Hay dos personajes que, para bien o para mal, han influido ampliamente en la historia del cristianismo.
Uno se había enamorado de la buena noticia traída por Jesús hasta identificarse con ella.
El otro apenas ha sido tratado de refilón.
Uno llegó a santo, el otro a papa. El papa fue refractario al evangelio.
Hoy el santo es más actual que nuca y el papa es ignorado.
De hecho, mientras el humilde Juan, hijo de la señora Pica y Bernardone e Asís, conocido con el nombre e Francisco, está presente con su estilo de vida y con sus enseñanzas, ninguno se acuerda del belicoso Lotario, hijo de los condes de Segni, llegado a papa con el nombre de Inocencio III.
Los dos vivieron en la misma época y fueron hijos de la mentalidad y de la cultura de aquel tiempo.
Ambos leyeron el mismo evangelio y eligieron seguir a Jesús.
Pero los modos de manifestar este seguimiento son extremadamente diferentes.
Si todavía hoy se ora y se canta con las palabras de Francisco ("Alabado seas mi Señor..."), los escritos de Lotario, por suerte, se han olvidado.
Lotario escribió cuando todavía era cardenal El desprecio del mundo, libro que durante casi seis siglos fue un bestseller y formó, o mejor deformó, la espiritualidad cristiana. Francisco escribió sólo unas pocas, pero incisivas líneas todavía válidas.
Lotario, confundiendo su tétrico pesimismo con santas inspiraciones, escribió:
"El hombre es concebido de la sangre putrefacta por el ardor de la lujuria, y se puede decir que ya están junto a su cadáver los gusanos funestos. De vivo engendró lombrices y piojos, de muerto engendrará gusanos y moscas; de vivo ha creado estiércol y vómito, de muerto producirá pudredumbre y hedor; de vivo ha cebado a un solo hombre, de muerto cebará gusanos sin número... Felices aquellos que mueren antes de nacer y que antes de conocer la vida han probado la muerte... mientras vivimos morimos continuamente y dejaremos de ser muertos cuando acabemos de vivir, porque la vida mortal no es otra cosa que una muerte viviente.." (De cont. mundi. 3,4).
Según Lotario, cuando Jesús resucita a Lázaro llora "no porque Lázaro había muerto, sino más bien porque lo llamaba de la muerte a la miseria de la vida" (1,25).
Si para Lotario todo es horrible y fuente de llantos, para Francisco todo es bello y fuente de bendición: "Alabado seas mi Señor con todas tus criaturas... Tu eres santo, Señor Dios único, que haces cosas estupendas... Tú eres belleza..." (Cántico de las Criaturas y Alabanzas de Dios Altísimo).
Frente a los problemas de la época ambos respondieron con soluciones diferentes.
El Papa Inocencio III es el papa más poderoso del medievo, aquél que llevará hasta el culmen la concepción de la realeza papal, y el estado de la Iglesia a su máxima extensión.
Es él quien sueña que la Iglesia está a punto de derrumbarse, pero ésta será salvada por el hermano Francisco: "Ve, repara mi casa que, como ves, está toda en ruinas".
El papa pensó salvar la Iglesia anunciando la cuarta cruzada contra los sarracenos y convocó incluso un concilio (Lateranense IV) para definir aproximadamente unos setenta modos de hacer la "guerra santa" o bien cómo matar a los infieles del modo más eficaz (y nunca se mata con tanto gusto como cuando se asesina en nombre de Dios).
Francisco fue desarmado al sultán y se hizo su amigo.
Inocencio, hombre belicoso y violento, dio comienzo a la primera forma de Inquisición (la episcopal) y quemó en la hoguera a cuantos en la Iglesia no estaban de acuerdo con él. Tétrico en vida, su fin fue macabro.
Murió cuando estaba a punto de subir en su caballo con la espada en la mano para combatir a los enemigos y su cadáver, abandonado de todos y en avanzado estado de descomposición, fue despojado y robado por los ladrones en la catedral de Perugia.
Francisco, al acercarse la muerte, se hizo desvestir y poner desnudo en tierra y murió cantando un himno de alabanza, rodeado del amor de sus hermanos.
Un único Señor, un solo evangelio, dos respuestas diferentes, un solo santo.
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