Lo
divino sin superar lo humano.
Dijimos al final del tema anterior que a la pregunta
de cómo es posible que el cumplimiento de la venida del Mesías
pasase desapercibido, Mateo responde con relatos que ponen de
relieve resonancias políticas y cósmicas. Lucas, en cambio,
prefiere la simple confesión de que Jesús es uno más de
cuantos han vivido pobres y menospreciados, pero amados por
Dios.
Ambos dejan a Jesús retirado en Galilea, en Nazaret. ¿Cuál
es el significado de estos años oscuros de Jesús? Para
cualquier adolescente o adulto que quiera pararse un momento
ante su vida, hay en esta lección un interrogante denso: el
propio crecimiento. A veces los grandes interrogantes quedan
ahogados por la rutina de la vida, por el deseo de pasarlo
todo un poco como caiga, sin grandes preocupaciones; más aún:
quizá un adolescente todavía siente en su piel, en su
conciencia, un llamamiento a hacer algo, a ser algo, a
cultivar el misterio que a todos nos rodea, si queremos
percibirlo...,
pero más tarde tal vez, en una juventud posterior y cuando
más falta hace un pulso, unas certezas, una fidelidad
interiores,
es cuando ese adolescente se vuelve escéptico, poco seguro de
sí mismo en el fondo de su ser, corriente en el sentido de
que se procede de una manera "standard" y pone en
peligro una auténtica originalidad, lo inédito que cada
uno de los hombres somos. ¿Crecemos? De Jesús, dice Lucas
esta línea cargada de sentido
Lc.
2,52: Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor
de Dios y de los hombres.
Hay que tener en cuenta que el saber no significa para
un hebreo únicamente lo intelectual, los conocimientos que
se adquieren en el estudio, sino que ese concepto hace
referencia a un conjunto de experiencia hecha a base de
conocimientos, de valoraciones, de decisiones personales,
con todo lo cual una persona se puede decir que, de verdad,
sabe. Sucede en todos los campos humanos: Saber un deporte
en este sentido significaría algo así como conocerlo y
vivirlo y sentirlo por dentro... Mucho más si se trata de
este saber que le compete a un hombre para ser más.
Una
confirmación posterior: La transfiguración
A partir de 16,13 hasta 17,10, se narra en Mateo una curiosa
escena que tiene cuatro pasos:
1.
Pregunta Jesús: Quién dice la gente que soy yo. Los discípulos
le van exponiendo los pareceres populares que había en torno a él,
y al final se arranca Pedro para proclamarle el Mesías: fue como
una ocurrencia, un impulso en que se mezclaba una intuición
cierta, bordeada de malentendidos. Jesús, de momento, le alaba por
su confesión.
2.
Pero inmediatamente, Jesús pone a prueba el concepto que de Mesías
se había formado Pedro, y con él los demás, sin duda:
16,21: Entonces por primera vez manifestó Jesús a
sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, padecer mucho a
manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y
resucitar al tercer día.
3.
Pedro pensó que a su maestro le había puesto pesimista uno de esos
malos momentos que todos pasamos, y se sintió obligado a
recordarle que no, que eso no era lo propio del Mesías, y que no
pensase más en ello:
16,22:
Pedro lo agarró y se puso a regañarle: «No lo permita Dios, Señor.
Eso no puede pasarte.»
4.
Aprovechó Jesús para dejar en claro cuál era el verdadero
mesianismo y que si de ése no se trataba, desde luego no era el
propio suyo. Y le dirigió a Pedro la invectiva más sonora que se
encuentra en los evangelios
16,23:
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista,
Satanás!
Eres un peligro para mí, porque tú no piensas en lo de Dios, sino
en lo humano.»
Pues bien, a continuación es cuando se narra la
Transfiguración
de Jesús. Es un pasaje difícil, parecido al de las tentaciones,
que se estudian más tarde. No se descarta, ni mucho menos, que se
trata de una composición literaria con la que se quiere decir el
puesto central de Jesús y cuál es su gloria, más que contarnos un
episodio milagroso. Viene a decírsenos: Si tuviéramos ojos de fe
veríamos ya en la vida cotidiana, normal de este hombre, un
resplandor
que nos le transforma en algo más que sus apariencias sencillas.
Ese sí era el verdadero mesianismo, la verdadera categoría de
Jesús; no el poder, no el no sufrir. Pedro caería en la cuenta, lo
mismo que los demás, después de la resurrección de Jesús: Ya en
su vida corriente podía verse, de haber estado alerta y haber sido
lúcidos cuál era la auténtica gloria de Jesús. Por entonces, sólo
Jesús tenía la suficiente claridad (aunque dolorosamente oscura)
del SENTIDO de su mesianismo, de su reinado. Y eso es lo que toda su
predicación atestigua: Que hay que atenerse a lo dado en el hombre,
su peculiar modo de ser, su pobre modo de ser, y hallar en ello
toda la riqueza de entrega de que él es capaz precisamente porque
su existencia es oscura.
Desde luego, pretender que el género humano sea tan
consciente
y tan interior como para que cada uno actúe por estos principios
y se enfrente con el subsuelo de su ser HOMBRE, parece imposible; se
ve, cuando menos, como una lentísima subida o crecimiento hacia
ese punto Omega.
Lo divino, creemos en general, se manifiesta en el poder, la
eficacia, la abundancia, lo milagroso: mesianismos de que fue
tentado
el mismo Jesús. Pero mirándolo mejor, un tipo de vida como la de
Jesús es el único que deja trasparentar los valores que uno
estima, la libertad con que se siente por dentro, la gloria propia
del hombre. De aquí nacería la tremenda libertad de Jesús, su
no-apoyo, no-apego a bienes algunos, a la existencia ni a
nada; da lo mismo tener que no tener, morir ahora mismo que dentro
de muchos años. Porque la ilusión y el regocijo que produce la
libertad en sí misma cuando se ejercita en “librar siempre” o
en “relacionarse en amor”, es algo ya último, que no busca ni
espera justificación ulterior o continuidad alguna fuera de si
misma. No hay otro mesianismo. No hay otra dirección en el
crecimiento de lo humano.
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