Al describir la etapa religiosa del hombre como
estadio precristiano, el lector habrá reconocido muchos
rasgos del cristianismo que ha vivido. No es de extrañar.
Como ya insinuábamos a propósito de la libertad, la sociedad
humana de que era parte la Iglesia no estaba preparada para
digerir alimento tan adulto, y persistió en la mentalidad
religiosa heredada del paganismo y del judaísmo, a pesar de
la posición neta y valiente de san Pablo.
Dios aceptó la situación, pero no se resignó a
ella. Poco a poco fue liberando al hombre, que hoy protesta
precisamente contra la religión, motivo para él de escándalo.
Los ataques a la moral interesada, al Dios despótico, al
infantilismo de la ley, a la tutela, al espiritualismo
desencarnado, muestran que la concepción religiosa está en
grave crisis. El hombre no va a aceptarla en el futuro. Por
mucho que el simbolismo y la poesía retornen, como es de
desear, al mundo técnico agostado por el análisis, siempre
será con un nuevo espíritu de libertad y emancipación,
extranjero al precedente de angustia y escrúpulo.
La secularización acucia, exorcizando la
religiosidad interesada. Cada vez le quedan a Dios menos
huecos que llenar. Los hombres han aprendido a hacer cosas
mantenidas antes dentro del coto de la religión; han
encontrado la llave de los misterios y, con un empellón a los
centinelas sacros, han abierto las puertas.
Es un hecho que la humanidad toma su destino en las
manos. Un destino que no depende de profecías o derechos
sobrenaturales, sino que se planifica y ejecuta sin acordarse
de valores religiosos. No se justifican las actividades invocaíldo
la voluntad de Dios, sino el bien del hombre; no se apela a
instancias superiores. El hombre quiere encargarse de sí
mismo sin seguir falsillas ajenas ni esperar directivas
sacrales. La «relígión» no tiene sitio en la empresa
humana; la sociedad, que se esforzaba antes por tener
propicios a sus dioses, los ha olvidado. Basta escuchar a la
gente y enterarse de lo que le interesa, la entusiasma, ocupa
sus conversaciones o su tiempo libre. Antiguamente, hasta la
diversión era religiosa: la misa mayor o el sermón de
campanillas eran espectáculo.
Incluso los creyentes comprometidos se preocupan hoy
mucho más por la integración racial, la guerra o la
injusticia que por los problemas estrictamente religiosos. No
interesa gran cosa lo que digan el párroco, el obispo o el
papa, la organización de la Iglesia o los ejercicios de
piedad. Lo humano, lo mundano, en su aspecto de frivolidad o
de problema, según la calidad de las personas, es lo que
ocupa las mentes.
La vida humana va tomando forma sin el control de la
religión; antes tenía en cuenta normas, valores, conductas
dictadas «por lo que es cristiano». Ahora los valores ya no
se sinceran con tales declaraciones. Y esto incluso en los
creyentes; resulta cada vez más fuera de lugar aducir razones
religiosas en asuntos de este mundo.
En la comunidad cristiana se nota un cambio de
postura. El símbolo de la «Iglesia-Madre» es poco
apreciado. Durante mucho tiempo se fue a la Iglesia para
encontrar en ella una ayuda, gasolina para la vida: consuelo,
equilibrio psíquico, personalización. Si la Iglesia es
solamente refugio o clínica, la fe es todavía escasa, pesan
demasiado los intereses personales; es más un eros
religioso que una fe. Ya hace años, sin embargo, que no pocos
grupos cristianos empezaron a comprender y practicar el
compromiso como testimonio; por aquí se entraba ya en terreno
cristiano, por la resolución de fidelidad al Señor y de empeño en
la tarea. La actitud era a veces demasiado adusta y tensa, pero la fidelidad puede llevar al amor. La cruz,
modelo y cumbre de la dedicación, mide al mismo tiempo la
distancia al ideal que se persigue; el hombre se resiste a ser
crucificado. Es entonces cuando descubre el otro aspecto de la
cruz, el de la misericordia, que suscita otra clase de amor;
no el interesado de la religión ni la lealtad del soldado,
sino uno que no espera beneficios ni se traduce en actividad;
queda en el corazón, como humildad y agradecimiento, amistad
y goce de su Dios. Y es entonces cuando la misión alcanza su
plenitud, al ser expresión del amor sentido y testimonio
humilde de la experiencia personal.
El cristianismo, guiado por el Espíritu de Dios,
descubre cada vez más a Cristo y se entiende cada vez más a
sí mismo. Deja caer sus ornamentos religiosos para mezclarse
con los hombres «como uno de tantos» (Flp 2,7), comprende la
acción de Dios que cede la iniciativa al hombre, y siente los
brazos de Dios que lo levantan de la postración y le piden en
cambio una sonrisa. Su misma oración se realiza mucho más en
la presencia que en la petición. Da gracias a Dios porque lo
libra de tantas necesidades elementales, porque le permite
buscarlo desinteresadamente y acercarse a su prójimo con más
flores que monedas. Se siente libre de coacciones y respira la
alegría de la salvación.
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