Requisito para la misión de la iglesia es la
autenticidad; su dedicación desinteresada al bien del prójimo
debe ser tan límpida, que convenza por sí misma a toda
persona libre de prejuicios. Nuestro mundo está harto de
palabras. Nunca ha habido mayor verborrea social y política
ni medios más eficaces para difundirla. Basta asistir a una
campaña electoral para quedar saciados de promesas; la gente
oye con escepticismo, a menos que la palabrería favorezca sus
intereses. Los programas sociales inspiran poca confianza, se
sospechan miras inconfesadas. La información, tan rápida y
eficaz, es acusada de manipular o suprimir noticias, o de
centrar el foco en las que sirven a ciertos intereses. Y no es
refunfuñar por vicio; basta comparar la misma noticia en periódicos
de diversa tendencia para no saber a qué carta quedarse.
En un mundo donde la palabra, en vez de ser vehículo a
la comunicación, sirve de trampa para el engaño, mejor es
ser lacónicos. No será con palabras como la Iglesia
persuadirá a los hombres; para hacer creíble la misión
divina de Cristo no hay que exhortar a la unidad, sino estar
unidos (Jn 17 ). Hechos, no palabras. Por esa razón hemos
relegado el decir de la Iglesia al último lugar. En nuestro
mundo, donde el evangelio provoca más bostezos que
entusiasmos, hay que esculpirlo en obras para que pueda
palparse.
La contraseña es, pues, la autenticidad. San Juan la
llama «la verdad», que penetra el ser entero, no sólo el
intelecto. Los que incorporan a su existencia el mensaje de
Dios encarnado en Jesucristo, viven en la verdad, no
pertenecen al mundo mentiroso y están preparados para ser
testigos de Dios. Mientras no exista el deseo de autenticidad,
el enviado no cumplirá su misión, pues a la larga delatará
su verdadera fisonomía. Es siempre actual el reproche de san
Pablo al judío: «Y tú que enseñas a otro, ¿por qué no te
enseñas a ti mismo? Tú que predicas `no robarás', ¿por qué
robas? ... Mientras te precias de la ley afrentas a Dios
violando la ley, como dice la Escritura: "Por vuestra
culpa maldicen el nombre de Dios los paganos"» (Rom
2,21‑24).
Cristo quiere que los cristianos estén presentes en el
mundo (Jn 17,15), pero no que cedan a ,sus ambiciones; por eso
pide al Padre que los proteja (ibíd. 11,15). La protección
del Padre los mantendrá unidos (ibíd. 11), porque los tendrá
consagrados con la verdad (ibíd. 17 ). La autenticidad crea
la unión, testimonio de la Iglesia, y es requisito para la
misión.
Existe hoy una fuerte contestación juvenil contra la
insinceridad del ambiente familiar y social; algunos tacharán
sus formas de estrafalarias, otros aducirán casos en que la
reacción no se justifica; pero considerando la situación
globalmente, hay que dar razón a la protesta, aunque no se
aprueben sus métodos o sus resultados.
Circulan,
por supuesto, conceptos errados de la autenticidad. Esta no
consiste en seguir cualquier movimiento espontáneo por
irracional que sea, sino en ser fiel a una norma de vida.
Puede suceder también que la norma sea falsa y que la
autenticidad resulte dañosa para el individuo o la sociedad;
no hay más que recordar convicciones fanáticas de la
historia reciente y las aberraciones a que llevaron. No se
legitima la autenticidad del odio. El cristiano sabe cuál es
su norma: la paz y la reconciliación de los hombres.
El objetivo de la misión esclarece los rasgos de su
autenticidad: hay que gozar de paz para contagiarla y sentir
la alegría para comunicarla; quien proclama la liberación ha
de ser libre; quien profesa la dedicación, desinteresado, y
si uno pretende no ser secuaz del mundo, tendrá que estar
exento de ambiciones.
No es que el cristiano o la Iglesia esperen a ser
perfectos antes de emprender su .visión; la misma tarea los
irá realizando. Pero se les pide la renuncia a las
complicidades conscientes y el esfuerzo por no caer en
contradicciones. Queda largo trecho hasta ser buenos del todo
como el Padre del cielo (Mt 6,5-48), pero es imperdonable
salirse del camino a sabiendas.
J.
Mateos (Cristianos en Fiesta)
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jueves, 25 de diciembre de 2014
Misión y verdad.
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