Ángel Cordovilla
Pérez*
La
vivencia del hombre contemporáneo con respecto al poder y la
debilidad es ambigua, pues vive la experiencia de la debilidad como
impotencia, y el ejercicio del poder como dominio despótico. Desde
esta situación actual, la aplicación del atributo omnipotente
(pantokrator) para referirse a Dios, por un lado, y la
afirmación opuesta de la debilidad de Dios, por otro, se han
convertido en un camino sin salida y en una situación problemática
para los hombres de nuestro tiempo. Nos da la impresión de que, en
el fondo, estamos proyectando en Dios nuestra debilidad o nuestra
fortaleza, pero sin llegar a alcanzar la verdadera naturaleza de la
omnipotencia divina y el significado de su debilidad en la historia.
Un Dios omnipotente nos asusta, y un Dios débil no nos puede salvar.
¿Es posible salir de esta disyuntiva?
La
tesis que quiero mantener es que la omnipotencia de Dios no se
refiere a un ejercicio despótico de su soberanía y su poder frente
a la debilidad de los hombres; así como su debilidad, mostrada sobre
todo en la muerte de su Hijo en la cruz por la salvación de los
hombres, no se refiere a un Dios incapaz de vencer el poder del
pecado y de la muerte. Ni la debilidad ni el poder, tal como
normalmente los entendemos los humanos, nos pueden salvar. Dios nos
salva desde el poder de la debilidad, revelándonos que el servicio,
la entrega y el amor vulnerable son la forma suprema del poder y la
forma adecuada de su ejercicio (R. Guardini). El poder de la
debilidad no es sólo la forma como Dios actúa en la vida y en la
historia de los hombres, sino la expresión de la riqueza y plenitud
de su ser, siendo, a la vez, llamada y vocación para la realización
plena del ser humano.
Para
justificar esta tesis partiremos de la experiencia paulina, para
después, en un segundo momento, dirigir la mirada a la historia y
ver cómo Dios ha llevado adelante su proyecto salvífico, consumado
en la vida y el misterio pascual de Cristo. Finalmente, desde la vida
y la pascua de Jesús y una relectura de los tres artículos del
Credo, profundizaremos en la forma en que la debilidad afecta al
mismo ser de Dios.
1. El
punto de partida:
la
experiencia de San Pablo y su reflexión teológica
Creo
que para hablar del poder de la debilidad no hay mejor punto de
partida en la Escritura que la experiencia del apóstol Pablo
reflejada en la Segunda Carta a los Corintios (12,9), cuando afirma:
«virtus in infirmitate perficitur», es decir, la fuerza se
realiza en la debilidad; el poder se consuma y se muestra perfecto en
la debilidad. Una frase que todos hemos dicho en algún momento de
consuelo espiritual, pero que honestamente hay que reconocer que es
más complicado decirlo de verdad y con real convencimiento. Ella
comporta una auténtica y plena experiencia de la gracia del Espíritu
de Dios (pneumatología), que nos conduce a una comprensión de su
manifestación en la historia (cristología) y, finalmente, al lugar
desde donde podemos atisbar la insondable e incomprensible naturaleza
de Dios (teología).
El
contexto de este versículo de Pablo es muy conocido. El Apóstol
está enfrentado a los que él mismo denomina «superapóstoles» o
«pseudoapóstoles», los cuales, ante la débil y frágil apariencia
física e intelectual de Pablo, presumen de su propia sabiduría y
capacidades, despreciando, por el contrario, la humilde tarea del
Apóstol. El converso de Tarso responde con vehemencia, mostrando los
argumentos desde los que él podría presumir como ninguno. No
obstante, finalmente, prefiere mostrar la fuerza de su debilidad y la
suficiencia de la gracia de Dios en él, que le lleva incluso a
presumir de su debilidad (¿enfermedad?), porque de esta forma se
muestra mejor el poder y la grandeza de Cristo. Para ser
espiritualmente eficaz en su acción apostólica no hay necesidad de
aparentar fuerza y poder; basta la fuerza de la gracia de Cristo, que
en un mediador débil y crucificado revela toda la dimensión del
poder de Dios (G. Barbaglio). Ésta es la razón por la que Pablo
puede gloriarse y complacerse en su debilidad, pues en el fondo es
una forma de gloriarse y complacerse en la fuerza de Dios manifestada
en Cristo Jesús. De forma contraria a los apóstoles con los que se
enfrenta, la debilidad es lo que caracteriza el apostolado paulino.
Esta comprensión de su apostolado es una consecuencia de su teología
de la gracia, donde el Apóstol afirma que el poder divino opera en
el hombre, no a través de sus obras y fuerza poderosa, sino a través
de su debilidad.
¿Dónde
se apoya el Apóstol para decir estas palabras tan paradójicas y
contradictorias? La exégesis ha tratado de ver un paralelo con la
ética estoica, que aboga por una conformidad con la situación en la
que de hecho vivimos, como forma de aceptar una especie de ley y
voluntad divinas. Más o menos, tendría que ver con el refrán
castellano «hacer de la necesidad virtud», o «hacer de la
debilidad su fortaleza». Desde mi punto de vista, sin negar esta
posible influencia, esta afirmación parte de su experiencia personal
y apostólica, fundada en una teología de la gracia: no son las
obras, sino la gracia de Dios, lo que da fecundidad a la vida y tarea
apostólica.
Pero,
más aún, el fundamento último de todo ello es una teología de
la cruz que encontramos en la Primera Carta a los Corintios
(1,18-25): «El mensaje de la cruz es locura para los que se pierden;
para los que nos salvamos es fuerza de Dios... Nosotros anunciamos un
Mesías crucificado, para los judíos escándalo, para los griegos
locura, pero para los llamados, judíos y griegos, un Mesías que es
fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues la locura de Dios es más
sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más fuerte que los
hombres». Éste es, en realidad, el fundamento teológico y
cristológico que le permite a Pablo hacer su anterior afirmación
paradójica, que parte de una experiencia personal concreta. Él ha
experimentado desde la fe que Dios ha ejercido su poder salvador, ha
revelado su sabiduría y ha mostrado la fuerza de su amor a través
de la paradoja de la debilidad y la locura de la cruz. Si esta cruz
es la mayor expresión de su poder, de su sabiduría y de su gracia
en la historia de la salvación, también lo ha de ser en la vida
concreta del cristiano y del apóstol. «Es cierto que Cristo fue
crucificado por su debilidad, pero por el poder de Dios está vivo.
Lo mismo nosotros, si compartimos su debilidad, compartiremos su vida
por el poder de Dios» (2 Co 13,4).
2.
Una mirada a la historia de la salvación
En
verdad, esta experiencia y esta teología esbozadas por Pablo
recapitulan la ley fundamental de la historia de la salvación, la
forma permanente y privilegiada en que Dios ha conducido hacia
delante su proyecto de salvación para los hombres. Desde la
predilección de la ofrenda de Abel (Gn 4,4; Hb 11,4), pasando por la
vejez de Abrahán y la esterilidad de Sara (Gn 18,11-14; Hb 11,8-11),
hasta la elección de Isabel y de María como madres del precursor y
salvador, respectivamente (Lc 1), son una muestra fehaciente de esta
verdad fundamental: Dios ha conducido su designio salvífico desde la
fuerza y el poder de la debilidad, desde la fuerza de los humildes,
desde la grandeza de los pequeños, desde la riqueza de la pobreza.
Estamos en el núcleo de la teología de la elección y la gracia del
Antiguo Testamento.
En
este sentido, el texto más significativo de esta profunda teología
de la elección lo tenemos en el libro del Deuteronomio (7,7-8),
refiriéndose a la razón última por la que Dios se ha fijado en
Israel y lo ha preferido a otros pueblos poderosos de la tierra para
llevar adelante su designio de salvación universal: «Si el Señor
se ha fijado en vosotros y os ha elegido, no es porque seáis el
pueblo más grande y más numeroso de las naciones, ya que en
realidad sois el más pequeño de todas ellas. El Señor os sacó de
Egipto, donde erais esclavos, y con gran poder os libró del dominio
del faraón, porque os ama y quiso cumplir la promesa que había
hecho a vuestros antepasados». Mirar, elegir y amar
son los tres verbos fundamentales que aparecen en el texto que
acabamos de leer. Con ellos el autor deuteronomista expresa la
extrañeza por el simple hecho de la existencia de Israel en un mundo
dominado por el poder del más fuerte, ya sea el poder del faraón de
Egipto o del emperador de Siria. Pero junto a esta extrañeza se
percibe en sus palabras una profunda admiración por la identidad de
ese pueblo que nace de la especial relación con Yahvé: ¿cómo es
posible que Israel, el pueblo de la promesa, pueda vivir desde su
identidad, en un mundo dominado por el poder y la violencia? La
existencia de Israel depende exclusivamente del compromiso de Dios en
su favor (alianza). Pero su elección no depende de sus capacidades
previas, sino del deseo, la predilección y la preferencia de Yahvé
por ese pueblo pequeño, absolutamente irrelevante entre las grandes
potencias de la tierra.
Esta
teología de la elección, que está en el origen de la misma
existencia de Israel, se ve corroborada desde otra perspectiva. ¿Cómo
ha llevado Dios adelante su proyecto de salvación? Las
intervenciones prodigiosas de Yahvé en la historia (mirabilia
Dei) han sido realizadas desde el poder de la debilidad.
Ya he mencionado el caso de Abrahán y Sara, quienes desde la fe y la
obediencia son capaces de engendrar al hijo de la promesa, a pesar de
la vejez y esterilidad de ambos, signos evidentes de la pérdida de
vigor y de la incapacidad e impotencia del ser humano. Quizá el
ejemplo paradigmático de esta forma divina de actuar es David. Él
es el más pequeño, y por esta razón es preferido por Dios, que no
mira apariencias ni estaturas, frente a sus hermanos, humanamente más
preparados y capaces para realizar la misión requerida (1 Sm
16,6-13). Esta desproporción entre la debilidad y pequeñez del
elegido y la grandeza de la misión encomendada se manifiesta sobre
todo en la ejemplar lucha de David contra Goliat. El golpe de un
certero guijarro en el lugar adecuado es capaz de tumbar al
todopoderoso gigante armando con lanza y escudo y dispuesto a
destrozar a su contrincante. David, sin espada, signo del poder del
hombre, y en el nombre de Yahvé Sebaot, es decir, del Dios
todopoderoso, es capaz de vencer al gigante filisteo (1 Sm 17,14-20).
Esta imagen del guijarro que destruye al gigante vuelve a aparecer,
de alguna forma, en la visión de Daniel, al referirse a la caída
del poderoso reino de Nabucodonosor. Todo imperio construido por los
hombres es un gigante con pies de barro, que por la fuerza derivada
de una pequeña piedra chocando contra sus pies, una piedra que se
desprende y rueda sin intervención humana, es capaz de desencadenar
la destrucción de un imperio que parecía invencible (Dn 2,31-45).
No
obstante, Israel tampoco puede apropiarse de esta predilección y
poder de Dios. Cuando esto ocurre, es el propio Yahvé quien, por
medio de los acontecimientos dolorosos de la historia, les recuerda
su identidad de frágil y pequeño pueblo de la Alianza, que sólo
puede tener su fortaleza en Dios. Desde aquí hemos de comprender la
terrible y, a la vez, fecunda etapa del Exilio. En el momento de
mayor amenaza para Israel, hasta el punto de que éste piensa en el
final de su historia motivada por el abandono de Dios, surge una
fuerza salvífica tan fuerte que se compara ni más ni menos que con
las acciones de Dios en el Éxodo. Lo que Dios está realizando es
como una nueva creación, un nuevo éxodo, una nueva esperanza que
nace de un pueblo reducido a cenizas; un retoño que nace de un árbol
talado y que será hogar y cobijo para quienes se acerquen a él; una
salvación que surge de un siervo que es capaz de cargar con el
sufrimiento, los pecados y las debilidades de los hombres, y desde
cuya muerte expiatoria padecida por nosotros todos los hombres
tendrán vida.
Dentro
del pueblo judío (y, de alguna forma, ya fuera de él), quien mejor
ha sabido ver esta fuerza de la debilidad de Dios en su forma de
actuación en la historia de la salvación, así como la grandeza de
Dios al fijarse en la pequeñez y debilidad de una mujer, ha
sido María de Nazaret. En su Magnificat, ella ha mostrado
como ningún otro piadoso judío la ley y forma fundamental de la
historia de la salvación: «Proclama mi alma la grandeza del Señor,
porque Dios ha mirado mi humillación... Bendito sea Dios, porque
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los
hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos...»
(Lc 1,46-56). Este himno celebra la triple acción de Dios en el
plano religioso, sociopolítico y ético. En cuanto Señor, Yahvé es
soberano de la historia; es y permanece trascendente. Pero, a la vez,
se arriesga solidariamente al tomar partido por los pobres y, a
través de ellos, conducir su obra a todos los pueblos y dirigirla
hacia su consumación. Ésta es la misma lógica que percibió Pablo
cuando, advirtiendo a la orgullosa comunidad de Corinto, afirma que
Dios prefiere y elige a lo débil del mundo para confundir a lo
fuerte, prefiere elegir a lo que no es para confundir el poder de
quienes se creen que son (1 Co 1,28). En realidad, esto mismo lo
hemos escuchado en labios del mismo Jesús cuando, desde la
experiencia del fracaso de su misión, da gracias al Padre por haber
revelado los secretos del Reino a los pobres y a los sencillos (Mt
11,25-28). Un texto que no por casualidad solemos leer en las fiestas
de los santos, pues ellos son en la historia el testimonio perenne de
esta predilección de Dios por lo pequeño, así como de la fortaleza
de la debilidad. En uno de los prefacios para la fiesta de los
mártires decimos: «En su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo
débil, haciendo de la debilidad tu propio testimonio».
En
esta misma línea, el Concilio Vaticano ii,
en un texto mariológico y cristológico de profundo calado, dice
sobre María: «Ella misma sobresale entre los humildes y
pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En
fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la
primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva
economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza
humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su
carne» (LG 55). El Concilio presenta a María dentro y a la luz de
la historia del Antiguo Testamento, pero no en la generación de los
hombres fuertes y poderosos, sino en la genealogía de los pobres de
Yahvé, que todo y sólo lo esperan de él. Jesús, así, se enraizó
en la tierra desde la larga genealogía de los hombres (Lc 3,23-38),
dentro de la ambigua genealogía del pueblo de la Alianza (Mt 1,1-16)
y desde las entrañas de una mujer pobre y humilde. «Se enraizó en
la humanidad, en la tierra y en la historia, desde los pobres» (M.
Legido).
Pero
en María hay un comienzo nuevo. El texto de la Lumen Gentium
anteriormente citado nos habla de una «nueva economía», en la
medida en que con Cristo acontece la plenitud de los tiempos,
llevando a su consumación la historia anterior, pero inaugurando una
nueva forma decisiva e irrevocable de la presencia de Dios en el
mundo. El ritmo y la forma de llevar adelante la historia salutis
es el mismo, pero hay una diferencia sustancial con la historia
anterior: si hasta ahora hemos visto actuar a Dios con poder desde la
debilidad de Israel (casi podríamos decir que Dios se sirve de la
debilidad de los hombres para mostrar su poder), ahora esa debilidad
no es sólo la debilidad de los hombres desde la que Dios actúa
(teología de la elección y de la gracia), sino que esa debilidad
afecta al mismo ser de Dios en la persona de su Hijo (cristología y
teología trinitaria).
3.
La vida y la pascua de Jesús
Los
evangelios de la infancia nos muestran el nacimiento de Jesús en
continuidad con la acción de Dios en el AT, tal como hemos descrito
anteriormente. La venida del Hijo de Dios a la vida de los hombres
está envuelta en debilidad y pobreza. La señal que han de buscar
los pastores para reconocer al Salvador, al Mesías y al Hijo de Dios
es un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Un doble
signo de debilidad y pobreza: la debilidad de un niño y la pobreza
de un pesebre (Lc 2,1-20). Esta realidad narrada por el evangelista
Lucas es vista en toda su profundidad teológica por Pablo cuando,
subrayando la paradoja, habla de este acontecimiento como de un
admirable intercambio entre pobreza y riqueza, o de una verdadera
kénosis y vaciamiento de Dios: «Ya conocéis la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, quien siendo rico se hizo pobre, para que
vosotros os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9). Pues «Él,
siendo de condición divina, se despojó de su rango y tomó la
condición de esclavo pasando por uno de tantos» (Flp 2,6).
El
nacimiento de Jesús en pobreza y debilidad va a marcar el ejercicio
de su ministerio público, en sus acciones y en sus palabras. Toda la
acción mesiánica de Jesús está centrada en el
Reino de aquel a quien él invoca como Abba
(Mc 15,34; Lc 10,21-22). Un reino del Padre que es gracia y amor
absoluto y que se ofrece y se da allí donde nadie lo esperaba
(bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de los
cielos) y donde parecía que no se daban ni las condiciones
religiosas (esenios) ni morales (fariseos) ni políticas (celotes)
para que ese Reino fuera realmente acogido. Este comportamiento de
Jesús suscitó la desconfianza de sus propios seguidores y el
rechazo violento de las autoridades políticas y religiosas. Tan es
así, que Jesús comprendió que la instauración de ese Reino podía
contar con el escándalo, el rechazo y el fracaso. Aquí tenemos que
entender las parábolas (autobiográficas) sobre el grano de mostaza,
el trigo y la cizaña, o sobre el sembrador impertérrito, que nos
hablan del inicio del Reino en debilidad, pobreza y pequeñez para
mostrarse después en todo su poder y esplendor al final de los
tiempos (cf. Mt 13).
Esta
nueva confluencia entre poder y debilidad se muestra muy bien en las
acciones poderosas de Jesús conocidas normalmente como
milagros (dynamis). Es verdad que éstos, en primer lugar, nos
hablan del poder de Cristo y del poder de Dios como signo de la
irrupción del Reino en medio de la vida de los hombres sujeta al
dominio de Satanás. Cristo es el más fuerte que ha
desalojado al que se pensaba que era el fuerte de la casa,
destronando así definitivamente el dominio del mal sobre los hombres
(Lc 11,21-22). No obstante, hay que tener en cuenta que en la
estructura de los evangelistas, cuando narran las acciones
prodigiosas de Jesús, lo más significativo es que intentan situar
este poder de Cristo en sintonía y en dirección al acontecimiento
de la pasión. Como si quisieran decirnos que éste es el verdadero
milagro de Dios, quien desde la debilidad más absoluta y extrema ha
manifestado su mayor poder salvífico. Parece que ésta es la razón
del famoso «secreto mesiánico» del evangelista Marcos cuando,
después de una acción portentosa de Jesús, éste manda guardar
silencio sobre tal evento (Mc 1,44). Mateo lo expresa con absoluta
claridad cuando, como conclusión a la curación de un leproso, del
hijo del centurión y de la suegra de Pedro, cita el cuarto cántico
del Siervo, aplicando esas palabras proféticas a Jesús en su acción
taumatúrgica: «Al anochecer, llevaron a Jesús muchas personas
endemoniadas. Con una sola palabra expulsó a los espíritus malos, y
también curó a muchos enfermos. Esto sucedió para que se cumpliera
lo que había dicho el profeta Isaías: Él tomó nuestras
debilidades y cargó con nuestra enfermedades» (Mt 8,16-17). Son
sus heridas y cardenales, expresión de su suprema debilidad, los que
tienen la fortaleza y la capacidad de curar nuestras debilidades y
dolencias (cf. 1 Pe 2,25).
Este
texto nos remite ya directamente al momento de la pasión y al
acontecimiento de la cruz, lugar de manifestación suprema del poder
de Dios en su misma debilidad. Aquí ya no se trata de una
utilización pedagógica de la debilidad humana para manifestar el
poder de Dios, sino que es la debilidad misma del Hijo de Dios la que
se manifiesta en toda su hondura y profundidad. Nuevamente es Mateo
quien, con una afirmación paradójica, nos muestra crudamente esta
realidad: «Salvó a otros, pero él no se puede salvar... Ha puesto
su confianza en Dios, ¡pues que Dios le salve ahora, si de veras le
quiere! ¿No ha dicho que es Hijo de Dios?» (Mt 27,42-43). En
realidad, todos nos hemos enfrentado alguna vez a esta incredulidad.
Si es débil e impotente para salvarse a sí mismo, no puede ser
Dios. Pero San Juan nos da el verdadero sentido de esta impotencia y
debilidad: nadie le quita la vida, sino que es Cristo quien, con
libertad soberana, la entrega. Por eso tiene poder para entregarla y
poder para recuperarla (Jn 10,18). Jesús reconoce que él mismo no
es la fuente de su ser y de su vida, sino que es el Padre (ésta es
su debilidad). Pero en la medida en que el Hijo reconoce en el Padre
la fuente de su vida y de su ser, en agradecimiento y acción de
gracias (éste es el sentido más profundo de la Última Cena), ese
reconocimiento del origen se convierte, a su vez, en fuente suprema
de poder, de poder como entrega y servicio a los otros. Así, desde
su muerte, como expresión de suprema debilidad, es capaz de generar
vida, de crear una nueva realidad, de realizar una nueva creación
(ésta es la verdadera fortaleza y el verdadero poder del Hijo).
Desde
esta perspectiva tenemos que comprender, finalmente, la resurrección
como el signo supremo del poder de Dios. A la entrega en debilidad de
Jesús al Padre por la vida del mundo, éste le responde
resucitándolo con la fuerza del Espíritu y constituyéndolo Hijo de
Dios en poder (cf. Rm 1,3). Pablo ha percibido en esta acción del
Padre una fuerza tan tremenda que sólo ha podido ponerlo en relación
con el poder manifestado por Dios a través de su obra creadora. El
Dios que tuvo la capacidad y el poder de crear de la nada y del caos,
de llamar a la existencia a lo que no existe, es el mismo que tiene
la capacidad de suscitar la vida de la muerte. Si grande es el paso
de la nada al ser, más inaudito es el paso de la muerte a la vida.
No obstante, no podemos olvidar que el resucitado es el Crucificado
que se aparece entre los suyos con los signos permanentes de su amor
entregado, ofreciéndoles el poder de la paz y la reconciliación
como gracia para sus vidas y como encargo para todos los hombres de
la tierra (Jn 20,19-23).
4.
Profundización teológica
Después
de esta breve mirada al ejercicio del poder por parte de Dios desde
la debilidad como forma de llevar adelante su proyecto de
salvación, apuntando al final algo hacia el mismo ser de
Dios, según se revela en la Escritura, quiero afrontar esta cuestión
para finalizar desde el punto de vista de la reflexión teológica. Y
lo haré en tres momentos.
–
En primer lugar, dirigiremos nuestra mirada al primer artículo del
Credo, pues allí decimos que creemos en el Padre, creador y
omnipotente. ¿Qué sentido tiene esta omnipotencia de Dios? ¿Está
en contra de los datos de la Escritura que acabamos de mencionar?
¿Por qué fue introducida en el credo? ¿Qué nos dice sobre Dios?
¿Es una helenización inaceptable que hay que desechar
definitivamente? ¿Por qué seguimos utilizando este atributo para
dirigirnos a Dios en tantas oraciones de la liturgia eucarística?
–
En segundo lugar, dirigiremos la mirada al segundo artículo del
Credo, al Hijo redentor que en debilidad y pobreza se entregó a la
muerte por nosotros. ¿Cómo podemos compaginar la omnipotencia del
Padre con la debilidad del Hijo? ¿Tiene razón la teología que ha
visto en ello un argumento para afirmar la divinidad atenuada del
Hijo (arrianismo) o, por el contrario, una justificación para
introducir a Dios en el ritmo y el proceso de la historia, que le
hace perder, en el fondo, su capacidad última para salvarla?
Dietrich Bonhoeffer afirmó que sólo un Dios sufriente (y en este
sentido débil) nos puede salvar (de la debilidad). Pero si esto es
así, ¿sigue Dios siendo Dios y teniendo la capacidad de salvar?
–
Finalmente, desde el tercer artículo, el referido al Espíritu,
intentaremos unir ambas perspectivas remontándonos al mismo misterio
trinitario. Dios es, en su vida intradivina, poder y debilidad. De lo
que se deduce que el poder de la debilidad no es sólo una forma
histórica en la que Dios ha mostrado su poder salvífico, sino en la
que nos ha mostrado su verdadero ser.
a)
El Padre, creador omnipotente
En
primer lugar, hay que llamar la atención sobre un hecho evidente,
pero no por ello carente de un profundo significado. La afirmación
de un Dios creador omnipotente está precedida por la afirmación de
que Dios es Padre. Es una manera de referir todas estas
afirmaciones al segundo artículo, pues sólo desde la revelación
histórica de Cristo sabemos que Dios es Padre. Es decir, que
su ser mismo coincide con su donación absoluta, con la capacidad de
darse a sí mismo, y en esa donación hacer surgir otra realidad
distinta de él, sin egoísmo ni avaricia. Por tanto, todo cuanto
digamos del poder de Dios y de su omnipotencia tiene que ser
entendido desde esta capacidad absoluta de donación y de poner ante
sí mismo una realidad distinta de él y en comunión profunda con
él. Esto, dentro de Dios, se llama «generación del Hijo»,
y fuera de Dios, «creación del mundo».
El
atributo omnipotente surge en este contexto en los primeros
teólogos cristianos, para afirmar que nada está fuera del alcance
del poder de Dios. Toda la creación proviene de él y es fruto de su
amor. Este atributo está muy cerca de lo que se quiere decir con la
expresión de que la creación fue hecha de la nada (creatio ex
nihilo). Dios manifiesta su poder en el hecho de que hace las
cosas que él quiere y como él quiere a partir de la nada, «de lo
que no es» (Teófilo de Antioquia: A Autólico, 2,4; 2,13).
Toda la realidad proviene del amor de Dios (creatio ex amore).
Lo que se quiere erradicar es cualquier posible dualismo maniqueo.
Como si la creación o parte de ella procediera de un principio malo
que queda fuera del dominio y, por ende, de la responsabilidad de
Dios. La solución es sutil, pues con este dualismo se quiere
responder, en el fondo, al problema irresoluble de la relación entre
unidad y pluralidad y, sobre todo, a la acuciante cuestión de la
existencia del mal en el mundo. El Dios bueno no es responsable, sino
su contrincante. La solución es sencilla, pero las consecuencias
serías inmensas, sobre la fe en Dios y sobre la realidad de las
criaturas.
Desgraciadamente,
esta vinculación de la omnipotencia a la paternidad de Dios,
comprendida a su vez desde la revelación de Jesús como amor y
capacidad de donación en apertura y surgimiento del otro, no ha sido
suficientemente atendida por la teología. Más bien se cayó en el
error de volver de forma inconsciente a una comprensión religiosa
general anterior, donde la omnipotencia estaba vinculada al poder
dominador y patriarcal, generador de un miedo aterrador y un
sentimiento culpabilizador que, con parte de razón, el hombre
moderno y contemporáneo ha necesitado rechazar. Del padre
todopoderoso se pasó al dios tapagujeros destinado a estar situado
en el límite de la vida humana para paliar el déficit de los
humanos. También con parte de razón profetizó Bonhoeffer que ya es
tiempo de vivir sin este Dios, donde el hombre asuma de una vez su
mayoría de edad, colocando a Dios en el centro de su vida, pero no
al deus ex machina que en realidad remite al poder del mundo,
sino a ese Dios de la Biblia que nos remite al sufrimiento y la
debilidad de Dios, pues sólo el Dios que sufre, el Dios débil,
puede salvarnos.
Yo
no soy partidario de evitar este atributo de la omnipotencia a Dios
fiándolo todo a su debilidad. Un dios sin poder no es realmente
Dios. No tiene capacidad para salvar. El pueblo judío es
testigo privilegiado del poder de Dios ejercido desde la debilidad,
como hemos podido comprobar. Pero nunca duda de su poder. Más bien
se maravilla de que ese Dios todopoderoso, que tiene capacidad de
crear y destruir, lo utilice para encaminar a su creación hacia la
redención y consumación de su obra. En este sentido es interesante
un curioso texto del filósofo judío Martin Buber refiriéndose al
nombre de Dios El Sadday, que la LXX tradujo por
pantokrator, y la Vulgata por omnipotens: «Se dice en
el “Libro del Maravilloso” que si faltase un puntito –la
pequeñísima letra jud– al nombre de Dios Shaddai,
la palabra quedaría reducida a shod, que significa
“destrucción”. Este puntito hace que el tremendo poder de Dios,
que en un abrir y cerrar de ojos podría destruir y aniquilar la
Tierra, la conduzca en cambio a la Redención. Este puntito es el
primer Punto de la Creación» (Gog y Magog, Bilbao
1993, 64-65).
Para
nosotros, los cristianos, no es la pequeñísima letra jud la
que limita el poder destructor de Dios, sino la revelación de Jesús,
el Hijo de Dios, quien nos señala e interpreta el verdadero sentido
de su omnipotencia. El poder de Dios no es impersonal, sino lógico
y gracioso, es decir, mediado por su Razón y su Logos. Un
Dios sin Logos, pura voluntad y omnipotencia, provocaría fascinación
y terror. Un Logos sin capacidad creadora y amorosa, sin Espíritu,
lo dejaría encerrado en su propia realidad, sin posibilidad de
entrar en comunicación y comunión real con el mundo por medio de su
amor y de su gracia; sería un poder razonable, incluso gratuito,
pero en el fondo inútil e ineficaz.
b) El
Hijo, crucificado en su debilidad,
pero
ahora vive por el poder de Dios
Si
el primer artículo nos remite al poder soberano y único de Dios, el
segundo nos remite a la debilidad del Hijo. Pero de la misma forma
que el primer artículo sólo es pensable cristianamente desde el
segundo, el segundo lo es desde el primero. Es decir, de la misma
manera que la comprensión última de la creación de Dios tenemos
que realizarla desde el misterio de la encarnación y el misterio
pascual, este último, más que como signo de la debilidad de Dios,
ha de ser comprendido a la luz del poder creador de Dios. Así lo
hace la oración colecta después de la primera lectura de la vigilia
pascual, en la que se narra la creación del mundo: «Dios
todopoderoso y eterno, admirable siempre en todas tus obras: que tus
redimidos comprendan cómo la creación del mundo en el comienzo de
los siglos no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de
Cristo en la plenitud de los tiempos». O, como se repite tantas
veces en el mismo tipo de oraciones presidenciales: «Oh Dios, que
con acción maravillosa creaste al hombre, pero de forma más
admirable aún lo redimiste...». Como expresó el joven jesuita en
honor de su padre y maestro Ignacio, lo distintivo de la verdadera
divinidad no es sencillamente la revelación de su poder y majestad
en la obra creadora, sino que la grandeza de Dios puede ser contenida
en lo mínimo, que su poder pueda llegar a su consumación en la
debilidad (maximo continere minimo divinum est).
Pero
esta relación entre creación y redención todavía puede ser vista
desde una perspectiva más profunda. El poder creador de Dios tiene
su condición de posibilidad en la capacidad que tiene Dios de llegar
a ser en la humildad de nuestra carne; una encarnación que lleva
consigo la posibilidad de mostrar su poder en la debilidad. Es decir,
la omnipotencia referida a su poder creador tiene como condición de
posibilidad que él es capaz de encarnarse en la fragilidad y
debilidad de nuestra naturaleza. Su poder está asentado sobre su
capacidad de asumir y padecer la debilidad. De esta forma, la
debilidad de Dios, no es sino la expresión del mismo ser de Dios,
que en sí mismo es capacidad de hacer surgir al otro en su
irreductible singularidad y ser relacional. Esto ya nos conduce a la
última perspectiva que vamos a tratar: poder y debilidad de Dios
desde la perspectiva pneumatológico-trinitaria.
c)
El Espíritu, poder y debilidad creadora
Según
la tradición cristiana el Espíritu es el vínculo de unidad entre
el Padre y el Hijo. Los artículos primero y segundo del credo sólo
se unen en el tercero. El Espíritu revela el poder omnipotente de
Dios en la creación como poder amoroso y creador, capaz de
ordenar el caos y sostener con su aliento la obra creadora. Pero el
Espíritu también revela la fecundidad misteriosa de la debilidad de
Cristo en la muerte, convirtiéndola en poder de resurrección para
él y de nueva creación para el mundo.
Pero
además de esta relación entre el poder creador del Padre y la
debilidad salvífica del Hijo desde el Espíritu en la economía de
la salvación, ¿podríamos concebirla en el ser mismo de Dios, de
tal forma que el poder y la debilidad sean propiedades del ser
personal y trinitario de Dios? Desde luego que es una empresa
atrevida y arriesgada; pero si podemos atisbar esta unión paradójica
en Dios, podremos comprender mejor el poder de la debilidad de
Dios, pues «la impotencia divina radica en su omnipotencia,
siendo totalmente idéntica a ella» (Hans Urs von Balthasar).
Esta
última afirmación sólo es cristianamente inteligible si nos
volvemos hacia el misterio trinitario de Dios. Él es capacidad de
donación absoluta, de tal forma que el misterio de su ser se
identifica con su paternidad. Ésta es su mayor omnipotencia y
debilidad, pues Dios mismo es capaz de generar al Hijo como realidad
distinta de él, con autonomía y consistencia propias. En esta
autonomía divina, Dios ha hecho partícipe al hombre, con capacidad
de responder a ese Dios desde la comunión, o rechazarlo desde una
autonomía sin horizontes y sin fundamento. El poder de Dios consiste
en su capacidad de donación, y su debilidad en que en virtud de ésta
ha arriesgado la creación de un mundo con capacidad de decir «no»
a su Creador. Esta imprudencia divina y este atrevimiento de Dios
constituyen su debilidad, tal como hemos visto en la cruz de Cristo,
cuando en la persona de su Hijo él mismo asume el riesgo y la
responsabilidad de haber creado una criatura con esa libertad y
autonomía. Pero esa debilidad está fundada en su omnipotencia, pues
sólo él es capaz de darse y de crear de esa manera.
De
esta forma, desde la experiencia del apóstol, desde la acción de
Dios en la historia del pueblo de Israel culminada en Jesucristo,
hemos pasado a la comprensión de Dios mismo en su omnipotencia y
debilidad; casi podríamos decir que hemos intentado fundamentar una
«teología de la debilidad»: «Lo que aquí está en juego es un
giro en la visión de Dios: de ser primariamente “poder absoluto”,
pasa a ser “absoluto amor”. Su soberanía no se manifiesta en
aferrarse a lo propio, sino en dejarlo. Su soberanía se sitúa en un
plano distinto del que nosotros llamamos fuerza y debilidad» (Hans
Urs von Balthasar).
* Sacerdote.
Profesor de Teología en la Universidad Pontificia Comillas. Madrid.
<acordovilla@teo.upcomillas.es>.
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