lunes, 29 de diciembre de 2014

La liberación: paz entre los hombres

El pecado del hombre consistía precisamente en la corrupción de la sociedad humana, dividida por el odio, la explotación y la mentira. Condición para reconciliarse con Dios es la hermandad entre los hombres; de lo contrario, el pecado persevera. Por eso la cruz de Cristo empieza a derribar barreras entre pueblos:
 «Porque él es nuestra paz, él que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su carne la Ley de los minuciosos preceptos; de este modo, con los dos creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz y, a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad» (Ef 2,14‑16).
 La hostilidad, pecado del mundo, se opone a la hermandad, propósito del Padre. Sólo cuando la hostilidad desaparece queda el hombre reconciliado con Dios. El ejemplo de Cristo y el don del Espíritu, que infunde su amor en los hombres, harán posible la humanidad nueva.  
  Hay que analizar la paz iniciada por Cristo. La enemiga entre judíos y paganos no se limitaba al terreno religioso, era al mismo tiempo racial, cultural y política. Es conocido el desprecio mutuo de los pueblos en la antigüedad, y también en nuestros días, por desgracia. Cada uno blasonaba de sus orígenes y consideraba inferiores a los demás. La discrepancia cultural estaba engastada en la misma ley de Moisés, muchos de cuyos preceptos eran tabúes alimenticios, impedimentos matrimoniales o prácticas higiénicas, no estrictamente religiosos. En lo político, el antagonismo era debido a la dominación romana en Palestina, humillación suprema del pueblo elegido, que provocaba periódicamente estallidos de rebeldía. Las represalias culminaron en la destrucción de Jerusalén.   
              
 En su condición pecadora, el hombre arrastraba el fardo del pasado. Cristo en la cruz, obteniendo el perdón, le desata ese lastre para que comience a vivir. A la antigua condición sucede el hombre nuevo, libre de los odios ancestrales, abierto a la solidaridad, por encima de raza, condición social, cultura y nación. Ninguna diferencia constituye privilegio: «Porque todos, al ser bautizados para vincularos a Cristo, os vestisteis de Cristo. Se acabó judío y griego, siervo y libre, varón y hembra, dado que vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús» (Gál 3,27). '
 Por ser incorporación a Cristo, el bautismo es sacramento de solidaridad humana; para el que lo recibe, ninguna distinción entre hombres podrá ser impedimento a la hermandad.

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