Celebración auténtica
Celebrar es explicitar. Lo que en la vida se ejerce a
menudo en silencio o en voz baja, se pregona entonces desde la
azotea (Mt 10,27). Es un momento de vida a pleno pulmón y en
plena transparencia, de ser explayado, que hace patente el
mundo interior y da relieve a lo personal.
El criterio para juzgar la legitimidad y autenticidad
de una celebración consistirá, por tanto, en ver si se vive
lo que se pretende celebrar; si existe una zanja entre celebración y vida, la celebración es teatro.
Tantos pastores se preguntan cómo
dar sentido a la celebración, cómo hacerla significativa. El
problema es real, pero ¿se atina en la práctica con el nudo
de la cuestión? Se excogitan soluciones como ampliar la
ceremonia,
organizar el canto u otras iniciativas loables.
Pero lo decisivo no está ahí; hay que enfrentarse
con la ineludible pregunta: ¿viven los bautizados una vida
cristiana?, ¿tienen conciencia de su misión en el mundo y la
llevan a la práctica en cuanto pueden?, ¿piensan acaso que sólo
en la iglesia encuentran a Dios? Hay que reconocer a Dios en
la calle para encontrarlo en la iglesia; hay que creer en el
hombre para creer en Dios. Separar a Dios de la vida para
buscarlo en un reducto sacro es paganismo. El tema de la
celebración es la obra presente de Dios en cada uno y en el
mundo entero, el reino actual de Cristo, el fermento incesante
del Espíritu en la masa humana. Ya hemos dicho que ese presente se refiere al pasado y actualiza el
porvenir; pero quien no viese en lo cotidiano la acción de
Dios entre los hombres y fuera incapaz de vislumbrar el dedo
de Dios en la ambigüedad de la aventura humana, o al menos de
estar persuadido de la realidad de su influjo, tendría una fe
sin cuño cristiano; viviría de recuerdos, sin contacto con
lo real. La iglesia es sala de fiesta, y, el motivo de la
fiesta son hechos anteriores; es también, si se quiere,
taller de reparaciones, pero antes hay que correr por la
carretera.. Quien no amasa su fe con la experiencia diaria ni
ejercita su amor en la tarea mundana no está preparado para
celebrar ni necesita reparar sus fuerzas; a lo más un masaje
que le alivie el anquilosamiento.
Ser cristiano no consiste en ir a la
iglesia, como ser combatiente no se define por llevar un
uniforme ni por vivir en un cuartel. La calidad de la
celebración depende del grado de entrega que se ejercite
fuera; es imposible una celebración cristiana si no se vive
la dedicación cristiana; separar a una de otra reduce la
celebración a la búsqueda de emociones religiosas, como en
el paganismo, pervirtiendo el sentido de la revelación.
Es significativo el compendio de vida
cristiana que presentan los Hechos de los Apóstoles: «Eran
constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en
la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones»
(2,42 ).
Este brevísimo pasaje establece con
toda nitidez la precedencia de la vida sobre la celebración
o, si se quiere, el vínculo entre una y otra.
Expliquemos algunos términos. La
enseñanza de los apóstoles estaba centrada en el testimonio
de la resurrección del Señor Jesús (3,33); lo primero que
subraya el autor es, por tanto, la unidad de fe y esperanza.
La vida en común se expone en diversos lugares del libro: «En
el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo;
lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo
que tenía..., ninguno pasaba necesidad» (4,32‑34).
La unión de fe y esperanza producía la unanimidad en lo esencial, fruto del intercambio y la comunicación;
es el primer aspecto del amor mutuo, la entrega de la persona.
Pero los cristianos de Jerusalén pasaban más allá y compartían
sus bienes para que a nadie faltase lo necesario. La « vida
común» ofrecía los dos aspectos: unión personal y
comunicación de bienes. La solidaridad económica sin
cordialidad fraterna es limosna ofensiva o participación fría
y separadora.
Solamente después de haber descrito
la vida cristiana en términos de fe y amor eficiente se
refiere el autor a la eucaristía; la < fracción del
pan> o comida en común, símbolo de la unidad existente y
alimento de la mayor unión, carece de sentido si la vida no
precede.
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Carismas
La celebración es el lugar donde se
manifiestan muchos carismas del Espíritu, y hay que
facilitar su despliegue. En la reunión más que en la
fiesta, todo el que quiera decir algo debe encontrar la
posibilidad; por lo menos hasta fines del siglo rv se reconocía
que la misión de enseñar en la iglesia no era monopolio de
presbíteros u obispos; he aquí un texto de las
Constituciones
Apostólicas, apócrifo en parte compilado y en parte escrito
hacia el año 380: «El que enseña, sea o no seglar, con tal
que sepa hablar y sea de conducta recomendable, que enseñe;
porque "todos serán discípulos de Dios"» (VIII,
32,17).
El pasaje alude en primer lugar a Rom
12,7, donde san Pablo enumera una serie de carismas. La razón
final es lo más notable: propone la profecía de Isaías
(54,13), citada por Cristo (Jn 6,45); todo cristiano honesto,
por tanto, con tal de que pueda expresarse, tiene derecho a
dirigir la palabra al grupo para comunicar lo que Dios le
enseña; no se trata aquí de revelaciones especiales, más
propias del carisma profético, sino de reconocer la acción
de Dios en la propia historia y experiencia o de exponer las
propias luces sobre un pasaje de la Escritura.
Como el carisma de enseñar, otros
muchos se ejercitan en la reunión y en la fiesta; carisma
es toda cualidad, común o extraordinaria, puesta, por
impulso del Espíritu, al servicio ajeno. El canto y la
organización, la afabilidad y cualquier otra destreza útil
para animar
la fiesta es carisma; unos tendrán
como don la palabra sabia, otros la que instruye; uno
esplendor de fe, otro espíritu crítico, sin descartar del
todo las manifestaciones extraordinarias, como el espíritu
profético o el alabar a Dios en lenguas arcanas. Bien
conocidos son los fenómenos que ocurren en las reuniones pentecostales.
Este clima de libertad podría
tropezar contra una estructura demasiado rígida que no dejase
resquicio suficiente a la expresión. A nivel de grupo, hay
que abrir una ventana a la espontaneidad. Los cristianos van a
la reunión con experiencias que desearían compartir con
los demás; hay que dejar holgura para que encuentren vías de
expresión y no imponer un esquema inflexible.
Un mínimo de estructura es
necesario, entre otras cosas, para poder empezar; hay que
tener alguna idea de lo que se pretende hacer o de cómo se va
a desenvolver la celebración, previendo sus líneas
maestras. La estructura preserva también la continuidad de
ciertos valores insustituibles; pero toda estructura o
institución,
como dijo el Señor de su prototipo el sábado, es para el
hombre y no viceversa. Desde el momento en que una estructura
social, religiosa o ritual agarrota la expresión del hombre o
sofoca su libertad, hay que desmontarla; para estar al
servicio del hombre deberá tener una flexibilidad que no
impida el movimiento: será malla de danzarín, no camisa de
fuerza.
En el caso concreto de la celebración
hay que empezar encontrando los modos espontáneos de
expresión propios del grupo; sobre ese común denominador se
construirá la estructura. La institución, por tanto, sigue,
no precede; no se puede imponer la espontaneidad ni enseñar a
ser poeta.
La celebración entrevera lo
convenido con lo improvisado. Cox la compara atinadamente al
jazz combinado, en que la partitura se interrumpe cada vez
que uno de los ejecutantes improvisa un solo, que sus colegas
acompañan; terminado éste, se vuelve al texto escrito,
mientras otro no se sienta inspirado.
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