¿Podemos
ir al infierno sólo por un pecado mortal?
Esta pregunta está mal planteada. El infierno es una decisión de
toda una vida y de la totalidad de nuestros actos. Nadie es condenado al
infierno sin más. Sólo permanece en el infierno quien lo creó para sí,
el que se decidió por él. La epístola a los hebreos dice que «si
pecamos voluntariamente... estamos destinados al ardor del fuego»
(10,26‑27). Como ya notaron con acierto algunos Santos Padres (Agustín,
Teofilacto), no se dice «después de haber pecado» sino «si pecamos»,
es decir, si persistimos en nuestro pecado rechazando la conversión. Se
trata por lo tanto de una disposición del alma, no de un hecho aislado.
Nuestra situación de
peregrinos entre tentaciones, dificultades sicológicas, errores en la
educación y debilidades de todo tipo, no nos permite durante nuestra vida
realizar un acto que marque de una vez por todas nuestro destino futuro.
Nuestra vida es una sucesión de actos continuos, la mayoría de ellos
ambiguos, porque el hombre es simultáneamente bueno y malo, justo y
pecador. Lo que marca nuestro destino futuro es nuestra vida en cuanto
totalidad, no éste o aquel acto.
Los actos revelan nuestro
proyecto fundamental. Si repetimos siempre los mismos actos y nunca
intentamos corregirlos sino que permitimos que tengan lugar sin ninguna
preocupación, podrán señalar poco a poco nuestra dirección
fundamental. Sin embargo, si tenemos nuestro proyecto fundamental
orientado hacia Dios, controlamos la situación de tiempo en tiempo e
intentamos vencernos siempre que percibimos que nos estamos desviando,
entonces los actos individuales cobran menos importancia. Podrán ser
pecados graves, pero no mortales (que llevan a la segunda muerte). Por un
pecado «mortal» que no sea el resultado de toda una vida y de toda una
orientación nadie será expulsado a las tinieblas exteriores. La decisión
fundamental y definitiva del hombre se realiza al morir, como vimos
anteriormente. En ese momento el hombre percibe una vez más toda su vida,
comprende a Dios y lo que El significa, se confronta una vez más con
Cristo y su función cósmica, y entonces, absolutamente libre de obstáculos
externos, podrá decir un sí definitivo a Dios o un no final.
Aquellos hombres que
buscaron con sinceridad la verdad y la justicia, aunque hayan sido
pecadores y hayan estado lejos de Dios por las circunstancias tal vez de
educación, malos ejemplos, complejos síquicos, podrán ahora verlo y
decirle un sí definitivo. Porque estaban sirviendo a Dios cuando hacían
el bien y respetaban a los demás. El proyecto de su vida se verá ahora
realizado y vivirán en Dios.
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