La tendencia, habitual en el pasado, a poner nombre a aquellos personajes que los evangelistas presentan de modo rigurosamente anónimo, no ha eludido hacerla con los magos. La vaga información dada por Mateo de que "algunos magos llegaron de Oriente a Jerusalén" no pareció suficiente, hasta el punto que se quiso precisar su número, sus nombres e incluso su censo.
Para el número se parte de un mínimo de dos (como se encuentra en una pintura de la catacumba de los santos Pedro y Marcelino), que se convierte en cuatro en el siglo tercero (catacumba de Santa Domitila), hasta llegar a un máximo de doce en algunas listas de la Edad Media.
Finalmente se establece el número por los regalos que llevan al niño ("oro, incienso y mirra") y queda fijado en tres.
Muy pronto se pasó de la hipótesis a la certeza de que los Magos fueron reyes, según lo escrito en el Salmo 72,10: "Que los reyes de Sabá y Arabia le ofrezcan sus dones".
Más complicado resulta determinar sus nombres. Entraron en competencia una lista oriental y otra etíope. De las dos predominó la propuesta occidental, y los Magos, definitivamente tres y reyes, pasaron a llamarse Gaspar;
Melchor y Baltasar. En clima de paridad se estableció que uno fuese blanco, otro amarillo y el tercero negro.
Tanto folclore ha hecho pasar a segundo término la gran importancia de estos personajes, definidos por Crisóstomo los primeros padres de la Iglesia (Comentario a Mateo, 7,4), transformados en simples figurillas del pesebre.
En la antigüedad el término magos indicaba aquellos que se dedicaban a las artes ocultas, desde los adivinos a los astrónomos-sacerdotes.
En el Antiguo Testamento griego (versión de los Setenta) se los cita una sola vez, en el libro de Daniel, unidos a los astrólogos y a los encantadores como intérpretes de sueños (Dn 2,20; 2,2).
Charlatanes y embusteros por lo general, los magos no gozaban de buena fama, hasta el punto de que esta palabra terminó por significar engañador, corruptor.
Para la cultura y la religión judías los magos son personajes doblemente impuros, por ser paganos y por dedicarse a una actividad condenada por la Biblia (Lv 19,26) y severamente prohibida a los judíos: "El que aprende algo de un mago merece la muerte» (Shab. V, 75a).
También en el Nuevo Testamento el término mago tiene siempre connotaciones negativas (Hch 8,9-24); en la catequesis primitiva se prohíbe a los cristianos la práctica de la magia, situada entre la prohibición de robar y la de abortar (Did. 2,2).
Sin embargo, para Mateo, los magos, aquellos que la religión declara excluidos de la salvación, son los primeros en darse cuenta de la presencia de Dios en la humanidad y en informar de ello a los judíos que, en lugar de alegrarse, se alarman: "Herodes s sobresaltó, y con él Jerusalén entera»
(Mt 2,3). Herodes convoca a los sumos sacerdotes y escribas para informarse sobre el lugar donde debía nacer el Mesias: este título revela que a quien teme Herodes, y con él toda Jerusalén, es al Mesías, el liberador de Israel.
El terror que le sobrecoge es el mismo que, según la tradición, se apoderó del Faraón y de todos los egipcios al enterarse del nacimiento de Moisés referido a ellos por los magos (Ant. 2,205): la llegada del liberador sumergió en el pánico a los dominadores que decidieron la matanza de
todos los niños hebreos (Ex 1,16-22).
Ahora el anuncio del nacimiento del nuevo rey alarma a Herodes (que en cuanto idumeo no tenía derecho a ser rey de los judíos y temía por la estabilidad de su trono), y con él se amedrenta "toda Jerusalén».
Isaías había profetizado para Jerusalén un futuro esplendoroso: "Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre tí" (Is 60,1), pero en el evangelio de Mateo, Jerusalén, desde el primer momento al último, aparece envuelta en tinieblas.
La estrella, signo divino percibido solamente por estos paganos impuros, no brilla sobre Jerusalén: la luz del Señor no se aparece a aquellos que en su nombre excluyen, sino a los excluidos; en esta ciudad, tan santa como asesina, no será posible tener la experiencia de Jesús resucitado.
Sólo después de que los magos abandonen Jerusalén, comparada en el libro del Apocalipsis con Egipto, tierra de esclavitud (Ap 11,8), vuelve a brillar la estrella para indicar hacia donde deben dirigirse: "Al ver la estrella les dio muchísima alegría" (Mt 2,10). El evangelista subraya el contraste entre el susto de Herodes (y de todo Jerusalén) y la alegría de los magos.
Cuando se manifiesta Dios, el rey y los habitantes de la Ciudad Santa temen por lo que perderán: el trono y el templo; los magos se alegran por aquello que han venido a ofrecer como regalo: "oro, incienso y mirra».
"Al entrar en casa, vieron al niño» (Mt 2,11).
No en un palacio real, sino en una habitación común está la presencia del verdadero rey; no en el templo, sino en una casa reside el "Díos con nosotros» (Mt 1,23).
Los magos, advertidos por Dios de no volver a Herodes en Jerusalén, se vuelven a su tierra "por otro camino", expresión muy rara en el Antiguo Testamento que se utiliza para indicar el abandono del santuario de Bet-el,
la Casa de Dios (1Re 13,9-10) donde se adoraba el becerro de oro (1Re 12,26.33), convertida, por esto, en símbolo del lugar idolátrico por excelencia: Bet-Aven, Casa funesta (Os 4,15).
Jerusalén para el evangelista no es la ciudad santa don se acoge a Dios sino la casa del pecado donde Jesús sera asesinado:lo que no logró Herodes lo conseguirán los sumos sacerdotes (Mt 26,65-66).
Para el número se parte de un mínimo de dos (como se encuentra en una pintura de la catacumba de los santos Pedro y Marcelino), que se convierte en cuatro en el siglo tercero (catacumba de Santa Domitila), hasta llegar a un máximo de doce en algunas listas de la Edad Media.
Finalmente se establece el número por los regalos que llevan al niño ("oro, incienso y mirra") y queda fijado en tres.
Muy pronto se pasó de la hipótesis a la certeza de que los Magos fueron reyes, según lo escrito en el Salmo 72,10: "Que los reyes de Sabá y Arabia le ofrezcan sus dones".
Más complicado resulta determinar sus nombres. Entraron en competencia una lista oriental y otra etíope. De las dos predominó la propuesta occidental, y los Magos, definitivamente tres y reyes, pasaron a llamarse Gaspar;
Melchor y Baltasar. En clima de paridad se estableció que uno fuese blanco, otro amarillo y el tercero negro.
Tanto folclore ha hecho pasar a segundo término la gran importancia de estos personajes, definidos por Crisóstomo los primeros padres de la Iglesia (Comentario a Mateo, 7,4), transformados en simples figurillas del pesebre.
En la antigüedad el término magos indicaba aquellos que se dedicaban a las artes ocultas, desde los adivinos a los astrónomos-sacerdotes.
En el Antiguo Testamento griego (versión de los Setenta) se los cita una sola vez, en el libro de Daniel, unidos a los astrólogos y a los encantadores como intérpretes de sueños (Dn 2,20; 2,2).
Charlatanes y embusteros por lo general, los magos no gozaban de buena fama, hasta el punto de que esta palabra terminó por significar engañador, corruptor.
Para la cultura y la religión judías los magos son personajes doblemente impuros, por ser paganos y por dedicarse a una actividad condenada por la Biblia (Lv 19,26) y severamente prohibida a los judíos: "El que aprende algo de un mago merece la muerte» (Shab. V, 75a).
También en el Nuevo Testamento el término mago tiene siempre connotaciones negativas (Hch 8,9-24); en la catequesis primitiva se prohíbe a los cristianos la práctica de la magia, situada entre la prohibición de robar y la de abortar (Did. 2,2).
Sin embargo, para Mateo, los magos, aquellos que la religión declara excluidos de la salvación, son los primeros en darse cuenta de la presencia de Dios en la humanidad y en informar de ello a los judíos que, en lugar de alegrarse, se alarman: "Herodes s sobresaltó, y con él Jerusalén entera»
(Mt 2,3). Herodes convoca a los sumos sacerdotes y escribas para informarse sobre el lugar donde debía nacer el Mesias: este título revela que a quien teme Herodes, y con él toda Jerusalén, es al Mesías, el liberador de Israel.
El terror que le sobrecoge es el mismo que, según la tradición, se apoderó del Faraón y de todos los egipcios al enterarse del nacimiento de Moisés referido a ellos por los magos (Ant. 2,205): la llegada del liberador sumergió en el pánico a los dominadores que decidieron la matanza de
todos los niños hebreos (Ex 1,16-22).
Ahora el anuncio del nacimiento del nuevo rey alarma a Herodes (que en cuanto idumeo no tenía derecho a ser rey de los judíos y temía por la estabilidad de su trono), y con él se amedrenta "toda Jerusalén».
Isaías había profetizado para Jerusalén un futuro esplendoroso: "Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre tí" (Is 60,1), pero en el evangelio de Mateo, Jerusalén, desde el primer momento al último, aparece envuelta en tinieblas.
La estrella, signo divino percibido solamente por estos paganos impuros, no brilla sobre Jerusalén: la luz del Señor no se aparece a aquellos que en su nombre excluyen, sino a los excluidos; en esta ciudad, tan santa como asesina, no será posible tener la experiencia de Jesús resucitado.
Sólo después de que los magos abandonen Jerusalén, comparada en el libro del Apocalipsis con Egipto, tierra de esclavitud (Ap 11,8), vuelve a brillar la estrella para indicar hacia donde deben dirigirse: "Al ver la estrella les dio muchísima alegría" (Mt 2,10). El evangelista subraya el contraste entre el susto de Herodes (y de todo Jerusalén) y la alegría de los magos.
Cuando se manifiesta Dios, el rey y los habitantes de la Ciudad Santa temen por lo que perderán: el trono y el templo; los magos se alegran por aquello que han venido a ofrecer como regalo: "oro, incienso y mirra».
"Al entrar en casa, vieron al niño» (Mt 2,11).
No en un palacio real, sino en una habitación común está la presencia del verdadero rey; no en el templo, sino en una casa reside el "Díos con nosotros» (Mt 1,23).
Los magos, advertidos por Dios de no volver a Herodes en Jerusalén, se vuelven a su tierra "por otro camino", expresión muy rara en el Antiguo Testamento que se utiliza para indicar el abandono del santuario de Bet-el,
la Casa de Dios (1Re 13,9-10) donde se adoraba el becerro de oro (1Re 12,26.33), convertida, por esto, en símbolo del lugar idolátrico por excelencia: Bet-Aven, Casa funesta (Os 4,15).
Jerusalén para el evangelista no es la ciudad santa don se acoge a Dios sino la casa del pecado donde Jesús sera asesinado:lo que no logró Herodes lo conseguirán los sumos sacerdotes (Mt 26,65-66).
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