1. Concepto y naturaleza. El sustantivo asociación procede del verbo asociar, que proviene del latino associare, integrado por la preposición ad (a) y el nombre socius (compañero), para formar un término compuesto que expresa el recibir por compañero a otro con alguna finalidad, y con él nos referimos, por tanto, a la acción o efecto de asociar o asociarse.
A. puede emplearse bajo dos acepciones: sinónimo de sociedad y derecho de asociarse, fundamento de aquélla. El derecho de a., en general, puede definirse como la facultad consustancial al hombre de aunar sus fuerzas con las de sus semejantes para la realización de fines comunes, mediante una concorde cooperación que los posibilite. Inmediatamente, tiene su fundamento en la naturaleza sociable del hombre; y mediatamente, en la insuficiencia de las fuerzas individuales para alcanzar los fines que la naturaleza social de la humanidad exige. De ahí que los caracteres de este derecho son los de ser innato, porque es inherente a la persona humana, e indefinido en su tendencia, pues no reconoce otro límite que el de la sociedad universal del género humano. Su exigencia de expansión viene determinada por su propia finalidad, ya que racionalmente no puede darse el derecho de a. para fines contrarios a la naturaleza o fin último del hombre. Por tanto, los fines deben ser lícitos y supeditarse al bien común (v.). El derecho de a. lleva implícito, por parte de los demás hombres, el deber, no tan sólo de no ponerle trabas, sino de cooperar a la a., pues si tal conjunción de factores no se produjera, el desarrollo social (v.) sería imposible. La cooperación de individuos que aúnan su esfuerzo simultáneamente a la realización de un mismo fin crea, al menos de hecho, una a. Pero si consideramos la finalidad de la acción común veremos que las a., en general, no sólo aspiran a satisfacer las necesidades de los individuos que las componen, sino que también son el vehículo idóneo para coadyuvar eficazmente al desarrollo social de la personalidad humana.
De la conjunción del derecho de a. y el de libertad (v.), también consustancial al hombre, ya que deriva de su propia naturaleza, surge la facultad para que, sin trabas pueda formar parte de toda sociedad lícita y justa. Esta facultad no puede, en absoluto, ser otorgada por el Estado, ya que, por ser inherente al hombre, aquél ha de limitarse a reconocerla y a garantizarla. Esta tendencia hacia la a. se plasmó en todos los fines de la vida del hombre, por ser la propia vida del hombre la que les da contenido, extensión y eficacia. La existencia misma de la sociedad (v.), en su sentido más amplio, hasta la de todos y cada uno de los grupos (v. GRUPOS SOCIALES), colectividades o a. que la integran son la resultante de una idéntica necesidad humana. Así como es el instinto el que forma las a., más o menos transitorias, de los seres irracionales, que se unen instintivamente para la defensa y supervivencia propia y de su especie, no es posible fundamentar bajo el mismo ángulo la sociabilidad humana, ya que independientemente de que sea inconcebible considerar al hombre aislado en el plano material, porque perecería a causa de su debilidad e indefensión, especialmente durante los primeros ciclos de su existencia en los que el calor familiar le es indispensable, también en el orden sensible tiene necesidad imperiosa de su integración al grupo familiar como medio de su posterior incorporación al medio ambiente social, de forma adaptada.
Desde el punto de vista espiritual, el hecho asociativo es imprescindible al hombre, pues sólo mediante él y en su seno es posible el desenvolvimiento de las facetas intelectual y moral de la personalidad.
2. La asociación ante su raigambre natural. De acuerdo con el Derecho natural (v.), el fenómeno asociativo se considera dentro de los derechos naturales. Y tal adscripción nos impone que precisemos con el debido rigor el tema para sistematizarle de forma comprensiva. Siguiendo a Francisco Puy, el Derecho natural es la ciencia filosófica que estudia las supremas causas del derecho como fenómeno general. De esta definición podemos deducir que la teoría de los derechos naturales es la parte del Derecho natural que estudia los derechos subjetivos fundamentales de la persona humana.
La coordinación existente entre los principios de las leyes naturales y los derechos subjetivos naturales se basa en la misma naturaleza humana. Así acontece que con el orden de manifestación de los preceptos naturales se conjuga directamente el orden de manifestación de los preceptos de la legalidad natural. Y del mismo modo, ese orden de los preceptos de la ley natural se proyecta directamente al orden de las tendencias o inclinaciones naturales. Si hay que determinar cuál sea este orden, hemos de referirnos con absoluta exclusividad al hombre, tal y como fue concebido por su Creador al darle existencia, es decir, a ese ente que se integra por la unión del alma y del cuerpo, y cuya unión imprime tal carácter a su naturaleza, que es inconcebible e imposible la escisión real de esos dos elementos que conforman al hombre, aun cuando sea posible, teóricamente, su consideración autónoma.
Desde el punto de vista teórico pueden señalarse las variadísimas tendencias que emanan del ser humano, para diferenciarlas en su raíz fundamental. Unas provienen del elemento más elevado de su naturaleza, las otras surgen de su corporeidad material, de su animalidad. El conjunto de lo espiritual y de lo material, valorativamente jerarquizado, nos lleva a establecer un cierto orden entre los derechos y deberes naturales, desde el punto de vista subjetivo.
Si señalamos tales tendencias fundamentales, será posible establecer un cuadro sinóptico de los derechos naturales y podremos determinar el lugar que al derecho de a. le corresponda. Para ello, el punto de partida ha de ser el mismo hombre y habremos de considerarle desde un triple punto de vista netamente diferenciado: el hombre en cuanto que es un ser; en cuanto a su mera animalidad; y en relación a su carácter espiritual. En cuanto que es un ser, el hombre manifiesta una tendencia fundamental hacia su propia conservación. De la referida tendencia dimanan dos grupos de derechos naturales: el derecho a la integridad física y moral y el derecho a poseer cuantos bienes precise para subsistir. En cuanto a su mera animalidad corporal, del hombre emana una tendencia fundamental de tal condición, que es equivalente a la de los demás seres irracionales: la tendencia a la conservación de la especie. Y de esta tendencia se derivan dos grupos de derechos naturales: el derecho al matrimonio o a la familia, y el derecho al desenvolvimiento o a la educación.
En relación a su carácter espiritual, el hombre expresa la tendencia fundamental de todo espíritu que es la tendencia a producirse humanamente, es decir, a comportarse como un ser racional. Y cuya racionabilidad es inconcebible sin la libertad, del mismo modo que no puede existir la libertad sin la sociedad. La tendencia a aquel obrar racional hace surgir dos grupos de derechos naturales: el derecho a la sucesión o a la tradición, que se origina de la tendencia a ser sujeto de memoria, de sucesión, de tradición y de entrega; y el derecho a la creación o al trabajo, que nace de su tendencia a ser sujeto de creación, de innovación, de aportación, de progreso. La tendencia al libre obrar sirve de base a tres grupos de derechos naturales: el derecho a la diferenciación personal, el derecho a seguir el propio rumbo sin cortapisas y _ el derecho a la autolimitación o a la contratación, y que correlativamente surgen de sus tendencias a ser distinto de los demás, a actuar sin obstáculos superfluos y a prescindir de lo que no le interesa.
La tendencia hacia la sociedad, que con carácter general se produce en el hombre, genera cuatro grandes grupos de derechos naturales: el derecho a la cooperación, el derecho a la a., el derecho a la gobernación y el derecho al beneficio de una cuota alícuota del bien común, que tienen su razón de ser en las tendencias fundamentales de practicar en colaboración, es decir, de solidaridad con los demás; de configurar autónomamente sus uniones a otros hombres; de dirigir los asuntos humanos; y de su ahínco por lograr todos los beneficios posibles de la convivencia.
Vemos, por tanto, que a la luz del Derecho natural se enfoca el problema general de la a. como una cuestión de facultad jurídica subjetiva, porque el derecho a la a. no es, ni más ni menos, que un derecho fundamental de la persona humana, que se integra entre otra complicada serie de ellos, que tan sólo hemos enunciado.
3. La determinación de su contenido. Ha de analizarse fenomenológicamente en qué facultades jurídicas fundamentales se concreta el derecho de a., para fijar, seguidamente, su funcionamiento en relación a los otros derechos naturales.
Para poder llegar a tener una idea clara de lo que esencialmente significa esa necesidad humana de la a. que por ser consustancial al hombre se configura como derecho natural, hemos de profundizar en su análisis para determinar en qué facultades jurídicas fundamentales se concreta este derecho. El carácter jerárquico y unitario que recíprocamente relaciona a todos los derechos naturales, debido a su origen único e indivisible, que es la persona humana, hace que todos tengan idéntico fundamento. Si prescindiendo de todas las facultades que al hombre corresponden, nos ciñéramos a considerar la que procede de su tendencia a configurar con autonomía sus uniones con otros hombres, habríamos establecido una supremacía, que en realidad no se produce, en perjuicio de la armonía total del sistema. Y habríamos establecido como cierto un verdadero sofisma. Por ello, es preciso establecer rigurosamente la interconexión de los derechos derivados del hecho asociativo con los derechos que provienen de las restantes instancias de la naturaleza humana para lograr una visión objetiva del problema, sin eludir el matiz moral que le impregna de contenido. Esta dimensión moral indica que, además de la limitación que en los derechos naturales se produce, derivada de la necesidad de su mutua trabazón, intrínsecamente y propia de cada uno, se origina otra que reside en el correlativo deber. Es decir, que se presenta de forma inseparable el binomio derechodeber. La dimensión moral que indicamos no es una directa consecuencia de la lógica, en el sentido de que la formulación de un derecho como comportamiento activo siempre ha de proyectarse en la formulación de un comportamiento pasivo que se configura como deber. La dimensión moral, por el contrario, significa que los deberes naturales, que inexcusablemente acompañan siempre a los derechos naturales, complementan a éstos con algo nuevo y fundamental, que consiste en esa limitación rigurosa y estricta en su ejercicio por parte de quien los esgrime. Aquí la casualidad no se produce en absoluto, ya que es la lógica consecuencia de la primacía que ostenta el orden moral y de la inmediata subordinación del hombre a dicho orden.
A. significa unión con otros hombres. El término implica dos ideas correlativas. Una de dirección y otra de aceptación que lleva implícito un quehacer común. El hombre se asocia cuando se une a otros hombres. Y esta unión, eminentemente dinámica, requiere un previo acuerdo, y en él reside ese núcleo de lo que significa solidaridad (v.). La a. es, en su consecuencia, la faceta de la tendencia a la convivencia (v.) que se manifiesta por su matiz solidario. La a. se basa en el natural apetito que tenemos los humanos a la solidaridad. Y la inclinación a la solidaridad es la tendencia a ayudar y ser ayudado que tiene cada hombre. La tendencia a la a. da base a una gran cantidad de derechos fundamentales de la sociedad humana, y de ella se deriva la misma esencia de esta sociedad.
El derecho a la a., por esa necesidad de configurar autónomamente la unión entre los hombres, se proyecta hacia el obrar libre que es consustancial al hombre y se refleja en la amplia gama de declaraciones de derechos que el Estado se ha visto obligado a proclamar (v. DERECHOS DEL HOMBRE III).
4. Su proyección política. Una cadena de solidaridad indestructible ha unido, entre sí, a los hombres a través de todos los siglos y ha hecho que mediante la a. éste fuera asentando su supremacía sobre la creación en un caminar progresivo que aúna voluntades y trabajos para poner las fuerzas ciegas de la naturaleza a su servicio.
El hombre, como consecuencia de su natural sociable, tiene la perentoria necesidad de convivir en sociedad. Aplica los esfuerzos de su inteligencia para mejorar continuamente el medio ambiente que le circunda mediante los factores culturales destinados a la expansión de la vida en esos aspectos, predominantemente individuales, de conocimientos, afectos y acción. En esta cultura de la convivencia humana (V. CONVIVENCIA I) el Derecho positivo aparece como protagonista. Consuetudinario o escrito, le corresponde regular y perfeccionar este complejo de relaciones que hacen posible la vida en común, imponiendo a la masa heterogénea de los hechos sociales, familiares, políticos, económicos, etc., el orden y la armonía de la razón. Su función es organizar lo amorfo, disciplinar los hechos mediante las ideas, para transmutar lo que es en lo que debe ser. Es en el Estado donde el Derecho encuentra la forma suprema de su organización y el condicionante de su más plena eficacia. Las relaciones entre el Estado y la cultura son de las más firmes, pero también, paradójicamente, las más delicadas.
Los hombres se agrupan, unidos por vínculos corporales o espirituales, por lazos de sangre o por la comunión de la cultura. La identidad de la sangre se basa en la familia, cuyo principio biológico es la paternidad. En la unidad de una cultura se funda la nación (v.), cuya alma es la conciencia de un común destino histórico. La idea de pueblo (v.), no del todo equivalente, supone apenas la de una multitud tan amplia que ya no cabe aplicarle la idea de familia en su sentido estricto o en el patriarcal (tribu). La unidad se deriva, sobre todo, de la continuidad geográfica del suelo, aunque también la ascendencia y la filiación contribuyan por su parte. De ahí esa impresión de masa, un tanto amorfa y desorganizada, en estado natural y espontáneo, que se asocia a la idea de pueblo. Le falta el elemento cultural, de creación consciente del espíritu,, que se encuentra en el concepto de nación. A pesar de que la nación supone algo perfectamente cristalizado, es el catalizador dinamizante del pueblo, de esa unidad viva, plástica, que se agita interiormente por un ansia incansable de expansión vital y por una necesidad creadora que no se agota, que así halla su rumbo histórico.
La misión providencial de la nación es la de preparar a sus miembros para la vida civilizada y suministrar al hombre el ambiente cultural indispensable para su pleno desarrollo, ya que la nación, como afirma J. Delos, «no tiene valor sino por la función que ejerce a favor de la persona humana». Por eso, en la masa o el cuerpo exterior de los cuadros uniformes de la existencia, la voluntad de vida en común infunde el alma vivificadora de una nación. Y esta adhesión colectiva a un hecho exterior, manifestada continuamente con el propósito de conservar, defender y perpetuar la herencia cultural común, constituye, como elemento específico, el germen de la unidad, cohesión y duración del grupo social que se presenta como nación. Toda nación posee la tendencia connatural a plasmarse en un organismo político independiente, y es el Estado (v.) el término natural de su evolución histórica, aun cuando no pueden confundirse o fundirse en una misma idea, porque se diferencian en que el Estado es siempre una unidad política y la nación una unidad cultural.
Si en el orden político la nación alcanza su perfecta mayoría de edad y consagra, con la autonomía jurídica, la evolución completa de su personalidad, el Estado, a su vez, con la eficiencia de su estructura orgánica, ofrece al patrimonio cultural de una nación el amparo y la garantía de su poder. Y así como sus órganos de acción y de defensa le protegen contra la infiltración disolvente de elementos extraños, también la creación de instituciones apropiadas le facilita los instrumentos precisos para la
conservación y extensión de una cultura. La misión jurídica que, por su propia naturaleza, compete al Estado para defender y difundir una cultura, está enmarcada en el correlativo deber de respetar los elementos personales que la integran. Proteger no es absorber, estimular no es confiscar.
La cultura (V. CIVILIZACIÓN Y CULTURA) tiene la misión providencial de ofrecer al hombre el ambiente favorable para la plena eflorescencia de sus virtualidades. Es un medio para un fin más alto. En esta subordinación esencial que pone la cultura al servicio de la persona humana reside el principio fecundo que ha de pautar las relaciones entre el individuo y el Estado, en cuanto a la regulación por éste, entre otros, del derecho de a., tal y como la condición del individuo exige, en razón a la dignidad natural de su persona. Pese a ser el derecho de a. anterior y superior a toda ley positiva, aquel derecho, que se proyecta hacia todos los fines lícitos de la vida y en el que se basa la misma existencia del Estado, no fue siempre reconocido, ni aun está íntegramente reconocido por las leyes de los Estados, quizá por el temor, pues otra causa no puede concebirse, a que las a. le atacaran en su misma esencia. De ahí que se adoptara un número mayor o menor de requisitos y precauciones para autorizarlas reglamentariamente, aun cuando en sus textos políticos fundamentales se consagre, al establecer las declaraciones de derechos, el derecho de a.
En relación con el reconocimiento o autorización por parte del Estado de las a., se pueden establecer, racionalmente, dos sistemas netamente diferenciados, según que se exijan ciertas formalidades y garantías previas a su constitución o que, sin exigirse ninguna, se sancionen las extralimitaciones y se amenace y castigue con la suspensión y la disolución, e incluso con la rigurosa aplicación de la ley penal a los miembros de las mismas, en el supuesto de atentar contra la moral,. el bien común o la paz social. En el primer supuesto, el sistema se denomina preventivo, y represivo en el segundo.
En la realidad, no se presentan ambos sistemas debidamente depurados, porque el primero exige la represión y el segundo suele ir unido a ciertas medidas preventivas. Por eso casi todas las legislaciones han seguido un criterio ecléctico, y según predomine uno u otro se adscriben al que prevalece. Lo que la justicia y la razón humana exigen, sobre cualquier otra consideración, es que se declare la libertad plena de a. para todos los fines lícitos y honestos de la vida: el religioso, el político, el benéfico, el científico, el cultural, el profesional, el deportivo, el recreativo, etc., al mismo tiempo que se prohíban aquellas a. de fin evidentemente ilícito. Si en el pasado histórico prevaleció el sistema preventivo, en nuestro tiempo está más generalizado el sistema represivo con mayores o menores cortapisas.
5. Su planteamiento ante la legislación española. La variada inmensidad de los fenómenos sociales, desde la satisfacción de las necesidades más apremiantes de la vida material hasta los más elevados ámbitos del orden espiritual y moral, obliga a parcelar el campo en que el hecho asociativo se produce en la sociedad humana para examinar aquellas formas de a. en que la sociedad se manifiesta como institución jurídica, y bajo las cuales se presentan de forma concreta las colectividades de finalidad especial como personas sociales en el Derecho positivo.
De dos formas se regula en el Derecho positivo el concepto sociedad (v.) en el sentido de asociación: como contrato (v.) y como personalidad jurídica (v.). Asimismo las considera bajo un doble punto de vista según que su finalidad sea o no lucrativa. Comúnmente nos referimos a las a. no lucrativas cuando empleamos el término a. Y éstas, que se configuran de forma muy variada, corresponden directamente, por razón de los fines que se proponen, a las necesidades y aspiraciones de toda índole, de la vida humana. Con arreglo a este criterio, pueden ser de carácter económico (exceptuando las de ganancia o lucro), de conservación física, de perfeccionamiento moral, etc. Según la naturaleza de las relaciones sociales, unas son de mera comunicación y trato personal (clubs, círculos, casinos), otras persiguen el mutuo auxilio para la recíproca prestación de determinados servicios, y la generalidad son de específica cooperación, para la común defensa o la realización de una tarea común. Considerando el estado, calidad, clase o profesión de los individuos que las forman, compréndese su gran variedad; sobre todas resaltan por su mayor importancia las a. profesionales (v. in), en cuanto se refieren al fin especial de vida que constituye la ocupación habitual y determina necesidades constantes de trato y unión entre los que a él se consagran.
Las primeras Constituciones españolas guardaron silencio sobre este derecho. La Constitución de 1869 le dedicó los arts. 17 y 19; la de 1876, el art. 13,3°; la de 1931, el art. 39. El art. 16 del Fuero de los Españoles de 1945 permitía el derecho de asociación «para fines lícitos y determinados y de acuerdo con lo establecido por las leyes»; este precepto se desarrolló por la Ley de Asociaciones de 24 dic. 1964, que modificó la normativa vigente hasta entonces, constituida por el Decreto de 25 en. 1941. Tal Decreto fue promulgado para suplir deficiencias y aclarar las dudas que suscitaba la Ley de Asociaciones de 30 jun. 1887, en un afán de prohibir no sólo los partidos políticos, sino también toda asociación sospechosa de oponerse al Movimiento Nacional. Estas directrices no se modificaron durante el llamado período franquista (193675), aunque «el transcurso del tiempo y las variaciones de la situación internacional habían hecho su obra» (J. M á Rodríguez Devesa, Derecho penal español, Parte especial, 10 ed. Madrid 1987, p. 722).
La Constitución de 1978 dedica íntegramente a este tema el art. 22, que tiene 5 apartados. En el primero dice: «se reconoce el derecho de asociación», lo que evidentemente implica su reverso: el derecho a no asociarse; porque el derecho de asociación se protege para multiplicar los esfuerzos individuales, no para anular al ciudadano bajo el peso de organizaciones a las que es ajena su voluntad, es decir, que le vienen impuestas. «El derecho de asociación es hoy uno de los derechos más característicos de nuestro tiempo; es uno de los derechos con los que hay que intentar construir el gran puente que entre todos hemos de tender sobre el abismo existente entre los individuos y el Estado» (O. Alzaga, La Constitución española de 1978, Madrid 1979, p. 230). Según los apartados dos a cinco del art. 22 de la Constitución: «Las asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito son ilegales» (art. 22,2); «las constituidas al amparo de este artículo deberán inscribirse en un registro a los solos efectos de publicidad» (art. 22,3); «sólo podrán ser disueltas o suspendidas en sus actividades en virtud de resolución judicial motivada» (art. 22,4); «se prohíben las asociaciones secretas y las de carácter paramilitar» (art. 22,5) (véanse u y iv). Derecho comparado. Es frecuente que las Constituciones reconozcan este derecho exclusivamente a los nacionales del país (así ocurre con la de Bélgica: «los belgas tendrán derecho a asociarse») o a los llamados ciudadanos; por otro lado, el tratamiento constitucional suele ser más breve que el español. Este es el caso de la citada Constitución belga en su artículo 20; Países Bajos, art. 9; Luxemburgo, art. 26; Suecia, arts. 1.5 y 2 del Capítulo II. Más amplio en su tratamiento constitucional es el dado por la Ley Fundamental de Bonn y las Constituciones italiana, danesa y portuguesa, por ejemplo.
6. Especial consideración del asociacionismo juvenil. Como quiera que la normativa vigente relativa á las instituciones que completan la capacidad de obrar de los menores no asegura la efectiva protección que el Estado debe a la infancia y a la juventud, se hace preciso que toda esa gama de instituciones que tradicionalmente se han venido regulando en el ámbito del Derecho privado, se completen ya por el público, para conseguir una mayor eficacia de los preceptos que hasta la fecha sólo tuvieron el valor de una enunciación teórica.
Se impone, a la altura de nuestro tiempo, una mayor y más efectiva vigilancia por parte de los poderes públicos, con objeto de que una nueva institución de carácter protector o tuitivo sea erigida con el fin de promover, excitar, proteger y auxiliar, en una verdadera acción de fomento respecto a la colectividad menor de edad, para que la tendencia natural que todo hombre tiene a asociarse con sus semejantes pueda realizarse en un recto sentido de la libertad, al amparo y con el reconocimiento del Derecho.
Poderosos e íntimos motivos consustanciales a la naturaleza del niño le llevan a aceptar la pertenencia a un grupo social y terminan reconociendo, por lo menos implícitamente, la necesidad de la relación con los demás. Tales motivaciones encuentran su primera manifestación en el anhelo de establecer relaciones normales con sus progenitores.
Cuando el muchacho se mueve en un mundo social más amplio que el de la íntima esfera familiar, estos deseos parecen intensificarse y encuentran un gran campo de acción. La infancia (v.) y la juventud (v. ADOLESCENCIA Y JUVENTUD) necesitan un anclaje emocional en sus relaciones con los adultos, al margen de su ambiente familiar. El profesor sirve, hasta cierto punto y en realidad, de sustituto de los padres, porque representa una autoridad legal para sus alumnos. El siguiente paso, dentro de las fases que su desarrollo social demanda, es el de aspirar a un estado legal. Y esto constituye un factor muy importante en las relaciones sociales de los muchachos con sus compañeros. Los especiales tipos de comportamiento, que nos resultan extraños desde nuestra perspectiva por no ser los corrientes, mediante los cuales se intenta ganar el aprecio de los compañeros, en los adolescentes constituye una parte de su desarrollo normal, ya que buscan afanosamente y aceptan toda clase de símbolos y formas que signifiquen parentesco con su grupo. Es típico a este respecto el hecho de compartir toda clase de secretos en sus pandillas juveniles, enteramente entre ellos, y que sea indiferente que esta ligazón íntima lo sea por tiempo indefinido o por las breves horas de un solo día.
El desarrollo de la personalidad (v.) social del hombre que se inicia en el hogar familiar, se amplía en el ámbito escolar para desbordarse después, en forma generalmente incontrolada, al margen de los ambientes familiar y escolar. La conducta de los hombres en el seno de toda comunidad está siempre regulada por el Derecho, que si en la mayoría de los casos se intuye como algo que yace en el subconsciente social, no por eso deja de constituir una especie de albor que se forma con la variada gama de reglas que la vida social, suavemente y casi sin que nos percatemos, va dictando.
Del mismo modo, se han venido produciendo en la sociedad juvenil una serie de reglas de conducta, que hoy se nos aparecen como la expresión genuina de las nuevas generaciones. Y este asociacionismo que espontáneamente se produce, aunque haya sido menospreciado, ignorado o desconocido por la familia, por la escuela, por la sociedad y aun por el mismo Estado, requiere por la minoría de edad de sus miembros y para tener verdadera trascendencia jurídica, un organismo supletorio de carácter tutelar que supla dentro de su seno y frente a terceros la incapacidad de obrar de sus componentes, y que mediante él, ese vigoroso individualismo (v.) que caracteriza a los jóvenes de hoy, que es a la vez un defecto y una virtud (una virtud como afirmación del derecho inalienable de libertad y personalidad humana; un defecto como suprema exaltación del individuo por encima de los demás, y que es la causa del actual enfrentamiento generacional que con carácter universal es problema de todos los pueblos), sea capaz sobre la base de reconocer la existencia de la conciencia individual de la libertad, de forjar, porque desgraciadamente no existe, la conciencia social de la misma.
Nos encontramos, pues, ante una nueva institución jurídica que aún no es evidente; cuando esto suceda y sea percibido con claridad por la conciencia social y se plasme en norma, tendremos el Derecho positivo que presentimos. Porque esta nueva institución que intuimos es una verdadera tutela social que tiene su razón de ser en las especiales condiciones y circunstancias que reúne la política de dirección y organización del mundo juvenil, que requiere, como es natural, la existencia de hombres con unas acusadas, fuertes y también especiales características humanas y, obvio es decirlo, pedagógicas.
La tutela social surge como consecuencia de los problemas que plantea la educación de las generaciones jóvenes, y tal como es concebida, es una institución de Derecho natural, por lo que su «positivización» en el campo del Derecho público no hará más que sancionar los mandatos de la naturaleza sociable que son inherentes al hombre.
Esta institución que propugnamos se ha de configurar inexorablemente sobre los principios, del Derecho natural, porque sobre tal base evitamos caer en el panteísmo estatal, con los peligros que ello entrañaría por ser propicio el Estado, bajo cualquier régimen político, a la promulgación de normas positivas que habitualmente obtienen como resultado la formación de un Derecho meramente «legal» y «circunstancial», cuando, por el contrario, siguiendo el procedimiento metodológico que dejamos indicado, se alumbra un Derecho surgido de lo más profundo de la conciencia social sobre la base de un orden social justo. Así la institución creada no sería la norma arbitraria que impone el Estado, sino la organización jurídica que aflora de la propia sociabilidad humana conforme a los principios de la moral social.
«Si para cumplir nuestro destino decía Mendizábal y Martín es necesaria la asociación, si es cierto que los elementos útiles no son sumandos sino factores, la justicia del derecho a asociarse es indiscutible». Hemos de resaltar que, siendo la adolescencia la edad en que más progresa el hombre, en cuanto a la aptitud de sus relaciones sociales se refiere, y, pese a la vivacidad de sus actos, la falta de reflexión madura y de experiencia que la caracteriza deben influir en la esfera del Derecho, y siendo de justicia reconocer a los jóvenes la capacidad de tener derecho a asociarse, como sucede de hecho sin ningún reconocimiento explícito, también es de justicia, que para hacer posible su ejercicio y que puedan contraer las obligaciones que se derivan de la referida a., se les dote del instrumento preciso que, al mismo tiempo, guíe y fomente el desarrollo social del menor en las esferas extrafamiliar y extraescolar con la flexibilidad adecuada para que varíe en proporción al discernimiento, libertad y posibilidades del sujeto.
Durante la minoría de edad, el ejercicio de los derechos corresponde a quien debe suplir la incapacidad de obrar del menor; pero como la esfera de acción del niño se va ensanchando en proporción a su progresivo desarrollo, así como en el Derecho privado se toma en consideración su voluntad aun en aquellos casos en que ha de intervenir un protector, aceptándose la opinión y deseo del titular en la medida que la oportunidad y la justicia lo aconsejan, del mismo modo puede ser autorizado a ejercer por sí, el menor, aquellos actos que sea capaz de comprender y de llevar a feliz término, acrecentándose así las facultades limitadísimas que tenía durante la infancia, en armonía con el desarrollo físico y mental que va adquiriendo.
La problemática de las jóvenes generaciones debe centrarse en su conjunción e interacción con una sociedad en crisis, resultante de los cambios acelerados que se han producido, para los cuales no ha sido preparada. Frente a los valores permanentes que estructuraron su marco referencial en la infancia, se encuentra ante la necesidad de reconstruir sus propios valores al irse desligando del ambiente familiar, descubriendo que son falsos o caducos los valores que se le inculcaron en la niñez. Ante una sociedad en la que todos los individuos ocupan un status, el adolescente carece del suyo, y oscila entre ser niño o ser adulto, en una libertad limitada que le exige afrontar responsabilidades superiores a las que por su edad y falta de madurez puede asumir.
La tutela social, como expresión institucionalizada del «dirigentismo» juvenil, tan en boga, se ofrece así al adolescente como institución de ayuda. Mediante ella, el adolescente podrá conseguir su ajuste personal a la realidad social que le circunda y así se evitará esa creciente ola de inadaptación y de criminalidad juvenil (v. DELINCUENCIA JUVENIL) que es causa de honda y universal preocupación.
7. La doctrina social cristiana. Al ser el hombre el principal elemento del orden o desorden en la sociedad, como conjunto inseparable de cuerpo y alma, a él debe referirse, como eje central del sistema, todo ese haz más o menos orgánico que se integra con elementos económicos, agrarios, industriales, monetarios, profesionales, en cuanto tiendan al bienestar y mejora de los hombres.
Existe una tendencia natural en el hombre que le hace asociarse para obtener bienes que exceden de sus solas posibilidades. Surgen, consecuentemente, a. con fines económicos, sociales, culturales, deportivos, etc. Pero además, el hombre está llamado a desarrollar y perfeccionar sus facultades naturales con el propósito de que le sea hacedero lograr el fin personal y trascendente a que está destinado. Para que pueda alcanzar este fin no es, en modo alguno, indiferente la forma en que se configuren la sociedad y sus instituciones. Por ello, es de la mayor importancia conocer las directrices que nos deben guiar para una ordenación adecuada a la sociedad, y de ahí que ya lo señalara Pío XII, en el cincuentenario de la Rerum novarum, el 1 jun. 1941, al afirmar que compete a la Iglesia, «allí donde el orden social se aproxima y llega a tocar el campo moral, juzgar si las bases de un orden social existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios Creador y Redentor ha promulgado por medio del Derecho natural y de la revelación; doble manifestación a que se refiere León XIII en su Encíclica. Y con razón, porque los dictámenes del Derecho natural y las verdades de la revelación nacen, por diversa vía, como dos arroyos de agua no contrarios, sino concordes, de la misma fuente divina y porque la Iglesia, guardiana del orden sobrenatural cristiano, al que convergen naturaleza y gracia, tiene que formar las conciencias, aun de aquellos que están llamados a buscar soluciones para los problemas y deberes impuestos por la vida social».
Juan XXIII indica en la enc. Mater et Magistra que «la inclinación que, naturalmente, arrastra a los hombres a constituir sociedad cuando tratan de conseguir bienes que están en el interés de todos, pero que exceden las posibilidades de cada uno por separado» es una tendencia apenas contenible. «Bajo el impulso de esta tendencia, sobre todo en los novísimos tiempos, han surgido por doquier agrupaciones, asociaciones.e instituciones con fines económicos y sociales, culturales y recreativos, deportivos, profesionales, políticos, tanto dentro de los límites de 'una determinada nación como de alcance universal».
Es clara la reiterada insistencia de los Pontífices sobre el derecho de a. desde que León XIII en la enc. Rerum novarum indubitadamente fijó que «aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y sean como otras tantas suyas, hablando en términos generales y de por sí, no está en poder del Estado impedir su existencia, ya que el constituir sociedades privadas es derecho concedido al hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido instituida para garantizar el derecho natural y no para conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de las sociedades, obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las sociedades privadas nacen del mismo principio: que los hombres son sociables por naturaleza. Pero concurren a veces circunstancias en que es justo que las leyes se opongan a asociaciones de este tipo; por ejemplo, si se pretendiera como finalidad algo que esté en clara oposición con la honradez, con la justicia, o abiertamente daña a la salud pública. En tales casos el poder del Estado prohíbe, con justa razón, que se formen, y con igual derecho las disuelve», en cuyo supuesto, añade, «habrá de proceder con toda cautela, no sea que viole los derechos de los ciudadanos o establezca, bajo la apariencia de utilidad pública, algo que la razón no apruebe, ya que las leyes han de ser obedecidas sólo en cuanto estén conformes con la recta razón y con la ley eterna de Dios».
En el orden de la actividad y organización profesional, la doctrina de la Iglesia se presenta bajo un doble aspecto: uno, declarativo de actitudes rectas ó equivocadas; otro, promotor de una organización profesional, que concibe y estima como la más recta y apropiada para la sociedad humana.
El sindicalismo (v.) entra a través de León XIII en la doctrina de la Iglesia, aunque no como práctica sino como doctrina. Pío XI y Pío XII ratifican esta postura. Y así, desde el 15 mayo 1891, fecha de la Rerum novarum, se proclamó la libertad del derecho de a. Mas como el régimen sindical es de lucha, aunque ésta se mantenga latente, y no de paz, la Iglesia, defensora a ultranza de la paz, busca un régimen de superación, admitiendo las actuales formas como una vía que nos conduzca a otro mejor que nos lleve a la liberación total.
El conc. Vaticano II ratifica la doctrina precedente en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, al establecer que «entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho a fundar libremente asociaciones obreras que representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho a participar libremente en las actividades de las asociaciones, sin riesgo de represalias», añadiendo: «la conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden políticojurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar la propia opinión y de profesar privada y públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública».
Paulo VI, en su enc. Populorum progressio, destaca que es admisible un pluralismo de las organizaciones profesionales y sindicales, siempre que se proteja la libertad y se provoque la emulación.
V. t.: DERECHOS DEL HOMBRE.
A. puede emplearse bajo dos acepciones: sinónimo de sociedad y derecho de asociarse, fundamento de aquélla. El derecho de a., en general, puede definirse como la facultad consustancial al hombre de aunar sus fuerzas con las de sus semejantes para la realización de fines comunes, mediante una concorde cooperación que los posibilite. Inmediatamente, tiene su fundamento en la naturaleza sociable del hombre; y mediatamente, en la insuficiencia de las fuerzas individuales para alcanzar los fines que la naturaleza social de la humanidad exige. De ahí que los caracteres de este derecho son los de ser innato, porque es inherente a la persona humana, e indefinido en su tendencia, pues no reconoce otro límite que el de la sociedad universal del género humano. Su exigencia de expansión viene determinada por su propia finalidad, ya que racionalmente no puede darse el derecho de a. para fines contrarios a la naturaleza o fin último del hombre. Por tanto, los fines deben ser lícitos y supeditarse al bien común (v.). El derecho de a. lleva implícito, por parte de los demás hombres, el deber, no tan sólo de no ponerle trabas, sino de cooperar a la a., pues si tal conjunción de factores no se produjera, el desarrollo social (v.) sería imposible. La cooperación de individuos que aúnan su esfuerzo simultáneamente a la realización de un mismo fin crea, al menos de hecho, una a. Pero si consideramos la finalidad de la acción común veremos que las a., en general, no sólo aspiran a satisfacer las necesidades de los individuos que las componen, sino que también son el vehículo idóneo para coadyuvar eficazmente al desarrollo social de la personalidad humana.
De la conjunción del derecho de a. y el de libertad (v.), también consustancial al hombre, ya que deriva de su propia naturaleza, surge la facultad para que, sin trabas pueda formar parte de toda sociedad lícita y justa. Esta facultad no puede, en absoluto, ser otorgada por el Estado, ya que, por ser inherente al hombre, aquél ha de limitarse a reconocerla y a garantizarla. Esta tendencia hacia la a. se plasmó en todos los fines de la vida del hombre, por ser la propia vida del hombre la que les da contenido, extensión y eficacia. La existencia misma de la sociedad (v.), en su sentido más amplio, hasta la de todos y cada uno de los grupos (v. GRUPOS SOCIALES), colectividades o a. que la integran son la resultante de una idéntica necesidad humana. Así como es el instinto el que forma las a., más o menos transitorias, de los seres irracionales, que se unen instintivamente para la defensa y supervivencia propia y de su especie, no es posible fundamentar bajo el mismo ángulo la sociabilidad humana, ya que independientemente de que sea inconcebible considerar al hombre aislado en el plano material, porque perecería a causa de su debilidad e indefensión, especialmente durante los primeros ciclos de su existencia en los que el calor familiar le es indispensable, también en el orden sensible tiene necesidad imperiosa de su integración al grupo familiar como medio de su posterior incorporación al medio ambiente social, de forma adaptada.
Desde el punto de vista espiritual, el hecho asociativo es imprescindible al hombre, pues sólo mediante él y en su seno es posible el desenvolvimiento de las facetas intelectual y moral de la personalidad.
2. La asociación ante su raigambre natural. De acuerdo con el Derecho natural (v.), el fenómeno asociativo se considera dentro de los derechos naturales. Y tal adscripción nos impone que precisemos con el debido rigor el tema para sistematizarle de forma comprensiva. Siguiendo a Francisco Puy, el Derecho natural es la ciencia filosófica que estudia las supremas causas del derecho como fenómeno general. De esta definición podemos deducir que la teoría de los derechos naturales es la parte del Derecho natural que estudia los derechos subjetivos fundamentales de la persona humana.
La coordinación existente entre los principios de las leyes naturales y los derechos subjetivos naturales se basa en la misma naturaleza humana. Así acontece que con el orden de manifestación de los preceptos naturales se conjuga directamente el orden de manifestación de los preceptos de la legalidad natural. Y del mismo modo, ese orden de los preceptos de la ley natural se proyecta directamente al orden de las tendencias o inclinaciones naturales. Si hay que determinar cuál sea este orden, hemos de referirnos con absoluta exclusividad al hombre, tal y como fue concebido por su Creador al darle existencia, es decir, a ese ente que se integra por la unión del alma y del cuerpo, y cuya unión imprime tal carácter a su naturaleza, que es inconcebible e imposible la escisión real de esos dos elementos que conforman al hombre, aun cuando sea posible, teóricamente, su consideración autónoma.
Desde el punto de vista teórico pueden señalarse las variadísimas tendencias que emanan del ser humano, para diferenciarlas en su raíz fundamental. Unas provienen del elemento más elevado de su naturaleza, las otras surgen de su corporeidad material, de su animalidad. El conjunto de lo espiritual y de lo material, valorativamente jerarquizado, nos lleva a establecer un cierto orden entre los derechos y deberes naturales, desde el punto de vista subjetivo.
Si señalamos tales tendencias fundamentales, será posible establecer un cuadro sinóptico de los derechos naturales y podremos determinar el lugar que al derecho de a. le corresponda. Para ello, el punto de partida ha de ser el mismo hombre y habremos de considerarle desde un triple punto de vista netamente diferenciado: el hombre en cuanto que es un ser; en cuanto a su mera animalidad; y en relación a su carácter espiritual. En cuanto que es un ser, el hombre manifiesta una tendencia fundamental hacia su propia conservación. De la referida tendencia dimanan dos grupos de derechos naturales: el derecho a la integridad física y moral y el derecho a poseer cuantos bienes precise para subsistir. En cuanto a su mera animalidad corporal, del hombre emana una tendencia fundamental de tal condición, que es equivalente a la de los demás seres irracionales: la tendencia a la conservación de la especie. Y de esta tendencia se derivan dos grupos de derechos naturales: el derecho al matrimonio o a la familia, y el derecho al desenvolvimiento o a la educación.
En relación a su carácter espiritual, el hombre expresa la tendencia fundamental de todo espíritu que es la tendencia a producirse humanamente, es decir, a comportarse como un ser racional. Y cuya racionabilidad es inconcebible sin la libertad, del mismo modo que no puede existir la libertad sin la sociedad. La tendencia a aquel obrar racional hace surgir dos grupos de derechos naturales: el derecho a la sucesión o a la tradición, que se origina de la tendencia a ser sujeto de memoria, de sucesión, de tradición y de entrega; y el derecho a la creación o al trabajo, que nace de su tendencia a ser sujeto de creación, de innovación, de aportación, de progreso. La tendencia al libre obrar sirve de base a tres grupos de derechos naturales: el derecho a la diferenciación personal, el derecho a seguir el propio rumbo sin cortapisas y _ el derecho a la autolimitación o a la contratación, y que correlativamente surgen de sus tendencias a ser distinto de los demás, a actuar sin obstáculos superfluos y a prescindir de lo que no le interesa.
La tendencia hacia la sociedad, que con carácter general se produce en el hombre, genera cuatro grandes grupos de derechos naturales: el derecho a la cooperación, el derecho a la a., el derecho a la gobernación y el derecho al beneficio de una cuota alícuota del bien común, que tienen su razón de ser en las tendencias fundamentales de practicar en colaboración, es decir, de solidaridad con los demás; de configurar autónomamente sus uniones a otros hombres; de dirigir los asuntos humanos; y de su ahínco por lograr todos los beneficios posibles de la convivencia.
Vemos, por tanto, que a la luz del Derecho natural se enfoca el problema general de la a. como una cuestión de facultad jurídica subjetiva, porque el derecho a la a. no es, ni más ni menos, que un derecho fundamental de la persona humana, que se integra entre otra complicada serie de ellos, que tan sólo hemos enunciado.
3. La determinación de su contenido. Ha de analizarse fenomenológicamente en qué facultades jurídicas fundamentales se concreta el derecho de a., para fijar, seguidamente, su funcionamiento en relación a los otros derechos naturales.
Para poder llegar a tener una idea clara de lo que esencialmente significa esa necesidad humana de la a. que por ser consustancial al hombre se configura como derecho natural, hemos de profundizar en su análisis para determinar en qué facultades jurídicas fundamentales se concreta este derecho. El carácter jerárquico y unitario que recíprocamente relaciona a todos los derechos naturales, debido a su origen único e indivisible, que es la persona humana, hace que todos tengan idéntico fundamento. Si prescindiendo de todas las facultades que al hombre corresponden, nos ciñéramos a considerar la que procede de su tendencia a configurar con autonomía sus uniones con otros hombres, habríamos establecido una supremacía, que en realidad no se produce, en perjuicio de la armonía total del sistema. Y habríamos establecido como cierto un verdadero sofisma. Por ello, es preciso establecer rigurosamente la interconexión de los derechos derivados del hecho asociativo con los derechos que provienen de las restantes instancias de la naturaleza humana para lograr una visión objetiva del problema, sin eludir el matiz moral que le impregna de contenido. Esta dimensión moral indica que, además de la limitación que en los derechos naturales se produce, derivada de la necesidad de su mutua trabazón, intrínsecamente y propia de cada uno, se origina otra que reside en el correlativo deber. Es decir, que se presenta de forma inseparable el binomio derechodeber. La dimensión moral que indicamos no es una directa consecuencia de la lógica, en el sentido de que la formulación de un derecho como comportamiento activo siempre ha de proyectarse en la formulación de un comportamiento pasivo que se configura como deber. La dimensión moral, por el contrario, significa que los deberes naturales, que inexcusablemente acompañan siempre a los derechos naturales, complementan a éstos con algo nuevo y fundamental, que consiste en esa limitación rigurosa y estricta en su ejercicio por parte de quien los esgrime. Aquí la casualidad no se produce en absoluto, ya que es la lógica consecuencia de la primacía que ostenta el orden moral y de la inmediata subordinación del hombre a dicho orden.
A. significa unión con otros hombres. El término implica dos ideas correlativas. Una de dirección y otra de aceptación que lleva implícito un quehacer común. El hombre se asocia cuando se une a otros hombres. Y esta unión, eminentemente dinámica, requiere un previo acuerdo, y en él reside ese núcleo de lo que significa solidaridad (v.). La a. es, en su consecuencia, la faceta de la tendencia a la convivencia (v.) que se manifiesta por su matiz solidario. La a. se basa en el natural apetito que tenemos los humanos a la solidaridad. Y la inclinación a la solidaridad es la tendencia a ayudar y ser ayudado que tiene cada hombre. La tendencia a la a. da base a una gran cantidad de derechos fundamentales de la sociedad humana, y de ella se deriva la misma esencia de esta sociedad.
El derecho a la a., por esa necesidad de configurar autónomamente la unión entre los hombres, se proyecta hacia el obrar libre que es consustancial al hombre y se refleja en la amplia gama de declaraciones de derechos que el Estado se ha visto obligado a proclamar (v. DERECHOS DEL HOMBRE III).
4. Su proyección política. Una cadena de solidaridad indestructible ha unido, entre sí, a los hombres a través de todos los siglos y ha hecho que mediante la a. éste fuera asentando su supremacía sobre la creación en un caminar progresivo que aúna voluntades y trabajos para poner las fuerzas ciegas de la naturaleza a su servicio.
El hombre, como consecuencia de su natural sociable, tiene la perentoria necesidad de convivir en sociedad. Aplica los esfuerzos de su inteligencia para mejorar continuamente el medio ambiente que le circunda mediante los factores culturales destinados a la expansión de la vida en esos aspectos, predominantemente individuales, de conocimientos, afectos y acción. En esta cultura de la convivencia humana (V. CONVIVENCIA I) el Derecho positivo aparece como protagonista. Consuetudinario o escrito, le corresponde regular y perfeccionar este complejo de relaciones que hacen posible la vida en común, imponiendo a la masa heterogénea de los hechos sociales, familiares, políticos, económicos, etc., el orden y la armonía de la razón. Su función es organizar lo amorfo, disciplinar los hechos mediante las ideas, para transmutar lo que es en lo que debe ser. Es en el Estado donde el Derecho encuentra la forma suprema de su organización y el condicionante de su más plena eficacia. Las relaciones entre el Estado y la cultura son de las más firmes, pero también, paradójicamente, las más delicadas.
Los hombres se agrupan, unidos por vínculos corporales o espirituales, por lazos de sangre o por la comunión de la cultura. La identidad de la sangre se basa en la familia, cuyo principio biológico es la paternidad. En la unidad de una cultura se funda la nación (v.), cuya alma es la conciencia de un común destino histórico. La idea de pueblo (v.), no del todo equivalente, supone apenas la de una multitud tan amplia que ya no cabe aplicarle la idea de familia en su sentido estricto o en el patriarcal (tribu). La unidad se deriva, sobre todo, de la continuidad geográfica del suelo, aunque también la ascendencia y la filiación contribuyan por su parte. De ahí esa impresión de masa, un tanto amorfa y desorganizada, en estado natural y espontáneo, que se asocia a la idea de pueblo. Le falta el elemento cultural, de creación consciente del espíritu,, que se encuentra en el concepto de nación. A pesar de que la nación supone algo perfectamente cristalizado, es el catalizador dinamizante del pueblo, de esa unidad viva, plástica, que se agita interiormente por un ansia incansable de expansión vital y por una necesidad creadora que no se agota, que así halla su rumbo histórico.
La misión providencial de la nación es la de preparar a sus miembros para la vida civilizada y suministrar al hombre el ambiente cultural indispensable para su pleno desarrollo, ya que la nación, como afirma J. Delos, «no tiene valor sino por la función que ejerce a favor de la persona humana». Por eso, en la masa o el cuerpo exterior de los cuadros uniformes de la existencia, la voluntad de vida en común infunde el alma vivificadora de una nación. Y esta adhesión colectiva a un hecho exterior, manifestada continuamente con el propósito de conservar, defender y perpetuar la herencia cultural común, constituye, como elemento específico, el germen de la unidad, cohesión y duración del grupo social que se presenta como nación. Toda nación posee la tendencia connatural a plasmarse en un organismo político independiente, y es el Estado (v.) el término natural de su evolución histórica, aun cuando no pueden confundirse o fundirse en una misma idea, porque se diferencian en que el Estado es siempre una unidad política y la nación una unidad cultural.
Si en el orden político la nación alcanza su perfecta mayoría de edad y consagra, con la autonomía jurídica, la evolución completa de su personalidad, el Estado, a su vez, con la eficiencia de su estructura orgánica, ofrece al patrimonio cultural de una nación el amparo y la garantía de su poder. Y así como sus órganos de acción y de defensa le protegen contra la infiltración disolvente de elementos extraños, también la creación de instituciones apropiadas le facilita los instrumentos precisos para la
conservación y extensión de una cultura. La misión jurídica que, por su propia naturaleza, compete al Estado para defender y difundir una cultura, está enmarcada en el correlativo deber de respetar los elementos personales que la integran. Proteger no es absorber, estimular no es confiscar.
La cultura (V. CIVILIZACIÓN Y CULTURA) tiene la misión providencial de ofrecer al hombre el ambiente favorable para la plena eflorescencia de sus virtualidades. Es un medio para un fin más alto. En esta subordinación esencial que pone la cultura al servicio de la persona humana reside el principio fecundo que ha de pautar las relaciones entre el individuo y el Estado, en cuanto a la regulación por éste, entre otros, del derecho de a., tal y como la condición del individuo exige, en razón a la dignidad natural de su persona. Pese a ser el derecho de a. anterior y superior a toda ley positiva, aquel derecho, que se proyecta hacia todos los fines lícitos de la vida y en el que se basa la misma existencia del Estado, no fue siempre reconocido, ni aun está íntegramente reconocido por las leyes de los Estados, quizá por el temor, pues otra causa no puede concebirse, a que las a. le atacaran en su misma esencia. De ahí que se adoptara un número mayor o menor de requisitos y precauciones para autorizarlas reglamentariamente, aun cuando en sus textos políticos fundamentales se consagre, al establecer las declaraciones de derechos, el derecho de a.
En relación con el reconocimiento o autorización por parte del Estado de las a., se pueden establecer, racionalmente, dos sistemas netamente diferenciados, según que se exijan ciertas formalidades y garantías previas a su constitución o que, sin exigirse ninguna, se sancionen las extralimitaciones y se amenace y castigue con la suspensión y la disolución, e incluso con la rigurosa aplicación de la ley penal a los miembros de las mismas, en el supuesto de atentar contra la moral,. el bien común o la paz social. En el primer supuesto, el sistema se denomina preventivo, y represivo en el segundo.
En la realidad, no se presentan ambos sistemas debidamente depurados, porque el primero exige la represión y el segundo suele ir unido a ciertas medidas preventivas. Por eso casi todas las legislaciones han seguido un criterio ecléctico, y según predomine uno u otro se adscriben al que prevalece. Lo que la justicia y la razón humana exigen, sobre cualquier otra consideración, es que se declare la libertad plena de a. para todos los fines lícitos y honestos de la vida: el religioso, el político, el benéfico, el científico, el cultural, el profesional, el deportivo, el recreativo, etc., al mismo tiempo que se prohíban aquellas a. de fin evidentemente ilícito. Si en el pasado histórico prevaleció el sistema preventivo, en nuestro tiempo está más generalizado el sistema represivo con mayores o menores cortapisas.
5. Su planteamiento ante la legislación española. La variada inmensidad de los fenómenos sociales, desde la satisfacción de las necesidades más apremiantes de la vida material hasta los más elevados ámbitos del orden espiritual y moral, obliga a parcelar el campo en que el hecho asociativo se produce en la sociedad humana para examinar aquellas formas de a. en que la sociedad se manifiesta como institución jurídica, y bajo las cuales se presentan de forma concreta las colectividades de finalidad especial como personas sociales en el Derecho positivo.
De dos formas se regula en el Derecho positivo el concepto sociedad (v.) en el sentido de asociación: como contrato (v.) y como personalidad jurídica (v.). Asimismo las considera bajo un doble punto de vista según que su finalidad sea o no lucrativa. Comúnmente nos referimos a las a. no lucrativas cuando empleamos el término a. Y éstas, que se configuran de forma muy variada, corresponden directamente, por razón de los fines que se proponen, a las necesidades y aspiraciones de toda índole, de la vida humana. Con arreglo a este criterio, pueden ser de carácter económico (exceptuando las de ganancia o lucro), de conservación física, de perfeccionamiento moral, etc. Según la naturaleza de las relaciones sociales, unas son de mera comunicación y trato personal (clubs, círculos, casinos), otras persiguen el mutuo auxilio para la recíproca prestación de determinados servicios, y la generalidad son de específica cooperación, para la común defensa o la realización de una tarea común. Considerando el estado, calidad, clase o profesión de los individuos que las forman, compréndese su gran variedad; sobre todas resaltan por su mayor importancia las a. profesionales (v. in), en cuanto se refieren al fin especial de vida que constituye la ocupación habitual y determina necesidades constantes de trato y unión entre los que a él se consagran.
Las primeras Constituciones españolas guardaron silencio sobre este derecho. La Constitución de 1869 le dedicó los arts. 17 y 19; la de 1876, el art. 13,3°; la de 1931, el art. 39. El art. 16 del Fuero de los Españoles de 1945 permitía el derecho de asociación «para fines lícitos y determinados y de acuerdo con lo establecido por las leyes»; este precepto se desarrolló por la Ley de Asociaciones de 24 dic. 1964, que modificó la normativa vigente hasta entonces, constituida por el Decreto de 25 en. 1941. Tal Decreto fue promulgado para suplir deficiencias y aclarar las dudas que suscitaba la Ley de Asociaciones de 30 jun. 1887, en un afán de prohibir no sólo los partidos políticos, sino también toda asociación sospechosa de oponerse al Movimiento Nacional. Estas directrices no se modificaron durante el llamado período franquista (193675), aunque «el transcurso del tiempo y las variaciones de la situación internacional habían hecho su obra» (J. M á Rodríguez Devesa, Derecho penal español, Parte especial, 10 ed. Madrid 1987, p. 722).
La Constitución de 1978 dedica íntegramente a este tema el art. 22, que tiene 5 apartados. En el primero dice: «se reconoce el derecho de asociación», lo que evidentemente implica su reverso: el derecho a no asociarse; porque el derecho de asociación se protege para multiplicar los esfuerzos individuales, no para anular al ciudadano bajo el peso de organizaciones a las que es ajena su voluntad, es decir, que le vienen impuestas. «El derecho de asociación es hoy uno de los derechos más característicos de nuestro tiempo; es uno de los derechos con los que hay que intentar construir el gran puente que entre todos hemos de tender sobre el abismo existente entre los individuos y el Estado» (O. Alzaga, La Constitución española de 1978, Madrid 1979, p. 230). Según los apartados dos a cinco del art. 22 de la Constitución: «Las asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito son ilegales» (art. 22,2); «las constituidas al amparo de este artículo deberán inscribirse en un registro a los solos efectos de publicidad» (art. 22,3); «sólo podrán ser disueltas o suspendidas en sus actividades en virtud de resolución judicial motivada» (art. 22,4); «se prohíben las asociaciones secretas y las de carácter paramilitar» (art. 22,5) (véanse u y iv). Derecho comparado. Es frecuente que las Constituciones reconozcan este derecho exclusivamente a los nacionales del país (así ocurre con la de Bélgica: «los belgas tendrán derecho a asociarse») o a los llamados ciudadanos; por otro lado, el tratamiento constitucional suele ser más breve que el español. Este es el caso de la citada Constitución belga en su artículo 20; Países Bajos, art. 9; Luxemburgo, art. 26; Suecia, arts. 1.5 y 2 del Capítulo II. Más amplio en su tratamiento constitucional es el dado por la Ley Fundamental de Bonn y las Constituciones italiana, danesa y portuguesa, por ejemplo.
6. Especial consideración del asociacionismo juvenil. Como quiera que la normativa vigente relativa á las instituciones que completan la capacidad de obrar de los menores no asegura la efectiva protección que el Estado debe a la infancia y a la juventud, se hace preciso que toda esa gama de instituciones que tradicionalmente se han venido regulando en el ámbito del Derecho privado, se completen ya por el público, para conseguir una mayor eficacia de los preceptos que hasta la fecha sólo tuvieron el valor de una enunciación teórica.
Se impone, a la altura de nuestro tiempo, una mayor y más efectiva vigilancia por parte de los poderes públicos, con objeto de que una nueva institución de carácter protector o tuitivo sea erigida con el fin de promover, excitar, proteger y auxiliar, en una verdadera acción de fomento respecto a la colectividad menor de edad, para que la tendencia natural que todo hombre tiene a asociarse con sus semejantes pueda realizarse en un recto sentido de la libertad, al amparo y con el reconocimiento del Derecho.
Poderosos e íntimos motivos consustanciales a la naturaleza del niño le llevan a aceptar la pertenencia a un grupo social y terminan reconociendo, por lo menos implícitamente, la necesidad de la relación con los demás. Tales motivaciones encuentran su primera manifestación en el anhelo de establecer relaciones normales con sus progenitores.
Cuando el muchacho se mueve en un mundo social más amplio que el de la íntima esfera familiar, estos deseos parecen intensificarse y encuentran un gran campo de acción. La infancia (v.) y la juventud (v. ADOLESCENCIA Y JUVENTUD) necesitan un anclaje emocional en sus relaciones con los adultos, al margen de su ambiente familiar. El profesor sirve, hasta cierto punto y en realidad, de sustituto de los padres, porque representa una autoridad legal para sus alumnos. El siguiente paso, dentro de las fases que su desarrollo social demanda, es el de aspirar a un estado legal. Y esto constituye un factor muy importante en las relaciones sociales de los muchachos con sus compañeros. Los especiales tipos de comportamiento, que nos resultan extraños desde nuestra perspectiva por no ser los corrientes, mediante los cuales se intenta ganar el aprecio de los compañeros, en los adolescentes constituye una parte de su desarrollo normal, ya que buscan afanosamente y aceptan toda clase de símbolos y formas que signifiquen parentesco con su grupo. Es típico a este respecto el hecho de compartir toda clase de secretos en sus pandillas juveniles, enteramente entre ellos, y que sea indiferente que esta ligazón íntima lo sea por tiempo indefinido o por las breves horas de un solo día.
El desarrollo de la personalidad (v.) social del hombre que se inicia en el hogar familiar, se amplía en el ámbito escolar para desbordarse después, en forma generalmente incontrolada, al margen de los ambientes familiar y escolar. La conducta de los hombres en el seno de toda comunidad está siempre regulada por el Derecho, que si en la mayoría de los casos se intuye como algo que yace en el subconsciente social, no por eso deja de constituir una especie de albor que se forma con la variada gama de reglas que la vida social, suavemente y casi sin que nos percatemos, va dictando.
Del mismo modo, se han venido produciendo en la sociedad juvenil una serie de reglas de conducta, que hoy se nos aparecen como la expresión genuina de las nuevas generaciones. Y este asociacionismo que espontáneamente se produce, aunque haya sido menospreciado, ignorado o desconocido por la familia, por la escuela, por la sociedad y aun por el mismo Estado, requiere por la minoría de edad de sus miembros y para tener verdadera trascendencia jurídica, un organismo supletorio de carácter tutelar que supla dentro de su seno y frente a terceros la incapacidad de obrar de sus componentes, y que mediante él, ese vigoroso individualismo (v.) que caracteriza a los jóvenes de hoy, que es a la vez un defecto y una virtud (una virtud como afirmación del derecho inalienable de libertad y personalidad humana; un defecto como suprema exaltación del individuo por encima de los demás, y que es la causa del actual enfrentamiento generacional que con carácter universal es problema de todos los pueblos), sea capaz sobre la base de reconocer la existencia de la conciencia individual de la libertad, de forjar, porque desgraciadamente no existe, la conciencia social de la misma.
Nos encontramos, pues, ante una nueva institución jurídica que aún no es evidente; cuando esto suceda y sea percibido con claridad por la conciencia social y se plasme en norma, tendremos el Derecho positivo que presentimos. Porque esta nueva institución que intuimos es una verdadera tutela social que tiene su razón de ser en las especiales condiciones y circunstancias que reúne la política de dirección y organización del mundo juvenil, que requiere, como es natural, la existencia de hombres con unas acusadas, fuertes y también especiales características humanas y, obvio es decirlo, pedagógicas.
La tutela social surge como consecuencia de los problemas que plantea la educación de las generaciones jóvenes, y tal como es concebida, es una institución de Derecho natural, por lo que su «positivización» en el campo del Derecho público no hará más que sancionar los mandatos de la naturaleza sociable que son inherentes al hombre.
Esta institución que propugnamos se ha de configurar inexorablemente sobre los principios, del Derecho natural, porque sobre tal base evitamos caer en el panteísmo estatal, con los peligros que ello entrañaría por ser propicio el Estado, bajo cualquier régimen político, a la promulgación de normas positivas que habitualmente obtienen como resultado la formación de un Derecho meramente «legal» y «circunstancial», cuando, por el contrario, siguiendo el procedimiento metodológico que dejamos indicado, se alumbra un Derecho surgido de lo más profundo de la conciencia social sobre la base de un orden social justo. Así la institución creada no sería la norma arbitraria que impone el Estado, sino la organización jurídica que aflora de la propia sociabilidad humana conforme a los principios de la moral social.
«Si para cumplir nuestro destino decía Mendizábal y Martín es necesaria la asociación, si es cierto que los elementos útiles no son sumandos sino factores, la justicia del derecho a asociarse es indiscutible». Hemos de resaltar que, siendo la adolescencia la edad en que más progresa el hombre, en cuanto a la aptitud de sus relaciones sociales se refiere, y, pese a la vivacidad de sus actos, la falta de reflexión madura y de experiencia que la caracteriza deben influir en la esfera del Derecho, y siendo de justicia reconocer a los jóvenes la capacidad de tener derecho a asociarse, como sucede de hecho sin ningún reconocimiento explícito, también es de justicia, que para hacer posible su ejercicio y que puedan contraer las obligaciones que se derivan de la referida a., se les dote del instrumento preciso que, al mismo tiempo, guíe y fomente el desarrollo social del menor en las esferas extrafamiliar y extraescolar con la flexibilidad adecuada para que varíe en proporción al discernimiento, libertad y posibilidades del sujeto.
Durante la minoría de edad, el ejercicio de los derechos corresponde a quien debe suplir la incapacidad de obrar del menor; pero como la esfera de acción del niño se va ensanchando en proporción a su progresivo desarrollo, así como en el Derecho privado se toma en consideración su voluntad aun en aquellos casos en que ha de intervenir un protector, aceptándose la opinión y deseo del titular en la medida que la oportunidad y la justicia lo aconsejan, del mismo modo puede ser autorizado a ejercer por sí, el menor, aquellos actos que sea capaz de comprender y de llevar a feliz término, acrecentándose así las facultades limitadísimas que tenía durante la infancia, en armonía con el desarrollo físico y mental que va adquiriendo.
La problemática de las jóvenes generaciones debe centrarse en su conjunción e interacción con una sociedad en crisis, resultante de los cambios acelerados que se han producido, para los cuales no ha sido preparada. Frente a los valores permanentes que estructuraron su marco referencial en la infancia, se encuentra ante la necesidad de reconstruir sus propios valores al irse desligando del ambiente familiar, descubriendo que son falsos o caducos los valores que se le inculcaron en la niñez. Ante una sociedad en la que todos los individuos ocupan un status, el adolescente carece del suyo, y oscila entre ser niño o ser adulto, en una libertad limitada que le exige afrontar responsabilidades superiores a las que por su edad y falta de madurez puede asumir.
La tutela social, como expresión institucionalizada del «dirigentismo» juvenil, tan en boga, se ofrece así al adolescente como institución de ayuda. Mediante ella, el adolescente podrá conseguir su ajuste personal a la realidad social que le circunda y así se evitará esa creciente ola de inadaptación y de criminalidad juvenil (v. DELINCUENCIA JUVENIL) que es causa de honda y universal preocupación.
7. La doctrina social cristiana. Al ser el hombre el principal elemento del orden o desorden en la sociedad, como conjunto inseparable de cuerpo y alma, a él debe referirse, como eje central del sistema, todo ese haz más o menos orgánico que se integra con elementos económicos, agrarios, industriales, monetarios, profesionales, en cuanto tiendan al bienestar y mejora de los hombres.
Existe una tendencia natural en el hombre que le hace asociarse para obtener bienes que exceden de sus solas posibilidades. Surgen, consecuentemente, a. con fines económicos, sociales, culturales, deportivos, etc. Pero además, el hombre está llamado a desarrollar y perfeccionar sus facultades naturales con el propósito de que le sea hacedero lograr el fin personal y trascendente a que está destinado. Para que pueda alcanzar este fin no es, en modo alguno, indiferente la forma en que se configuren la sociedad y sus instituciones. Por ello, es de la mayor importancia conocer las directrices que nos deben guiar para una ordenación adecuada a la sociedad, y de ahí que ya lo señalara Pío XII, en el cincuentenario de la Rerum novarum, el 1 jun. 1941, al afirmar que compete a la Iglesia, «allí donde el orden social se aproxima y llega a tocar el campo moral, juzgar si las bases de un orden social existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios Creador y Redentor ha promulgado por medio del Derecho natural y de la revelación; doble manifestación a que se refiere León XIII en su Encíclica. Y con razón, porque los dictámenes del Derecho natural y las verdades de la revelación nacen, por diversa vía, como dos arroyos de agua no contrarios, sino concordes, de la misma fuente divina y porque la Iglesia, guardiana del orden sobrenatural cristiano, al que convergen naturaleza y gracia, tiene que formar las conciencias, aun de aquellos que están llamados a buscar soluciones para los problemas y deberes impuestos por la vida social».
Juan XXIII indica en la enc. Mater et Magistra que «la inclinación que, naturalmente, arrastra a los hombres a constituir sociedad cuando tratan de conseguir bienes que están en el interés de todos, pero que exceden las posibilidades de cada uno por separado» es una tendencia apenas contenible. «Bajo el impulso de esta tendencia, sobre todo en los novísimos tiempos, han surgido por doquier agrupaciones, asociaciones.e instituciones con fines económicos y sociales, culturales y recreativos, deportivos, profesionales, políticos, tanto dentro de los límites de 'una determinada nación como de alcance universal».
Es clara la reiterada insistencia de los Pontífices sobre el derecho de a. desde que León XIII en la enc. Rerum novarum indubitadamente fijó que «aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y sean como otras tantas suyas, hablando en términos generales y de por sí, no está en poder del Estado impedir su existencia, ya que el constituir sociedades privadas es derecho concedido al hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido instituida para garantizar el derecho natural y no para conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de las sociedades, obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las sociedades privadas nacen del mismo principio: que los hombres son sociables por naturaleza. Pero concurren a veces circunstancias en que es justo que las leyes se opongan a asociaciones de este tipo; por ejemplo, si se pretendiera como finalidad algo que esté en clara oposición con la honradez, con la justicia, o abiertamente daña a la salud pública. En tales casos el poder del Estado prohíbe, con justa razón, que se formen, y con igual derecho las disuelve», en cuyo supuesto, añade, «habrá de proceder con toda cautela, no sea que viole los derechos de los ciudadanos o establezca, bajo la apariencia de utilidad pública, algo que la razón no apruebe, ya que las leyes han de ser obedecidas sólo en cuanto estén conformes con la recta razón y con la ley eterna de Dios».
En el orden de la actividad y organización profesional, la doctrina de la Iglesia se presenta bajo un doble aspecto: uno, declarativo de actitudes rectas ó equivocadas; otro, promotor de una organización profesional, que concibe y estima como la más recta y apropiada para la sociedad humana.
El sindicalismo (v.) entra a través de León XIII en la doctrina de la Iglesia, aunque no como práctica sino como doctrina. Pío XI y Pío XII ratifican esta postura. Y así, desde el 15 mayo 1891, fecha de la Rerum novarum, se proclamó la libertad del derecho de a. Mas como el régimen sindical es de lucha, aunque ésta se mantenga latente, y no de paz, la Iglesia, defensora a ultranza de la paz, busca un régimen de superación, admitiendo las actuales formas como una vía que nos conduzca a otro mejor que nos lleve a la liberación total.
El conc. Vaticano II ratifica la doctrina precedente en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, al establecer que «entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho a fundar libremente asociaciones obreras que representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho a participar libremente en las actividades de las asociaciones, sin riesgo de represalias», añadiendo: «la conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden políticojurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar la propia opinión y de profesar privada y públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública».
Paulo VI, en su enc. Populorum progressio, destaca que es admisible un pluralismo de las organizaciones profesionales y sindicales, siempre que se proteja la libertad y se provoque la emulación.
V. t.: DERECHOS DEL HOMBRE.
L. MENDIZÁBAL OSÉS.
BIBL.: Doctrina pontificia, III, Documentos Sociales, ed. preparada por F. RODRÍGUEZ, Madrid 1959; Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones (Documentos pontificios complementarios), pról. C. MORCiLLO GONZÁLEZ, 2 ed. Madrid 1966; J. TODOLf, Moral, economía y humanismo. Los derechos económicosociales en las declaraciones de los derechos del hombre y textos de las mismas, Madrid s. a.; L. RECASENS SICHES, Tratado general de Filosofía del Derecho, 2 ed. México 1961; ID, Tratado general de Sociología, 7 ed. México 1965; F. POY, Lecciones de Derecho natural, Santiago de Compostela 1967; 1. DELOs, La societé internationale et les príncipes du droit public, París 1929; L. MENDIZÁBAL OsÉs, La aparición de una nueva institución tutelar: La tutela social, «Bol. del Inst. Interamericano del Niño» 162, Montevideo 1967, 360372; D. ALONSO GARCÍA, Asociacionismo familiar en lo educativo, Madrid 1974.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
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