La «religión» era un estadio infantil. Proclamada por
Cristo la mayoría de edad, la «religión» ha de ir
desapareciendo, pues pertenecía a lo elemental que
esclavizaba y dividía al hombre. Era un régimen de temor
alienante, abrumado como estaba por la conciencia de culpa y
amedrentado por la ira del Dios justiciero; escindía al
hombre, divorciando lo religioso de lo humano; dividía a la
humanidad, pegando etiquetas de bondad o maldad, de salvación
o ruina, tomando por criterio sus prácticas y creencias;
mantenía al hombre en el infantilismo, acostumbrándolo a
buscar solución en Dios o llevándolo a un fatalismo inerte;
desembocaba en la tristeza, por no encontrar una amistad con
Dios, libre de intereses mezquinos. En conjunto, fomentaba la
alienación y la esquizofrenia, por introducir cuñas
separadoras en todo ángulo del ser.
Cristo,
por el contrario, para dar la salud al hombre, lo totaliza y
lo integra, borrando las líneas divisorias: se cuartean los
muros del templo y se sacraliza el universo; se agrietan los días
sagrados y se santifica el tiempo entero, se derrumban las
barreras de casta y se consagra todo hombre; el Espíritu que
inspiró a los profetas se derrama sobre todo mortal y la
relación con Dios invade la vida y se identifica con ella.
Algunos hombres habían tenido esa intuición, pero
de ordinario se habían separado de la sociedad para dedicarse
por su cuenta a prácticas ascéticas particulares. Tampoco
eso es condición; en la nueva edad que comenzó con Cristo,
la vida de todo hombre, tranquila o ajetreada, es culto de
Dios y lugar de Dios, con tal de que viva para el bien de los
otros.
A la «religión» pertenecen varias concepciones con
respecto a Dios: la del dios tirano, cuya omnipotencia juega
con sus criaturas, destinándolas a dicha o ruina con una
decisión inapelable. La del dios envidioso, que mantiene al
hombre sometido, sintiendo celos de su autonomía y libertad.
La del dios tremendo, que exige el homenaje y la adulación,
so pena de caer víctimas de su cólera. La del dios banquero,
que espía y anota cuidadosamente las faltas de los hombres,
para ajustar las cuentas en el juicio. Ese es el dios que
puede adorarse con los labios, pero nunca con el corazón; el
dios que tortura al hombre condenándolo a culto forzado y
provocando odio en lo íntimo del ser. Fruto podrido de la
religión es la blasfemia, protesta contra la oculta
esclavitud, que se da de ordinario en pueblos sedicentes
religiosos. Ese es el dios que ha muerto, como se ha dicho en
los últimos años. En realidad, era un espantajo, que se
esfumó cuando Cristo pronunció el apelativo: « ¡Padre! ».
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