Consecuencia de esta doctrina fue demarcar la
separación entre justos y pecadores: justo es
el hombre bueno, porque se ha propuesto serlo
y lo cumple; pecador es el malo, por propia
decisión. Cada uno es plenamente responsable
de su estado, para bien o para mal. Doctrina
de voluntarismo despiadado. El mero estudio o
ignorancia de la Ley establecía una línea
divisoria, pues no podía aspirarse a la
perfección sin un conocimiento detallado de
las normas; esto explica el desprecio que los
doctos sentían por el vulgo: «Esa plebe que
no entiende de la Ley, está maldita» (Jn 7,
49 ).
No podían negar los fariseos la
existencia de malas inclinaciones en el
hombre. Pero, en vez de considerarlas una
limitación de la libertad, las explicaban
atribuyendo su origen a Dios, quien desea que
el hombre las venza y así adquiera méritos.
El contraste entre la doctrina fariseo y la predicación profética es
profundo. No es que los profetas no
descendiesen a pormenores de conducta moral,
pero éstos estaban siempre en función de una
totalidad, de una exigencia radical y vital de
relación con Dios. Ante todo, predicaban la
fidelidad a un Dios personal, no a un código
escrito; el código, las normas morales
concretas debían ser expresión y guía de la
relación con Dios. Lo fundamental era el diálogo,
el intercambio con Dios, que en su formulación
más atrevida usaba términos de amor conyugal
entre Dios y su pueblo (Oseas; 2). La conducta
era consecuencia de la actitud; la ética, de
la entrega. En la concepción profética el
pecado es global: consiste en una actitud
vital equivocada que provoca la ruptura con
Dios; los actos pecaminosos no son sino
riachuelos por los que corre el agua
corrompida de la actitud.
Cuando para cada aspecto y circunstancia de la
vida está ya enunciada la voluntad de Dios,
basta informarse y ponerla en práctica. La
interpretación de la jurisprudencia en cada
nueva coyuntura no es más que explicitación
del texto sagrado, y se reviste de su misma
autoridad; aunque la colección legal se
acrece, nada es nuevo ni queda nada por
inventar. El espíritu huelga, su soplo
inicial bastó para todas las épocas.
El fariseo opta por la obediencia
absoluta a esa voluntad divina formulada en la
Ley; renuncia libremente a su libertad e
iniciativa, se somete a una esclavitud
voluntaria. Adopta la política del no riesgo,
de la seguridad total. Y, como lo importante
es obedecer, cualquier precepto, mínimo o
capital, adquiere máxima importancia en
virtud de la obediencia que exige.
La Ley produce la alienación: por una parte, el
hombre comprende que el precepto es justo; por
otra, el mismo precepto exacerba su inclinación
mala; se encuentra descoyuntado por dos
fuerzas antagónicas. Sí se identifica con su
parte mejor, la voluntad, rechaza con ello sus
instintos, que se proyectan como una
antipersona enemiga, «el pecado»: «el bien
que quiero hacer, no lo hago; el mal que no
quiero hacer, eso `es, lo que me sale.
Entonces, si hago precisamente lo que no
quiero, señal que no soy yo quien actúa,
sino el pecado que llevo dentro» (7,20). Es
la esquizofrenia: «Yo, que con mi razón
estoy sometido a la Ley de Dios, por mis bajos
instintos soy esclavo de la ley del pecado»
(7,26).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.