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Una observación final. Aunque, interrumpe la tarea cotidiana, la
celebración no es un refugio para olvidar los agobios de la vida y la
maldad del mundo; olvido buscado es evasión. Se critica con derecho el
aturdimiento deliberado de la fiesta frívola, que anhela evadirse de la
realidad; si los cristianos pretendieran eso, estarían usando el mismo
estupefaciente con etiqueta distinta.
Algunos, sin buscar la evasión, no perciben el nexo entre celebración
y vida. Para ellos, pasar de una a otra equivale a cambiar de estación en
un receptor, dejando la estación mundana para sintonizar con la
ultraterrena. No hace falta repetir lo antes expuesto; esta concepción
niega de hecho la fe, estableciendo la separación entre las dos esferas e
ignorando la acción de Dios en el mundo.
La reunión cristiana no es evasión ni excursión a otro planeta.
Ampliando una comparación de G. Fackre, es un momento de reposo;
amarradas las canoas a la orilla, sentados en la hierba, frente a los rápidos
del río, se descansa y se goza, se come y se canta antes de continuar el
viaje; y en la conversación se comentan las peripecias. No es cuestión
de olvidar, sino de superar, descubriendo bajo las miserias del mundo y de
la vida el amor activo de Dios por su obra. Hay que aguzar la vista para
percibir el oro bajo el fango y exaltar la fe para que no se encalle en
los bajíos, refinar la concepción de la realidad y vislumbrar el dedo
de Dios en rincones que no se habían considerado.
La celebración está cogida en un paréntesis: entre lo hecho y lo que
ha de hacerse; filtra y agradece el pasado, otea y anhela el futuro que
Dios promete. En el presente ha de expresar su concepción del mundo y su
norma de vida. La primera es la visión de la fe: que el sostén de esta
realidad es un amor infinito. La segunda es el dinamismo de la caridad: «Los
cristianos quieren ser instrumentos del Dios‑amor para realizar
en otros lo que antes se ha realizado en ellos; su propósito es dar a
Dios, su Padre, hijos que se le parezcan por el inconfundible aire de
familia; es decir, por la caridad rica y sin envidias, cuya dicha es
doble: la alegría inmaculada de saberse amados de Dios y, libres de todo interés
propio, el poder de amar como Dios ama»
Evolución de la celebración
La
Primera carta a los Corintios describe una celebración
espontánea; san Pablo da instrucciones que aseguren el orden,
pero todo se hace siguiendo las iniciativas individuales:
«¿Qué
concluimos, hermanos? Cuando os reunís, cada cual aporta
algo: un canto, una enseñanza, una revelación, hablar en
lenguas o traducirlas; pues que todo resulte constructivo. Si
se habla en lenguas extrañas, que sean dos cada vez o, a lo
más, tres, por turno, y que traduzca uno solo. Si no hay
quien traduzca, que guarden silencio en la asamblea y hable
cada uno con Dios por su cuenta... De los inspirados, que
prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso
que otro, mientras está sentado, reciba una revelación, que
se calle el de antes, porque predicar inspirados podéis
todos, pero uno a uno, para que aprendan todos y se animen
todos. Además, los que hablan inspirados pueden controlar su
inspiración, porque Dios no quiere desorden, sino paz»
(14,26-33).
La
norma consistía, pues, en evitar el barullo, para que todo
aprovechase a la asamblea. Procuraba también san Pablo que
los inspirados no se excedieran y cansaran a la gente; dos o
tres a lo más. Por lo demás, libertad plena; cada uno podía
contribuir con lo que tuviese, dando así amplias facilidades
a la expresión individual y colectiva; las experiencias
cristianas podían manifestarse sin traba. Ninguna mención
se hace de un responsable del orden; la autoridad del Apóstol,
aunque distante, parecía suficiente. Con su sentido habitual
de la igualdad, no envía san Pablo las normas a un individuo
que asegure su observancia, las propone a la comunidad entera,
después de una larga explicación (14,1-25) que prepara la
unanimidad.
Una
celebración de ese género estaba centrada en Cristo; ningún
miembro de la asamblea reclamaba para sí una atención
especial. En algunos escritos del Nuevo Testamento,
redactados en la generación siguiente, como las cartas a
Timoteo y a Tito, aparecen cargos, los presbíteros u obispos,
a quienes se atribuye el papel de presidir. Era quizá un
desarrollo necesario; en todo grupo se manifiesta el líder, y
es posible que en Corinto mismo, aunque san Pablo no lo
mencione, alguno o algunos se encargasen del orden; tal función
directiva, si existía, no parece, sin embargo, que fuera
presidencial, pues no se le atribuía el pronunciar la oración
eucarística; san Pablo reprocha precisamente a un inspirado
que la pronunciaba en una lengua incomprensible, sin desempeñar,
por lo que parece, ningún cargo en la comunidad (14,16-17).
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¿Fiesta dionisíaca?
La
fiesta es personalizante; la comunicación que en ella se
establece engendra contemplación y profundidad. ¿Cabe en la
fiesta cristiana la embriaguez extática o el vértigo
enajenante? Es difícil marcar la linde entre el entusiasmo
legítimo y el torbellino. Hay que persuadirse además de
que al Señor no le molesta la exuberancia, al contrario; lo
demostró en la boda de Caná, proveyendo vino, y del bueno,
para que la fiesta continuase.
La
cuestión se presentó a san Pablo en Corinto; la afición de
aquellos cristianos por los fenómenos espectaculares era,
sin duda, un residuo de paganismo. El Apóstol enuncia
repetidamente un principio: «Todo se haga para construir la
comunidad» (1 Cor 14,3.4.5. 12.26). La fiesta cristiana no es
sólo desahogo, sino también estímulo; no debe dejar decaídos,
sino activados.
El
cristiano sabe adónde va, desempeña una tarea seria
colaborando con Dios en la reconciliación de los hombres; su
alegría y exuberancia saludan al reino venidero y lo
expresan, vislumbrando en el presente la plenitud futura. En
cualquier grado de festejo que se ejercite, la celebración, a
los ojos de un no cristiano, debería causar una impresión
positiva. Por eso san Pablo frenaba el excesivo entusiasmo de
los que discurseaban en lenguas ininteligibles; prefería
que hablasen los inspirados capaces de exhortar en el idioma
corriente: «Supongamos ahora que la comunidad entera se reúne
en asamblea y que todos van hablando en esas lenguas; si entra
gente no creyente o simpatizantes, ¿no dirán que estáis
locos? En cambio, si todos hablan inspirados y entra un no
creyente o un simpatizante, lo que dicen unos y otros le
demuestra sus fallos, lo escruta, formula lo que lleva secreto
en el corazón; entonces se postrará y rendirá homenaje a Dios,
reconociendo que Dios está realmente con vosotros» (1 Cor
14,23-25).
Pablo
no descarta los fenómenos que se manifestaban en lenguajes
incomprensibles, pero los limita; la celebración no podía
reducirse a eso. Por lo que a él toca, dice: «Gracias a
Dios, hablo en esas lenguas más que todos vosotros; pero en
la comunidad prefiero pronunciar cinco palabras inteligibles,
capaces de instruir a los demás, antes que diez mil en un
lenguaje arcano» (ibíd. 18-19).
Entusiasmo,
sí, anarquía, no. Dios no quiere desorden, sino paz (ibíd.
32). Acción exaltante, desde luego; artificios que aturdan,
intentos de perforar los límites de lo personal, para
adentrarse en un todo supra o ultrapersonal en que se esfume
la individualidad, no parece cristiano. La orgía dionisíaca
nacía del ansía de superar las barreras del ser `9; según
Nietzsche, el individuo es un error; para el cristiano, en
cambio, es un carisma, un regalo de Dios. Con el vértigo y el
frenesí dionisíacos quería el hombre, mintiéndose,
librarse de sí mismo, curarse de ser hombre, taladrar el
tiempo y el espacio para salir del aquí y ahora y vagabundear
en el océano de la sensación ilimitada. Los cristianos no
necesitan mentirse, no están cansados de ser hombres; al
contrario, afirman su valor y su dignidad.
Quien
vive superficialmente acaba harto de sí mismo. Nunca entra
en sí, busca dilatarse y choca con sus paredes; pero es una
dilatación gaseosa, que disminuye su densidad. Hay otra
manera de ampliar el ser, por la concentración, que aumenta
su peso específico y descubre nuevas dimensiones y espacios
en su mismo centro; entonces comprende lo que es «anchura y
largura, altura y profundidad» (Ef 3,18). Esta dilatación
del ser se hace posible en la comunicación personal y
profunda; además el hombre que respeta su pared existencial
siente que al otro lado hay uno que interpela.
No
hay que curarse de ser hombre, sino de estar solo, de ser
medio hombre. A Dios no se llega por la grandeza, sino por la
bondad; y si hemos de saber que somos pobres, la pobreza
esencial es la finitud; este realismo se llama también
humildad. A1 saber y amar lo que somos, es cuando amamos a
Dios y llegamos a la felicidad: «Dichosos los que se saben
pobres, porque suyo es el reino de los cielos» (Mt 5,4).
El
hombre es historia y el cristiano no pretende evadirse de
donde Dios lo ha colocado. No se avergüenza de ser hombre,
sabiendo que por serlo es imagen de Dios; quiere ser mejor
hombre, más profundamente humano, para hacer esa imagen más
semejante a su modelo.
Aprender a celebrar
Aunque
la celebración es siempre global, subrayará, según las
ocasiones, uno u otro aspecto de la vida cristiana, sea la
libertad gozosa y la alegría de la unión, la renuncia a las
ambiciones del mundo y el entusiasmo por la tarea común, la
lealtad a Cristo y el derribo de los ídolos, el examen de la
propia fidelidad o la expresión de solidaridad con todos los
que trabajan por la paz y el bien. Siempre está presente el
Señor como dador del Espíritu.
Celebrar
exige inventiva; hay que encontrar formas aptas de expresión.
Si en la antigüedad la celebración papal se inspiró en los
rituales imperiales, pertenecientes a la vida civil, también
hoy tienen derecho los cristianos a aprovechar los datos de
la cultura que contribuyan a su celebración. Al fin y al
cabo, cada época tiene sus convenciones y sus canales
expresivos, sus palabras clave y sus gestos simbólicos. Han
de tener en cuenta todo lo que es noble y amable, todo lo que
merece alabanza y estima en la sociedad ambiente (Flp 3, 8).
El reino de Cristo no es de este mundo, porque consiste en dar
una vida que no procede de esta tierra, pero está en este
mundo y existe para él; por eso quiere que los suyos
permanezcan en el mundo (Jn 17, 15.18), pero viviendo en la
verdad (ibíd. 17). Los cristianos festejan como los demás
hombres; si su celebración se distingue de otras, no es por
adoptar formas esotéricas, sino porque en ella, en medio del
mundo, centellea el Espíritu de Dios.
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