jueves, 25 de diciembre de 2014

Misión y verdad.


Requisito para la misión de la iglesia es la autenticidad; su dedicación desinteresada al bien del prójimo debe ser tan límpida, que convenza por sí misma a toda persona libre de prejuicios. Nuestro mundo está harto de palabras. Nunca ha habido mayor verborrea social y política ni medios más eficaces para difundirla. Basta asistir a una campaña electoral para quedar saciados de promesas; la gente oye con escepticismo, a menos que la palabrería favorezca sus intereses. Los programas sociales inspiran poca confianza, se sospechan miras inconfesadas. La información, tan rápida y eficaz, es acusada de manipular o suprimir noticias, o de centrar el foco en las que sirven a ciertos intereses. Y no es refunfuñar por vicio; basta comparar la misma noticia en periódicos de diversa tendencia para no saber a qué carta quedarse.
 En un mundo donde la palabra, en vez de ser vehículo a la comunicación, sirve de trampa para el engaño, mejor es ser lacónicos. No será con palabras como la Iglesia persuadirá a los hombres; para hacer creíble la misión divina de Cristo no hay que exhortar a la unidad, sino estar unidos (Jn 17 ). Hechos, no palabras. Por esa razón hemos relegado el decir de la Iglesia al último lugar. En nuestro mundo, donde el evangelio provoca más bostezos que entusiasmos, hay que esculpirlo en obras para que pueda palparse.
 La contraseña es, pues, la autenticidad. San Juan la llama «la verdad», que penetra el ser entero, no sólo el intelecto. Los que incorporan a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo, viven en la verdad, no pertenecen al mundo mentiroso y están preparados para ser testigos de Dios. Mientras no exista el deseo de autenticidad, el enviado no cumplirá su misión, pues a la larga delatará su verdadera fisonomía. Es siempre actual el reproche de san Pablo al judío: «Y tú que enseñas a otro, ¿por qué no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas `no robarás', ¿por qué robas? ... Mientras te precias de la ley afrentas a Dios violando la ley, como dice la Escritura: "Por vuestra culpa maldicen el nombre de Dios los paganos"» (Rom 2,21‑24).
 Cristo quiere que los cristianos estén presentes en el mundo (Jn 17,15), pero no que cedan a ,sus ambiciones; por eso pide al Padre que los proteja (ibíd. 11,15). La protección del Padre los mantendrá unidos (ibíd. 11), porque los tendrá consagrados con la verdad (ibíd. 17 ). La autenticidad crea la unión, testimonio de la Iglesia, y es requisito para la misión.
 Existe hoy una fuerte contestación juvenil contra la insinceridad del ambiente familiar y social; algunos tacharán sus formas de estrafalarias, otros aducirán casos en que la reacción no se justifica; pero considerando la situación globalmente, hay que dar razón a la protesta, aunque no se aprueben sus métodos o sus resultados.
 Circulan, por supuesto, conceptos errados de la autenticidad. Esta no consiste en seguir cualquier movimiento espontáneo por irracional que sea, sino en ser fiel a una norma de vida. Puede suceder también que la norma sea falsa y que la autenticidad resulte dañosa para el individuo o la sociedad; no hay más que recordar convicciones fanáticas de la historia reciente y las aberraciones a que llevaron. No se legitima la autenticidad del odio. El cristiano sabe cuál es su norma: la paz y la reconciliación de los hombres.
 El objetivo de la misión esclarece los rasgos de su autenticidad: hay que gozar de paz para contagiarla y sentir la alegría para comunicarla; quien proclama la liberación ha de ser libre; quien profesa la dedicación, desinteresado, y si uno pretende no ser secuaz del mundo, tendrá que estar exento de ambiciones.
 No es que el cristiano o la Iglesia esperen a ser perfectos antes de emprender su .visión; la misma tarea los irá realizando. Pero se les pide la renuncia a las complicidades conscientes y el esfuerzo por no caer en contradicciones. Queda largo trecho hasta ser buenos del todo como el Padre del cielo (Mt 6,5-48), pero es imperdonable salirse del camino a sabiendas.
 J. Mateos (Cristianos en Fiesta)

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