El Anticristo está en la historia: ¡Vigilad!
El Anticristo no se inscribe en un futuro lejano sino que constituye
una realidad del presente. Está activo en la manipulación del poder político
y religioso: su espíritu vive en las injusticias universales de orden
estructural; se entremezcla en los proyectos humanos mejor intencionados
en forma de egoísmo, voluntad de autopromoción e instinto de
discriminación. El Anticristo es una realidad de cada hombre en la medida
en que cada uno es simultáneamente pecador y agraciado por Dios,
descentrado de Dios y centrado sobre sí mismo, teísta y ateo. Por eso
nos es necesario vigilar y no dejarnos engañar por el mal bajo la máscara
de bien. El tema del Anticristo nos viene a recordar que ni todo lo que
brilla es oro, ni todo lo que es religioso viene de Dios y de su gracia.
El choque entre Cristo y
Anticristo no es sólo la lucha entre religión e irreligión. Del NT
aprendemos que la religiosidad es una de las características del
Anticristo: «vino de los nuestros pero no era de los nuestros» (1 Jn
2,19). La lucha entre Cristo y Anticristo se opera entre. la humildad de
quien se siente apoyado en el misterio de Dios y que por lo tanto no puede
ser jamás orgulloso, ni autoafirmarse, ni instaurarse a sí mismo como
medida para los demás, y la voluntad de poder que se rebela contra Dios
en la medida en que el hombre se olvida de su fundamento divino, se cierra
sobre sí mismo y establece un mundo fundado en criterios impuestos por
esa voluntad suya de poder. Surge entonces una humanidad en la que Dios ha
sido ahogado y la fe narcotizada. La consecuencia de esto se manifiesta en
la falta de jovialidad y en la tragedia de la muerte de Dios en el corazón
del hombre. Cuando se proclama a la tierra como realidad última, cuando
el poder del hombre es considerado como el factor decisivo y determinante
de todo, aparecen utopías que prometen el cielo y en su lugar traen el
infierno, anuncian solidaridad y consiguen soledad, proclaman un orden
nuevo y un mundo nuevo pero no nos quitan el sabor amargo de las cosas
viejas ni nos reducen la ilusión de orden en el desorden.
La fe nos consuela diciendo:
«Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33); «con la manifestación de
su venida el Señor Jesús aniquilará al Inicuo con un soplo de su boca»
(2 Tes 2,8).
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