I.
Concepto
El
d.n. se entiende aquí como ley moral natural, a diferencia de las leyes físicas
de la naturaleza, que actúan en ésta necesariamente para el orden de la
criatura irracional. De la ley física y biológica de la naturaleza se ocupan
las ciencias naturales. Esta ley no plantea exigencias a la libertad del hombre
y no posee, por tanto, carácter moral. En cambio, la ley moral natural (d.n. en
sentido lato) abarca todo el dominio de la moralidad en general. Se entiende por
tal aquel orden que el creador ha señalado al hombre como tarea para el
despliegue de su ser humano, orden que él ha de comprender por su razón y
respetar como base de su obrar libre. Como d.n. en sentido estricto se entiende
-por lo menos dentro del catolicismo- aquella parte de la ley moral natural que
se refiere al orden jurídico entre hombre y hombre, o entre hombre y sociedad.
Él describe aquel ámbito del deber moral que se fija en normas jurídicas como
mínimo de la conducta moral y que, en cuanto derecho, puede también exigirse a
la fuerza. Sin embargo, fuera del catolicismo, el derecho no es considerado en
todas partes como parte del orden moral. De ahí que el concepto de d.n. se
emplee en gran parte de manera ambigua o en múltiples sentidos, aun cuando la
función de la idea de d.n. parezca estar clara. Se trata de describir la
dignidad de la --> persona, el derecho del hombre, y de hacerlo eficaz en su
relación con los otros hombres dentro de la sociedad. Ni en las declaraciones
eclesiásticas ni en las publicaciones teológicas se mantiene una distinción
rigurosa entre ley natural (d.n. en sentido lato) y d.n. en sentido estricto.
Por eso también aquí usaremos la noción de d.n. en sentido lato, como
concepto más amplio. La cuestión de la base del d.n., su cognoscibilidad y
contenido, su validez general y su mutabilidad, exige para una cumplida
respuesta, esbozar antes una idea del mundo, del hombre y de Dios.
II.
Base ontológica
La
doctrina acerca del d.n. se halla entre los contenidos firmes de la teología
moral católica. Como quiera que la revelación de la Sagrada Escritura no basta
por sí sola para fundar las normas éticas, es menester echar mano del ser o de
la naturaleza del hombre. El concepto clave de -> naturaleza abre el camino
de las prescripciones obligatorias para todos los hombres. El relato cristiano
de la creación ofrece el fundamento para ello; una concepción teísta del
mundo ve una estrecha referencia entre el Dios creador y todo lo creado. En el
fondo de todo lo creado hay un pensamiento de Dios, que el hombre ha de
respetar. En la verdad de las cosas creadas por Dios, en su naturaleza o esencia
encuentra el hombre primeramente la ley de su obrar moral. En este sentido tiene
validez el axioma filosófico: «Agere sequitur esse»; el deber se funda
en el ser. Esta proposición sólo enuncia por de pronto una estrecha conexión
entre el ser y el deber, entre ética y ontología; y también es válida en el
orden de la gracia, por cuanto todo don que Dios concede al hombre, se torna
tarea. El axioma: «Agere sequitur esse> indica que los postulados
morales no se le presentan al hombre en forma puramente forense, sino que se
derivan de su ser mismo, de su naturaleza esencial. Por eso, no hay que ver en
el d.n. una moral heterónoma, sino que él ha de ser entendido como aquella
estructura del orden moral que Dios ha señalado al hombre conforme lo requiere
la creación, imponiéndosela como fin para su propia realización. Con ello,
sin embargo, nada se dice sobre la validez general y la invariabilidad de las
normas naturales de conducta. Lo normativo para el comportamiento moral del
hombre no es ni la naturaleza del estado original ni la caída en el pecado; es
más bien aquel resto del hombre que, independientemente de todo modo de existir
histórico y de cualquier otro posible, permanece siempre el mismo y constituye
la base de todas las realizaciones históricas del hombre, o sea, su «naturaleza
metafísica>, es decir, aquello que en todo tiempo pertenece al ser humano en
general. Pero el caso es que una naturaleza así entendida representa una
abstracción; de hecho no ha existido nunca. Con parejo concepto de naturaleza y
por influencia de ideas estoicas se llegó, a despecho de la historicidad del
hombre, a una concepción estática y a una absoluta inmutabilidad del d.n.
III.
Cognoscibilidad
La
conciencia de la mayoría de los pueblos alude, ya antes de toda reflexión, a
un d.n. que existe antes de toda legislación humana y que, por lo menos con
ciertos rasgos, aparece como cognoscible para el hombre. Si se quiere hacer al
hombre responsable de su obrar, no puede negársele en principio la capacidad de
este conocimiento moral. Sin embargo, le está vedado una inteligencia adecuada
y, además, él sólo puede captar la verdad bajo una determinada perspectiva y
en medio de una concreta situación histórica. Jamás se aclarará con
certidumbre suprema hasta qué profundidad pueda llegar el conocimiento humano
de las estructuras del ser, del orden de la naturaleza propia del hombre.
La
Iglesia ha resaltado más de una vez - en el concilio Vaticano i y en la encíclica
Humani generis (1950)- cómo el hombre, aun estando herido por el pecado
original, puede conocer los principios fundamentales del d.n., aunque para ello
sea moralmente necesaria la ayuda de la revelación (Dz 2305s, 2320ss). En
cuanto el hombre es capaz de conocer, con independencia lógica de la palabra
divina revelada, las normas morales y jurídicas de conducta, la doctrina del
d.n. es una de aquellas bases sobre las que el cristiano puede entablar diálogo
acerca de cuestiones éticas con todos los hombres. La historia de la civilización
y la etnología atestiguan que todos los pueblos llegan a cierta ordenación
moral, aunque sus contenidos éticos no se identifiquen en modo alguno. El
fundamento ontológico y la cognoscibilidad del d.n. otorgan a éste una validez
universal y lo convierten en criterio de toda legislación. Tampoco la economía
cristiana de la salvación abolió el d.n., sino que lo completó y sublimó.
Además, una naturaleza pura, independiente de toda gracia de Dios, no ha
existido nunca.
IV.
Contenido
Por
medio de la razón buscará el hombre aquellos contenidos que sirven para su
propía realización, y rechazará aquellos que en principio se oponen a ella.
La razón no es autónoma en el conocimiento del d.n.; hay de todo punto datos o
hechos que el hombre debe necesariamente respetar. Ya sus inclinaciones
naturales le indican aproximadamente la dirección que debe seguir en su
conducta.
Aunque
el AT funda la moralidad principalmente sobre la palabra de Dios y la alianza de
éste con Israel, y aun cuando allí los diez mandamientos como ley de la
alianza sólo tienen su sentido dentro de la historia sagrada y no en el orden
del d.n.; sin embargo, la tradición valora la segunda tabla del decálogo como
d.n. Lo son particularmente aquellos límites que no pueden traspasarse sin
violación de la dignidad del hombre, p. ej., la prohibición de matar. De la
conducta efectiva de los gentiles deduce Pablo que ellos tienen, por naturaleza,
ingénita la conciencia de la norma o ley, a base de la cual saben lo que deben
hacer. En opinión del apóstol, los gentiles conocen un fondo de normas que, en
su núcleo, pudiera identificarse con una parte del decálogo.
Muchas
cosas que a lo largo del tiempo fueron vistas como orden natural inalienable, se
miran hoy como producto histórico, en ocasiones como forma específicamente
occidental de realizarse el hombre. Así, la sumisión de la mujer al marido,
tal como se pide en Ef 5, 24, ya no se considera hoy como estructura
fundamental, postulada por la naturaleza y aceptada por la Escritura, de la
relación entre marido y mujer, sino como una forma temporal del patriarcado
occidental. La personalidad del hombre, su vocación a configurar el mundo y su
sociabilidad son ciertamente postulados fundamentales, que se fundan en la
naturaleza del hombre y fueron siempre evidentes para éste. ¿Hasta qué punto,
sin embargo, tiene él capacidad de disponer sobre la realidad no espiritual y
sobre su propia «naturaleza», hasta dónde llegan sus facultades y en qué
medida éstas pueden dilatarse? Describir eso es tema de cada tiempo. A la
naturaleza del hombre pertenece también su condición social. Mas, del mismo
modo que la sociedad conoce una evolución y una historia, así también el
hombre. Por eso, el concreto obrar del hombre no se define o determina sólo
partiendo de una abstracta naturaleza metafísica, sino también, a la vez,
desde su naturaleza y situación actual, que son producto del desarrollo histórico.
Con ello cobra el d.n. una dimensión referida a la situación; así se hace
patente la necesaria relación de todo obrar humano a lo presente.
V.
Historicidad
Una
concepción estática de la naturaleza es ajena a la idea de la existencia tal
como aparece en el AT y el NT. La Escritura relata la intervención de Dios en
la historia del hombre, atestigua una historia sagrada. Todas sus instrucciones
morales poseen una referencia concreta al hombre y ostentan el carácter de una
ética de situación. Aun cuando existan normas inmutables, atemporalmente válidas,
sin embargo, no se puede alegar la sagrada Escritura como prueba de la
invariabilidad del d.n. De ahí que éste deba ser visto siempre en su
referencia al hombre concreto. Cierto que pueden también deducirse concretas
estructuras fundamentales de la existencia humana; pero un index de
normas fijas de d.n. debería constantemente ponerse «en tela de juicio» y
someterse a revisión. Para el pensamiento neotestamentario la historia es la
verdadera dimensión del hombre, es su estructura interna. El ser humano o la
naturaleza propia del hombre es una tarea que ha de aprehenderse y realizarse en
el curso del tiempo. Por eso no sólo hay una evolución (independiente de la
libertad humana), sino también una historia de la naturaleza humana, un -->
progreso. Se dilatan las posibilidades de realizar el ser humano, y con ello
crecen, a par, su responsabilidad y riesgo. Este desenvolvimiento no se realiza
sólo en línea recta, como un proceso automático. De acuerdo con el libre
albedrío del hombre, se dan aquí también de todo punto saltos, retrocesos y
retrasos. El hombre no sólo tiene historia, sino que es historia. El hombre
lleva a cabo su propia realización sometiendo precisamente la naturaleza y tomándola
a su servicio, configurándola y creando valores y fines. Esta tendencia a los
fines apunta hacia una evolución histórica dirigida de la conciencia moral;
lleva por de pronto, como sentido y fin, a una mayor viveza de conciencia, a una
reflexión; mas con ello, simultáneamente, a una mayor distancia y libertad
respecto de la vinculación a la naturaleza. En este despliegue de la -->
libertad y de la responsabilidad y moralidad que ella lleva anejas, el hombre
aspira a una más fuerte personalización y, a la vez, también a una más
profunda socialización; estado en el que no sería lícito violar la dignidad
del individuo, pero, por razón del bien común, el espacio de juego de la
libertad experimentaría algunas limitaciones.
El
hombre entiende hoy día su tarea de configurar el mundo en el sentido de que
puede también cambiar su propia «naturaleza». De hecho, las intervenciones en
los procesos naturales se requieren en gran parte para la existencia del hombre
y por eso no tienen en absoluto carácter inmoral. Pero es necesario que al
hacerlas no se viole la dignidad del hombre. La problemática actual resulta del
fenómeno de la historia y del cambio histórico, que conduce a una radical
historicidad de la realidad entera; de lo que resulta también una visión dinámica
del d.n. Sin embargo, la historicidad en el terreno de la ética no lleva a un
relativismo ilimitado. A pesar de todos los cambios y evoluciones, el hombre
permanece a la postre el sujeto básico que es capaz de historia y se hace histórico.
Sigue siendo tema francamente insoluble describir con más precisión el fondo
efectivamente inmutable del ser del hombre. Aun cuando algo se nos presenta empíricamente
como dotado de validez universal, como ingrediente de la naturaleza del hombre e
inmutable, con ello no se dice ya que pertenezca simplemente a ella. En todo
caso, el moralista tendrá que contentarse con este conocimiento necesitado
siempre de complemento. Su tarea es cabalmente seguir siempre preguntando y
esforzarse por dar fundamento profundo a sus normas.
La
naturaleza abstracta o metafísica puesta como base para el conocimiento del
hombre, necesita, por ello, un complemento mediante aquellos factores que
determinan al hombre en su naturaleza histórica. junto a una naturaleza llamada
inmutable, hay también una naturaleza dinámica y variable, hay numerosos
estratos mudables de la persona humana, cuya importancia de ningún modo es
meramente accidental. Esos estratos constituyen más bien configuraciones del
hombre y de su evolución; el proceso de hominización no está aún, ni mucho
menos, concluido. Por eso, al fundamentar las normas, el teólogo moralista
tendrá que atender también al cambio histórico de la sociedad humana y de la
humanidad como tal. Él no puede decir hoy qué tareas le incumbirán mañana en
virtud del desarrollo ulterior de las posibilidades que el hombre pone en acto
desde su ser. Consecuentemente, el fondo concreto del d.n. no contiene ya, en
forma exhaustiva, todos los postulados morales que atañen al hombre.
Sería
una ilusión pensar que el hombre ha comprendido ya, de manera exhaustiva, la
naturaleza, esencia y estructura de su comportamiento humano. La temporalidad,
la limitación y la perspectiva variante del conocimiento humano nos permite
hablar de una historia del conocimiento de la verdad. También el conocimiento
del d.n. es un proceso histórico. Por eso, dentro del d.n. pudiera hablarse de
cambios desde un triple punto de vista: por razón de un más profundo
conocimiento, por cambios de la situación y por variaciones en el hombre mismo.
E1 progreso en el conocimiento conduce a precisar o modificar las tesis morales
vigentes. Con la historicidad van también unidas la fragilidad y la perspectiva
relativa en el conocimiento humano de la verdad. También el conocimiento del
d.n. comparte el destino de lo provisorio. A par del desenvolvimiento epistemológico,
la mutación de las condiciones de vida trae consigo el cambio correspondiente
de las obligaciones morales del hombre. Exigencias condicionadas por el tiempo y
la civilización, a veces han sido consideradas con excesiva precipitación como
eternamente válidas. Se calificó de antinatural, de pecado contra la esencia
de la propiedad privada o del dinero, o contra la naturaleza de la mujer o
contra la esencia del matrimonio algo que, de hecho, sólo representaba una
obligación variable, condicionada por el tiempo. Por razón del cambio de las
condiciones de vida, se han modificado hoy día en gran parte las valoraciones
sobre la propiedad, el interés o la usura, la guerra justa, la justificación
de la pena de muerte, la sexualidad y el matrimonio.
Pero
el cambio de más graves consecuencias se realiza en el hombre mismo. A él están
confiados la realización y el constante desenvolvimiento de su propio ser. En
la evolución y el desarrollo de la creación entera, pero sobre todo en el
cultivo de nuestro mundo, activamente planeado y configurado por el hombre
mismo, se lleva también a cabo un cambio de la realidad humana. Del mismo modo
que el individuo como sujeto permanece siempre el mismo y, sin embargo, recibe
especiales tareas como niño, joven, adulto o viejo; así también, con la
madurez de toda la sociedad humana, pudiera darse un cambio de los deberes
fundados en el ser del hombre. Si la historia es una de las dimensiones del ser
humano, también la naturaleza del hombre ha de entenderse históricamente, y
debe hablarse de una naturaleza humana que cambia y es activamente mudable. Este
cambio tiene que estar siempre al servicio de una mayor realización del hombre
(-> historia e historicidad).
VI.
El derecho natural y la escatología
La
idea que el hombre tiene ahora de la historia y la manera como la aplica al d.n.
ya no permiten deducir de una esencia previa, de la llamada naturaleza, toda la
evolución posterior. Por eso, el concepto de naturaleza necesita hoy de cierta
orientación al fin del hombre. Para una inteligencia teísta del mundo, ahí va
ya desde luego implícita una orientación a un fin que trasciende a este mundo.
En cuanto para el cristiano la historia es también historia sagrada; en cuanto
en Cristo se inauguró ya el -> reino de Dios, aunque no en su forma
consumada; no puede llevarse simplemente a cabo una estricta separación entre
-> naturaleza y gracia, y tampoco puede arrancarse de la realidad histórica
el fin sobrenatural. En consecuencia es la naturaleza humana en toda su
complejidad, con inclusión de los fines que se le señalan, la que determina la
deducción de normas morales. Por eso, el axioma: «El deber se funda en el ser»,
incluye también la consideración del fin último del hombre, de cuya
trascendencia, sin embargo, el hombre sólo tiene un vago barrunto sin ayuda de
la revelación.
Muchas
obligaciones positivas de orden «natural», como las exigencias del amor, están
marcadas por el fin hacia el que el hombre está en camino; y de suyo ahí el
hombre siempre queda por debajo de lo exigido. Mas, por otra parte - y aquí
radica la referencia de la ética al presente -, el «estrato óntico» que se
hace inmediatamente accesible en cada momento actual, constituye el punto de
partida para saber cuáles son las obligaciones que se desprenden de nuestra
situación y, por tanto, cuáles son las que en principio deberían poderse
cumplir por parte del individuo. La tensión entre los mandamientos que pueden
cumplirse en el presente y los que urgen la conquista de un fin todavía
inasequible, es una permanente nota característica de la vida humana. Ahí se
ve claro que el hombre está de camino hacia un fin y, por una parte, es siempre
deudor de Dios -cosa que subraya particularmente la ética protestante -; mas,
por otra, no sin ayuda de la gracia de Dios, puede cumplir una parte de los
imperativos éticos.
VII.
Teología protestante y derecho natural
Los
teólogos protestantes entienden por naturaleza la postura fundamentalmente
recta ante Dios, no desfigurada aún por el pecado. En general rechazan con
denuedo la doctrina católica sobre el d.n. La profunda oposición entre
protestantes y católicos acerca del d.n., se funda principalmente en la
doctrina protestante sobre la corrupción del hombre por el pecado original y la
incapacidad de ahí resultante para conocer y valorar. Este escepticismo
epistemológico (y axiológico) se presenta bajo forma más o menos intensa en
los distintos teólogos protestantes, desde una radical negación de todo d.n. y
de su conocimiento en H. Thielicke hasta una postura positiva en P. Althaus, E.
Brunner y D. Wendland. Sin embargo, el concepto de d.n. queda en gran parte
sustituido por otras expresiones -órdenes, instituciones, etcétera-, con las
que, de manera vacilante, se concede un puesto a los valores permanentes del
pensamiento jurídico. Ni siquiera la tesis radical del total desorden
existencial del mundo, que es base de la concepción y teología de H. Thielicke,
se mantiene con todas sus consecuencias, pues también según él la razón
tiene capacidad de distinguir entre objetivo y no objetivo, entre verdadero y
falso. Por eso, la afirmación de que la teología protestante desconoce todo
d.n., no puede mantenerse bajo esta formulación genérica. La crítica al d.n.
católico se dirige frecuentemente contra ciertas posiciones unilaterales, que aún
existen o ya han sido abandonadas entretanto, contra falsas interpretaciones o
contra una postura rígidamente atemporal. La teología católica no debe pasar
por alto el interés justificado que late en esta crítica (-a ética, Iv).
VIII.
El derecho natural y el magisterio de la Iglesia
La
Iglesia se ha declarado siempre a favor del d.n. y ha afirmado directamente su
existencia, o sea, el hecho de que hay obligaciones morales que se deducen de la
naturaleza del hombre y que, por lo menos en sus estructuras fundamentales,
pueden ser conocidas por la razón humana. Ante las numerosas declaraciones auténticas
acerca de problemas del d.n., p. ej., en el terreno del control de la natalidad
(cf. las encíclicas Casti connubii y Humanae vitae), se pregunta con qué
título la Iglesia puede formular enunciados teológicamente obligatorios en el
terreno del d.n. Una apelación a la infalibilidad de las declaraciones eclesiásticas
en materias de fe y costumbres, desconoce que esa infalibilidad en sentido
estricto ha de referirse al depositum fidei. La Iglesia ha pretendido
siempre -últimamente en la encíclica Humanae vitae- pronunciar una
palabra obligatoria en cuestiones de moralidad natural. Sin embargo, contra ello
se ha objetado (J. David) que la Iglesia no puede hacer declaraciones
doctrinales, obligatorias e infalibles sobre contenidos de puro d.n., pues las
proposiciones relativas a este punto, más que bajo la potestad docente, caen
bajo la potestad pastoral. Sin embargo, la rigurosa separación que así se hace
entre el terreno del magisterio (mera doctrina sobre la verdad) y el oficio
pastoral (gobierno y educación), no es convincente. Habría además que
preguntar si se da en absoluto un orden moral «puramente natural», en que la
Iglesia no tuviera competencia alguna, siendo así que el hombre entero como tal
está inserto en el movimiento redentor. Exacto en estas tesis es ciertamente
que, en cuestiones no teológicas, la Iglesia está remitida al juicio de las
ciencias competentes, con las que habrá de discutir principalmente con
argumentos de razón, pues sobre ello no le fue concedida una revelación
propia. Consiguientemente, a causa de falsos presupuestos básicos,
condicionados por la época, las declaraciones doctrinales de la Iglesia pueden
contener conclusiones completamente erróneas. A este propósito, cabría aducir
ejemplos tomados de la historia de la moral matrimonial. En cuanto el hombre
entero está inserto en la economía de la salvación eterna, la Iglesia
justamente se siente llamada a pronunciar una palabra obligatoria también en
estas cuestiones que atañen al d.n., una palabra que no sólo quiere ser mera
instrucción pastoral, sino también una declaración doctrinal. Sin embargo, la
Iglesia tendrá que revisar la validez del concepto de naturaleza por ella
empleado, para ajustarlo a los nuevos conocimientos antropológicos. En el
pasado, el orden natural fue identificado en gran parte con el orden divino de
la creación; al hombre tocaba conocer su puesto en este orden universal y
aceptar y realizar por libre elección aquellos fines de la naturaleza que el
resto de la creación cumple instintivamente. Sin impugnar la validez de este
principio fundamental, el hombre actual toma, sin embargo, una postura mucho más
libre frente al orden natural. El hombre moderno se siente autorizado, en la
configuración del mundo, no sólo a aceptar pasivamente los fines de la creación,
sino también a imponer a ésta fines y sentidos elaborados por él. Una
configuración y manipulación rectamente entendida entra de todo punto en sus
facultades. Por eso, dentro de ciertos límites, el hombre puede también
intervenir en el curso de la naturaleza. Y, verdaderamente, parece que este
hecho todavía no ha sido tomado suficientemente en consideración por las
declaraciones doctrinales de la Iglesia.
Actualmente,
en la teología católica la idea del d.n. queda complementada e incluso
suplantada en medida creciente por una argumentación teológica de índole
social. Y a este respecto se pregunta por los contenidos sociales y éticos del
evangelio y por su dinámica en orden a cambiar la sociedad.
Johannes
Gründel
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