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... luego señor es el Hombre también del precepto».
De primera importancia es la oposición que establece este dicho
entre la expresión «el Hombre» («el Hijo del hombre») y «el
hombre» del dicho anterior (9).
Por alusión a la creación primordial, «el hombre» de 2,27 remitía
a la figura de Adán; era el «hijo de Adán», creado a imagen de
Dios. En cambio, la expresión «el Hombre» con mayúscula («el Hijo
del hombre») de v. 28 designa al que es «Hijo de Dios», no mera
imagen, el que, como portador del Espíritu, posee la autoridad
divina (2,10) y actúa como Dios en la tierra, borrando el pasado del
hombre y dándole vida (2,5.11). El primero es «el hombre-Adán»; el
segundo, «el Hombre-Dios».
En el dicho anterior (v. 27) Jesús ha hecho una declaración sobre el
papel del precepto respecto al «hombre-Adán». Dios no lo creó para
que fuera súbdito de una Ley, sino para que, mediante ella, fuese
imitador de Dios mismo. El precepto tenía la función de recordar al
hombre su vocación a la libertad.
Sin embargo, de hecho en el. ámbito del hombre-Adán seguía
existiendo la esclavitud, como aparece en las mismas formulaciones del
precepto del descanso («tu esclavo, tu esclava», c£ Ex 20,10; Dt
5,14). El precepto era sólo el símbolo de una libertad plena,
semejante a la de Dios mismo. Su mera existencia demostraba que el
hombre no había llegado aún a realizar el designio divino. El
precepto del descanso era, pues, como el estado del hombre,
transitorio.
Por eso la segunda parte de la declaración de Jesús se presenta como
consecuencia de la primera («luego el Hombre...»); es decir, cuando
se cumple en «el Hombre» el designio de libertad al que miraba el
antiguo precepto, éste resulta superfluo. Ha pasado el anuncio, la
promesa, para dar paso a la realidad (c£ 1,15: «Ha terminado el
plazo»). En otras palabras: el hombre que es portador del Espíritu
de Dios y actúa según él («el Hijo del hombre» = «el Hombre»)
no está regulado en su conducta por una ley externa, sino por el
impulso interior del Espíritu.
La Ley pretendía garantizar un mínimo de convivencia social; de ahí
el carácter negativo de sus preceptos éticos. En cambio, el Espíritu
presente en el hombre es fuerza de amor que no solamente excluye toda
actividad nociva respecto a los demás, sino que constituye una fuerza
positiva de bien y de vida. La ética de la Ley, expresada en
prohibiciones que no desarrollan a la persona, es un marco demasiado
pequeño para las posibilidades que Jesús abre al hombre; es la
actividad creativa impulsada por el amor la que hace crecer y madurar
al ser humano.
La Ley presentaba a un Dios que aseguraba la convivencia reprimiendo
las tendencias destructoras de los individuos; Jesús presenta a un
Dios que comunica su Espíritu para potenciar al hombre. Idealmente,
la observancia de la Ley habría desembocado en una sociedad no
injusta; la acción del Espíritu lleva, por la solidaridad del amor,
a la sociedad de la plena libertad y justicia, el reino de Dios.
«El Hombre» (el Hijo del hombre) por antonomasia es Jesús, el
portador del Espíritu (1,10), el Hijo de Dios (1,11) y presencia de
Dios en la tierra (2,19: «el Novio/Esposo»). Pero la expresión
incluye a todos los que participen de su Espíritu (véase 2,10). En
Jesús se revela la plenitud a que está llamado todo hombre. Por la
adhesión a su persona se abre a cada uno este horizonte de plenitud;
por ella se cancela el pasado pecador (2,5), se recibe vida/Espíritu
(2,11) y se alcanza la libertad (2,28: «señor»).
La expresión «ser señor de» es otra manera de formular la «autoridad»
del Hombre, afirmada en el episodio del paralítico (2,10). El ámbito
de su autoridad se extiende también a la Ley. El que actúa movido
por el Espíritu actúa como Dios mismo y, como él, está por encima
del precepto, es señor de la Ley.
El Hombre no es ya solamente «imagen de Dios», sino «hijo», por
participar de su Espíritu/vida. El señorío del Hombre es la consecuencia
de su nueva relación con Dios como Padre: quien es «hijo de Dios»
no puede ser súbdito, sino señor. Lo propio del súbdito es obedecer
a la voluntad de otro, que limita su libertad; lo propio del señor es
actuar por decisión propia, no regido por norma exterior alguna. La
Ley ya no es mediadora entre Dios y el hombre ni expresa la voluntad
de Dios para éste; por el Espíritu que recibe, la relación del
hombre con Dios es ahora directa. Los seguidores de Jesús están
emancipados de la Ley.
En efecto, la participación del Espíritu que posee Jesús imprime un
nuevo rumbo a la historia y realiza el reinado de Dios, que deja
caduca la antigua alianza. El hombre‑Adán puede así salir de
su estado transitorio a un nuevo estado definitivo. Dios no es ya un
modelo exterior que imitar; al infundir al hombre su Espíritu o
fuerza de vida, lo hace partícipe de su ser, capacitándolo para
actuar en la tierra como él mismo (2,10).
La declaración de Jesús en 2,27-28 puede compendiarse así: Dios crea
al hombre a su imagen, es decir, con la posibilidad de ser libre y señor
como él. Pero mientras el hombre viva en una sociedad en la que hay
dueños y esclavos está incapacitado para desarrollar su vocación y
llevarla a plenitud. Se instituye, sin embargo, el precepto del
descanso festivo, para que el hombre se vea libre periódicamente de
la servidumbre del trabajo y se asemeje a Dios, su modelo. El precepto
del descanso es así símbolo y promesa de la libertad y señorío a
que está llamado todo hombre y recordatorio de que su situación es
transitoria (v. 27).
La sociedad definitiva, que pone fin al estado transitorio del hombre
y lo capacita para realizar su destino, es el reino de Dios. Sustituye
a la antigua alianza y se caracteriza por la infusión en el hombre de
la vida divina, el Espíritu, que lo hace «hijo de Dios» y lo
capacita para llegar a ser «el Hombre» pensado por el Creador. En
esta sociedad nueva la libertad no se vive como símbolo, sino como
realidad.
El ser humano ha de alcanzar en ella la plena madurez del que actúa
siempre por el impulso interior del amor, sin necesidad de ajustar su
conducta a una norma externa. La Ley queda como una etapa superada; en
su nueva condición, el hombre está por encima de la Ley, es «señor»
de ella.
(9) Como en 2,10, Hay, «The Son of Man» 70,
da el valor de «hombre» a la expresión «el Hijo del hombre», sin
apreciar la oposición entre anthrópos
en v. 27 y bo hyios you anthrópou
en v. 28. Por otra parte, opina que se refiere aquí a los discípulos,
que son los que han violado la observancia; pero es innegable que en
primer lugar se refiere a Jesús. Observa, con razón, que no hay nada
apocalíptico en el pasaje.
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