- Escrito por José Ramón Arrieta Ochoa de Chinchetru
El canon 1095 del Código de Derecho Canónico de 1983 habla de la
incapacidad psíquica para prestar el consentimiento matrimonial. Este es
el canon 1095:
Canon 1095: Son incapaces de contraer matrimonio:
1º quienes carecen de suficiente uso de razón;
2º quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de
los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han
de dar y aceptar;
3º quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica.
La incapacidad de consentir: canon 1095
Al hablar de la incapacidad para asumir los valores propios del
matrimonio, el Papa Juan Pablo II en su Alocución de 1987 al Tribunal
Apostólico de la Rota Romana decía: “Para el canonista debe quedar claro
el principio de que sólo la incapacidad, y no ya la dificultad para
prestar el consentimiento y para realizar una verdadera comunidad de
vida y de amor, hace nulo el matrimonio. El fracaso de la unión
conyugal, por otra parte, no es en sí mismo jamás una prueba para
demostrar la incapacidad de los contrayentes, que pueden haber
descuidado, o usado mal, los medios naturales y sobrenaturales a su
disposición, o que pueden no haber aceptado las limitaciones inevitables
y el peso de la vida conyugal, sea por un bloqueo de naturaleza
inconsciente, sea por leves patologías que no afectan a la sustancial
libertad humana, sea en fin por deficiencias de orden moral. La
hipótesis sobre una verdadera incapacidad sólo puede presentarse en
presencia de una seria anomalía que, se defina como se quiera definir,
debe afectar sustancialmente a la capacidad del entendimiento y / o de
la voluntad del contrayente” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 5
de febrero de 1987, n. 7).
Por lo tanto podemos decir que sólo la incapacidad, y no la simple
dificultad ni el mero fracaso de la unión conyugal, hace nulo el
matrimonio por el canon 1095, 3º, lo cual está siendo constantemente
reiterado por la jurisprudencia rotal. Ahora bien, lo que no es tan
fácil es delimitar entre la incapacidad y la dificultad, ni se puede
establecer nítidamente en abundantes ocasiones, como lo refiere una
sentencia: ”Sin ninguna duda razonable, el matrimonio que hay que juzgar
debe decirse que, evidentemente, ha sido difícil e incluso
dificilísimo; pero tal dificultad, ¿supone la incapacidad del demandado
para cumplir las obligaciones esenciales del matrimonio? Establecer la
diferencia entre la incapacidad y la máxima dificultad es un problema no
pequeño. Porque la incapacidad de la que se trata es incapacidad moral,
no física que se compruebe empíricamente, y mucho menos a priori
necesaria. Digo incapacidad moral, esto es en el sentido de que también
la certeza sobre la misma deberá ser moral” (sentencia c. Serrano, 4 de
junio de 1993, en Monitor eclesiasticus 119, 1994, pp 207-8, n.12).
Podemos decir que tanto la doctrina canónica como la jurisprudencia,
han ido señalando una serie de características que debe poseer la
incapacitas para que ésta sea calificada como tal, no como mera
dificultad, y así invalide el matrimonio.
a. Incapacidad
Por ello, en primer lugar debe tratarse de una verdadera incapacidad o
imposibilidad moral, es decir, se debe distinguir muy cuidadosamente si
los derechos-obligaciones matrimoniales realmente pudieron ser
entregados y aceptados o no. Y en cuanto a la imposibilidad de asumir,
cabría recordar que la mera dificultad no tiene jurídicamente ninguna
fuerza, sino que sólo la verdadera imposibilidad moral conlleva la
nulidad del vínculo. Hay que recalcar que las causas de nulidad se basan
en verdaderas incapacidades y no en meras dificultades, que
jurídicamente no tienen ni pueden tener relevancia alguna; se trataría
realmente de la imposibilidad moral de cumplir las cargas asumidas en el
matrimonio. Es, por lo tanto, la imposibilidad de disponer del objeto
del consentimiento por parte del contrayente la que en este supuesto
sería la causa de la nulidad, aunque sea idóneo y goce del suficiente
uso de razón y de la discreción de juicio.
Sin embargo, aun establecida la abstracta pero real distinción entre la
mera dificultad y la verdadera imposibilidad, es tarea ardua determinar
el límite entre ambas. El criterio empleado comúnmente al estudiar este
asunto radica en comparar la condición del sujeto con el peso de las
obligaciones esenciales del matrimonio, a la vez que se examinan las
causas por las que surge la incapacidad, esto es, en el caso del número
3º, a las condiciones psíquicas exigidas positivamente por el
legislador.
La verdadera incapacidad o imposibilidad moral se deduce, en la
práctica, a partir de una serie de características que debe tener la
incapacidad de entre las que cabría destacar dos: la gravedad de la
anomalía, que afectase a su capacidad de contraer, y la antecedencia, es
decir la preexistencia de dicha causa de nulidad al momento de entrega
del consentimiento matrimonial.
b. Gravedad
La unanimidad de la jurisprudencia resalta que las incapacidades a las
que hace referencia el c. 1095, para ser tales, deben caracterizarse, en
primer lugar, por la gravedad en la causa originante de la incapacidad.
Así, en una sentencia se indica: ”La incapacidad de asumir las cargas
conyugales tiene importancia jurídica en la perturbación originada por
causa de naturaleza psíquica, que esté caracterizada por la nota de la
gravedad. Por consiguiente, no bastan la mala voluntad, los leves vicios
de carácter o los trastornos de personalidad que hacen la relación
interpersonal más difícil o menos perfecta, sino que se requiere que la
causa de naturaleza psíquica haga la relación interpersonal moralmente
imposible o intolerable” (sentencia c. Bruno, 19 de julio de 1991, en
Monitor eclesiasticus 117, 1992, p.170, n. 6).
Hay que tener en cuenta que al referirnos a la gravedad de la
incapacidad, en todos los estudios se señalan que el número 3 del canon
1095 no exige, a diferencia del número 2 del mismo canon, la nota de la
gravedad; lo cual, según Burke, tiene una razón: ”Sobre la ‘gravedad’
ninguna mención se hace en el número tres por una razón evidente: porque
sería completamente superfluo hacerlo. Pues sería inútil querer
distinguir entre capacidad ‘grave’ y ‘menos grave’..., ya que la
incapacidad no admite grados: o existe o no existe... La dificultad
puede ser leve, moderada o grave. Sin emPor lo tanto en lo que toca al
número 3º de este canon, la nota de gravedad de la causa de incapacidad,
se referiría a algo que contiene en sí mismo grados, y así puede
entenderse ésta, al examinar una cierta dificultad, pues aquí puede
tenerse más o menos... Pero se viciaría el significado jurídico de
asumir en la incapacidad si a ésta se la atribuyera o se pensara
atribuir la gravedad o no. Para Pompedda, Decano del Tribunal de la Rota
Romana, “la introducción subrepticia de la nota de la ‘gravedad’ en lo
que se refiere a la incapacidad de asumir fácilmente se entiende por una
doble razón: porque alguna vez se ha hecho una confusión entre el
defecto de la discreción y la incapacidad de asumir, y porque aquella
nota se ha traído a la noción de la incapacidad desde el análisis de su
causa” (sentencia c. Pompedda, 1 de junio de 1992, en ARRT 84, 1995,
pp.324-25, n. 7).bargo, la incapacidad, en cuanto que supera a la
dificultad en su relación, porque propiamente coloca la cosa o la acción
a prestar fuera del área de las prestaciones que son difíciles (y,
ciertamente, gravemente difíciles) para colocarlas en el área de las que
son imposibles. El Sumo Pontífice, en la Alocución a la Rota Romana del
año 1987, subrayó la importancia de este principio para las sentencias
canónicas sobre la validez del consentimiento matrimonial” (sentencia c.
Burke, 14 de julio de 1994, en Monitor eclesiasticus 120, 1995, p. 529,
n. 8).
c. Antecedencia
Nos referimos en este punto a que la incapacidad, para ser causa de
nulidad matrimonial, debe existir antecedentemente a la celebración del
matrimonio: la causa psíquica originante de la incapacidad debía existir
previamente al consentimiento matrimonial para que así pueda ejercer su
influencia invalidante sobre éste. Esto no requiere que se debiera
manifestar con anterioridad, pues podía existir aunque en forma latente.
Por eso, aunque la incapacidad en concreto se haya probado después de
las nupcias, debe proceder de una causa que ya existía en el mismo
momento de esta.
Actualmente se insiste en que es suficiente con que la incapacidad sea
actual, es decir que exista en el momento de prestar el consentimiento
matrimonial. Así Stankiewicz, afirma que la incapacidad “debe existir en
el contrayente en el tiempo de la celebración de las nupcias para que
pueda hacer ineficaz el consentimiento matrimonial por defecto de su
objeto” (sentencia c. Stankiewicz, 14 de noviembre de 1985, p.489, n.
8).
Pompedda lo explica también diciendo: "El matrimonio se hace en y desde
el momento en que se manifiesta legítimamente el válido consentimiento
entre los contrayentes (c.1057 § 1); a partir de aquí se constituye el
matrimonio (c.1057 § 2), o sea nace entre los cónyuges un vínculo
perpetuo y exclusivo por su naturaleza que conlleva obligaciones de este
estado peculiar (c.1134 y ss.). Por consiguiente, las obligaciones del
matrimonio e igualmente los derechos entre los cónyuges surgen a partir
del momento del consentimiento puesto, y no existen antes en el orden
jurídico sino que desde entonces producen los derechos de ambas partes y
las mutuas obligaciones deben llevarse a cabo. Ciertamente que en las
personas humanas es difícil, no imposible, definir qué sucede en un
instante del tiempo: pero así como los vicios del consentimiento se
diagnostican a partir de los hechos o de las palabras realizados o
proferidos por los contrayentes antes del matrimonio celebrado,
igualmente los defectos del mismo consentimiento pueden estimarse a
partir de circunstancias objetivas probadas antes o después de las
nupcias. Por otra parte, se debe tener como cierto que la incapacidad
superviniente o subsiguiente no hace nulo el matrimonio válido. Por
tanto, es lícito hablar de la antecedencia de la incapacidad en cuanto
ésta, en lo que atañe al valor del matrimonio, es necesario que exista
en el momento en que se celebra el matrimonio y, por tanto, que no
sobrevenga sólo después” (sentencia c. Pompedda, 19 de octubre de 1990,
en ARRT 82, 1994, p. 688, n. 8).
En cuanto al estudio de la antecedencia en la incapacidad consensual,
podemos resumirlo en tres reglas: 1.- Sólo es relevante medir la
existencia o defecto de capacidad consensual en el momento cronológico
de prestar el consentimiento. 2.- La capacidad consensual no se requiere
para continuar siendo válidamente cónyuge y, por lo tanto, cualquier
trastorno psíquico o enfermedad mental sobrevenida después de la unión
conyugal válida, no tiene efecto destructor de la validez del
matrimonio. 3.- Resulta irrelevante para la validez que la causa
estudiada esté generada por la desafortunada dinámica de la convivencia
conyugal, incluso cuando esta infeliz convivencia es la causa que
provoca el padecimiento de trastornos psíquicos a uno o ambos cónyuges.
Un problema que se suele plantear en este contexto es el de la
denominada incapacidad latente: es decir, aquella incapacidad que, aun
existiendo con anterioridad a la celebración del matrimonio, se
manifiesta con posterioridad al mismo. En este caso se aplican las
normas generales del ordenamiento canónico, señalando la incidencia que
tiene en la celebración del matrimonio (puesto que la invalida cuando es
verdadera incapacidad que influye en la prestación del consentimiento
matrimonial) aunque se resalta la dificultad de su prueba. Esta
incapacidad latente ha de ser al menos latente “in actu primo”, es decir
que en el momento del matrimonio deben estar, al menos, aquellos
elementos patológicos que necesariamente hagan explotar la incapacidad
del sujeto. Así sucede, por ejemplo, si el defecto que permanece en el
‘inconsciente’ del contrayente, explota a causa de la consumación del
matrimonio o del embarazo, pues es evidente que tener relaciones
sexuales y procrear es algo connatural al matrimonio. Esto no puede
decirse, por ejemplo, sobre la incapacidad para tener un tolerable
consorcio conyugal, surgida por la presencia de alguna persona extraña a
la familia en sentido estricto. Sin embargo se deja ver la gran
dificultad para probar la incapacidad en este tipo de causas por la
imposibilidad de solventar si se trata de una enfermedad surgida después
del matrimonio, o de una estructura ya perturbada de la personalidad
con anterioridad al consentimiento matrimonial.
d. Perpetua o temporal
No se da una unanimidad dentro de la jurisprudencia y de la doctrina
canónica sobre la cuestión de si la incapacidad deba ser insanable o
perpetua, en sentido canónico, o si esto es indiferente y basta con que
la incapacidad exista en el momento de la prestación del consentimiento
matrimonial. Sí se está de acuerdo mayoritariamente en que la causa
originante de la incapacidad deba ser grave, pero no sobre si esta
gravedad tenga que ser tal que suponga su insanabilidad por medios
lícitos u ordinarios, o que tenga difícil curación médica, o bien que
esta gravedad exista sólo en el momento de prestar el consentimiento
matrimonial, no importando el hecho de su sanabilidad en el futuro.
A todo esto conviene recordar que la incapacidad no es un impedimento,
sino un defecto de consentimiento: para su relevancia canónica no se
exige la perpetuidad o insanabilidad, sino su existencia, gravedad e
influjo en el consentimiento matrimonial, dado que este es el factor
constitutivo del matrimonio.
Para la consideración de si la incapacidad psíquica ha de ser perpetua o
insanable, se ha de tener presente que el matrimonio se realiza por la
manifestación del consentimiento entre personas hábiles en el momento
del contrato, y que si a una o a ambas partes, por un defecto psíquico,
les faltó en ese día gravemente la habilidad o la integración inter o
intrapersonal, el consentimiento se debe considerar inválido, y de
ninguna manera puede sanarse por una salud que, quizá, puede recuperarse
subsiguientemente o que ya está recuperada.
e. Absoluta o relativa
Es esta una de las cuestiones más discutidas a propósito de todo lo que
se refiere a la incapacidad de asumir establecida en el c. 1095, 3º.
La incapacidad absoluta surge si el contrayente no puede asumir las
obligaciones esenciales del matrimonio, ni en el matrimonio concreto que
celebró ni en cualquier otro que pueda celebrar en el futuro. Sería
relativa o relacional cuando el contrayente es incapaz no para cualquier
matrimonio, sino para el matrimonio con personas determinadas, de modo
que no se excluye que pueda contraer válidamente el matrimonio con otras
personas.
Para algunos auditores rotales es indiferente que sea absoluta o
relativa, siempre que se tenga por incapacidad psíquica relativa aquello
que pudiera consistir en que se admitiría la nulidad de la alianza
conyugal entre dos personas sin que por ello se excluya la posible
validez de otro matrimonio en el que uno con otra parte o en otras
circunstancias se una en matrimonio.
Para una gran mayoría de autores, sin embargo, esa incapacidad ha de
ser absoluta, y en estos términos se señalan las dificultades existentes
en este tipo de causas, puesto que fácilmente se pueden confundir
“tanto el carácter general de la norma canónica con la relatividad de
sus elementos en la aplicación al caso concreto, como la incapacidad con
la mera dificultad... Realmente, todas las causas de naturaleza
psíquica mantienen un cierto carácter relativo, no absoluto; pero, sin
embargo, no es lícito atribuir a la misma norma canónica el principio
psicológico de relatividad” (sentencia c. Stankiewicz, 28 de mayo de
1991, en ARRT 83, 1994, pp 348-49, nn 12-13).
Todo esto se refiere a aquellos supuestos de hecho en los que, con
antecedencia al acto de contraer, uno o ambos novios presentan
características de personalidad, inseguridades, fragilidades,
prevenciones o prejuicios profundos de origen educativo, ambiental o
psíquico que, sin constituir trastornos psíquicos o enfermedades
mentales, no obstante son limitaciones y defectos. Si tales debilidades,
limitaciones o defectos guardan importante relación con las materias
propias de los deberes conyugales, puede ocurrir que los defectos de la
personalidad de ambos acaben agravando aquellas limitaciones,
inseguridades o debilidades; y en ese caso, es posible que tal
agravamiento, en el momento en que ocurre la celebración del matrimonio,
haya alcanzado el extremo de causar una imposibilidad de asumir las
obligaciones esenciales del matrimonio: naturalmente con este
contrayente y no con otro. En tales casos, estamos ante una causa
psíquica que explica la imposibilidad de asumir en el acto de contraer,
lógicamente con este singular contrayente, pues es con éste con quien
una limitación leve o moderada se ha agravado hasta el extremo de
incapacitar consensualmente y es con éste con el que se celebre el
matrimonio. Es de total importancia, también en estos casos, la
antecedencia de la causa psíquica y la antecedencia de su efecto
jurídico final, es decir el provocar la imposibilidad de asumir.
Incapacidad psíquica y nulidad matrimonial
La fórmula “ob causas naturae psychicae” del, c. 1095, 3º, se adoptó
después de desechar otras como “grave anomalía psicosexual”, “grave
anomalía psíquica”, etc. Por lo que también la jurisprudencia y la
doctrina se ha preocupado de delimitar el alcance de esta expresión que,
de por sí, parece bastante vaga.
Las opiniones son diversas. Según una de ellas, “se debe señalar, sin
embargo, que la misma anomalía psíquica no es “ex se” la causa de la
nulidad del matrimonio, sino que, por contra, es el origen de la
incapacidad de asumir o de la incapacidad consensual. Para verificar,
por tanto, en el caso la concreta capacidad del contrayente debe
atenderse no sólo a la gravedad de la anomalía psíquica -que es una
noción médica y en el canon 1095, 3º, al contrario del 2º, no se
prescribe-, cuanto a la real imposibilidad, por la citada anomalía, por
parte del contrayente de asumir las obligaciones esenciales del
matrimonio, que, por contra, es una noción jurídica cuyo juicio no
compete a los peritos sino al juez (sentencia c. Palestro, 6 de junio de
1990, en ARRT 76, 1989, pp. 367-79). Es decir la incapacidad consensual
del canon 1095, 3º, sería para este auditor una incapacidad jurídica no
psiquiátrica.
Para otros autores, esta postura anterior parece que separa
excesivamente la incapacidad consensual y su origen. Se ha de tener en
cuenta que si bien no es tanto la gravedad de la anomalía psíquica,
cuanto la imposibilidad de asumir del contrayente, la cual debe ser
absoluta, la que da origen a la nulidad matrimonial; difícilmente se
puede aceptar lo anterior dentro de una interpretación judicial de la
incapacidad psíquica, ya que sin la prueba de la gravedad de la
psicopatología, no se puede demostrar la misma existencia de la
verdadera incapacidad jurídica.
Al calificar que la imposibilidad de asumir ha de ser originada por
causas de índole psíquica, “significa que las causas que pueden provocar
ese defecto en la capacidad no se reducen solamente a las de índole
psícopatológica y a las enfermedades mentales, aunque es imprescindible
que sean de naturaleza psíquica. Este defecto de capacidad puede
comprender ciertas situaciones del psiquismo, de la personalidad y de su
desarrollo que, sin merecer un diagnóstico psiquiátrico, no obstante
afectan al grado de autoposesión psicológica de la propia libertad en el
gobierno de uno mismo y de aquellos comportamientos propios esenciales
para la recta ordenación de una unión conyugal hacia sus fines, y
lesionan la capacidad de superar las dificultades ordinarias y comunes
de la vida matrimonial, generando reacciones desequilibradas y anormales
que impiden la misma dinámica conyugal, en su dimensión mínima
esencial” (Pedro Juan Viladrich, Comentario al c.1095, en “Comentario
Exegético al Código de Derecho Canónico”, T. III, p. 1231).
Por otra parte se ha de tener en cuenta que la incapacidad de la que
trata el presente canon se debe basar en verdaderas causas de naturaleza
psíquica, y no confundirlas con leves vicios ni meras dificultades o
defectos de carácter. Pero si este principio está claro, no lo es tanto
su delimitación práctica y concreta: es decir, qué se entiende realmente
por “causas de naturaleza psíquica” que originan la incapacidad del
canon 1095, 3º.
Así, como criterio negativo, se presupone que los contrayentes son
capaces para consentir en el matrimonio, si no padecen ningún defecto o
anomalía o causa de naturaleza psíquica. Como criterios positivos, están
las causas de naturaleza psíquica -por trastornos de personalidad, por
una anómala inclinación psíquica como la cleptomanía, la homosexualidad,
la celotipia, el alcoholismo grave, por el consumo continuo o duradero
de las drogas, etc.- así como también del grave defecto de la
afectividad o de la carencia de la madurez afectiva que se impone, de
modo permanente, a la significativa relación interpersonal conyugal.
Todo ello ocasionando una perturbación o trastorno del carácter, de tal
gravedad que la comunión de vida, o la comunidad de toda la vida y de
amor, o la vida conyugal, o la cohabitación marital, se vuelvan no sólo
de difícil cumplimiento sino, más bien, totalmente imposible.
Tomamos aquí un elenco de estas “causas de naturaleza psíquica" que
están siendo alegadas por la jurisprudencia de la Rota Romana reciente.
Abarcan una amplia gama de anomalías psíquicas. Así, por ejemplo, “en el
área de las relaciones sexuales aparece la homosexualidad masculina o
femenina; la hiperestesia sexual o deseo sexual inmoderado tanto en el
hombre (satiriasis) como en la mujer (ninfomanía); el travestismo y el
transexualismo; la grave inhibición sexual de la mujer debida a
diferentes causas: el incesto; la violencia sexual; etc. También se
encuentran alegadas en algunas causas la toxicomanía, el alcoholismo, la
epilepsia... Aparece en abundantes causas la inmadurez, entendida ésta
en un amplio sentido (inmadurez afectiva, inmadurez psíquica, inmadurez
psico-afectiva, etc.) y debida a múltiples causas. Las neurosis,
psicosis, psicopatías, etc., en sus diferentes versiones (por ejemplo,
psicosis maníaco-depresivas, personalidad paranoica, esquizofrenia,
esquizofrenia paranoide, anorexia mental, etc.) también son señaladas en
las causas rotales. Finalmente, los trastornos de personalidad, en su
variada gama de manifestaciones son alegados como causa de nulidad
matrimonial cada vez más frecuentemente: el trastorno de personalidad
histriónico o histérico, de personalidad narcisista, de personalidad
esquizoide, de personalidad psicopática, de personalidad dependiente, de
personalidad antisocial, etc.” (Federico R. Aznar Gil, Incapacidad de
asumir (c.1095, 3º) y jurisprudencia de la Rota Romana, en REDC, 53, núm
140, enero-junio 1996, p.62).
Doctrinas antropológicas del tema
Ya se ha remarcado en otros estudios la afirmación de que el Código de
Derecho Canónico de 1983, al tratar del matrimonio, refleja el
personalismo del Concilio Vaticano II. No faltan voces sin embargo, que
matizan lo antes dicho. Así, Mons. Burke considera que, si bien esta
influencia es patente al referirnos a los cánones 1055 o al 1057,
conviene matizar mucho antes de afirmar que la mayor importancia
prestada hoy al consentimiento matrimonial es otra expresión de este
personalismo. De hecho hay pocas doctrinas más constantes, en el derecho
matrimonial, al menos durante los últimos siglos, que la posición
primordial atribuida al consentimiento personal. A la vez que se dice
cómo en las últimas décadas se deja notar una tendencia a aumentar los
requisitos para el consentimiento, con lo que naturalmente se han
ensanchado también los motivos de la incapacidad consensual.
Se puede interpretar esta tendencia en términos personalistas, en el
sentido de que una conciencia de la propia personalidad y una libertad
psíquica para disponer de sí -mayores de las que se solía tener en el
pasado- son lógicamente necesarias si uno ha de estar capacitado para la
mutua autodonación del hombre y de la mujer en el “consortium totius
vitae”, en el que la Iglesia pone la esencia del matrimonio.
Podemos afirmar que la aplicación abusiva del c. 1095 -donde ocurre-
corresponde no a un auténtico personalismo cristiano, sino más bien al
individualismo secular y al culto psicológico del “yo”, tan presentes en
los valores no-cristianos contemporáneos. No conviene olvidar, en este
contexto, que una de las características más destacadas del
individualismo es una actitud de sospecha, o de clara hostilidad, hacia
cualquier vínculo duradero. La idea de una elección permanente e
irrevocable es ajena al individualismo, que la ve como una amenaza a la
autonomía del individuo. El cristianismo, por contraste, ve en la
elección definitiva de un valor genuino, una de las principales
expresiones de la dignidad y de la libertad de la persona, además de una
condición esencial para su maduración en la vida.
Es verdad que detrás de la interpretación que no pocos jueces y
abogados eclesiásticos hacen de este canon, se aprecia no tanto un
renovado aprecio de la persona humana, cuanto un mayor escepticismo
respecto de su capacidad de hacer una elección libre y responsable de
algo tan natural como el matrimonio, acompañado de un pesimismo acerca
de su capacidad para atenerse a su compromiso.
En el discurso del Papa Juan Pablo II a la Rota Romana de 5 de febrero
de 1987 se dan las líneas de la antropología con que se debe estudiar
este canon.
Así al tratar de las posturas enfrentadas entre los peritos y los
jueces afirma: ”Ese peligro no es solamente hipotético, si consideramos
que la visión antropológica, a partir de la cual se mueven muchas
corrientes en el campo de la ciencia psicológica en el mundo moderna, es
decididamente, en su conjunto, irreconciliable con los elementos
esenciales de la antropología cristiana, porque se cierra a los valores y
significados que trascienden al dato inmanente y que permite al hombre
orientarse hacia el amor de Dios y del prójimo como a su última
vocación.
Esta cerrazón es irreconciliable con la visión cristiana que considera
al hombre un ser ‘creado a imagen de Dios, capaz de conocer y amar a su
propia Creador’ (Gaudium et spes, 12) y al mismo tiempo dividido en sí
mismo (cfr. ibidem, n. 10). En cambio, esas corrientes psicológicas
parten de la idea pesimista según la cual el hombre no podría concebir
otras aspiraciones que aquellas impuestas por sus impulsos, o por
condicionamientos sociales; o al contrario, de la idea exageradamente
optimista según la cual el hombre tendrá en sí y podría alcanzar por sí
mismo su propia realización.” (n.4)
”La visión del matrimonio según algunas corrientes psicológicas reduce
el significado de la unión conyugal a simple medio de gratificación o de
autorrealización o de descarga psicológica” (n. 5).
“Esa visión de la persona y del instituto matrimonio es inconciliable
con el concepto cristiano del matrimonio como ‘íntima comunidad de vida y
de amor conyugal’, en la que los ‘cónyuges’ se dan ‘mutuamente y se
reciben’ (Ibidem, n. 48, cfr. canon 1055 § 1).
En la concepción cristiana, el hombre está llamado a adherirse a Dios
como fin último en el que encuentra su propia realización aunque esté
obstaculizado, al llevar a la práctica esta vocación suya, por la
resistencia de su propia concupiscencia (cfr. Concilio de Trento, DS
1515). Los desequilibrios que sufre el mundo contemporáneo ‘se
relacionan con ese más profundo desequilibrio que está radicado en el
corazón del hombre’ (Gaudium et spes, n.10). En el terreno del
matrimonio esto comporta que la realización del significado de la unión
conyugal, mediante la donación recíproca de los esposos, llega a ser
posible solo a través de un continuo esfuerzo, que incluye también la
renuncia y el sacrificio. El amor entre los cónyuges debe modelarse
sobre el amor mismo de Cristo que ha ‘amado y se ha dado a sí mismo por
nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de olor agradable’ (Ef. 5,
2; 5, 25).
Las investigaciones acerca de la complejidad y de los condicionamientos
de la vida psíquica no deben hacer perder de vista esa completa e
integral concepción del hombre, llamado por Dios y salvado de su
debilidad mediante el Espíritu de Cristo (Gaudium et spes, nn. 10 y 13);
y esto con mayor razón aún cuando se desea delinear una genuina visión
del matrimonio, querido por Dios como institución fundamental para la
sociedad y elevado por Cristo a ser medio de la gracia y de la
santificación.
Por tanto, también los resultados periciales, influenciados por esas
visiones, constituyen una ocasión real de engaño para el juez que no se
percate del equívoco antropológico inicial. Con esas investigaciones se
acaba de confundir una madurez psíquica que sería el punto de llegada
del desarrollo humano, con una madurez canónica, que es en cambio el
punto mínimo de arranque para la validez del matrimonio” (Juan Pablo II,
Discurso a la Rota Romana, 5 de febrero de 1987, n. 4, n. 5, n. 6).
El juez experto debe realizar profundamente la investigación
Es interesante resaltar en este punto las valoraciones que sobre la
tarea del juez en el proceso de nulidad matrimonial hacía el Papa Juan
Pablo II en la Alocución citada de 5 de febrero de 1987: “El juez, por
tanto, no puede y no debe pretender del perito un juicio acerca de la
nulidad del matrimonio, y mucho menos debe sentirse obligado por el
juicio que en ese sentido hubiera eventualmente expresado el perito. La
valoración acerca de la nulidad del matrimonio corresponde únicamente al
juez. La función del perito es únicamente la de presentar los elementos
que afectan a su específica competencia, y por tanto la naturaleza y el
grado de la realidad psicológica o psiquiátrica, en función de la cual
ha sido defendida la nulidad del matrimonio. Efectivamente, el Código en
los cánones 1578-1579 exige expresamente del juez que valore
críticamente las pericias. Es importante que en esta valoración no se
deje engañar ni por juicios superficiales ni por expresiones
aparentemente neutrales, pero que en realidad contienen premisas
antropológicas inaceptables.”(n.8)
“La ardua misión del juez -entender con seriedad en causas difíciles,
como las que se refieren a la incapacidad psíquica para el matrimonio,
teniendo siempre presente la naturaleza humana, la vocación del hombre
y, en conexión con ello, la justa concepción del matrimonio-, es
ciertamente un ministerio de verdad y de caridad en la Iglesia y para la
Iglesia. Es ministerio de verdad, en la medida en que viene salvada la
genuidad del concepto cristiano del matrimonio, también en culturas o
bajo el influjo de modas que tienden a oscurecerlo. Es un ministerio de
caridad hacia la comunidad eclesial, a la que se preserva del escándalo
de ver en la práctica destruido el valor del matrimonio cristiano al
multiplicarse exageradamente y casi de manera automática las
declaraciones de nulidad, en caso de fracaso matrimonial, bajo el
pretexto de una cierta inmadurez o debilidad psíquica de los cónyuges
contrayentes.
Y de servicio de caridad también hacia las partes, a las que, por amor a
la verdad, se debe negar la declaración de nulidad, en cuanto que así
al menos se les ayuda a no engañarse en torno a las verdaderas causas
del fracaso de su matrimonio y son preservadas del peligro probable de
volverse a encontrar en las mismas dificultades en una nueva unión,
buscada como remedio al primer fracaso, sin haber antes intentado todos
los medios para superar los obstáculos encontrados en su matrimonio
válido. Y es, en último término, ministerio de caridad hacia las demás
instituciones y organismos pastorales de la Iglesia en cuanto que,
negándose el Tribunal eclesiástico a transformarse en una fácil vía para
la solución de los matrimonios fracasados y de las situaciones
irregulares entre esposos, impide de hecho un debilitarse la formación
de los jóvenes para el matrimonio, condición importante para acercarse
al sacramento, y promueve un aumento del esfuerzo para usar de los
medios pastorales postmatrimoniales (Familiaris consortio, 69-72), y
para la pastoral específica de los casos difíciles. (ibidem, nn. 77-85)”
(Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 5 de febrero de 1987, n. 8 y
n. 9).
A la luz de estas palabras, resulta clara la relación entre verdad y
justicia. El ministerio del juez consiste en descubrir la verdad de este
matrimonio concreto, de acuerdo con la verdad de la institución
matrimonial: sólo entonces su decisión será justa. Parte fundamental de
la verdad sobre el matrimonio consiste en entender el carácter objetivo
de la relación entre los cónyuges. Así pues, a partir del consentimiento
legítimamente manifestado, lo que une a los cónyuges es algo objetivo,
de lo cual ellos mismos no pueden disponer.
La verdad sobre el matrimonio conecta directamente con la verdad del
servicio que el juez eclesiástico presta a la Iglesia. Por lo tanto,
detrás de ciertas voces que piden del juez una actuación pastoral, está
la idea de que sólo la sentencia afirmativa reúne las características
propias de algo pastoral, mientras que una respuesta negativa sería como
lo contrario. Y como afirma Burke: “donde aparecen los intereses de las
personas, allí está presente la justicia, que es un tema de importancia
pastoral no menos que jurídica. (...) Si una sentencia judicial es
justa, si respeta y declara los derechos, entonces es pastoral” (C.
Burke, Indissolubilità del matrimonio e difesa della persona, en Studi
Cattolici, n. 325, p. 186)
Resumiendo la tarea del juez en estos procesos, ha de definir la
naturaleza psíquica de la causa en cada singular contrayente, lo que
significa probar su naturaleza, sus efectos concretos sobre este
contrayente y su antecedencia a las nupcias. Es esencial constatar el
nexo de causalidadescenario biográfico de los sujetos y su naturaleza
secuencial cronológica, lo que lleva a analizar los órdenes de actividad
personal, conyugal, familiar, social y profesional afectados por la
supuesta causa psíquica, viendo si en los hechos de los expuestos se
evidencia la incidencia de la causa psíquica sobre la capacidad y el
grado de afectación de ésta. En este último punto entran las pruebas
periciales y analizarlos contextualmente dentro de la prueba confesoria,
documental y testifical, especialmente de las personas habitualmente
próximas a la intimidad del sujeto a lo largo de las distintas etapas de
su biografía. Es más, si no se presenta prueba pericial, se tienen que
estudiar las argumentaciones sobre su ausencia. proporcionada entre esta
causa de naturaleza psíquica y el defecto de capacidad consensual que
se invoca como causa de nulidad; lo que supone precisar de qué aspecto
jurídico de la voluntariedad se dice ha sido privado el contrayente,
determinando el concreto contenido del signo nupcial afectado, o el
derecho y deber, en singular o plural, sobre el que no tendría capacidad
de dar y aceptar o de asumir. Se ha de tener en cuenta el
También en el momento de la instrucción del proceso, el juez ha de
tener en cuenta que ésta consiste en recoger los testimonios, opiniones y
hechos que puedan ser relevantes para el caso a través de preguntas y
de respuestas adecuadas, mirando de no caer en el peligro tanto de la
excesiva cantidad de testigos, como aconseja el c. 1553, como de no
frenar la excesiva locuacidad de algunos de ellos, o las simples
divagaciones con generalidades que no vienen al caso. Se ha de recordar
que el juez tiene un papel directivo que debe desempeñar en los
interrogatorios. Todo de tal manera que las cuestiones se centren en lo
que pueda aportar algo de interés respecto a los capítulos
específicamente tratados, y las respuestas se enmarquen en lo que tenga
relación con la causa.
Noción de normalidad en los contrayentes
Podemos, a la vista de los cánones 1104, 1055 y 1057, dar una noción de
capacidad consensual normal. Sería aquel grado de posesión de sí y de
los propios actos proporcionado para dotar al acto de contraer
matrimonio de aquella libre voluntariedad racional que requiere la
donación y aceptación recíprocas de sí, en cuanto varón o mujer,
dirigida a constituir un consorcio de toda la vida ordenado al bien
conyugal y a la procreación y educación de los hijos. Así pues, el canon
1095 añade a todo esto el uso de razón, la discreción de juicio y el
poder asumir, en cuanto deberes jurídicos, los actos y conductas
conyugales que exigirá en el futuro la dinámica vital por la que el
consorcio tiende hacia sus fines objetivos a lo largo de toda la
existencia del matrimonio. Estas tres notas del canon 1095 componen la
específica voluntariedad del consentimiento, en cuanto matrimonial, y
definen el contenido de la capacidad consensual de un contrayente
normal. Quien los posee es capaz y el consentimiento que los contiene es
válido.
El Santo Padre en la Alocución a la Rota Romana de 25 de enero de 1988
ofrece la mente con la que se debe atender a este epígrafe: ”Es conocida
la dificultad que en el campo de las ciencias psicológicas y
psiquiátricas encuentran los mismos expertos para definir, de modo
satisfactorio para todos el concepto de normalidad. En cada caso,
cualquiera que sea la definición que den las ciencias psicólogas y
psiquiátricas, ésta siempre debe ser verificada a la luz de los
conceptos de la antropología cristiana, que se mantienen en la ciencia
canónica.
En las corrientes psicólogas y psiquiátricas que predominan hoy, los
intentos de encontrar una definición aceptable de normalidad hacen
referencia sólo a la dimensión terrena y natural de la persona, es
decir, a la que es perceptible por las mismas ciencias humanas como
tales, sin tomar en consideración el concepto integral de la persona, en
su dimensión eterna y en su vocación a los valores trascendentes de
naturaleza religiosa y moral. Con esa visión reducida de la persona
humana y de su vocación, fácilmente se termina por identificar la
normalidad, en relación al matrimonio, con la capacidad de recibir y de
ofrecer la posibilidad de una realización plena en la relación con el
cónyuge.
Ciertamente, también esta concepción de la normalidad basada en los
valores naturales tiene relevancia respecto a la capacidad de tender a
los valores trascendentes, en el sentido de que en las formas más graves
de psicopatología está comprometida también la capacidad del sujeto
para tender a los valores en general.”(n. 4).
“La antropología cristiana, enriquecida con la aportación de los
descubrimientos que se han hecho también recientemente en el campo
psicólogo y psiquiátrico, considera a la persona humana en todas sus
dimensiones: la terrena y la eterna, la natural y la trascendente. De
acuerdo con esa visión integral, el hombre históricamente existente
aparece herido interiormente por el pecado, y al mismo tiempo redimido
gratuitamente por el sacrificio de Cristo.
El hombre, pues, lleva dentro de sí el germen de la vida eterna y la
vocación a hacer suyos los valores trascendentes; pero continúo
vulnerable interiormente y expuesto dramáticamente al riesgo de fallar
su vocación, a causa de resistencias y dificultades que encuentra en su
camino existencial, tanto a nivel consciente, donde la responsabilidad
moral es tenida en cuenta, como a nivel subconsciente, y esto tanto en
la vida psíquica ordinaria como en la que está marcada por leves o
moderadas psicopatologías, que no influyen substancialmente en la
libertad que la persona tiene de tender a los ideales transcendentes,
elegidos de forma responsable.
De este modo el hombre esta dividido -como dice San Pablo- entre
Espíritu y carne ‘pues la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu
contra la carne’ (Gal 5, 17), y al mismo tiempo está llamado a vencer a
la carne y a ‘caminar según el Espíritu’ (cfr. Gal 5, 16,25). Más aún,
está llamado a crucificar su carne ‘con sus pasiones y sus deseos’ (Gal
5, 24), es decir, a dar un significado redentor a esta lucha inevitable y
al sufrimiento que lleva consigo, y, por lo tanto, a los mencionados
límites de su libertad efectiva (cfr. Rom 8, 17-18). En esta lucha ‘el
Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad’ (Rom 8, 26).
Por lo tanto, mientras para el psicólogo o psiquiatra cada forma de
psicopatología puede parecer contraria a la normalidad, para el
canonista, que se inspira en la mencionada visión integral de la
persona, el concepto de normalidad, es decir, de la normal condición
humana en este mundo, comprende también moderadas formas de dificultad
psicológica, con la consiguiente llamada a caminar según el Espíritu,
incluso en las tribulaciones y a costa de renuncias y sacrificios. En
ausencia de una semejante visión integral del ser humano, a nivel
teórico, la normalidad se convierte fácilmente en un mito, y, a nivel
práctico, se acaba por negar a la mayoría de las personas la posibilidad
de prestar un consentimiento válido” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota
Romana, 25 de enero de 1988, n. 4, n. 5).
Se puede añadir que el matrimonio válido no es el que contiene, como
elemento esencial, la garantía de compenetración psicológica y
comunicación feliz entre los cónyuges. Bienestar conyugal y validez
matrimonial, como hemos visto, no son lo mismo. La vivencia subjetiva y
permanente de felicidad no es, como se sabe, un fin objetivo del
matrimonio válido, aun siendo generalmente una de las principales
motivaciones subjetivas de los matrimonios.
Conviene añadir también que el matrimonio válido, en sí mismo, es un
bien y por tanto no puede ser el causante de ningún trastorno psíquico
para un sujeto dotado de un psiquismo normal. En este sentido, en el
examen de los casos singulares se deberá ahorrar aquel simplismo de
atribuir a la institución matrimonial la condición de factor
psicopatógeno. La experiencia objetiva pone de relieve que son los
desórdenes personales de uno o ambos cónyuges, con la interacción que
los agrava, los causantes de la infelicidad y malestar de la
convivencia, la cual, precisamente por no responder a las expectativas
del buen matrimonio, es la que causa las frustraciones y tensiones que
pueden producir trastornos y padecimientos psicopatológicos en uno o
ambos esposos.
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