El
infierno existe, pero no es el de los diablos con cuernos.
Si yo pudiese anunciaría esta novedad: el infierno es un invento de
los curas para mantener al pueblo sometido a ellos; es un instrumento de
terror excogitado por las religiones para garantizar sus privilegios y sus
situaciones de poder. Si pudiese lo anunciaría y ciertamente significaría
una liberación para toda la Humanidad. Pero no puedo. Porque nadie puede
negar el mal, la malicia, la mala voluntad, el crimen calculado y
pretendido, y la libertad humana. Por existir todo eso, existe también el
infierno, que no es, como decía el P. Congar, el de los diablos con
cuernos creado por la fantasía religiosa, pintado y utilizado por
predicadores fervorosos que estremecieron y atemorizaron a miles de
personas, sino el creado por el condenado para sí mismo.
El infierno es el
endurecimiento de una persona en el mal. Por consiguiente es un estado del
hombre y no un lugar al que es echado el pecador, donde hay fuego y
diablos con enormes garfios ‑que se dedican a asar a los condenados
sobre parrillas. Esas imágenes son de mal gusto y reflejan una
religiosidad morbosa. El infierno es un estado del hombre que se identificó
con su situación egoísta, que quedó petrificado en su decisión de sólo
pensar en sí y en sus cosas y no en los demás y en Dios; es alguien que
ha pronunciado un no tan decisivo que ya no quiere ni puede pronunciar un
sí.
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