FIDELIDADES
La fidelidad a un señor es un modo
de expresar el ser de criatura, que no encuentra su fin último
en sí misma. En la época del Nuevo Testamento se concebía
al hombre como campo de batalla para las fuerzas divinas y demónicas
que intentaban apoderarse de él. Según la concepción
pagana, unas y otras tenían carácter cósmico, por lo que
desembocaban en la idea del destino. Los ritmos recurrentes,
astronómicos o agrícolas, origen de las divinidades paganas,
espoleaban la creencia en una fatalidad inflexible y
repetidora.
El hombre no se definía por sí
mismo, sino por el señor a quien servía, y el servicio, según
la idea del tiempo, comportaba una disponibilidad total, una
esclavitud. San Pablo se hace eco de esta concepción en la
Carta a los Romanos (6,16.20); después de establecer que el
acto de sumisión constituye al hombre en esclavo del dueño
que elige, distingue la entrega al pecado, que lleva a la
condena a muerte, y la entrega a Dios, que obtiene el indulto
y la vida.
El cristiano, antes esclavo del
pecado como todo hombre, ha sido emancipado por Dios y ha
pasado al servicio de su liberador.
En los evangelios, conforme a la
concepción hebrea, el hombre se define por su tendencia. No
es una mónada amurallada, sino una aspiración, un anhelo, un
deseo; el hombre sirve a un ideal que gobierna su vida. Así
lo expresa Jesús en el sermón de la montaña: «Dejaos de
amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma
las echan a perder; amontonaos riquezas en el cielo, porque
donde está tu riqueza está tu corazón» (Mt 6,19‑21).
El corazón en el lenguaje bíblico es el interior del hombre,
la personalidad podríamos decir en lenguaje psicológico,
incluyendo conocimiento y afecto. El hombre está clavado a su
tesoro. Jesús da por descontado que cada hombre tiene uno,
que tiende hacia algo y pone su ideal en algo. Lo importante
es que la riqueza sea verdadera y esté bien colocada.
El ideal que el hombre persigue
modela su psicología, lo achica o lo engrandece. El hombre se
asemeja a lo que adora, si es un ídolo mudo e inerte, se
despersonalizará (salmo 113,12‑16). La alternativa
entre señores o tesoros es uno de los modos como en el Nuevo
Testamento se presenta el concepto fundamental de decisión.
En boca de Cristo: «Nadie puede estar al servicio de dos
amos; no podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Varias
parejas de opuestos expresan los términos de la opción:
carne‑espíritu, luz‑tinieblas,
Cristo‑mundo, mal‑bien, reinado de
Dios‑reinado de Satán, edad presente y edad futura. En
este conflicto de fuerzas antagónicas el hombre tiene que
comprometerse con uno de los contendientes. No valen
abstenciones, neutralidad equivale a traición.
Reconocer, profesar y vivir que
Jesucristo es el Señor significa manifestar la propia opción,
pasar al servicio de Dios, en la persona de Cristo. La opción
compromete la vida, pues, quien se pone a disposición de un
señor pasa a ser instrumento de sus objetivos: para el mal,
si el señor es el pecado; para el bien, si es Dios (Rom
6,12).
Optar por Cristo significa excluir
todo otro señor, jurar una bandera y renegar de todas las demás.
Pero la opción por Cristo difiere de las otras; mientras
servir a los otros señores esclaviza, alistarse al servicio
de Cristo libera de la esclavitud.
La opción misma no estaba en poder
del hombre. Su servidumbre a los bajos instintos: odios,
rivalidades, envidias, inmoralidades, afán de dinero y de
poder, era tan honda, que a pesar de los esfuerzos de su
voluntad era incapaz de sacudirla. Era prisionero del pecado (Rom
2,22). Su señor adoptaba diferentes nombres: mundo, pecado,
demonio, carne, fatalidad, destino.
La llamada de Dios pide al hombre que
reniegue de sus antiguos señores y prometa fidelidad al Señor
de cielo y tierra, al que libera a los esclavos.
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La resurrección es la
victoria de Dios y el triunfo de Cristo. La lucha que pareció
acabar con la muerte no había terminado. Faltaba aún el
resultado final; el árbitro no era el hombre, sino Dios, y él
mostró que el llamado vencido salía vencedor, el condenado
resultaba inocente, el ejecutado recobraba la vida; vida
inmortal, gloriosa, eterna.
Empieza la nueva creación, el cielo
nuevo y la tierra nueva, se ha puesto el primer sillar del
universo renovado. La resurrección es la sonrisa de Dios y
del universo entero: es el primer producto no sólo muy bueno
como en la primera creación, sino perfecto, acabado,
definitivo, exento de corrupción y decadencia.
Dios ha mostrado de nuevo la fuerza
de su brazo. El Antiguo Testamento celebraba la redención
efectuada por Dios sacando a su pueblo de Egipto, del país de
la esclavitud, a la tierra donde manaba leche y miel; del
trabajo forzado, a la prosperidad de Canaán; de la
servidumbre, a la libertad. Pero aquel éxodo era sólo figura
del gran éxodo que se cumple en Cristo. El verdadero Egipto
era el reino de la muerte, reino sin fronteras y sin salida,
que oprimía al género humano bajo la angustia de lo
irremediable. Jesús entra en la muerte para vencerla, y Dios
lo rescata de su dominio: «Llamé a mi Hijo para que saliera
de Egipto». Esta es la victoria definitiva sobre el mal. La
muerte, abismo de desesperanza, alejamiento de Dios, ruina de
la existencia, privación de la vida, fracaso supremo del
hombre, se convierte gracias a Cristo en esperanza de vida y
de felicidad, en puerta del reino de Dios. La destrucción es
semilla de resurrección; la debilidad, de fuerza; la miseria,
de gloria.
Cristo concentra en sí la vida y el
Espíritu para derramarlos sobre todo viviente. El que
recapitula el universo entero es fuente de vida para toda
criatura.
En esto precisamente consiste su
reino; no es reino de dominio, sino de transformación, no de
poderío, sino de salud, no es un reina que oprime, sino que
hace renacer; sus súbditos no se encorvan bajo el peso de una
ley, se yerguen animados por una vitalidad nueva. Su triunfo
está en vivificar, no en doblegar.
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