La larga narración de la muerte de Juan Bautista, la única en la que
Jesús no es protagonista, sirve a los evangelistas para preparar a los
lectores a la muerte del Mesías.
Conforme se van delineando los perfiles de los personajes aparece clara la analogía con los protagonistas de la pasión de Jesús.
Herodes y Pilatos se comportan del mismo modo: ambos saben que el hombre, cuya muerte se pide, es inocente, y quisieran librarlo.
Pero no pueden, porque no son libres.
Creen deber juzgar a un prisionero, pero son ellos mismos los prisioneros del propio poder.
Herodes no puede salvar a Juan, porque ha dado su palabra delante de todos los comensales y, ya se sabe, un poderoso no puede decir nunca "me he equivocado", porque pone en juego su prestigio; entre la propia infalible palabra y la vida de un inocente es ésta última la que debe sacrificarse, aunque ello pueda producir pasajeras lágrimas de cocodrilo ("el rey se puso triste").
Pilatos es el gobernador que, a pesar de haber pasado a la historia por la teatral exhibición conla que había mostrado las manos limpias ("se lavó las manos cara a la gente" Mt 27,24), las tenía bien sucias de sangre, como recuerda el evangelio de Lucas cuando refiere el episodio de "aquellos galileos, cuya sangre había mezclado Pilatos con la de las víctimas que ofrecían" (Lc 13,1).
Éste, aunque convencido de la inocencia de Jesús, lo deja morir cediendo a la extorsión de las autoridades religiosas: "¡Si sueltas a ése, no eres amigo del César! (Jn 19,12).
Para Pilatos no está en juego una amistad, sino una carrera.
De hecho "Amigo del César" era un ambicionado honor concedido por el emperador como premio por la lealtad, que permitía entrar a formar parte del círculo exclusivo de los íntimos del César (1 Mac 2,18).
Y Pilatos, debiendo elegir entre el sacrificio de un inocente y la propia carrera, no tiene dudas.
Unidos en el permitir la injusticia, Pilatos y Herodes encuentran su amistad en la condena de Jesús: "Aquél día se hicieron amigos Herodes y Pilatos" (Lc 23,12).
La hija de Herodías, que lo hace todo con tal de complacer a los dos poderes, el de la madre y el de Herodes, a los que está sometida, anticipa el comportamiento de los habitantes de Jerusalén, capaces de aplaudir a Jesús ("¡Hosanna!", Mt 21,9) y unos minutos después, instigados por las autoridades religiosas, también de gritar "¡Crucifícalo!" (Mt 27,22).
El comportamiento de Herodías, presentada en la narración con los rasgos de la terrible Jezabel -reina que no contenta con "exterminar a todos los profetas del Señor" buscaba asesinar al profeta Elías (1 Re 18,13; 19,2)-, recuerda la actuación de las autoridades religiosas que matan a los profetas y apedrean a los invitados de Dios (Mt 23,34-37).
La denuncia de Juan constituía un peligro para la posición alcanzada por Herodías.
Jesús será una amenaza para el prestigio de los sumos sacerdotes, que, interesados de verdad por su muerte, se comportan exactamente como la mujer de Herodes.
Como ella, también ellos han cometido adulterio, abjurando de Dios, único rey de Israel (Sal 5,3), y aceptando el dominio de un rey pagano ("No tenemos más rey fque el César", Jn 19,15).
En la cena de Herodes, la única comida que aparece es un macabro plato con la cabeza de Juan: "un verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, le llevó la cabeza en una bandeja y se la dio a la muchacha: y la muchacha se la dio a su madre".
El día en que Herodes habría debido dar gracias por el don de la vida, él la quita y la ofrece de comida en el banquete donde los muertos se alimentan de muerte y generan fantasmas: Herodes oyendo hablar de Jesús creerá que se trata de "aquél Juan a quien yo le corté la cabeza" y cuya muerte continúa obsesionándolo (Mc 6,14-16).
La única luz en un episodio tan tétrico la ponen los discípulos de Juan que, a riesgo de encontrar el mismo final que su maestro, van a recoger el cadáver y lo ponen en un sepulcro.
Pero la muerte del grano de trigo se convierte en alimento para la vida (Jn 12,24), y los evangelistas hacen seguir inmediatamente después del banquete de la muerte el de la vida: el episodio del reparto de los panes y peces, elementos vitales que alimentan a "cinco mil hombres" (Mc 6,30-44).
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