Texto íntegro del secretario de
Estado de Benedicto XVI
MADRID, jueves 5 de febrero de 2009
(ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación el texto íntegro del discurso pronunciado este jueves
por el cardenal Tarsicio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, durante
su visita a España, en la sede de la Conferencia Episcopal (CEE).
El discurso, cuyo contenido ha sido
difundido por la Conferencia, se leyó dentro de un acto de conmemoración del 60
aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El título de la
conferencia es: "Los Derechos Humanos en el Magisterio de Benedicto XVI".
* * *
Eminencias,
Altezas
Reales,
Excelencias,
Apreciados
Invitados, Señoras y Señores.
Agradezco la invitación que me han
hecho a participar en este acto que conmemora el 600 Aniversario de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones
Unidas el 10 de diciembre de 1948, y que debe considerarse un momento de
importancia fundamental en la maduración de la conciencia moral de la humanidad,
en consonancia con la dignidad de la persona. Se trata de poner de relieve, una
vez más, la importancia que la Santa Sede atribuye al reconocimiento y a la
tutela de los derechos fundamentales de la persona humana y resaltar el
compromiso de los católicos con la defensa y promoción de los Derechos Humanos.
Soy portador de un cordial saludo y
bendición a todos Ustedes de Su Santidad el Papa Benedicto XVI, que me consta
espera con ilusión la celebración en España de la Jornada Mundial de la
Juventud, que tendrá lugar en Madrid en agosto de 2011. El Santo Padre les anima
a preparar con entusiasmo tan magno evento, de gran importancia para todos los
jóvenes del mundo.
Quiero expresar mi gratitud al
Cardenal Antonio M Rouco Varela y a la Conferencia Episcopal Española, por la
organización de este significativo acto, que me ofrece, además, la oportunidad
de visitar nuevamente España.
La Iglesia ha tomado muy en serio
la cuestión de los derechos humanos. El deseo de paz, la búsqueda de la
justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la
asistencia humanitaria, expresan las justas aspiraciones del espíritu humano. En
este sentido, todavía resuena en nosotros el eco de las palabras que el Papa
Benedicto XVI dirigió a la Asamblea General de la Organización de las Naciones
Unidas, el pasado 18 de abril, cuando señalaba que la Declaración Universal
"fue el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y
culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona
humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y
de considerar al hombre esencial para el mundo de la cultura, de la religión y
de la ciencia".
1. Aportaciones del cristianismo y
de la doctrina social de la Iglesia
Los Derechos Humanos nacen de la
cultura europea occidental, de indudable matriz cristiana. No es casualidad. El
cristianismo heredó del judaísmo la convicción, plasmada en la primera página de
la Biblia, de que el ser humano es imagen de Dios. Por ello, la Iglesia ha dado
su propia contribución, tanto con la reflexión sobre los Derechos Humanos a la
luz de la Palabra de Dios y de la razón humana, como con su compromiso de
anuncio y de denuncia, que la ha convertido en una defensora infatigable de la
dignidad del hombre y de sus derechos, también en estos sesenta años que nos
separan de la Declaración de 1948.
Los Sumos Pontífices han expresado
en numerosas ocasiones el aprecio de la Iglesia católica por el gran valor de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Pablo VI, en su visita a las
Naciones Unidas, el 4 de octubre de 1965, después de mostrar su convencimiento
de que "la ONU representa el camino obligado de la civilización moderna y de la
paz mundial", se expresaba así frente a los Representantes de las Naciones: "Lo
que vosotros proclamáis aquí son los derechos y los deberes fundamentales del
hombre, su dignidad y libertad y, ante todo, la libertad religiosa".
Juan Pablo II se dirigió en dos
ocasiones a la Asamblea General de las Naciones Unidas. En la primera, el 2 de
octubre de 1979, a propósito de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, afirmó que este documento "es una piedra miliar en el
largo y difícil camino del género humano".
En su segunda visita, el 5 de
octubre de 1995, Juan Pablo II, recordó que: "existen realmente unos derechos
humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se
reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal.
Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo
importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos
recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que,
por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace
posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos".
El Santo Padre Benedicto XVI[1],
dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, recordando
expresamente el 60° Aniversario de la Declaración Universal, tras señalar
que "tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de
valores y, por tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas
y modelos institucionales", nos recuerda que "los derechos humanos son
presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las
relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la
indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven como
garantía para la salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente
que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a
cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto
más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos
derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente
en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de
este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción
relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos
podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos
culturales, políticos, sociales e incluso religiosos".
La Iglesia Católica, que "en virtud
del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce
y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por
todas partes tales derechos"[2], ha visto en la Declaración,
conforme al Magisterio pontificio, un "signo de los tiempos", considerándola "un
paso importante en el camino hacia la organización jurídico-política de la
comunidad mundial."[3]
2. Declaración Universal de los
Derechos Humanos
Las grandes preocupaciones en el
mundo tras el final de la segunda guerra mundial, con las gravísimas
consecuencias de todos conocidas, supusieron un punto de inflexión en la
conciencia de las Naciones y en nuestra historia reciente. Su fruto se
materializó en San Francisco (Estados Unidos), con la firma de la Carta de la
Organización de las Naciones Unidas, el 5 de agosto de 1945, que formuló
el principio de una promoción o protección internacional de los derechos humanos
y las libertades fundamentales. Tres años más tarde, el 10 de diciembre de 1948,
fruto de un intenso trabajo, propiciado por las circunstancias y los desastres a
que la guerra había llevado a los pueblos europeos del siglo XX, se aprobó la
Declaración Universal, con el respaldo de la inmensa mayoría de los 58
países que entonces configuraban este Organismo internacional.
Todo hombre vive de un entramado de
sueños y realidades. Todos aspiran hoy a una vida donde reine la paz y la
justicia. Cuando defienden un derecho no mendigan un favor, reclaman lo que les
es debido por el solo hecho de ser hombre. Por eso se llaman derechos
naturales, innatos, inviolables e inalienables, valores inscritos en el ser
humano. Por esta significación profunda y por su radicación en el ser humano,
los derechos humanos son anteriores y superiores a todos los
derechos positivos. De aquí que el poder público quede sometido, a su vez, al
orden moral, en el cual se insertan los derechos del hombre.
Esta Declaración representa
la expresión escrita de las bases en que se fundamenta el Derecho de las
naciones, las leyes de la humanidad y los dictados de la conciencia pública
adaptados al espíritu del Tercer milenio. Los problemas han dejado de ser
nacionales y las soluciones justas han de esperarse también internacionalizadas.
Todo esto supone un progreso de la humanidad y, en tal sentido, la
Declaración se ha convertido en un referente universal de justicia a escala
planetaria.
En el acto organizado por el
Pontificio Consejo "Justicia y Paz" en el 600 Aniversario de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, el Santo Padre Benedicto XVI[4],
después de recordar que este documento "constituye aún hoy un altísimo punto de
referencia del diálogo intercultural sobre la libertad y los derechos humanos",
insistió que, "en última instancia, los derechos humanos están fundados en Dios
Creador, el cual dio a cada uno la inteligencia y la libertad. Si se prescinde
de esta sólida base étíca, los derechos humanos son frágiles porque carecen de
fundamento sólido".
La celebración del 60° Aniversario
de la Declaración constituye, por consiguiente, una ocasión para
verificar en qué medida los ideales aceptados por la mayor parte de la comunidad
de las Naciones de 1948, son respetados hoy en las diversas legislaciones
nacionales y, más aún, en la conciencia de los individuos y de las
colectividades.
3. Ley natural
Cuando el Magisterio de la Iglesia
habla de los derechos humanos no se olvida de fundarlos en Dios, fuente y
garantía de todos los derechos, ni tampoco se olvida de enraizarlos en la ley
natural. La fuente de los derechos no es nunca un consenso humano, por notable
que sea. Benedicto XVI, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007,
enseña que "El reconocimiento y el respeto de la ley natural son también hoy la
gran base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, así
como entre los creyentes e incluso los no creyentes". La ley natural interpela
nuestra razón y nuestra libertad, porque ella misma es fruto de verdad y de
libertad: la verdad y la libertad de Dios. La sociedad tiene necesidad de reglas
acordes con la naturaleza humana, pero también tiene necesidad de relaciones
fraternas.
No bastaría una interpretación
positivista que redujera la justicia a legalidad, y entendiera así los derechos
humanos como resultado exclusivo de medidas legislativas. Benedicto XVI insistió
en esta misma idea en el acto organizado por el Pontificio Consejo "Justicia y
Paz", al que nos hemos referido con anterioridad, señalando que "la ley natural,
inscrita por Dios en la conciencia humana, es un común denominador a todos los
hombres y a todos los pueblos; es una guía universal que todos pueden conocer.
Sobre esa base todos pueden entenderse".
4. Dignidad del hombre
El Concilio Vaticano II lo afirma
reiteradas veces: "El hombre tiene hoy una conciencia cada vez mayor de la
dignidad de la persona humana."[5] Los derechos humanos se presentan hoy
día como una de las vías de acceso a la dignidad de la persona, y como cauce
necesario para su promoción en la sociedad y la instauración de la justicia y la
paz en todos los niveles. La dignidad humana es como la piedra angular de todo
el edificio de la Declaración Universal, que comienza con estas palabras:
"El reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia
humana y de sus derechos iguales e inalienables constituye el fundamento de la
libertad, de la justicia y de la paz en el mundo". Libertad, justicia y paz eran
los tres grandes valores humanos que había que recuperar de una vez para
siempre. En el párrafo quinto del Preámbulo, se pone de manifiesto que "en la
Carta, los pueblos de las Naciones Unidas han proclamado de nuevo su fe en los
derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona
humana, en la igualdad de derechos de los hombres y de las mujeres, y se han
declarado resueltos a favorecer el progreso social y a instaurar mejores
condiciones de vida dentro de una libertad mayor".
La Iglesia, siguiendo los
dictámenes de su propia doctrina social, argumentada a partir de lo que es
conforme a la naturaleza de todo ser humano, "siente que tiene el deber -en
palabras de Benedicto XVI- de despertar en la sociedad las fuerzas morales y
espirituales, contribuyendo a abrir las voluntades a las exigencias auténticas
del bien".
5. Universalidad, indivisibilidad y
protección
Contra las predicciones de los
escépticos, esta Declaración, que no era obligatoria, enseguida demostró
su fuerza moral. Se convirtió en la principal inspiración del movimiento a favor
de los derechos humanos en todos los países, y sigue siendo el punto de
referencia más importante para debates sobre derechos humanos a nivel
internacional.
El actual Romano Pontífice, en
perfecta continuidad con el pensamiento de su predecesor, subraya que los
derechos humanos son universales, se aplican a todos en virtud del origen común
de la persona. En realidad, la nota de universalidad es una consecuencia ínsita
en el propio concepto de derechos humanos: si los derechos humanos son aquellos
que se atribuyen al hombre por el mero hecho de serlo, resulta evidente que han
de ser reconocidos a todos los que reúnan esta condición (cfr. Preámbulo
Declaración Universal y arts. 2 y 6). El reconocimiento de la universalidad
pertenece, pues, al núcleo mismo de la doctrina sobre los derechos humanos.
El Santo Padre Benedicto XVI pone
su énfasis en la indivisibilidad, que constituye una nota esencial de los
derechos humanos, al mismo nivel que la universalidad. Y lo explica con una
frase que encierra un profundo contenido: "La Declaración fue adoptada
como un ‘ideal común' (preámbulo) y no puede ser aplicada por partes
separadas, según tendencias u opciones selectivas que corren simplemente el
riesgo de contradecir la unidad de la persona humana y, por tanto, la
indivisibilidad de los derechos humanos."[6]
El Santo Padre pone de relieve, en
primer lugar, la responsabilidad que incumbe al Estado: todo Estado tiene el
deber primario de proteger a la propia población frente a las violaciones de los
derechos humanos. Es decir, le incumbe un papel activo en la defensa y
protección de los derechos, hasta el punto de que esta es su misión esencial. Y
si el Estado fracasa en el ejercicio de esa responsabilidad, ésta ha de ser
asumida por la comunidad internacional: "Si los Estados no son capaces de
garantizar esa protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los
medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros
instrumentos internacionales". Por tanto, "los derechos humanos han de ser
respetados corno expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse
respetar mediante la voluntad de los legisladores".
6. Derechos que se reconocen
En nuestros días, hay un proceso
continuo y radical de redefinir los derechos humanos individuales en temas muy
sensibles y esenciales, como la familia, los derechos del niño y de la mujer,
etc. Debemos insistir en que los derechos humanos están "por encima" de la
política y también por encima del "Estado-nación". Son verdaderamente
supranacionales. Ninguna minoría ni mayoría política puede cambiar los derechos
de quienes son más vulnerables en nuestra sociedad o los derechos humanos
inherentes a toda persona humana. Como enseña el Concilio Vaticano II, "la
verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad."[7]
La protección jurídica de los
derechos humanos debe ser así una prioridad para cada Estado. Con palabras de
Benedicto XVI: "La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida de toda
política. La política es más que una simple técnica para determinar los
ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y
ésta es de naturaleza ética."[8] Nos recuerda el Papa, así, que no puede
existir un orden social o estatal justo si no respeta la justicia, y la justicia
sólo puede alcanzarse con un previo respeto a los Derechos Humanos y a la
dignidad natural de cada hombre, de cada persona humana, con independencia de la
fase de su vida en que se encuentre.
7. Derecho a la vida
La dignidad del ser humano, el tema
clave de toda la doctrina social de la Iglesia, implica, entre otras cosas, el
respeto a la vida desde su concepción hasta su ocaso natural.
El cristiano debe amar y desear la
vida, como camino hacia Dios. Benedicto XVI, en la Jornada por la Vida de la
Conferencia Episcopal Italiana[9], recordaba que "La vida, que es obra de
Dios, no debe negarse a nadie, ni siquiera al más pequeño e indefenso y mucho
menos si presenta graves discapacidades". Por lo mismo, no podemos "caer en el
engaño de pensar que se puede disponer de la vida hasta legitimar su
interrupción, enmascarándola quizá con un velo de piedad humana. Por tanto, es
necesario defenderla, tutelarla y valorarla en su carácter único e irrepetible".
En el derecho a la vida nos
encontramos frente a un panorama completamente nuevo con respecto a la época en
que se aprobó la Declaración Universal, sobre todo a causa del desarrollo
de las ciencias y de las tecnologías, con numerosos instrumentos técnicos para
decidir sobre la vida y sobre la muerte. Se plantea la necesidad de recuperar el
sentido pleno de la acogida de la vida.
Benedicto XVI, en su visita a las
Naciones Unidas,[10] se refirió a los avances científicos y sus límites:
"No obstante los enormes beneficios que la humanidad puede recabar de los
descubrimientos de la investigación científica y tecnológica, algunos aspectos
de dicha aplicación representan una clara violación del orden de la creación,
hasta el punto en que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida,
sino que la persona humana misma y la familia se ven despojadas de su identidad
natural". En este sentido, habría que recordar, junto a tantos investigadores y
científicos, que las nuevas fronteras de la bioética no imponen una elección
entre la ciencia y la moral, sino que más bien exigen un uso moral de la
ciencia.
En otro contexto, el Santo Padre ha
recordado que la libertad "no puede ser invocada para justificar ciertos
excesos", que podrían llevar a "una regresión en el concepto de ser humano,"[11]
especialmente en cuestiones como la vida y la familia. El Papa, después de
deplorar, una vez más, los continuos ataques perpetrados en todos los
continentes contra la vida humana, mostró su convencimiento de que "una cultura
de la vida", especialmente en cuanto a la defensa de la vida y de la familia,
"podría revitalizar de nuevo el conjunto de la existencia personal y social".
8.
Familia y educación
La familia es una institución a
tutelar por el Estado. En la mayor parte de los Pactos y Convenciones
internacionales se reconoce el derecho de la familia a ser protegida por la
sociedad y por el Estado (Declaración Universal, art. 16.3).
"La familia se configura como la
célula primaria y vital de la sociedad de quien dependen su salud y su
fortaleza. Es lógico que la sociedad sea la primera interesada en desarrollar
una cultura que la tenga como cimiento seguro, como el primer y más importante
camino común del hombre, ya que éste viene al mundo en el seno familiar y,
consecuentemente, a él le debe su propio existir como ser humano."[12]
Nunca podrá olvidarse que la familia es la fuente fecunda de la vida, el
presupuesto primordial e irreniplazahie de la felicidad individual de los
esposos, de la formación de los hijos y del bienestar social, así como de la
misma prosperidad material de la nación.
La Iglesia proclama que la vida
familiar está fundada sobre el matrimonio de un hombre y una mujer, unidos por
un vínculo indisoluble, libremente contraído, abierto a la vida humana en todas
sus etapas, lugar de encuentro entre generaciones y de crecimiento en sabiduría
humana.
En la familia, afirmaba el Papa al
conmemorar el XX aniversario de la Carta Apostólica "Mulieris dignitatem,"[13]
"la mujer y el hombre, gracias al don de la maternidad y de la paternidad,
desempeñan juntos un papel insustituible con respeto a la vida. Desde su
concepción, los hijos tienen el derecho de poder contar con el padre y con la
madre, que los cuiden y los acompañen en su crecimiento. Por su parte, el Estado
debe apoyar con adecuadas políticas sociales todo lo que promueve la estabilidad
y la unidad del matrimonio, la dignidad y la responsabilidad de los esposos, su
derecho y su tarea insustituible de educadores de los hijos". Se han de adoptar,
también, medidas legislativas y administrativas que sostengan a las familias en
sus derechos inalienables, necesarios para llevar adelante su extraordinaria
misión.
Con relación a la igual dignidad y
responsabilidad de la mujer respecto al hombre, el Santo Padre, recordó que aún
persiste una mentalidad que ignora la novedad del cristianismo: "Hay lugares y
culturas donde la mujer es discriminada o subestimada por el solo hecho de ser
mujer, donde se recurre incluso a argumentos religiosos y a presiones
familiares, sociales y culturales para sostener la desigualdad de sexos, donde
se perpetran actos de violencia contra la mujer, convirtiéndola en objeto de
maltratos y de explotación en la publicidad y en la industria del consumo y de
la diversión. Ante fenómenos tan graves y persistentes, es más urgente aún el
compromiso de los cristianos de hacerse por doquier promotores de una cultura
que reconozca a la mujer, en el derecho y en la realidad de los hechos, la
dignidad que le compete".[14]
La familia es la verdadera escuela
de humanidad y de valores perennes, lugar primario en la educación de la
persona. En este sentido, se ha de remarcar que es a la familia, y más
concretamente, a los padres, a quienes compete por derecho natural la primera
tarea educativa, y a los que se debe respetar el derecho a elegir la educación
para sus hijos acorde con sus ideas y, en especial, según sus convicciones
religiosas. Sobre el particular y, en concreto, sobre la enseñanza religiosa en
la escuela, Benedicto XVI ha destacado que es "un derecho inalienable de los
padres asegurar la educación moral y religiosa de sus hijos". La enseñanza
confesional de la religión en los centros públicos resulta acorde con el
principio de laicidad, porque no supone adhesión ni, por tanto, identificación
del Estado con los dogmas y la moral que integran el contenido de esta materia.
Asimismo, este tipo de enseñanza no es contraria al derecho de libertad
religiosa de los alumnos y de sus padres, debido a su carácter voluntario.
9. Libertad religiosa. Relaciones
con la Comunidad Política
El respeto inexcusable hacia la
dignidad humana implica la defensa y la promoción de los derechos del hombre, y
exige el reconocimiento de la dimensión religiosa del mismo. La libertad
religiosa (Declaración, art. 18), como derecho primario e inalienable de
la persona, es el sustento de las demás libertades, su razón de ser. La libertad
religiosa traspasa el horizonte que trata de limitarla a una parcela íntima, a
una mera libertad de culto o a una educación inspirada en valores cristianos,
para solicitar al ámbito civil y social, libertad para que las confesiones
religiosas puedan ejercer su misión. Asimismo resulta básico comprender la
libertad religiosa como la condición primera e indispensable para la paz. Son
piedras angulares del edificio de los derechos humanos, elementos básicos del
bien común y de la solidaridad. La paz hunde sus raíces en la libertad y en la
apertura a la verdad.
El Estado democrático no es neutral
respecto a la libertad religiosa misma, sino que, al igual que respecto a las
demás libertades públicas, ha de reconocerla y crear las condiciones para su
efectivo y pleno ejercicio por parte de todos los ciudadanos. Y justamente, en
virtud de este respeto y apuesta positiva por la libertad religiosa, ha de ser,
en cambio, absolutamente neutral respecto de todas las diversas particulares
opciones que ante lo religioso los ciudadanos adopten en uso de esa libertad.
Querer imponer, como pretende el laicismo, una fe o una religiosidad
estrictamente privada es buscar una caricatura de lo que es el hecho religioso.
Y es, por supuesto, una injerencia en los derechos de las personas a vivir sus
convicciones religiosas como deseen o como éstas se lo demanden.
Recordaba Benedicto XVI[15]
a los participantes en el 56° Congreso Nacional de Juristas Italianos, que "no
es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra
cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular,
contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas".
Tampoco es signo de "sana laicidad", "negar a la comunidad cristiana, y a
quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los
problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos,
en particular de los legisladores y juristas. En efecto, no se trata de
injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y
exclusiva del Estado, sino de la afirmación y defensa de los grandes valores que
dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores,
antes de ser cristianos, son humanos, por eso ante ellos no puede quedar
indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza
la verdad sobre el hombre y sobre su destino". En definitiva, se trata de
mostrar que sin Dios el hombre está perdido, que excluir la religión de la vida
social, en particular la marginación del cristianismo, socava las bases mismas
de la convivencia humana, pues antes de ser de orden social y político, estas
bases son de orden moral.
La Iglesia se muestra respetuosa
ante la justa autonomía de las realidades temporales, pero pide la misma actitud
con respeto a su misión en el mundo y a las variadas manifestaciones personales
y sociales de sus fieles, artífices en gran medida de la solidaridad comunitaria
y de una ordenada convivencia. El Estado no puede reivindicar competencias, sean
directas o indirectas, sobre las convicciones íntimas de las personas ni tampoco
imponer o impedir la práctica pública de la religión sobre todo cuando la
libertad religiosa contribuye de forma decisiva a la formación de ciudadanos
auténticamente libres.
"La Iglesia -en palabras de
Benedicto XVI- no reivindica el puesto del Estado. No quiere sustituirle. La
Iglesia es una sociedad basada en convicciones, que se sabe responsable de todos
y no puede limitarse a sí misma. Habla con libertad y dialoga con la misma
libertad con el deseo de alcanzar la libertad común. Gracias a una sana
colaboración entre la comunidad política y la Iglesia, realizada con la
conciencia y el respeto de la independencia y de la autonomía de cada una en su
propio campo, se lleva a cabo un servicio al ser humano con miras a su pleno
desarrollo personal y social."[16]
Desgraciadamente, nos dice
Benedicto XVI, "la libertad religiosa está lejos de ser asegurada efectivamente
por doquier: en algunos casos se la niega por motivos religiosos o ideológicos;
otras veces, aunque se la reconoce teóricamente, es obstaculizada de hecho por
el poder político o, de manera más solapada, por el predominio cultural del
agnosticismo y del relativismo."[17]
El Santo Padre, en su discurso ante
la Asamblea General de las Naciones Unidas, al que ya nos hemos referido varias
veces, resaltó que "los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad
religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo
individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona, aun
distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la del creyente". "Es
inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí
mismos -su fe- para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar
de Dios para poder gozar de los propios derechos". Por lo demás, continuó el
Santo Padre, "no se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al
libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la
dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los
creyentes contribuyan a la construcción del orden social".
En este sentido, "la Iglesia, sin
pretender convertirse en un sujeto político, aspira, con la independencia de su
autoridad moral, a cooperar leal y abiertamente con todos los responsables del
orden temporal en el noble diseño de lograr una civilización de la justicia, la
paz, la reconciliación, la solidaridad, y de aquellas otras pautas que nunca se
podrán derogar ni dejar a merced de consensos partidistas, pues están grabadas
en el corazón humano y responden a la verdad."[18] Por ello, siguió
explicando el Papa, "la presencia de Dios tanto en la conciencia de cada hombre
como en el ámbito público es un apoyo firme para el respeto de los derechos
fundamentales de la persona y la edificación de una sociedad cimentada en
ellos". El único objetivo de la Iglesia es servir al hombre, inspirándose, como
norma suprema de conducta, en las palabras y en el ejemplo de Jesucristo, que
"pasó haciendo el bien y curando a todos" (Hch 10,38).
Al concluir esta parte de mi
exposición, en la cual he tratado de la relación entre el ordenamiento
democrático y la libertad religiosa, es preciso hacer una aclaración.
Frecuentemente el principio de
igualdad referido a las confesiones religiosas es entendido por algunos como
uniformidad de tratamiento jurídico de esas por parte de la ley civil. No es una
interpretación correcta: el principio de igualdad, en efecto, se vulnera si se
tratan situaciones iguales de modo diverso, pero también si se tratan
situaciones diversas de igual manera.
El principio de igualdad requiere
por tanto que por parte del ordenamiento estatal haya una disciplina jurídica de
las confesiones religiosas respetuosa con sus peculiaridades, teniendo también
presente el arraigamiento cultural e histórico que cada una tiene en la
sociedad.
10. Conclusiones
Históricamente hablando, el acierto
principal de la Declaración Universal consistió en haber afirmado
solemnemente ante la entera humanidad que la paz de los pueblos, tras dos
terribles guerras mundiales, habría que buscarla basando l cooperación
internacional y la construcción de un mundo más fraterno en el respeto
incondicional a la dignidad de la persona humana y a sus libertades
fundamentales. Los derechos humanos, cuya eficacia debe estar garantizada por
brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales,
inviolables e inmutables. En definitiva, la Declaración Universal
representa la expresión escrita de las bases en que se fundamenta el Derecho de
las naciones, las leyes de la humanidad y los dictados de la conciencia pública
adaptados al espíritu del Tercer milenio.
Sin
duda, se ha recorrido un largo camino, pero queda aún un largo tramo por
completar: cientos de millones de hermanos y hermanas nuestros ven cómo están
amenazados sus derechos a la vida, a la libertad, a la seguridad; no siempre se
respeta la igualdad entre todos ni la dignidad de cada uno, mientras se alzan
nuevas barreras por motivos relacionados con la raza, la religión, las opiniones
políticas u otras convicciones.
Sin embargo, en todos los casos, la
comunidad humana también está llamada a ir más allá de la mera justicia,
manifestando su solidaridad a los pueblos más pobres, con la preocupación de una
mejor distribución de la riqueza, sobre todo en tiempos de grave crisis
económica. La experiencia de la historia de la humanidad, y específicamente de
la cristiandad, nos lleva a reconocer, con Benedicto XVI, que "el futuro de la
humanidad no puede depender del simple compromiso político,"[19] sino que
debe ser consecuencia del reconocimiento de la dignidad de la persona humana,
hombre y mujer, con el fin de crear las condiciones adecuadas, para una vida
realizada en plenitud en la sociedad en la que vive. Por su parte, la Iglesia
hace todo los esfuerzos posibles para aportar su contribución al bienestar
general, a veces en situaciones dificiles. Su mayor deseo es continuar
incansablemente prestando ese servicio al hombre, a todo hombre, sin
discriminación alguna.
La Iglesia se felicita de la
creciente preocupación en el mundo actual por la protección de los Derechos
Humanos, que corresponden a cada persona por su misma dignidad natural desde el
momento mismo de su concepción en el seno materno hasta su muerte de forma
natural.
Por ello es necesario salvaguardar
la dignidad de la persona humana, propugnar una amplia visión de las relaciones
sociales que incluya el diálogo Estado-Iglesia, que refuerce la colaboración con
las instituciones civiles para el desarrollo integral de la persona y el derecho
a la libertad religiosa, que facilite el libre ejercicio de la misión
evangelizadora de la Iglesia y que señale el deber de la sociedad y del Estado
de garantizar espacios donde los creyentes puedan vivir y celebrar sus
creencias. En este contexto, la Iglesia pide hacia su misión en el mundo,
manifestada en variadas formas individuales y comunitarias, la misma actitud de
respeto y autonomía que ella muestra hacia las realidades temporales.
En cuanto al compromiso de la
Iglesia por los derechos humanos puede darse un malentendido: el de concebir a
la misma Iglesia como una especie de institución humanitaria. En realidad el
compromiso de la Iglesia por los derechos humanos no es un signo de
secularización. Esto ya ha sido bien aclarado en los discursos pronunciados por
Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI en la ONU, que apenas he recordado. El
compromiso de la Iglesia por los derechos humanos tiene razones precisas e
inherentes a su propia misión; se inscribe en la solicitud de la Iglesia por el
hombre en su dimensión integral. Podríamos decir que el motivo último y
fundamental por el cual la Iglesia se interesa por los derechos humanos es de
orden ético y religioso.
Me complace terminar mi
intervención con las mismas palabras de Benedicto XVI, pronunciadas en el
Angelus del domingo 7 de diciembre de 2008: "Para las poblaciones agotadas por
la miseria y el hambre, para las multitudes de prófugos, para cuantos sufren
graves y sistemáticas violaciones de sus derechos, la Iglesia se pone como
centinela sobre el monte alto de la fe y anuncia: "Aquí está vuestro Dios.
Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza" (Is 40, 11).
Muchas gracias.
[1] Visita a las Naciones
Unidas, 18.4.2008.
[2] Concilio Vaticano II,
Constitución Goudium et spes, 41.
[3] Juan XXIII, Encíclica
Pacem in terris, 75
[4] Benedicto XVI, 10.12.2008.
[5] Concilio Vaticano II,
Constitución Gaudium et spes, parte 1, cap. 1, nrs. 12-22; Declaración
Dignitotis humanae, Preámbulo, sobre la Libertad Religiosa.
[6] Benedicto XVI, Discurso a
la Asamblea General de las Naciones Unidas, 18.4.2008.
[7] Concilio Vaticano II,
Declaración Dignitatis humanae, 1.
[8] Benedicto XVI, Encíclica
Deus caritas est, 28.
[9] Ib. Discurso de 4.2.2008.
[10] Visita a las Naciones
Unidas, 18.4.2008.
[11] Discurso a la Embajadora
de Canadá ante la Santa Sede, 30.10.2008.
[12] Juan Pablo II, Carta a las
Familias, 2.21.1994, nº 2.
[13] Discurso en el XX
aniversario de la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 9.2.2008.
[14] Ib.
[15] Discurso al 56° Congreso
Nacional de los Juristas Italianos, 9.12.2006.
[16] Discurso a la Conferencia
Episcopal Francesa, 14.9.2008.
[17] Discurso al Cuerpo
Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 9 1.2006.
[18] Discurso al Embajador de
Argentina ante la Santa Sede, 5.12.2008.
[19] Discurso a la Embajadora
de los Estados Unidos ante la Santa Sede, 27.2.2008.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.