Después
de ver el cristianismo desde diversos puntos de vista y considerándolos
en conjunto, surge una pregunta: ¿es el cristianismo una
religión?
Para
no caer en la trampa terminológica, procederemos en la
respuesta exponiendo algunos rasgos convencionales de la
concepción «religiosa» y veremos si se verifican en el
cristianismo. Si no fuera así, habrá que reconocer que el
cristianismo no puede alinearse con las religiones y que si se
mantiene tal nombre para ellas, hay que buscar uno nuevo para
el fenómeno cristiano. Los rasgos «religiosos» que
exponemos son esquemáticos y pueden verificarse en mayor o
menor grado en las religiones concretas.
La
incompatibilidad entre fe cristiana y «religión» puede
establecerse también basándose en el Nuevo Testamento. San
Pablo tuvo que enfrentarse con dos religiosidades que
amenazaban a las comunidades cristianas: una, la religiosidad
judía, encarnada en las observancias de la Ley (Gál 4,1-11);
otra, las prácticas de austeridad y de culto a los ángeles
de ciertos sincretismos paganos (Col 2,16-22); ambas son
calificadas de «elementos del mundo», es decir, de estadio
rudimentario y elemental, que describe como «cárcel», «infancia
bajo tutela», «minoría de edad», «rudimentos sin eficacia
ni contenido» (Gál 3,23-24; 4,1-2.9), «preceptos y enseñanzas
humanas sin valor alguno» (Col 2,22-23). Las dos
religiosidades a que alude, judía y pagana, pertenecían, según
él, a la infancia o menor edad del mundo". En los
evangelios nunca recomienda Cristo observancias rituales;
cuando se enfrenta con ellas es para derogarlas (sábado, Mt
12; purificaciones, Mt 15).
No
fue el contenido de la fe el que suscitó la oposición de los
paganos, acostumbrados a los credos más extraños; fue la
ausencia de toda característica « religiosa» la que los
llevó a acusar a los cristianos de ateísmo (Justino, Apología
I, 6,1; Atenágoras, Intercesión en favor de los cristianos,
5ss). El cristianismo, que carecía de templos, casta
sacerdotal, rituales y observancias, aparecía como un fenómeno
inasimilable para las categorías «religiosas».
No
se puede negar que en las religiones antiguas existía un
elemento válido: la aspiración del hombre a entrar en
contacto con la divinidad. Pero éste deformó su intuición y
experiencia de Dios; el «Gigante Sonriente», que era aquella
realidad fascinadora y tremenda, se va cargando de
connotaciones cada vez más terribles; el hombre no cree en la
sonrisa divina, sino sólo en la fuerza y el poder. Proyecta
en Dios su malaventurado afán de dominio, haciendo de él un
déspota que en algunas religiones exige sacrificios humanos.
Concibe un Dios envidioso de su alegría y se fabrica
prohibiciones y tabúes; lo identifica con los fenómenos
escalofriantes de la naturaleza, como el rayo o la tempestad,
o con los misteriosos, como la fertilidad. Vuelca en Dios toda
su miseria psicológica, su bajeza, su desprecio de sí mismo,
su insuficiencia; descarga en él su masoquismo y su crueldad,
la culpabilidad que lo roe: inventa la propia tortura en
nombre de Dios.
Para
tener contento a ese dios terrible inventa rituales,
observancias y expiaciones; instituye, para mantenerlos,
castas sacerdotales de iniciados en los secretos divinos, que
pronto se erigen en detentadoras de poder. De igual modo, los
despotismos políticos apelan a la voluntad de los dioses y la
«religión» los justifica y consolida.
El
hombre se ve abrumado y sin esperanza. Para empezar su obra
liberadora elige Dios un pueblo y, en medio del aparato
religioso que todavía conserva, le infiltra una fe vigorosa.
Con guerras, profetas o destierro lo mantiene en vilo para
evitar que lo religioso deforme de nuevo el rostro divino.
Cuando
llega el momento, Dios quiere revelar su verdadera faz, y para
mostrar su sonrisa, sin que su estatura espante, se presenta
en el mundo como un hombre cualquiera. Cristo indica a la
humanidad enferma el camino de la vida plena, revelando que
Dios es amor y que la salud del hombre consiste en amar a
imitación de Dios. Muestra que el camino fabricado por el
hombre para acercarse a Dios lo desviaba, y colma la aspiración
de la humanidad entera, limpiando la fe de su envoltura
religiosa: declara caducado el cúmulo de observancias, ritos
y prohibiciones que impedían la integración y el desarrollo
del hombre.
En
los párrafos que siguen el término «religión», como
contradistinto de «fe», significa el miedo a Dios, que
prolifera en una hojarasca de obligaciones, ansiedades y escrúpulos.
Este sentido era común en la palabra latina religio:
metus divini numinis, «ritual», «escrupulosidad
meticulosa», hasta el punto de que términos como «formido»
y «pavor» se usaban como sinónimos de religio.
Los
dos enemigos de Dios en la Pasión de Cristo son la «religión»
(fariseos observantes y saduceos poderosos) y el poder político
doblegado por ella. A tal punto había llegado la asfixia de
la fe que los profesionales de la «religión» no
reconocieron el rostro del Dios a quien pretendían servir.
Cristo libera la fe y la hace posible, podando toda
excrecencia dañina.
En
primer lugar, la religión se proponía llegar hasta Dios;
para ello era condición indispensable hacer a Dios propicio,
con prácticas ascéticas, con el ejercicio de las virtudes o
con ritos purificadores. En una palabra: la religión
intentaba sacar al hombre de su estado de pecado, es decir, de
su alienación respecto a Dios y a sí mismo, para alcanzar la
amistad con la divinidad. La empresa resultaba imposible, a
juzgar por la incesante repetición de ritos expiatorios que
delataba lo vano de la tentativa, por el fracaso de la
.observancia farisea y por el pesimismo de la religión
griega, que, desesperada, consideró al hombre un juguete de
los dioses. Aun los espíritus más selectos, como Platón o
Aristóteles, no llegaron a establecer una relación personal
entre el hombre y Dios, ni siquiera en la vida inmortal del
alma.
Según
este aspecto, la religión se acabó en el Calvario. Allí
Dios reconcilió consigo al mundo. Si el hombre no podía
llegar hasta Dios, podía él acercarse al hombre, y lo hizo.
El problema del Dios propicio había terminado.
El
Antiguo Testamento registra numerosos casos de hombres e
incluso de un pueblo a quien Dios se acercó; y, sin duda,
hizo lo mismo en la larga historia humana con otros individuos
de otras culturas y religiones. Pero sí Dios amaba de verdad
a su creación, hacía falta una reconciliación del género
humano como tal, no de algunos individuos solamente. Dios había
de ponerse al alcance de todo hombre.
Vimos
en el capítulo primero que Dios reconcilió consigo al mundo
por medio de Cristo, cuando el mundo era pecador, cuando no
sabía nada de tal reconciliación y en cuanto la conocía se
oponía a ella. El esfuerzo «religioso» por llegar hasta
Dios ha perdido su objetivo, pues Dios está cerca. Así
aparece en la proclamación de Jesús: « El reinado de Dios
está cerca», hecho que no dependía del querer del hombre ni
era fruto de sus ritos expiatorios, sino de un acto libre de
Dios. El hombre necesita sólo salir al encuentro de esa
cercanía y responder a su llamada con la fe: «Creed la buena
noticia» (Mc 1,15). La puerta está abierta, la expiación
realizada, los sacrificios superados, la « religión»
desocupada.
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