opinión, si alguna propuesta presente no es de vuestro agrado. Esto lo podéis hacer sin peligro alguno, pues no hay señor ninguno por encima de vosotros que pueda dañaros impunemente y eliminar a aquel que no fuera de su misma opinión. Nada ha nutrido mejor la tiranía que la
negligencia y la ausencia de toda oposición. Pues disminuidos por las seducciones de la paz y habiendo aprendido a vivir como esclavos, todos nos damos cuenta que sufrimos males insoportables y contemplamos calamidades a nuestro alrededor; es así como, temerosos de morir gloriosamente, esperamos un fin vergonzoso. En primer lugar, debemos tributar a los matadores del tirano los mayores honores, especialmente a Cerea Casio. Este es un hombre que los dioses nos han otorgado para que, mediante su sagacidad y acción, conquistemos la libertad. No debemos olvidarlo, sino recordarlo como a un hombre que decidió luchar contra la tiranía antes que todos; fué el primero en exponerse a los peligros. Ahora, recuperada la libertad, hemos de tributarle honores y demostrar así nuestra primera expresión de
independencia. Es una hermosísima acción y adecuada a hombres libres, expresar gratitud a los benefactores. El ha sido para nosotros muy distinto de Casio y Bruto, los matadores de Julio César, pues los últimos sembraron semillas de discordias y guerra civil; él, en cambio, muerto el tirano, libró a la ciudad de los males que ocasionaba su presencia.

3. Así habló Sentio, a quien escucharon con profunda atención el senado y los caballeros que se encontraban presentes. Entonces Trebelio Máximo se levantó y sacó a Sentio de un dedo un anillo que tenía engarzada una piedra con la imagen de Cayo; en su apresuramiento por exponer su opinión, se había olvidado de quitárselo. Inmediatamente rompió el anillo. La noche estaba muy adelantada; Cerea pidió la consigna. Le contestaron: —Libertad.
Todos se sintieron asombrados, pareciéndoles increíble lo que estaba ocurriendo. Pues después de un siglo de la supresión de la república, volvía a los cónsules el poder de dar el santo y seña; puesto que ellos, antes de que la ciudad fuera dominada por la potestad real, estaban encargados de los asuntos militares. Una vez que Cerea recibió la palabra de orden, la pasó a los soldados que estaban en el senado. Se trataba de cuatro cohortes, que consideraban la ausencia del emperador más honorable que la tiranía. Luego se retiraron con sus tribunos. El pueblo también se alegró, lleno de esperanza y entusiasmado por haber adquirido de nuevo el poder y por no estar sometido al emperador. Cerea para ellos lo significaba todo.

4. Pero Cerea estaba indignado porque seguían viviendo la esposa y la hija de Cayo y porque el castigo no se había extendido a toda su casa, pues cualquiera de ellos que quedara con vida podía convertirse en un peligro para la ciudad y las leyes; y además, dispuesto a completar sus designios y satisfacer su odio contra
Cayo, encargó a Julio Lupo, uno de los tribunos, que matara a la esposa y a la hija del César. Propuso esta misión a Lupo, por ser pariente de Clemente; habiendo participado, aunque no fuera sino en esto, en el tiranicidio, sería honrado por los ciudadanos por su valor, al igual que si hubiera participado en toda la empresa con los demás conjurados. A algunos de los conjurados les pareció cruel emplear la violencia con una mujer, pues había sido más por sus instintos naturales que por consejo de ella que Cayo cometió los
crímenes que llevaron el estado a la desesperación. Otros, al contrario, creían que la mujer era tan responsable como él de todo lo que había acontecido, por haberle dado un filtro para conquistar en favor suyo su ánimo y su amor, y mantenerlo dominado. De tal manera que, reducido a la locura, había sido ella la que fraguara la serie de hechos cometidos contra los romanos y el orbe que les estaba sometido. Decidida la muerte, pues nada consiguieron los que opinaron lo contrario, se dió el encargo a Lupo. Debía realizarse sin ninguna demora, no fuera que se omitiera algo que era para el bien común.
Habiendo penetrado en el palacio, sorprendió a Cesonia, la esposa de Cayo, tendida al lado de su esposo, que yacía en el suelo desprovisto de todo lo que se acostumbra hacer con los muertos. Estaba manchada con la sangre de las heridas y muy afligida por su desgracia. Su hija estaba echada a su lado. En esta situación no se oían más que los reproches que Cesonia dirigía a Cayo por no haberla escuchado cuando ella tantas veces lo amonestara. Estas expresiones, entonces, lo mismo que ahora, se prestan a una doble interpretación, según la disposición de ánimo de los que las oyen, quienes pueden darles el significado que más les plazca. Algunos las interpretan como si quisiera decir que le había aconsejado que tuviera una
mentalidad más serena y que dejara de ser cruel con los ciudadanos, a fin de no ser muerto por ellos. Otros lo interpretan en el sentido de que, habiendo percibido rumores de la conjuración, le había aconsejado que inmediatamente y sin demora hiciera morir a todos, librándose así de todo peligro; y que le reprochaba haber procedido con demasiada negligencia, a pesar de sus amonestaciones. Estas son las diversas interpretaciones de lo que decía Cesonia.
Cuando vió a Lupo, le mostró el cadáver de Cayo, y con lágrimas y lamentos le dijo que se acercara. Al ver que no lo hacía, y que parecía estar preparándose para cumplir algo contra su voluntad, comprendió el motivo de su venida, descubrió su garganta, tomando por testigos a los dioses, como lo hacen aquellos que se encuentran en una situación desesperada, y le pidió que no tardara en finalizar la tragedia. De este modo murió con decisión y valentía; y luego la hija. Lupo se apresuró a presentarse ante Cerea, para anunciarle que había cumplido lo dispuesto.

5. Cayo murió de este modo, después de haber gobernado a los romanos durante cuatro años y cuatro meses. Fué un hombre que, incluso antes de obtener el imperio, tenía un carácter duro y sin sentimientos, entregado a los placeres, amigo de la delación. Se atemorizaba por todo, y por esto, una vez en el poder, estaba dispuesto a matar. Cuando disfrutó del imperio, se comportó feroz y locamente aun contra aquellos que de ninguna manera debía tratar indebidamente, matando y no respetando las leyes y buscando las riquezas para sí. Quiso ser más que los dioses y las leyes, y resultó perverso para el pueblo. Aquello que la ley consideraba vergonzoso y condenable, parecíale más honorable que la virtud. No tenía en cuenta a los amigos, aunque estuvieran ubicados en altos puestos. Se indignaba contra ellos, infligiéndoles castigos por la menor causa. Para él eran enemigos todos los que eran respetados por su virtud; quería que se cumpliera lo que ordenaba su indómita y desenfrenada voluntad. Es así como tuvo relaciones íntimas con su hermana legítima, lo cual acrecentó la indignación de los ciudadanos; pues, como hacía mucho no se hablaba de esta
clase de crímenes, su autor concentraba desconfianza y aversión. No se recuerda de él ninguna acción grande o digna de un rey que haya hecho en beneficio de sus contemporáneos o la posteridad, excepto los trabajos realizados en los alrededores de Regio y de Sicilia para recibir a los navíos llenos de trigo que venían de Egipto, obra muy considerable y favorable a la navegación. Pero no la terminó; la dejó inconclusa por su negligencia. Se preocupó, en cambio, de cosas inútiles, de modo que mientras gastaba grandes cantidades en sus placeres, en aquello que significaba una mejora dejaba de ser liberal y pródigo.
Era muy buen orador, bien ejercitado tanto en el griego como en el latín. Captaba de inmediato lo que se decía, respondiendo adecuadamente a los discursos preparados diligentemente, de manera que parecía gozar del don de persuadir con mayor intensidad que otros, tanto por su ingenio como por su práctica. Se lo obligó a recibir mucha instrucción, por ser hijo del hermano de Tiberio, del cual fué sucesor, puesto que el mismo Tiberio sobresalía en el particular y Cayo rivalizaba con él para obtener las órdenes de César. Era el primero en Roma entre los de su edad. De nada le aprovecharon las cosas buenas que aprendió en su
instrucción para librarse de la maldad, a la que se inclinaba. Resulta difícil moderarse y gobernarse para aquellos que no están obligados a dar cuenta de lo que hacen y que tienen expedito el camino para proceder arbitrariamente. Al principio, era tenido en gran estima por haberse hecho de amigos buenos y honestos, esforzándose en emular a los mejores en saber y gloria; pero luego le retiraron la benevolencia con que lo habían tratado, a causa de su proceder insolente, aumentando el odio que le tenían; por último fué asesinado.

CAPITULO III
Claudio es secuestrado por los soldados. Las tentativas del senado.

1. Claudio, como dije antes, se había apartado del camino que seguían aquellos que estaban con Cayo. Viendo que el palacio estaba conturbado por lo acontecido a Cayo, desesperando poder salvarse, se ocultó en un lugar estrecho. Sólo temía por su vida a causa de la nobleza de su nacimiento. Siempre había vivido como hombre particular, modestamente, satisfecho con lo que poseía, consagrado al estudio de las letras, especialmente del griego, evitando en toda forma todo lo que pudiera ser motivo de enojo. Pero en aquel momento la multitud estaba enloquecida y el palacio expuesto al furor de los soldados: los soldados
llamados pretorianos, la parte más íntegra del ejército, deliberaba sobre lo que convenía hacer.
Los que se encontraban allí no pensaban en vengar a Cayo, pues creían que había sufrido su fin con justicia; antes bien pensaban en qué forma podrían arreglar lo mejor posible sus propios asuntos. Los germanos, por su parte, querían castigar a los matadores, más para dar salida a su crueldad que con miras al bien común. Todo esto aumentaba la inquietud de Claudio, preocupado por su seguridad, especialmente cuando vió que se llevaban las cabezas de Asprenas y de otros asesinados. Subido sobre unos escalones a escasa distancia, se mantenía oculto, disimulado entre las sombras que lo rodeaban.
Lo vió Grato, uno de los soldados encargados de la guarda del palacio real, pero no lo reconoció porque no le distinguió la cara en la oscuridad; tomándolo por un sospechoso, se acercó. Claudio le pidió que se alejara; Grato supo entonces quién era, y dijo a los que lo seguían:
—Es Germánico. Hagámoslo emperador.
Claudio, cuando los vió dispuestos a sacarlo de aquel lugar, temeroso de que lo mataran en la misma forma que a Cayo, les pidió que lo perdonaran, recordándoles que nunca había molestado a nadie e ignoraba lo acontecido. A estas palabras Grato sonrió, y tomándole la mano derecha le dijo:
—No sigas, señor, hablando humildemente de tu salvación; te conviene pensar con ánimo elevado sobre el imperio que los dioses, luego de habérselo quitado a Cayo, otorgaron a tu virtud, para bien del universo. Esfuérzate, y exige para ti el reino de tus antepasados.
Lo sostenía ante la imposibilidad en que se encontraba de mantenerse en pie, por el miedo y el gozo a la vez que esas palabras le causaron.

2. A todo esto se había reunido alrededor de Grato una gran multitud de guardias. Al ver que conducían a Claudio se mostraron indignados, pues creían que lo querían condenar a muerte, a pesar de que durante toda su vida se había mantenido alejado de los asuntos públicos y había estado expuesto a muchos peligros durante el gobierno de Cayo. Algunos opinaron que eran los cónsules quienes tenían que decidir sobre el particular. Se les agregó ungran número de soldados; y la multitud se dispersó. Claudio apenas podía caminar a causa de su debilidad física, pues los portadores de su litera habían huido al enterarse de su detención,suponiendo perdido a su señor.
Cuando llegaron a la plaza del palacio, la cual según la historia fué el primer lugar habitado de Roma, donde ya se discutían los problemas públicos, se congregó un número mucho mayor de soldados, gozosos de ver a Claudio y deseosos de proclamarlo emperador a causa del afecto que habían sentido por Germánico, su hermano, que había dejado el más glorioso recuerdo entre aquellos que lo conocieron. Pensaban también en la avidez de los que dominaban en el senado, en todo lo que habían realizado mientras disponían del poder y en su incapacidad para gobernar.
Consideraban, además, lo peligroso que sería para ellos que la totalidad del poder pasara a una sola persona, que no fuera Claudio, en tanto que éste, si recibiera el poder por su consentimiento y ayuda, y en recuerdo del beneficio recibido, les retribuiría el honor otorgado.

3. Estas eran las ideas que cambiaban entre ellos y exponían a los que no dejaban de afluir continuamente, los que inmediatamente las apoyaban con entusiasmo.
Se lo llevaron en alto, rodeado de gente armada, al campamento, a fin de que nadie pudiera oponérseles. Entretanto surgió una disensión entre el pueblo y el senado. El senado pedía que se le devolviera la preeminencia que tuviera anteriormente, deseando evitar la servidumbre sufrida por la insolencia de los tiranos. El pueblo se oponía, creyendo que el poder imperial era un freno para las ambiciones del senado y una protección para el pueblo. Por este motivo se alegró por el rapto de Claudio, considerando que si él llegaba a ser emperador no habría peligro de que estallara una guerra civil análoga a la que sufrieron en los
tiempos de Pompeyo.
Cuando en el senado se supo que los soldados se habían llevado a Claudio a su campamento, le enviaron hombres prestigiosos, para advertirle que no se sirviera de la violencia para conseguir el imperio, y obedeciera al senado; pues él estaba solo frente a ellos y debía dejar a la ley el cuidado de preocuparse por el bien público. Que recordara los males que habían infligido al estado los tiranos anteriores y que él mismo había sufrido mientras gobernaba Cayo. Habiendo odiado la crueldad de la tiranía cuando otros la ejercían, ahora sería él quien hiciera tal injuria a la patria. Si se dejaba persuadir y perseveraba en su virtud y
tranquilidad como antes, recibiría los honores que se otorgan a los ciudadanos libres; se granjearía la estima general de hombres de bien, respetando la ley y aceptando ser jefe o súbdito. Pero si quería apartarse de lo que habían decidido, sin que le sirviera de ejemplo la muerte de Cayo, por su parte no se lo iban a permitir, pues tenían de su lado gran número de soldados y les sobraban armamentos y una multitud de esclavos dispuestos a ayudarlos. Pero sobre todo confiaban en que el destino y los dioses no ayudan sino a aquellos que luchan en favor de la rectitud y honestidad. Estos son los que luchan por la libertad de la patria.

4. Los mensajeros, que eran Veranio y Broco, tribunos del pueblo, expresaron estas ideas y postrándose de rodillas le rogaron que no fuera causa de guerra y disturbios en la ciudad. Pero cuando vieron que estaba rodeado de un gran número de soldados, contra los cuales no podrían medirse las fuerzas consulares, agregaron que, en el supuesto de que deseara el imperio, que lo recibiera de manos del senado. Pues gobernaría con mejores auspicios y felicidad, si lo obtenía no por la violencia sino por la voluntad de los que se lo dieran.

CAPITULO IV
El rey Agripa va al senado como embajador de Claudio. Las tropas del senado se pasan a Claudio.

1. A Claudio le disgustó la arrogancia de esa embajada, pero, por el momento, de acuerdo con el consejo de los delegados, optó por la moderación. Ya se sentía seguro, en parte animado por la audacia de los soldados y también por el rey Agripa, quien le exhortaba a que no renunciara a un imperio que se le ofrecía sin que hubiera hecho nada para ello.
Agripa se comportó con Cayo como debía comportarse un hombre honrado por él; abrazó su cadáver, y luego de acostarlo en una cama y darle los cuidados que le fueron posible, se dirigió a los guardias diciendo que Cayo vivía todavía, que sufría a causa de las heridas recibidas y que los médicos estaban con él.
Al saber que los soldados habían raptado a Claudio, se apresuró a ir a su lado. Lo encontró preocupado y dispuesto a ceder al pedido del senado; y lo animó y lo exhortó a que retuviera el imperio. Después de estas exhortaciones se retiró.
Cuando el senado lo mandó llamar, se perfumó la cabeza como si saliera de un banquete, se presentó y pidió a los senadores noticias de Claudio.
Le dijeron cómo se encontraba la situación y, a su vez, le pidieron su opinión. Agripa declaró que estaba presto a morir por el honor del senado, pero los invitó a que tuvieran en cuenta sus intereses. Para poder apoderarse del gobierno necesitaban armas y soldados que los defendieran, si no querían fracasar por falta de apoyo. Pero el senado respondió que disponía de armas y dinero en abundancia; y que no sólo en el momento actual disponía de ejército, sino que formaría uno nuevo dejando en libertad a los esclavos. A esto Agripa dijo:
—Ojalá, oh senadores, los asuntos resulten tal como los habéis imaginado. Pero debo hablaros claramente, pues lo que voy a decir es para vuestra seguridad. Tenéis que saber que los soldados que están de parte de Claudio por largo tiempo se han ejercitado en las armas; en cuanto a los nuestros, serían una turba de esclavos, a quienes inesperadamente se les ha otorgado la libertad; y llevaríamos a la guerra contra hombres expertos y bien instruidos en las armas a los que no saben ni ceñirse la espada. Por esto soy de opinión de que se envíe una comisión a Claudio para que lo persuada a que renuncie al imperio. Yo mismo me ofrezco a
cumplir esta misión.

2. Hablóles en esta forma. Ellos estuvieron de acuerdo y fué enviado con otros a ver a Claudio. Agripa habló a solas con Claudio, exponiéndole la indecisión del senado y le sugirió que diera una respuesta muy imperial, conforme con su dignidad y poder.
Claudio les contestó que no se admiraba de la oposición del senado al imperio, pues anteriormente había sufrido a causa de la crueldad de aquellos que gozaron tan alta dignidad. Pero que ahora disfrutarían de una moderación propia de tiempos mejores, estando él al frente del gobierno, pues en realidad gobernaría sólo de nombre, pues compartiría el mando con ellos. Les pidió que no desconfiaran, pues había sufrido a la par de ellos numerosos y diversos peligros.
Luego que los legados oyeron estas expresiones se retiraron.
Claudio reunió al ejército a su alrededor; lo arengó y recibió el juramento de fidelidad debido a su persona. Dió a sus guardias personales cinco mil dracmas por cabeza, una suma en proporción a sus jefes y prometió que trataría de igual modo al resto del ejército en todas partes.

3. Los cónsules convocaron al senado en el templo de Júpiter Stator (Vencedor), siendo todavía de noche. Algunos de ellos se ocultaron en la ciudad, vacilando por lo que habían oído. Otros, se retiraron a sus propiedades del campo, a la expectativa de lo que iba a pasar, pues desesperaban de que pudiera lograrse la libertad; consideraban que era más seguro vivir en servidumbre una existencia libre de peligros que exponerse a morir por la dignidad de la patria.
Se reunieron unos cien, a lo sumo. Mientras estaban deliberando sobre los problemas, se elevó repentinamente un clamor de los soldados que estaban de su parte, exigiendo que el senado eligiera un emperador perito en el arte militar, y afirmando que no iban a permitir que el imperio se destruyera por caer el mando en poder de muchos. Querían dejar claramente establecido que estaban dispuestos a obedecer no a muchos, sino a uno solo. Pero dejaban en manos del senado la tarea de decidir quién era digno de tal autoridad.
En esta forma el senado quedó mucho más inquieto, viendo que fracasaba su intento de república y temerosos de Claudio. Había algunos que aspiraban al imperio por razón de la nobleza de su nacimiento o de sus alianzas. Entre éstos estaba Marco Minuciano, ilustre por su nobleza, y que se había casado con Julia, hermana de Cayo y que estaba dispuesto a ocupar el trono; pero los cónsules lo resistieron con varios pretextos. Valerio Asiático se vió impedido por Minuciano, uno de los matadores de Cayo, a soñar en tales proyectos. Habría habido una gran matanza, como nunca se había visto, si se hubiera permitido contender con Claudio a aquellos que aspiraban al poder. Había una cantidad importante de gladiadores, de soldados
de la guardia nocturna de Roma, y numerosos remeros que confluían a la ciudad, de manera que los aspirantes al imperio renunciaron a su propósito; los unos por miedo a lo que podía acontecerles y los otros por lo que podía pasar a la ciudad.

4. En cuanto se hizo de día llegaron al senado Cerea y sus compañeros, quienes trataron de arengar a los soldados. Cuando éstos vieron que con la mano les hacían señas de silencio, para que pudieran hablar, empezaron a agitarse. No toleraron que les hablaran, pues todos estaban de acuerdo en querer someterse al gobierno de uno solo. Sólo querían un emperador, y que éste les fuera dado sin demora. El senado se preguntaba cómo gobernaría o cómo sería gobernado; los soldados desconocían su autoridad y los matadores de Cayo no estaban dispuestos a supeditar el orden a la insolencia militar.
Estando los asuntos en esta situación, Cerea, encendido de ira, al ver que exigían un emperador, prometió que se lo iba a dar, con tal de que alguien le trajera el santo y seña de Eutico. Este Eutico era un cochero de la facción llamada Prasina, fidelísimo a Cayo, encargado de atormentar a los soldados, imponiéndoles tareas degradantes en las caballerizas imperiales. Este fué el reproche que Cerea les hizo, entre otros de la misma índole; les dijo también que les traería la cabeza de Claudio, pues era extraño que quisieran entregar el
imperio a la imbecilidad, después de haberlo entregado a la locura.
Pero los soldados no se conturbaron en lo más mínimo; desenvainando las espadas y levantando sus insignias se dirigieron precipitadamente a donde se hallaba Claudio, para juntarse con aquellos que le habían jurado fidelidad. Es así como el senado fué abandonado por los que lo defendían, y los cónsules reducidos a la condición de particulares. Estaban consternados y tristes, ignorando lo que les acontecería a consecuencia de la irritación de Claudio contra ellos, acusándose unos a otros y arrepentidos de lo acontecido. Entonces Sabino, uno de los matadores de Cayo, adelantándose al centro, dijo que antes estaba dispuesto a matarse que permitir que Claudio fuera emperador y contemplar a la ciudad reducida nuevamente a la servidumbre. Increpó a Cerea, por su apego a la vida, él que fuera el primero en odiar a Cayo, pues no era posible que de esta manera se restituyera la libertad a la patria. Cerea respondió que no vacilaría en morir, pero
que antes quería saber cuáles eran las disposiciones de Claudio.

5. Tal era la situación de este lado. En el campamento todos se apresuraban a rendir homenaje a Claudio. Los soldados consideraron a Q. Pomponio culpable especialmente por haber inducido al senado a la libertad, y se dirigieron al senado contra él con las espadas desenvainadas. Habría habido una gran matanza, si Claudio no se opusiera. Libró al cónsul del peligro en que se encontraba y le ordenó que se sentara a su lado; pero los senadores que estaban con Quinto no obtuvieron el mismo honor. Algunos incluso recibieron golpes, mientras se dirigían a saludar a Claudio; Aponio se alejó herido, y todos se encontraron en peligro. Entonces Agripa se acercó a Claudio y le pidió que tratara con mayor moderación a los senadores; pues si maltrataba al senado, no llegaría a dominarlo. Claudio aceptó el consejo y convocó al senado al palacio, adonde se hizo trasladar atravesando la ciudad, en medio de los excesos de la plebe.
Los primeros de los matadores de Cayo que se presentaron en público fueron Cerea y Sabino, a pesar de que se les había prohibido por orden de Polión, recientemente encargado por Claudio de la prefectura del pretorio. Una vez Claudio en el palacio, convocó a sus amigos y les hizo votar en lo referente a Cerea. Estos dijeron que el crimen había sido un acto brillante, pero acusaron a Cerea de perfidia; encontraron conveniente castigarlo para atemorizar a la posteridad. Lo condenaron a muerte a él, a Lupo y a muchos otros romanos. Se dice que Cerea sufrió la muerte con ánimo valeroso, sin que se le mudara la expresión del rostro, y reprochó a Lupo que llorara. Como Lupo, habiéndose despojado de sus vestidos, se lamentó de que tenía frío, le dijo que el frío no era por lo común adverso al temperamento de los lobos (lupon).
Los siguió al lugar de la muerte una gran multitud de hombres. Una vez allí, Cerea preguntó al soldado si estaba ejercitado en el arte de matar o si era la primera vez que utilizaba la espada; e hizo traer aquella con la cual había dado muerte a Cayo. Tuvo la suerte de morir de un solo golpe. Lupo no murió de la misma manera, sino que recibió repetidos golpes, por la vacilación con que tendió la garganta.

6. Algunos días después, en oportunidad de los sacrificios expiatorios ofrecidos a los manes, el pueblo romano, que hacía ofrendas a los muertos, honró también a Cerea con una parte de las víctimas que arrojaron al fuego, pidiéndole que les fuera propicio y que no les guardara rencor a causa de su ingratitud. Este fué el fin de Cerea. Sabino no sólo fué absuelto por Claudio, sino que le permitió mantener la prefectura que antes tenía; pero considerando inicuo apartarse del juramento que diera a los conjurados, se mató arrojándose sobre su espada, que le penetró en el cuerpo hasta la empuñadura.

CAPITULO V
Claudio entrega a Agripa el reino de su abuelo, agregándole la tetrarquía de Lisanias. Misivasde Claudio concernientes a los judíos de Alejandría y del resto del imperio.

1. Una vez que Claudio se hubo librado de aquellos soldados que le parecían sospechosos, dió un edicto por el cual confirmaba a Agripa en el reino que le diera Cayo y lo llenaba de elogios. Además le agregó aquellas porciones de Judea y Samaria que habían pertenecido a su abuelo Herodes. Le daba estas regiones como debidas por su nacimiento.
Agrególe Abila de Lisanias28 y todo el monte Líbano; y concluyó un tratado con Agripa en el foro de la ciudad de Roma. Privó a Antíoco del reino que poseía, pero le dió la Comagena y una parte de Cilicia. Además puso en libertad a Alejandro Lisímaco, el alabarca, uno de sus viejos amigos, que fuera intendente de su madre Antonia y que Cayo, irritado, había hecho encadenar. El hijo de Alejandro Lisímaco casó con Berenice, hija de Agripa, y después de la muerte de Marcos, con el cual se había casado en primeras nupcias, Agripa la casó con su hermano Herodes, después de haber obtenido de Claudio para éste el reino de Calcis.

2. Por este mismo tiempo surgió una disensión entre los judíos y los griegos en Alejandría. Los judíos, muerto Cayo, por el cual habían sido oprimidos y que habían sido ofendidos por los alejandrinos durante su gobierno, empezaron a reanimarse y, por último, llegaron a tomar las armas. Claudio, por intermedio de una carta, ordenó al gobernador de Egipto que reprimiera la revuelta. Además envió un edicto, a pedido de los reyes Agripa y Herodes, a Alejandría y Siria, concebido en estos términos:
"Tiberio Claudio César Augusto Germánico, pontífice máximo, investido de la potestad tribunicia, ordena. Considerando que hace mucho tiempo que residen en Alejandría los judíos que se denominan alejandrinos; que empezaron a morar en aquella ciudad así que fuera fundada y que con toda equidad consiguieron el derecho de ciudadanos, como consta evidentemente por rescritos y edictos; que cuando Alejandría fué sometida a nuestro imperio por intermedio de Augusto les fueron conservados íntegramente sus derechos por los gobernadores que se enviaron allí en tiempos diversos, sin que se estableciera ninguna controversia sobre el particular; que cuando Aquilas estaba al frente de Alejandría, habiendo muerto el etnarca de los judíos, Augusto no prohibió que se nombraran otros etnarcas porque quería que sus súbditos se atuvieran a sus leyes y no se los obligara a violar la religión patria; que los alejandrinos se sublevaron contra los judíos que habitan con ellos en la misma ciudad, cuando era emperador Cayo, quien, a causa de su insensatez y su locura, los oprimió por no querer los judíos hacer nada contra su religión nacional y negarse a llamarlo dios: Quiero que la insensatez de Cayo no sea motivo para que se prive a los judíos de nada que les fuera
anteriormente otorgado, sino que permanezcan invariables aquellos derechos de que antes disfrutaban, para que puedan seguir fieles a sus costumbres y leyes nacionales. Ordeno que en ninguna de las dos fracciones se originen sediciones, luego que fuera publicado mi edicto."

3. Este fué el edicto en favor de los judíos de Alejandría. El referente al resto del universo decía:
"Tiberio Claudio César Augusto Germánico, pontífice máximo, investido de la potestad tribunicia, designado cónsul por segunda vez, ordena: Puesto que Agripa y Herodes, muy amigos míos, me rogaron que permitiera a los judíos que viven en el imperio romano que gocen de los mismos derechos que les fueran otorgados a los alejandrinos, de buen grado he accedido a sus ruegos. No sólo he accedido porque ellos me lo han pedido, sino porque he juzgado dignos de los mismos a aquellos en cuyo favor me han suplicado, a causa de su fidelidad y amistad con los romanos, considerando que es muy justo que ninguna ciudad los
prive de sus derechos, ni aun las ciudades griegas, porque aun bajo el divino Augusto les fueron respetados. Por lo tanto, creo equitativo que todos los judíos de nuestro imperio conserven sus costumbres nacionales sin impedimento ninguno; a los cuales también exhorto a que, satisfechos con esta gracia, se comporten pacíficamente, y que no desprecien las otras religiones, sino que observen sus propias leyes. Quiero que mi edicto sea trascrito por los magistrados de las ciudades, colonias y municipios de Italia y de otras partes, o por los reyes y los príncipes con ayuda de sus propios agentes, y que sea fijado por lo menos durante treinta
días en algún lugar donde se lo pueda leer fácilmente."

CAPITULO VI
Agripa regresa a Judea. Carta de Publio Petronio al pueblo de Dora en favor de los judíos

1. Con estos edictos que enviara a Alejandría y todo el universo, mostró Claudio César  cuál era la disposición de su ánimo con relación a los judíos. Después despidió a Agripa, para que cuidara del reino, colmándole de honores espléndidos, ordenando por intermedio de cartas a los gobernadores y procuradores que lo recibieran amistosa y benévolamente. Agripa, como es natural en un hombre que regresa a su reinado con mejor suerte, se apresuró a embarcarse.
Al llegar a Jerusalén, inmoló víctimas en acción de gracias, sin descuidar las prescripciones de la ley.
Ordenó que un gran número de nazarenos se rasuraran. La cadena de oro que le había dado Cayo, del mismo peso que aquella con la cual fuera encadenado, recuerdo de su mala suerte y testimonio a la par de su mejor suerte, fué suspendido en el interior del Templo encima de la mesa de las ofrendas, para que fuera ejemplo de que los grandes pueden decaer y que Dios puede elevar al que ha caído. Efectivamente, la ofrenda de la cadena mostraba a todos que había sido puesto en prisión por un motivo insignificante, perdiendo su dignidad anterior, y que poco después había sido librado de estas cadenas para otorgársele una dignidad más brillante. Esto daba a comprender a los hombres que los más encumbrados fácilmente
podían caer, mientras que los humillados podían ser elevados a las más altas dignidades.

2. Luego de haber cumplido en debida forma lo perteneciente al culto de Dios, Agripa removió de la dignidad de sumo sacerdote a Teófilo hijo de Anán, y puso en su lugar a Simón hijo de Boet, por sobrenombre Cantera. Simón tenía dos hermanos; su padre era Boet, cuya hija se había casado con el rey Herodes, como antes dijimos. Simón obtuvo el pontificado lo mismo que sus hermanos y el padre, c o anteriormente los tres hijos de Simón hijo de Onías bajo el dominio de los macedonios, como lo hemos narrado en los libros precedentes.

3. Cuando Agripa hubo organizado el pontificado, recompensó a los de Jerusalén por el afecto que le tenían. Los eximió del tributo que estaban obligados a pagar por cada hogar, pues consideraba equitativo retribuir su afecto y benevolencia. Designó a Silas prefecto de todas las tropas; había sido compañero y partícipe de sus trabajos.
Poco después los jóvenes de Dora, prefiriendo la audacia a la santidad, por naturaleza muy temerarios, colocaron la estatua del César en la sinagoga de los judíos. Esto irritó mucho a Agripa; pues lo que habían hecho equivalía a la destrucción de la ley patria. Sin demora se dirigió a Publio Petronio, entonces gobernador de Siria, formulando una acusación contra los habitantes de Dora. Por su parte Petronio también condenó este crimen, pues consideraba como tal todo lo que se hacía en contra de las leyes. Escribió ásperamente a los principales de Dora estas palabras:
"Publio Petronio, legado de Tiberio Claudio César Augusto Germánico, ordena a los magistrados de Dora. Algunos de los vuestros han llegado a un grado tal de insolencia que al edicto dado por Claudio César Augusto Germánico, por el cual se permite a los judíos vivir de acuerdo con sus leyes, no le han dado cumplimiento, impidiendo en cambio que los judíos celebren sus reuniones, al colocar en su sinagoga la estatua del César. Habéis obrado mal, no sólo contra los judíos, sino contra el emperador, cuya estatua es justo que se coloque en su propio templo y no en otro, y sobre todo en plena sinagoga, pues es propio de la justicia natural que cada cual sea dueño de su propio lugar, según ordenó el César. Sería ridículo que
recordara mis órdenes, después de que las diera el César, quien permitió a los judíos que observaran sus propias leyes y costumbres, y además dejó establecido que gocen de los mismos derechos ciudadanos que los griegos. Aquellos que se han atrevido a contravenir el edicto del César han excitado la indignación de aquellos que parece son sus jefes, puesto que éstos los descalifican al declarar que el acto no procede de su inspiración, sino que es el resultado de una manifestación popular. Ordeno que me los envíen por intermedio del centurión Vitelio Próculo para que me den razón de su conducta. Ordeno a los primeros magistrados que indiquen cuáles son los culpables, a no ser que quieran pasar como cómplices del acto, procurando que esto no dé lugar a ninguna agitación, pues parece que es a esto a lo que se aspira con tales hechos. Mi mayor preocupación, y también la del rey Agripa, a quien aprecio en gran manera, es que no se ofrezca motivo a los judíos para que se reúnan con el pretexto de defenderse, dando lugar a un insensato tumulto. A fin de que conozcáis mejor el pensamiento del César sobre todo este asunto, adjunto los edictos publicados en
Alejandría, los cuales, a pesar de que son ya conocidos de todos, han sido leídos en mi tribunal por mi gran amigo el rey Agripa al pedir que se mantuvieran a los judíos los favores otorgados por Augusto. Por lo tanto ordeno que, en adelante, no busquéis pretexto para sediciones y tumultos, sino que cada uno sea libre de adorar a Dios de acuerdo con sus costumbres y sus ritos."

4. De manera que Petronio dispuso que aquello en que se había obrado mal, se corrigiera y que, en adelante, no se molestara a los judíos. Por entonces el rey Agripa, luego de privar del pontificado a Simón Cantera, se lo quiso devolver a Jonatás hijo de Anán, pensando que éste era más digno de tal honor. Pero él no lo aceptó, rehusándolo en los siguientes términos:
— Me alegro, oh rey, que quieras honrarme, y el honor que me otorgas me toca al corazón, aunque Dios me haya considerado indigno del pontificado. Creo suficiente haber vestido por una sola vez las vestiduras sagradas. Pues entonces, cuando las vestí, era más santo de lo que soy en la actualidad. Pero si tú quieres que las reciba alguien más digno que yo, permite que te dé un consejo. Tengo un hermano libre de toda falta contra Dios y contra ti. Este es el que te recomiendo, pues es digno de la función. Satisfecho el rey por estas palabras, estuvo de acuerdo con el consejo de Jonatás y entregó el pontificado a su hermano Matías.
Poco tiempo después Marso sucedió a Petronio en el gobierno de Siria.

CAPITULO VII
Agripa comienza a restaurar los muros de Jerusalén. Su muerte interrumpe las obras.

1. Silas, prefecto de las tropas del rey, fué fiel a Agripa en todas las vicisitudes, sin abandonarlo en ningún peligro, y exponiéndose frecuentemente a los mayores peligros.
Gozaba de gran confianza, suponiendo que mereciese honores que fueran similares a la constancia de su amistad. Por esto se conducía con el rey como con un igual, hablaba con gran libertad, usaba de una molesta insolencia en los coloquios familiares, vanagloriándose en exceso, recordando con frecuencia las adversidades del destino, para destacar todo lo que había hecho por él. Por estos abusos, parecía querer poner a prueba al rey, llegando a cansarlo con su libertad desenfrenada. Resulta desagradable recordar los tiempos penosos y es propio del imprudente repetir de continuo cuántos y cuáles han sido los beneficios que prestó.
Al final Silas irritó de tal manera al rey que éste, atento más a la ira que a la razón, no sólo le quitó la prefectura del ejército, sino que lo hizo encadenar para desterrarlo a su país. Con el tiempo se mitigó su indignación, y juzgando más razonablemente adoptó una mejor decisión, considerando lo mucho que el hombre había sufrido por él. Al celebrar el día de su nacimiento, en el cual todos los que estaban bajo su gobierno hacían alegres banquetes, hizo llamar antes que a nadie a Silas, para que comiera con él. Pero Silas, de carácter independiente, creyendo tener un motivo justo de resentimiento, no lo ocultó a aquellos que fueron a buscarlo:
— ¿A qué honor me invita el rey —dijo— para hacérmelo perder en seguida? No pudo mantener mucho tiempo los premios que me había otorgado al afecto que siempre le manifesté, y que privó de ellos ignominiosamente. ¿Cree que he perdido la libertad de hablar?
Puesto que soy plenamente consciente de ello, ahora más que nunca, hablaré para proclamar las calamidades de que lo libré y los trabajos que sufrí por su seguridad y dignidad. Por todos estos beneficios, ahora me ha recompensado con cadenas y con una cárcel oscura. Nunca lo olvidaré; más todavía, cuando me vea libre de esta vida, mi alma guardará el recuerdo de mi valentía.
Gritó estas palabras y dijo que se las contaran al rey. Este, viendo su carácter intratable, lo dejó de nuevo en la cárcel.

2. Por aquel entonces Agripa estaba haciendo reforzar los muros de Jerusalén, los que miran hacia la ciudad nueva, de cuenta del estado, dándoles mayor altura y longitud. Los habría hecho inexpugnables contra toda fuerza humana, si Marso, gobernador de Siria, por intermedio de cartas, no informara a Claudio César de esta empresa. Claudio, temiendo que se produjera alguna revuelta, ordenó a Agripa que desistiera de reforzar los muros. Y el rey no quiso desobedecer.
3. Este rey tenía un carácter tal que le gustaba ser benéfico y deseaba en su liberalidad conquistarse al pueblo, reposando su renombre en la generosidad de sus gastos. Gustaba dar, lo que le proporcionaba satisfacción y elogios de todos. Muy distinto a Herodes, que gobernó antes que él, por sus costumbres. Este se inclinaba a la venganza y era inexorable, sin observar moderación ninguna contra aquellos a quienes consideraba enemigos. Estaba mejor dispuesto con los griegos que con los judíos. Era muy pródigo con las ciudades de los extranjeros; a algunas les construyó baños y teatros, a otras templos y pórticos; en cambio, no adornó ninguna ciudad de los judíos con el mínimo ornato o con alguna donación digna de recordarse.
Agripa era de carácter apacible, siendo igualmente generoso con todos. Era humano con los extranjeros, dándoles pruebas de su munificencia, pero era igualmente servicial con sus compatriotas y les demostraba su simpatía. Por este motivo, de buen grado y frecuentemente vivía en Jerusalén, celoso guardián de las costumbres religiosas nacionales, de modo que en todo se conducía piadosamente. No dejaba pasar ni un día sin que ofreciera los sacrificios prescritos.

4. Un nativo de Jerusalén, de nombre Simón, que tenía fama de ser conocedor de la ley, convocó al pueblo en una oportunidad en que el rey había ido a Cesárea; atrevióse a denunciarlo como impuro y merecedor de que se le prohibiera la entrada en el Templo, que sólo pertenece a los nativos. El prefecto de la ciudad envió una carta al rey refiriéndole lo que Simón había dicho a la multitud. El rey lo hizo llamar, y haciéndolo sentar a su lado, pues se encontraba en el teatro, con voz pacífica y plácida le dijo:
—Dime, ¿qué hay aquí que esté prohibido por la ley?
Sin atinar a contestar nada, el otro le pidió perdón. El rey lo perdonó, más allá de lo que haría cualquiera; opinaba que era más propio de los reyes la clemencia que la ira y sabía que a los grandes varones les era más conveniente la moderación que el arrebatamiento. Dejó en libertad a Simón, después de haberle hecho algunos regalos.

5. Construyó gran número de edificios en varios lugares, pero honró a los de Berito de manera particular. Efectivamente, les hizo construir un teatro que, por su elegancia y hermosura, superaba a muchos otros, así como también un anfiteatro suntuoso y magnífico; a esto agréguense baños y pórticos. No reparaba en gastos con tal de que pudiera contribuir al esplendor y magnitud. Organizó en el teatro espectáculos donde se ofrecieron obras musicales de toda índole y representaciones que proporcionaban verdadero placer. Mostró su generosidad en el número de gladiadores que hizo traer al anfiteatro en el cual, queriendo
satisfacer a los espectadores con combates en masa, hizo luchar dos conjuntos de setecientos hombres cada uno. Con este fin designó a todos los criminales de que disponía, para castigarlos y convertir un espectáculo de guerra en una pacífica diversión. Hizo que tales hombres fueran muertos hasta el último.

CAPITULO VIII
La conducta de Agripa durante los tres años anteriores a su muerte.

1. Celebrados los espectáculos que recordamos en el capítulo anterior, Agripa marchóse a la ciudad de Tiberíades, en Galilea. Era muy admirado por los demás reyes. Fueron a verlo Antíoco, rey de Comagena, Sampsigerano, de los emesos, Cotis que reinaba en la Armenia menor, Polemón rey del Ponto y Herodes, su hermano, que gobernaba en Calcidia. Recibiólos a todos amistosamente y con gran alegría, de acuerdo con lo que convenía a la magnificencia de su ánimo, demostrando que no sin razón lo honraban con su presencia tantos reyes. Mientras ellos eran todavía sus huéspedes, se hizo presente Marso, gobernador de Siria. Para observar la reverencia debida a los romanos, Agripa se adelantó a recibirlo siete estadios
antes de la ciudad. Sin embargo, esto tuvo que ser causa de disentimiento entre él y Marso. En su carro había llevado consigo a todos los demás reyes; pero Marso tuvo sospechas de su concordia y al ver que estaban unidos por amistad, creyó que tal consenso no podía resultar sino en perjuicio de los romanos. Envió a ver a cada uno de ellos a algunos de sus íntimos, para ordenarles que sin demora regresaran a sus respectivos países. Se disgustó Agripa por ello, y desde entonces se distanció de Marso. Privó a Matías del
pontificado y puso en su lugar a Elioneo, hijo de Cantera.

2. Hacía tres años que reinaba en toda Judea, cuando se dirigió a la ciudad de Cesárea, que anteriormente se llamaba la Torre de Estratón. Allí hizo celebrar espectáculos en honor del César, pues estaba informado de que se habían instituido días festivos para su salud. A esta festividad acudió un gran número de personas de toda la provincia, así como los más importantes dignatarios. En el segundo día de los espectáculos, cubierto con una vestidura admirablemente tejida de plata, se dirigió al teatro a primeras horas de la mañana. La plata, iluminada por los primeros rayos solares, resplandecía magníficamente, reluciendo y deslumbrando con aterradores reflejos a quienes lo miraban. Los aduladores comenzaron a lanzar exclamaciones que no eran nada buenas para Agripa, llamándolo dios y diciéndole:
—Sénos propicio, y a pesar de que hasta ahora te hemos reverenciado como a un hombre, en adelante te contemplaremos como superior a la naturaleza mortal.
El rey, sin embargo, no reprimió ni rechazó su adulación. Poco después, al levantar los ojos a lo alto, vió sobre su cabeza un buho encaramado sobre un cable. Dióse cuenta de inmediato que su presencia le anunciaba males, así como anteriormente le había anunciando el bien; y se afligió profundamente. Empezó a sentir dolores en el vientre, violentísimos desde el comienzo. Dirigiéndose a sus amigos les dijo:
—He aquí que ahora yo, vuestro dios, me veo obligado a salir de esta vida, pues el destino ha querido probar inmediatamente que eran mentira las palabras que se acaban de pronunciar. Yo, a quien habéis llamado inmortal, ya estoy en las manos de la muerte. Pero debemos obedecer al destino, cuando así parece a Dios. No he llevado una vida despreciable, sino de esplendorosa felicidad.
Después de decir estas palabras, su dolor se acrecentó. Se hizo llevar en seguida al palacio; por la ciudad se esparció el rumor de que estaba a punto de morir. De pronto la gente del pueblo, con sus mujeres e hijos, revestidos de cilicios según la costumbre nacional, se pusieron a rogar a Dios. Por todas partes se oían lamentos y llantos. El rey, que yacía en un elevado solario, al verlos desde lo alto postrados de cara al suelo, no pudo reprimir las lágrimas.
Finalmente, después de sufrir dolores abdominales durante cinco días continuos, murió, siendo de edad de cincuenta y cuatro años y en el séptimo de su reinado29. Reinó cuatro años siendo Cayo emperador, disfrutando por un trienio de la tetrarquía de Filipo; en el cuarto se le agregó a tetrarquía de Herodes, gobernando durante los restantes tres años bajo el imperio de Claudio sobre dichas regiones, y además Judea, Samaria y Cesárea. Obtenía grandes ingresos, doce millones de dracmas. Sin embargo, vióse obligado a pedir prestado grandes cantidades, pues su generosidad era tan grande que iba más allá de lo que permitían sus ingresos, sin disminuir en nada su liberalidad.

3. Antes de difundirse en el pueblo la noticia de que el rey había fallecido, Herodes, rey de Calcidia, y Helcias, prefecto y amigo del rey, de común acuerdo enviaron a Aristo, uno de sus más fieles servidores, y procuraron que se matara a Silas, del cual eran enemigos, como si fuera una orden del rey.

CAPITULO IX
Descendencia de Agripa. Desórdenes en Cesárea. Judea sometida a un procurador

1. Tal fué el fin de Agripa. Sus descendientes fueron Agripa30, su hijo, de diecisiete años, y tres hijas; una de ellas, Berenice31, de dieciséis años estaba casada con Herodes, su tío.
Las otras dos eran vírgenes, Mariamne y Drusila, la primera de diez años, y Drusila de seis. El padre las había desposado: a Mariamne con Julio Arquelao, hijo de Celcías, y a Drusila con el hijo de Epífanes Antíoco, rey de Comagena.
Cuando se supo que Agripa había muerto, los de Cesárea y Sebaste, olvidados de los beneficios que habían recibido de él, se comportaron como enemigos encarnizados.
Propalaron calumnias inconvenientes sobre el muerto. Todos los soldados que se encontraban allí, que eran numerosos, invadieron la residencia real, se apoderaron de las estatuas de las hijas del rey y de común acuerdo las trasladaron a los lupanares donde, después de colocarlas en la terraza, cometieron con ellas actos demasiado indecorosos para ser relatados.
En los lugares públicos celebraron banquetes populares, adornándose con coronas y perfumándose, ofreciendo libaciones a Carón y felicitándose mutuamente de que el rey hubiera fallecido. Con tal comportamiento se manifestaban desagradecidos no solamente con Agripa, sino también con su abuelo Herodes, que les había edificado la ciudad, haciendo construir pórticos y templos con magnificencia y esplendidez.

2. El hijo de Agripa se encontraba a la sazón en Roma y se educaba cerca del César.
Cuando el César supo que Agripa había muerto y que los de Cesárea y Sebaste lo habían vilipendiado, se lamentó de su fin y se indignó por la ingratitud de aquellos hombres. Fué su propósito enviar inmediatamente a su hijo Agripa para que lo sucediera en el reino, queriendo así cumplir la palabra que diera con juramento. Pero los libertos y los amigos que tenían mucha influencia con él, lo disuadieron, diciéndole que era peligroso entregar a un adolescente, que todavía no había salido de la infancia, un reino de tanta magnitud; sería
incapaz de cuidar de su administración, cuando incluso para un adulto resultaba un gran peso.
Creyóles lo que le decían. Por lo tanto, envió a Caspio Fado como gobernador de Judea y de todo el reino, honrando de ese modo al difunto al no encargar de esta tarea a Marso, enemistado con Agripa.
Ordenó a Fado, en primer lugar, que castigara a los de Cesárea y Sebaste por las injurias cometidas contra el difunto y las hijas, que todavía vivían; y que enviara al Ponto, para acampar, al escuadrón formado con los habitantes de Cesárea y Sebaste, así como sus cinco cohortes, mientras que igual número de legionarios de Siria ocuparían su lugar. Sin embargo, los que recibieron orden de partir no se fueron. Enviaron una delegación para convencer a Claudio, y después de conseguirlo, se quedaron en Judea. Posteriormente fueron causa de muchas calamidades para los judíos, pues echaron la simiente de la guerra, bajo el gobierno
de Floro. Esta fué la razón de que Vespasiano, después de su victoria, como lo contaremos más adelante, los expulsara de la provincia.

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